Cuento de Navidad de Charles Dickens. Audiolibro completo. Voz humana real.



Cuento de Navidad de Charles Dickens (1812-1870) también conocido como Canción de Navidad o Canto de Navidad, es un …

El Cuento de Navidad de Charles Dickens es una de las historias más populares y queridas de la temporada navideña. Publicada por primera vez en 1843, esta novela corta cuenta la historia de Ebenezer Scrooge, un hombre avaro y egoísta que recibe la visita de tres fantasmas en Nochebuena. A través de estas visitas, Scrooge realiza un viaje emocional a su pasado, presente y futuro, lo que finalmente lo lleva a redimirse y aprender el verdadero significado de la Navidad.

El audiolibro completo de El Cuento de Navidad de Charles Dickens está narrado por una voz humana real, que lleva al oyente a través de la emotiva y conmovedora historia de Scrooge. Esta narración permite a los oyentes sumergirse por completo en la historia, sintiendo cada emoción y momento crucial de la trama. Con el uso de diferentes tonos y matices de voz, el narrador da vida a los personajes y al mundo creado por Dickens, ofreciendo una experiencia auditiva inmersiva y cautivadora.

Escuchar el audiolibro completo de El Cuento de Navidad de Charles Dickens es una forma maravillosa de disfrutar de esta clásica historia navideña. La voz humana real agrega un toque auténtico y emocional a la narración, lo que hace que la experiencia sea aún más memorable. Ideal para escuchar en familia, durante la temporada navideña o en cualquier momento del año, esta versión del audiolibro transporta a los oyentes al mágico mundo de Dickens y les permite experimentar la poderosa redención de Scrooge a través de sus propios oídos. Cuento de Navidad. Una obra de Charles Dickens. Yo soy “La voz que te cuenta” Comienza la obra con un prefacio del autor, que dice así: Con este relato fantasmal he tratado de evocar el espectro de una idea que no deberá contrariar

A mis lectores ni enemistarlos con otros, con estas fiestas o conmigo. Confío en que frecuente gratamente sus hogares y que nadie sienta el deseo de conjurarlo. Su leal amigo y servidor, CHARLES DICKENS Diciembre de 1843 PRIMERA ESTROFA EL FANTASMA DE MARLEY Para empezar, Marley estaba muerto. De eso

No cabía la menor duda. En el acta de defunción figuraban las rúbricas del clérigo, el secretario, el director de la funeraria y la persona que presidía el duelo. También la de Scrooge. Y su nombre bastaba para validar en el Mercado de Valores todo cuanto deseara emprender.

El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta. Pero ¡cuidado!, con esto no pretendo decir que sepa por experiencia propia qué hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Podría haber optado por considerar un clavo

De un ataúd como el artículo más muerto de una ferretería, pero el símil entraña la sabiduría de nuestros antepasados, y no serán mis manos impías las que la profanen, o desaparecería el país. Habrán de permitirme, por consiguiente, que insista en que Marley

Estaba tan muerto como el clavo de una puerta. ¿Sabía Scrooge que aquel estaba muerto? Por supuesto. ¿Cómo podría haberlo ignorado? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único

Cesionario, su único legatario, su único amigo, y el único que lloró su muerte. Pero ni siquiera Scrooge se sintió tan afligido por el luctuoso suceso como para dejar de ser un brillante hombre de negocios el mismo día del funeral y solemnizarlo con un ventajoso trato. La mención del entierro de Marley me lleva

De vuelta al punto en el que empecé. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Es algo que debemos comprender con total claridad, pues de lo contrario nada habría de extraordinario en la historia que me dispongo a relatar. Si no estuviésemos plenamente convencidos

De que el padre de Hamlet había muerto antes del inicio del drama, nada habría en su paseo nocturno por las murallas, con viento de levante, más singular de lo que habría en cualquier otro lugar expuesto al viento —el cementerio de San Pablo, pongamos por caso— para sobresaltar

El débil espíritu de su hijo. Scrooge nunca borró el apellido del viejo Marley. Allí seguía años después, sobre la puerta del almacén: «Scrooge y Marley». Por tal nombre era conocida la firma. Los no familiarizados con ella unas veces se dirigían

A Scrooge como Scrooge y otras como Marley, pero él respondía en ambos casos. Le era indiferente. ¡Ay, pero Scrooge era un avaro incorregible! ¡Un viejo pecador que en su insaciable codicia extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba y arrebataba! Era duro e incisivo como el pedernal, del que ningún acero había conseguido

Nunca arrancar una chispa de generosidad; reservado, hermético y solitario como una ostra. El frío que albergaba en su interior helaba sus ajadas facciones, afilaba su puntiaguda nariz, acartonaba sus mejillas y envaraba su paso; le enrojecía los ojos, le amorataba

Los finos labios, y se delataba astutamente en su áspera voz. Una gélida escarcha cubría su cabeza, sus cejas y su tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura, que congelaba su despacho los días de canícula y que nunca ascendía un solo grado por Navidad.

El calor y el frío exteriores apenas influían en Scrooge. No había calor que pudiera templarlo ni frío glacial que pudiera estremecerlo. No había viento más implacable que él, ni nevada más pertinaz ante un propósito, ni aguacero más sordo a una súplica. Las

Peores inclemencias del tiempo no habrían sabido abordarlo. La lluvia más feroz, la nieve, el granizo y la cellisca habrían podido presumir de aventajarlo en un solo aspecto. Con frecuencia, todos ellos «llegaban» de forma generosa, mientras que Scrooge jamás lo hacía. Nadie le abordaba nunca en la calle para preguntarle

Con gesto alegre: «Mi querido Scrooge, ¿cómo se encuentra? ¿Cuándo irá a visitarme?». Ningún mendigo le imploraba una mísera limosna, ningún niño le pedía la hora, ningún hombre ni ninguna mujer le habían preguntado en toda su vida por dónde se iba a tal o cual

Sitio. Incluso los perros lazarillos parecían conocerle, y, cuando le veían acercarse, tiraban de sus dueños hacia portales o patios, y después meneaban la cola como diciendo: «¡Es preferible no tener ojos a recibir un mal de ojo, amo invidente!». Pero ¡qué le importaba a Scrooge! Eso era precisamente lo que le gustaba. Abrirse paso

Por los atestados senderos de la vida, asegurándose de ahuyentar todo gesto de simpatía humana, era lo que quienes conocían a Scrooge afirmaban que le deleitaba. Cierto día —de todos los días buenos del año, el de Nochebuena—, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su contaduría. El tiempo era frío y desapacible, además de

Neblinoso. Scrooge alcanzaba a oír a la gente que había fuera, en el callejón, correteando jadeante de un lado al otro, dándose palmadas en el pecho y pisoteando las losas del suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad apenas acababan de dar las tres, pero ya casi

Había oscurecido —la luz había sido muy pobre todo el día— y se veían velas encendidas en las ventanas de las oficinas aledañas, como manchas rojizas en el aire denso y lúgubre. La niebla se colaba hasta por la última rendija y por el ojo de la última cerradura, y era

Tan espesa que, aunque el callejón era de los más angostos, las casas de enfrente parecían meros fantasmas. La escena de aquella tétrica nube abatiéndose y oscureciéndolo todo invitaba a pensar que la naturaleza habitaba por allí cerca y crecía a gran escala.

Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para vigilar en todo momento a su escribiente, que copiaba cartas en una pequeña y deprimente estancia contigua a la suya, una especie de celda. La lumbre de Scrooge era pobre, pero la del escribiente lo era tanto más que incluso

Parecía reducirse a una sola ascua; pero no podía alimentarla, pues Scrooge guardaba la caja del carbón en su estancia, y en cuanto apareciera con la pala en la mano, sin duda el patrono pronosticaría que iba a ser necesario prescindir de sus servicios. Razón por la

Que el escribiente se arropaba con su bufanda blanca e intentaba calentarse con la vela, empeño en el que, no siendo un hombre de gran imaginación, fracasaba. —¡Feliz Navidad, tío! ¡Dios le guarde! —exclamó una voz alegre. Era la voz del

Sobrino de Scrooge, que se acercó a él tan raudo que solo entonces se apercibió de su presencia. —¡Bah! —repuso Scrooge—. ¡Paparruchas! El sobrino de Scrooge había caminado a paso tan ligero por entre la niebla y la escarcha que parecía acalorado; tenía el rostro rubicundo y agraciado, sus ojos chispeaban y su aliento

Se condensaba en vaho. —¡Tío! ¿Paparruchas, la Navidad? —se sorprendió el sobrino de Scrooge—. Estoy seguro de que en realidad no lo cree. —¡Por supuesto que sí! —contestó Scrooge—. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a sentirte feliz? ¿Qué motivo tienes para sentirte feliz, siendo pobre como eres?

—¡Vamos, vamos! —replicó el sobrino, jovial—. ¿Qué derecho tiene usted para ser tan taciturno? ¿Qué motivo tiene para ser tan arisco, siendo rico como es? No ocurriéndosele mejor respuesta en ese momento, Scrooge volvió a decir «¡Bah!», y de nuevo añadió «¡Paparruchas!». —¡No esté de tan mal humor, tío! —dijo

El sobrino. —¿Cómo no voy a estarlo —repuso el tío— cuando vivo en un mundo de necios como este? ¡Feliz Navidad…! ¡Basta ya de feliz Navidad! ¿Qué son las navidades sino una época de pagar facturas sin disponer de dinero, una

Época para verse un año más viejo y ni una hora más rico, una época para hacer balance de cuentas y descubrir que todas y cada una de las entradas de los libros de los doce meses anteriores son negativas? Si pudiera imponer mi voluntad —prosiguió

Scrooge con indignación—, todos esos idiotas que van por ahí con el «¡Feliz Navidad!» en la boca acabarían en una cazuela y después enterrados con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Así acabarían! —¡Tío! —suplicó el sobrino. —¡Sobrino! —replicó el tío con aire adusto—. Celebra la Navidad a tu manera,

Y permíteme que yo lo haga a la mía. —¡Celebrarla! —repitió el sobrino de Scrooge—. Pero usted no la celebra. —Pues permíteme que la obvie —dijo Scrooge—. ¡Que te resulte provechosa! ¡Gran provecho te ha hecho ya! —Creo que hay muchas cosas que me habrían resultado provechosas, de las que sin embargo

Nunca he sabido beneficiarme —respondió el sobrino—, como la Navidad. Aunque estoy seguro de que, cuando llegan las navidades, aparte de la veneración debida a su nombre y origen sagrados, si es que puede dejarse aparte algo de ellas, siempre las he considerado

Unas fechas buenas, un tiempo agradable de amabilidad, de perdón y de caridad, el único tiempo que conozco, en el largo almanaque del año, en que los hombres y las mujeres parecen convenir en abrir sus cerrados corazones y tratar a los más humildes como auténticos

Compañeros de viaje hacia la tumba, y no como a una especie diferente de criaturas embarcadas en otros periplos. Por tanto, tío, aunque nunca haya reportado a mis bolsillos ni un ápice de oro o plata, creo que me ha hecho y que me hará provecho, y por eso digo

¡bendita sea! El escribiente aplaudió de forma espontánea en su cubículo. Consciente de inmediato de la impropiedad de su conducta, atizó el fuego y apagó así sin remedio el último y débil rescoldo. —Si vuelvo a oír otro ruido procedente de ahí —dijo Scrooge—, ¡celebrará la

Navidad perdiendo su empleo! Eres un convincente orador, caballero —agregó, volviéndose hacia su sobrino—. Me pregunto cómo es que no estás en el Parlamento. —No se enoje, tío. ¡Vamos! Venga a cenar con nosotros mañana. Scrooge le dijo que le vería en el in… Sí, eso fue lo que le dijo. Concluyó la

Expresión, y añadió que antes le vería en tal extremo. —Pero ¿por qué? —vociferó el sobrino de Scrooge—. ¿Por qué? —¿Por qué te casaste tú? —preguntó Scrooge. —Porque me enamoré. —¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si aquella fuera la única cosa en el mundo más ridícula que una feliz Navidad—.

¡Buenas tardes! —dijo Scrooge. —Pero, tío, usted nunca fue a visitarme antes de que eso ocurriera. ¿Por qué lo esgrime ahora como motivo para no hacerlo? —Buenas tardes —repitió Scrooge. —No quiero nada de usted, no le pido nada. ¿Por qué no podemos ser amigos? —¡Buenas tardes! —insistió Scrooge.

—Lamento de todo corazón verle tan obcecado. Nunca hemos discutido por mi culpa. Lo he intentado en honor a la Navidad, y conservaré mi espíritu navideño hasta el final. De modo que ¡feliz Navidad, tío! —Buenas tardes —repuso Scrooge. —¡Y feliz Año Nuevo! —¡Buenas tardes! —zanjó Scrooge.

Pese a ello, su sobrino salió de la estancia sin pronunciar una sola palabra airada. Se detuvo junto a la puerta para transmitirle sus buenos deseos al escribiente, quien, pese a estar aterido, no se mostró tan gélido como Scrooge, pues le correspondió cordialmente.

—Otro que tal —musitó Scrooge, que le había oído—: mi escribiente, con quince chelines a la semana, esposa e hijos, hablando de la feliz Navidad. ¡Estoy por pedir que me internen en el manicomio de Bedlam! Al despedir al sobrino de Scrooge, aquel demente

Había dejado entrar a otras dos personas. Eran dos caballeros corpulentos, de porte afable, que se apostaron en el despacho de Scrooge con la cabeza descubierta. Llevaban libros y documentos, y le saludaron con una leve reverencia. —Scrooge y Marley, supongo —dijo uno de los caballeros mientras consultaba un listado—.

¿Tengo el placer de dirigirme al señor Scrooge o al señor Marley? —El señor Marley lleva siete años muerto —respondió Scrooge—. Murió hace siete años, precisamente una noche como esta. —No dudamos de que su generosidad seguirá bien encarnada en el socio que le ha sobrevivido —repuso el caballero al tiempo que le tendía

Un documento acreditativo. Y, en efecto, así era, pues ambos habían sido como dos almas gemelas. Scrooge frunció el entrecejo ante la ominosa palabra «generosidad»; acto seguido, sacudió la cabeza y le devolvió el documento. —En esta época festiva del año, señor Scrooge —prosiguió el caballero mientras

Tomaba una pluma—, es más deseable que nunca que prestemos alguna ayuda a los pobres y a los indigentes, que tanto están sufriendo en estos tiempos. Se cuentan por miles los que carecen de lo indispensable; son centenares de miles los que precisan un mínimo alivio. —¿Acaso no hay ya cárceles? —preguntó Scrooge.

—Sí, muchas —contestó el caballero, dejando la pluma. —¿Y los hospicios? —insistió Scrooge—. ¿Siguen ofreciendo servicio? —Sí, en efecto —respondió el caballero—, aunque desearía poder decir lo contrario. —¿Los métodos disciplinarios en las cárceles y la Ley de los Pobres siguen, pues, vigentes? —prosiguió Scrooge. —Y a pleno rendimiento, señor.

—¡Ah! Por lo que ha dicho usted al principio, temía que hubiese ocurrido algo que hubiese interrumpido sus útiles servicios —dijo Scrooge—. Me alegra mucho saberlo. —Con la impresión de que apenas consiguen proporcionar cristiano júbilo a la mente y al cuerpo de tal multitud —replicó el caballero—, algunos estamos tratando de

Reunir fondos para comprar alimentos y bebida para los pobres, y medios para que no pasen frío. Hemos escogido esta época del año porque es cuando más se deja sentir la necesidad y más se celebra la abundancia. ¿Cuánto anoto que será su contribución? —¡Nada! —espetó Scrooge. —¿Desea hacer un donativo de forma anónima?

—Lo que deseo es que me dejen en paz —contestó Scrooge—. Dado que tanto me preguntan qué deseo, caballeros, esta es mi respuesta. No celebro la Navidad y no puedo permitirme contribuir a que la celebren los holgazanes. Colaboro en el mantenimiento de las instituciones que

He mencionado, y bastante costoso es eso ya. Es a ellas a las que deben recurrir quienes se encuentren en apuros económicos. —Muchos no pueden hacerlo, y muchos otros preferirían morir. —Si preferirían morir —replicó Scrooge—, sería mejor que lo hiciesen para reducir así el exceso de población. Además, discúlpenme

Pero no tengo conocimiento de ello. —Pero debería… —apuntó el caballero. —No es de mi incumbencia —repuso Scrooge—. Bastante tiene uno con ocuparse de sus asuntos y no interferir en los ajenos. Los míos absorben todo mi tiempo, de modo que ¡buenas tardes, caballeros! Viendo claro que sería del todo inútil insistir

En su propósito, los caballeros se retiraron. Scrooge reanudó sus tareas con mayor estima de sí mismo y mejor humor de lo que era habitual en él. Mientras tanto, la niebla y la penumbra se habían tornado tan densas que la gente corría

Por la calle con fúlgidas teas, ofreciéndose a ir delante de los caballos de los carruajes para alumbrar su camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y estridente campana nunca dejaba de espiar a Scrooge secretamente a través de un ventanal gótico abierto en

El muro, se volvió invisible y dio las horas y los cuartos entre las nubes, dejando en el aire trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes en su alta y helada cabeza. El frío arreció. En la calle principal, que hacía esquina con el callejón, varios

Obreros reparaban las conducciones del gas y habían prendido una gran fogata en un brasero, alrededor del cual se había congregado un grupo de hombres y muchachos harapientos que se calentaban las manos y entornaban los ojos embelesados ante el resplandor de las llamas.

Habían dejado la llave de paso abierta y el agua que rebosaba se congelaba al instante, convirtiéndose en misántropo hielo. El resplandor de los comercios, en cuyos escaparates crujían ramas y bayas de acebo al calor de las lámparas, sonrojaba los pálidos rostros de los transeúntes.

Los establecimientos de pollos y ultramarinos se transformaron en un deslumbrante reclamo, un espectáculo glorioso que resultaba prácticamente imposible asociar a los prosaicos principios que rigen la compraventa. El alcalde, en el bastión de su imponente residencia, la Mansion House, daba instrucciones a sus cincuenta cocineros y criados para que los preparativos

De la Navidad fuesen dignos del hogar de un hombre de su posición, e incluso el sastrecillo, a quien el lunes anterior habían multado con cinco chelines por andar por la calle ebrio y con actitud pendenciera, se afanaba removiendo el budín del día siguiente, mientras

Su flacucha esposa y su bebé salían a comprar la carne. ¡La niebla y el frío seguían intensificándose! Un frío penetrante, agudo, punzante. Si, con un tiempo como aquel, el bueno de san Dunstan apenas hubiese pellizcado la nariz del Diablo, este, en lugar de emplear sus armas habituales, sin duda habría rugido

Con denuedo. El dueño de una pequeña y joven nariz, roída y aterida por el ávido frío como los huesos roídos por perros, se agachó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para obsequiarle con un villancico; pero, en cuanto se oyó ¡Dios le bendiga, jubiloso caballero! ¡Que nada le cause desaliento!

Scrooge agarró la regla con tal ímpetu que el cantor huyó aterrado, dejando la cerradura a merced de la niebla y de la no menos desapacible escarcha. Finalmente llegó la hora de cerrar la contaduría. Scrooge bajó del taburete de mala gana y,

Tácitamente, se lo dio a entender al expectante escribiente, que seguía en su celda y que inmediatamente se puso en pie, apagó la vela y se caló el sombrero. —Supongo que mañana querrá tener todo el día libre —dijo Scrooge. —Si le parece conveniente, señor… —No me parece conveniente —replicó Scrooge—,

Ni tampoco justo. Si por ese motivo le descontase media corona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivoco? El escribiente esbozó una sonrisa lánguida. —Y, sin embargo —añadió Scrooge—, no considera que sea yo el maltratado teniendo que pagar el jornal de un día que no se ha trabajado.

El escribiente apuntó que solo ocurría una vez al año. —¡Una pobre excusa para hurtar del bolsillo de un hombre cada veinticinco de diciembre! —exclamó Scrooge mientras se abotonaba el gabán hasta el mentón—. Pero supongo que tendré que concederle el día entero. Preséntese aquí bien temprano al día siguiente.

El escribiente prometió que así lo haría, y Scrooge salió gruñendo. El despacho quedó cerrado en un santiamén, y el escribiente, con los largos extremos de la bufanda blanca colgándole por debajo de la cintura (pues no tenía abrigo), se dirigió a Cornhill

Y se deslizó veinte veces por una pendiente tras una hilera de muchachos para celebrar que era Nochebuena, y después corrió a su casa, en Camden Town, tan deprisa como pudo para jugar a la gallina ciega. Scrooge tomó su triste cena en la triste

Taberna habitual, y, tras leer todos los periódicos y entretenerse el resto de la velada repasando los libros de cuentas, se fue a casa a dormir. Vivía en unos aposentos que habían pertenecido a su difunto socio. Se trataba de un conjunto de lúgubres habitaciones en un siniestro

Edificio ubicado al final de un estrecho callejón, donde la escasez de actividad invitaba a imaginar que el edificio en cuestión había llegado allí corriendo cuando aún era una casa jovencita, mientras jugaba al escondite con otras casas, y había olvidado después el camino de vuelta.

Era ya tan viejo e inhóspito que nadie más lo habitaba aparte de Scrooge; el resto de las habitaciones se habían alquilado como despachos. El callejón era tan penumbroso que el mismo Scrooge, que conocía hasta su último adoquín, de buen grado lo recorrió

A tientas. La niebla y la escarcha saturaban de tal modo el negro y viejo portón de la casa que parecía que el Genio del Tiempo estuviese sentado en el umbral sumido en una funesta meditación. Es un hecho incuestionable que la aldaba de

La puerta no tenía nada extraordinario, salvo su gran tamaño. Igual de incuestionable es que Scrooge la había visto, mañana y noche, durante todo el tiempo que llevaba viviendo allí, y que él poseía tan poco de eso que denominamos fantasía como ningún otro hombre

En la City de Londres, incluidos —que ya es decir— los miembros de la corporación municipal, los concejales y los gremialistas. Tampoco hay que olvidar que Scrooge no le había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que aquella tarde se hiciese mención

A los siete años transcurridos desde su muerte. Pues bien, que alguien me explique, si es capaz, cómo sucedió que Scrooge, tras introducir la llave en la cerradura de la puerta, viera en la aldaba, sin mediar transformación alguna, no una aldaba sino el rostro de Marley.

El rostro de Marley. No era una sombra impenetrable, como todo cuanto había en el callejón, sino un rostro que parecía rodeado de un mortecino halo, como una langosta putrefacta en un sótano oscuro. No parecía enojado ni furioso; miraba a Scrooge como siempre lo había hecho, con

Unas fantasmales lentes colocadas sobre su fantasmal frente. El pelo se le agitaba como por efecto de un soplido o de aire caliente; y, aunque los tenía completamente abiertos, sus ojos permanecían inmóviles. Todo ello, sumado a la lividez de su rostro, le confería

Una apariencia horrible, pero tal horror, lejos de formar parte de él, parecía ajeno a su semblante y quedar fuera de su control. Scrooge observaba fijamente aquel fenómeno cuando de pronto la aldaba volvió a ser una aldaba.

Decir que no se amedrentó o que no le corrió por las venas una sensación que no había vuelto a experimentar desde la infancia sería mentir. Pese a ello, Scrooge empuñó la llave que había soltado, la giró con tenacidad, entró y prendió la vela.

Se detuvo un instante, indeciso, antes de cerrar la puerta y miró tras ella con cautela, como si en cierto modo esperase topar aterrado con la coleta de Marley asomando en el vestíbulo. Pero nada había detrás de la puerta, salvo los tornillos y las tuercas que sujetaban

La aldaba, por lo que exclamó «¡Bah! ¡Bah!» antes de dar un portazo. El ruido resonó en todo el edificio como si fuera un trueno. Dio la impresión de que hasta la última estancia del piso superior y hasta el último barril de la bodega del

Vinatero producían sus propios ecos. Scrooge no era un hombre a quien asustase el eco. Echó el cerrojo, cruzó el zaguán y subió la escalera, despacio y alumbrándose con la vela. Podríamos hablar vagamente de las antiguas y excelentes escaleras por las que habría podido subir un carruaje tirado por seis caballos

O incluso alguna de las recientes y pésimas leyes aprobadas por el Parlamento; pero a lo que vengo a referirme es que en aquella escalera habría cabido fácilmente un carruaje fúnebre, incluso puesto de través, con el balancín hacia la pared y la portezuela hacia

La balaustrada. Su amplitud daba para eso y aún sobraría espacio; tal vez fuera ese el motivo por el que Scrooge creyó ver un coche funerario avanzando ante él en la penumbra. Media docena de farolas de gas del alumbrado público no habrían bastado para iluminar

Aquella entrada, así que es de suponer que estaría bastante oscura con la vela de Scrooge. Scrooge siguió subiendo, sin darle la menor importancia. La oscuridad era barata, y a Scrooge eso le gustaba. Pero, antes de cerrar la pesada puerta, recorrió sus aposentos

Para comprobar que todo estaba en orden; fue el persistente recuerdo de aquel rostro lo que le incitó a hacerlo. Sala de estar, dormitorio, trastero. Todo estaba como tenía que estar. Nadie debajo de la cama, nadie debajo del sofá; una pequeña

Lumbre en el hogar; cuchara y tazón preparados, y la cacerola con gachas (Scrooge estaba resfriado) en la repisa de la chimenea. Nadie debajo de la cama; nadie en el armario; nadie dentro de la bata, que colgaba contra la pared en actitud sospechosa. El trastero estaba como

Siempre: la antigua pantalla de chimenea, los zapatos viejos, dos escripias, el palanganero de tres patas y el atizador. Satisfecho, cerró la puerta y echó la llave; le dio dos vueltas, algo que no era habitual en él. Así, a salvo de sorpresas, se quitó

La corbata; se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó frente al hogar para tomar las gachas. El fuego era ciertamente débil; nada, en realidad, para una noche tan cruda. No le quedó más remedio que arrimarse más a él

Y acurrucarse antes de empezar a arrancar una levísima sensación de calidez a aquel puñado de carbón. La chimenea era vieja; la había fabricado un mercader holandés hacía mucho tiempo y estaba recubierta de azulejos holandeses que ilustraban las Sagradas Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del faraón, reinas de Saba, mensajeros angelicales

Que descendían por el aire sobre nubes que parecían colchones de plumas, Abrahanes, Baltasares, apóstoles zarpando en mantequilleras, centenares de figuras que atraían su atención; y, aun así, el rostro de Marley, que llevaba muerto siete años, acudía a él como la

Antigua vara del profeta y engullía todo lo demás. Si cada uno de aquellos lisos azulejos hubiese estado en blanco y hubiese tenido la capacidad de trazar en su superficie alguna imagen derivada de los fragmentos inconexos de sus pensamientos, en todos habría aparecido

Una copia de la cabeza del viejo Marley. —¡Paparruchas! —profirió Scrooge, y empezó a caminar de un lado al otro de la sala. Después de varias vueltas volvió a sentarse. Al recostar la cabeza contra el respaldo de la butaca, su mirada fue a posarse en una campanilla, una campanilla caída en desuso,

Que colgaba en aquella estancia y que comunicaba, con algún propósito ya olvidado, con otra situada en la planta más alta del edificio. Presa del asombro y de un temor extraño e inexplicable, mientras la contemplaba vio cómo empezaba a oscilar, al principio de

Forma tan leve que apenas era audible, pero enseguida repicando con estruendo, como también lo hicieron las demás campanillas de la casa. Aquello debió de durar medio minuto, o tal vez uno, pero a él le pareció una hora. Todas las campanillas enmudecieron a la vez,

Tal como habían empezado a sonar. A continuación se oyó un ruido metálico que llegaba de muy abajo, como si alguien estuviese arrastrando una pesada cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero. Scrooge recordó entonces haber oído decir que los fantasmas de las

Casas encantadas arrastraban cadenas. De pronto, la puerta de la bodega se abrió con gran estruendo, y Scrooge oyó con mayor intensidad el ruido procedente del sótano, que empezaba a subir la escalera y a encaminarse después directamente hacia su puerta. —¡Más paparruchas! —profirió Scrooge—. Me niego a creer algo así.

El color de su tez demudó, no obstante, cuando, sin pausa alguna, aquello que producía el ruido franqueó la recia puerta y entró en la estancia ante sus ojos. Al hacerlo, la mortecina llama cobró vida como exclamando: «¡Yo lo conozco! ¡Es el fantasma de Marley!»,

Y después volvió a decaer. El mismo rostro, exactamente el mismo. Marley, igual que siempre: con su coleta, su chaleco, sus calzas y sus botas, cuyas borlas lucían erizadas, como la coleta, los faldones de la levita y el pelo de la coronilla. Llevaba

Sujeta a la cintura la cadena que arrastraba. Era larga y se le enroscaba como si fuera una cola, y estaba confeccionada —pues Scrooge la observó con suma atención— de cajas de caudales, llaves, candados, libros de cuentas, escrituras de compraventa y pesadas faltriqueras

Forjadas en acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge, al observarlo y mirar a través de su chaleco, pudo ver los botones de la espalda de la levita. Scrooge había oído decir en muchas ocasiones que Marley no tenía entrañas, pero hasta

Ese momento no lo había creído. No, ni siquiera lo creyó entonces; aunque mirase al fantasma de hito en hito y lo viera de pie frente a él, aunque percibiera el escalofriante influjo de su mirada, gélida e inerte, aunque reparase incluso en la tela

Del pañuelo doblado que le envolvía la cabeza y el mentón, detalle en el que nunca antes había reparado, seguía sin dar crédito y pugnaba contra sus sentidos. —¿Qué tal? —dijo Scrooge, mordaz y frío como de costumbre—. ¿Qué quieres de mí? —¡Mucho! —Era la voz de Marley, no cabía la menor duda.

—¿Quién eres? —Pregúntame quién fui. —Muy bien, ¿quién fuiste? —accedió Scrooge, alzando la voz—. Como fantasma, eres algo especial. —Iba a decir «para un fantasma», pero consideró más oportuno lo primero. —En vida fui tu socio, Jacob Marley. —¿Puedes… puedes sentarte? —preguntó Scrooge, mirándolo dubitativo. —Sí. —Siéntate, pues.

Scrooge le había hecho tal pregunta porque ignoraba si un fantasma tan transparente podía estar en condiciones de ocupar una silla, y consideró que, en caso de que no hubiese podido, la situación requeriría una embarazosa explicación. Mas el fantasma tomó asiento al otro lado de la chimenea, como si estuviera habituado a ello.

—No crees en mí —observó el fantasma. —No —confirmó Scrooge. —¿Qué prueba de mi existencia precisas, además de las que te proporcionan tus sentidos? —No lo sé —contestó Scrooge. —¿Por qué dudas de tus sentidos? —Porque cualquier nimiedad los afecta —respondió Scrooge—. El más leve trastorno estomacal

Basta para que me engañen. Tú bien podrías ser un pedazo de carne indigesto, o un grumo de mostaza, una migaja de queso, o un trozo de patata mal cocida. Seas lo que seas, ¡no hay en ti más de sepultura que de fritura! Scrooge no era muy dado a improvisar chistes

Ni en modo alguno tenía ánimo para bromear en aquel momento. La verdad es que trataba de ser ingenioso para distraerse y controlar el terror que lo atenazaba, pues la voz del espectro lo alteraba hasta el mismísimo tuétano. Scrooge presentía que si seguía mirando

Un instante más en silencio aquellos ojos exánimes y vítreos sería su perdición. Había, de hecho, algo espantoso en el aura infernal que envolvía al espectro. Scrooge no alcanzaba a verla, pero tenía la certeza de su presencia, pues, aunque el fantasma permanecía sentado e inmóvil, su cabello, sus faldones y sus borlas seguían agitándose

Como sacudidas por las vaharadas de un horno. —¿Ves este mondadientes? —preguntó Scrooge, volviendo rápidamente a la carga por el motivo esgrimido y deseando apartar de sí, aunque fuera por un segundo, la mirada pétrea de aquella visión. —Sí —contestó el fantasma. —No lo estás mirando —replicó Scrooge.

—Sin embargo, lo veo —insistió el fantasma. —¡Muy bien! —dijo Scrooge—. Bastaría con que me lo tragara para vivir el resto de mis días perseguido por una legión de duendes, todos de mi creación. ¡Paparruchas! ¡Te digo que no son más que paparruchas!

Al oír aquello, el espíritu profirió un grito espeluznante y sacudió la cadena produciendo un ruido tan lúgubre y espantoso que Scrooge se aferró a la butaca para no caer desvanecido. Pero aún mayor fue su horror cuando el fantasma se quitó la venda de la cabeza, como si le

Diese demasiado calor llevarla dentro de casa, ¡y la mandíbula inferior le cayó sobre el pecho! Scrooge se desplomó de rodillas y unió las manos delante de la cara. —¡Piedad! —imploró—. ¿Por qué me atormentas, horrenda aparición? —¡Hombre de poca fe! —replicó el fantasma—. ¿Crees o no en mí? —Creo —contestó Scrooge—. Debo creer

En ti, pero ¿por qué deambulan por la tierra los espíritus y por qué acuden a mí? —El espíritu que todo hombre alberga en su interior —respondió el fantasma— está obligado a relacionarse con sus semejantes y a viajar por todas partes; si no lo hace

En vida, queda condenado a hacerlo tras la muerte, sentenciado a vagar por el mundo, ¡ay de mí!, y ser testigo de aquello que ya no puede compartir, pero ¡que podría haber compartido en la tierra y haber transformado en felicidad!

El espectro volvió a proferir un grito, sacudió la cadena y se retorció las fantasmagóricas manos. —Estás encadenado —dijo Scrooge, trémulo—. Explícame el motivo. —Arrastro la cadena que forjé en vida —respondió el fantasma—. Yo la hice, eslabón a eslabón, metro a metro; me la ceñí por voluntad propia,

Y por voluntad propia la llevo. ¿Te resulta extraña su composición? Scrooge cada vez temblaba más. —¿O quieres conocer —prosiguió el fantasma— el peso y la longitud de la que tú mismo arrastras? Ya era tan larga y pesada como esta hace siete nochebuenas. Desde entonces, no has dejado de trabajar en ella. ¡Es una

Cadena gravosa! Scrooge paseó la mirada por el suelo, a su alrededor, como esperando encontrarse rodeado de cincuenta o sesenta brazas de hierro trenzado, pero no vio nada. —¡Jacob! —exclamó, con voz suplicante—. ¡Viejo Jacob Marley, dime más! ¡Dime algo que me sirva de consuelo, Jacob!

—No tengo ningún consuelo que ofrecerte —respondió el fantasma—. El consuelo procede de otras comarcas, Ebenezer Scrooge, y lo proveen otros ministros a otra clase de hombres. Tampoco puedo decirte lo que quisiera. Poco más se me permite. No puedo reposar, no puedo quedarme, no puedo demorarme. Escúchame con atención: mi espíritu nunca fue más

Allá de nuestra contaduría; en vida, mi espíritu nunca se aventuró más allá de los estrechos límites de nuestro cuchitril de cambistas, ¡y qué fatigosas jornadas me aguardan ahora! Siempre que adoptaba una actitud meditabunda, Scrooge tenía el hábito de introducir las manos en los bolsillos del pantalón. Y así

Lo hizo al sopesar lo que el fantasma había dicho, pero sin alzar la mirada ni ponerse en pie. —Debes de haber sido algo lento al respecto, Jacob —observó Scrooge con tono profesional, aunque también con humildad y deferencia. —¡Lento! —repitió el fantasma. —Siete años muerto —musitó Scrooge—,

¿y sin parar de viajar todo el tiempo? —Todo el tiempo —confirmó el fantasma—. Sin reposo, sin paz. Con la incesante tortura del remordimiento. —¿Viajas deprisa? —preguntó Scrooge. —En las alas del viento —contestó el fantasma. —Debes de haber sobrevolado grandes territorios en siete años —dijo Scrooge. Al oír esto, el fantasma lanzó otro alarido

Y sacudió la cadena produciendo tal estrépito en el silencio mortal de la noche que el sereno habría tenido motivo para sancionarlo por escándalo público. —¡Oh, cautivo, atado y doblemente aherrojado —sollozó el fantasma—, ignorante de que son necesarios años y años de incesante labor de criaturas inmortales para que la

Tierra pueda acceder a la eternidad después de haber hecho en ella todo el bien posible! ¡Ignorante de que todo espíritu cristiano que obre gentilmente en su reducida esfera, sea cual fuere, encontrará la vida demasiado breve para las inmensas posibilidades que tiene de prestar servicio! ¡Ignorante de que ningún arrepentimiento enmendará las

Oportunidades desaprovechadas de la vida! ¡Y, sin embargo, ese fui yo! ¡Oh, ese fui yo! —Pero siempre fuiste un buen hombre de negocios, Jacob —balbució Scrooge, que empezaba a sentirse identificado con sus palabras. —¡Negocios! —gritó el fantasma, retorciéndose de nuevo las manos—. El género humano era

Mi negocio. El bien común era mi negocio. La caridad, la misericordia, la paciencia y la benevolencia; todo eso era mi negocio. ¡Los tratos comerciales no eran más que una gota de agua en el inmenso océano de mis obligaciones!

Alargó el brazo, agarró la cadena como si esta fuera la causa de todo su vano sufrimiento y la arrojó al suelo con violencia. —En esta época del año —dijo el espectro— es cuando más sufro. ¿Por qué caminaba entre multitud de congéneres con la mirada

Gacha y nunca la alzaba hacia esa bendita Estrella que guió a los Reyes Magos hasta una humilde morada? ¿Acaso no había hogares pobres hasta los que su luz podría haberme guiado? Scrooge estaba demasiado consternado para asimilar las raudas palabras del fantasma y empezó a temblar incontroladamente.

—¡Escúchame! —gritó el fantasma—. ¡Se me acaba el tiempo! —Te escucharé —contestó Scrooge—, pero ¡no seas cruel conmigo! ¡Déjate de florituras, te lo suplico! —No sabría explicarte la razón por la que me aparezco ante ti de forma visible, cuando he estado sentado a tu lado días y

Días sin que pudieras verme. No era una idea agradable. Scrooge se estremeció y se enjugó el sudor de la frente. —No es una faceta llevadera de mi penitencia —prosiguió el fantasma—. He venido esta noche para advertirte de que aún tienes una

Posibilidad y una esperanza de eludir mi sino. Una oportunidad y una esperanza que yo te he procurado, Ebenezer. —Siempre fuiste un buen amigo —dijo Scrooge—. ¡Gracias! —Te visitarán Tres Espíritus —añadió el fantasma. A Scrooge se le desencajó el rostro casi tanto como antes al fantasma. —¿Son esas la oportunidad y la esperanza

De las que hablabas, Jacob? —preguntó con voz titubeante. —En efecto. —Creo… creo que prefiero no tenerlas —dijo Scrooge. —Sin sus visitas —repuso el fantasma—, no confíes en evitar el sendero que yo recorro. Recibirás la primera mañana, cuando la campana dé la una. —¿No sería posible recibirlos a los tres

A la vez y acabar cuanto antes, Jacob? —insinuó Scrooge. —La segunda se producirá pasado mañana, a la misma hora. La tercera, el día siguiente, cuando la última campanada de las doce deje de vibrar. No volverás a verme, y, por tu bien, ¡recuerda lo que ha sucedido entre nosotros!

Dicho lo cual, el espectro recogió el pañuelo de la mesa y se envolvió la cabeza con él, tal como lo llevaba al llegar. Scrooge supo que así lo había hecho por el ruido seco que produjeron sus dientes cuando el vendaje volvió a encajar las mandíbulas. Se aventuró

A alzar la mirada de nuevo y encontró a su sobrenatural visitante frente a él, con porte erguido y la cadena enrollada en un brazo. La aparición empezó a alejarse de él retrocediendo, y, con cada paso que daba, la ventana se abría un poco más, de modo que al llegar a ella

La encontró completamente abierta. El espectro indicó a Scrooge que se aproximase, y este así lo hizo. Cuando estuvo a dos pasos de él, el Fantasma de Marley alzó una mano para advertirle de que no se acercase más. Scrooge se detuvo.

Lo hizo más por sorpresa y miedo que por obediencia, pues en cuanto el fantasma levantó la mano él empezó a percibir ruidos extraños en el aire, sonidos incoherentes de lamento y pesar, gemidos de indecible aflicción y culpa. Tras escuchar un momento, el espectro

Se sumó a la triste endecha y se elevó hacia la oscura e inhóspita noche. Scrooge se acercó a la ventana corroído por la curiosidad y se asomó. El aire estaba repleto de fantasmas que vagaban de un lado al otro con agitada premura y sin

Dejar de gemir. Como el Fantasma de Marley, todos ellos cargaban con cadenas; algunos (tal vez gobiernos culpables) iban encadenados entre sí; ninguno estaba libre de ellas. Scrooge había conocido a muchos de ellos cuando aún vivían. Había tenido una estrecha

Relación con un viejo fantasma que llevaba un chaleco blanco y una monstruosa caja de caudales de hierro atada a un tobillo y que lloraba compungido por resultarle imposible ayudar a una desdichada mujer y a un niño, a los que veía abajo, en el umbral de una

Puerta. Era evidente que el tormento de todos ellos se debía a que deseaban intervenir, para bien, en asuntos humanos y habían perdido para siempre la capacidad de hacerlo. No habría sabido decir si aquellas criaturas se disolvieron en la niebla o si la niebla

Las envolvió. Pero tanto ellas como sus voces espectrales desaparecieron a un tiempo, y la noche volvió a ser como cuando había llegado a casa. Scrooge cerró la ventana y examinó la puerta por la que había entrado el fantasma. Estaba

Cerrada con dos vueltas, las que él mismo había dado, y los cerrojos estaban intactos. Intentó decir «¡Paparruchas!», pero se interrumpió en la primera sílaba. Y, ya fuera por las emociones que había vivido, o por las fatigas del día, o por el atisbo

Del Mundo Invisible, o por la deprimente conversación del fantasma, o por lo tardío de la hora, el caso es que sintió una necesidad perentoria de descansar, así que se fue directo a la cama, sin desvestirse siquiera, y se quedó dormido al instante. SEGUNDA ESTROFA EL PRIMERO DE LOS TRES ESPÍRITUS

Cuando Scrooge despertó, la oscuridad era tan densa que desde la cama apenas alcanzaba a distinguir la ventana transparente de las paredes opacas del dormitorio. Trataba de perforar la penumbra con sus ojos de hurón cuando las campanas de una iglesia cercana dieron los tres cuartos; aguardó atento para saber qué hora era.

Para su tremendo asombro, la pesada campana dio las siete después de las seis, y a continuación las ocho, y prosiguió hasta las doce, y entonces enmudeció. ¡Las doce! Pasaba de las dos cuando se había acostado. Aquel reloj debía de ir mal. Algún carámbano debía de haberse

Incrustado en la maquinaria. ¡Las doce! Tocó el resorte de su reloj de repetición para rectificar a aquel absurdo cachivache. Su pulso ligero latió doce veces y se detuvo. —¿Cómo? ¡No es posible —exclamó Scrooge— que haya dormido un día entero y parte de

La noche! ¡No es posible que le haya ocurrido algo al sol y que sean las doce del mediodía! Ante aquella alarmante idea, saltó de la cama y se fue a tientas hasta la ventana. Tuvo que quitar la escarcha frotándola con la manga de la bata para poder ver algo, y

Aun así fue poco lo que vio. Lo único que consiguió comprobar fue que tanto la niebla como el frío seguían siendo intensos, y que no se oía el trasiego agitado de gente, como sin duda tendría que haber sido el caso de haber vencido la noche al claro día y

Haberse adueñado del mundo. Un gran alivio, porque aquello de «A tres días vista de esta Primera Letra de Cambio páguese al señor Ebenezer Scrooge o a su orden» y demás se habría convertido en un mero pagaré de Estados Unidos si no quedaban días por contar.

Scrooge volvió a acostarse y caviló sobre aquello una y otra vez, sin sacar nada en claro. Cuanto más cavilaba, más desconcertado se sentía, y cuanto más intentaba dejar de cavilar, tanto más lo hacía. El Fantasma de Marley lo acosaba en extremo.

Cada vez que, tras una concienzuda reflexión, concluía que todo aquello no había sido más que un sueño, sus pensamientos retrocedían de nuevo, como un fuerte muelle al liberarlo, a la posición inicial, y planteaban el mismo problema aún sin solventar: ¿se trataba o no de un sueño? Scrooge seguía tendido en ese estado cuando

La campana dio de nuevo los tres cuartos, y entonces recordó súbitamente que el fantasma le había advertido de una visita cuando sonara la una. Decidió quedarse en la cama hasta que pasara la hora y, pensando que tan imposible era que se durmiera como que fuera al cielo,

Tal vez fue la decisión más prudente que pudo haber tomado. Aquel cuarto se le hizo tan largo que más de una vez tuvo el convencimiento de que se había adormilado y no había oído el reloj. Finalmente, este irrumpió en su atento oído. «¡Talán, talán!» —Y cuarto —dijo Scrooge, contando.

«¡Talán, talán!» —Y media —dijo Scrooge. «¡Talán, talán!» —Menos cuarto —dijo Scrooge. «¡Talán, talán!» —¡La hora! —exclamó Scrooge, triunfal—. ¡Y nada! Dijo eso antes de que sonara la última campanada, que lo hizo entonces con una profunda, grave, cavernosa y melancólica una. Al instante,

La habitación se iluminó y se descorrieron los cortinajes de la cama. Doy fe de que fue una mano lo que descorrió las cortinas. No las del pie de la cama, ni las de la cabecera, sino las del lateral hacia el que tenía vuelto el rostro. Las cortinas

Se descorrieron, y Scrooge, sobresaltado, se incorporó levemente y se encontró cara a cara con el visitante ultraterrenal que las había descorrido: tan cerca de él como ahora lo estoy yo de ustedes, pues estoy, en espíritu, a su lado.

Era una figura extraña, como un niño; y, sin embargo, no parecía tanto un niño como un anciano visto a través de algún elemento sobrenatural que le diera el aspecto de haber retrocedido en el campo visual hasta quedar reducido a las proporciones de un niño. Su

Cabello, que colgaba por su cuello y espalda, era blanco, como por efecto de la edad, si bien en su rostro no había una sola arruga y su tez lucía delicada y lozana. Sus brazos, al igual que las manos, eran largos y recios, como poseedores de una fuerza excepcional.

Los llevaba desnudos, como los pies, que también eran de delicadas formas. Vestía una túnica de un blanco inmaculado y, alrededor de la cintura, un bruñido cinturón de hermoso lustre. Sostenía una rama de acebo en una mano y, en curiosa contradicción con tan

Invernal emblema, flores estivales adornaban su ropaje. Pero lo más extraño en él era el haz de luz clara y brillante que brotaba de su coronilla y que hacía que todo aquello fuera visible; sin duda, tal era el motivo por el que cuando el ánimo decaía emplease

A modo de gorro el enorme apagavelas que llevaba bajo el brazo. Con todo, cuando lo observó con mayor detenimiento, Scrooge vio que tampoco eso era lo más extraño en él, pues el cinturón centellaba y refulgía, ahora en un punto, ahora en otro, y lo que

En un momento estaba iluminado, al siguiente quedaba a oscuras; así, la nitidez de la figura iba fluctuando: en un instante parecía un ente con un solo brazo, después con una sola pierna, más tarde con veinte piernas, luego con dos piernas pero sin cabeza, a continuación

Una cabeza sin cuerpo; pues de aquellas partes que desaparecían no se veía ni el menor perfil en la densa penumbra en la que se fundían. Y, lo más asombroso, reaparecían nuevamente con mayor nitidez y claridad. —¿Es usted, señor, el Espíritu cuya llegada me fue anunciada? —preguntó Scrooge. —¡Yo soy!

Su voz era suave y dulce. Especialmente tenue, como si, en lugar de encontrarse frente a él, hablase desde lejos. —¿Quién y qué es usted? —quiso saber Scrooge. —Soy el Fantasma de la Navidad del Pasado. —¿Un pasado lejano? —preguntó Scrooge mientras observaba su minúscula estatura.

—No. Tu pasado. Es posible que Scrooge no hubiera sabido explicar por qué, si acaso alguien le hubiese preguntado, pero sentía el deseo de ver al Espíritu con el gorro puesto, y le rogó que se cubriese. —¡¿Cómo?! —exclamó el fantasma—.

¿Tan pronto quieres apagar con tus manos mundanas la luz que procuro? ¿Acaso no te basta con ser uno de aquellos cuyas pasiones confeccionaron este gorro y me obligaron a llevarlo calado hasta las cejas durante siglos? Scrooge negó reverentemente haber tenido intención de ofenderle y albergar el menor conocimiento de haber «cubierto» deliberadamente

Al Espíritu en ningún momento de su vida. Luego se atrevió a preguntarle qué asunto le había llevado allí. —¡Tu bienestar! —contestó el fantasma. Scrooge expresó todo su agradecimiento, no sin pensar que una noche de plácido sueño habría sido más eficaz para alcanzar tal fin. El Espíritu debió de oír sus pensamientos,

Pues de inmediato dijo: —De modo que protestas. ¡Prepárate! Mientras decía esto, alargó su poderosa mano y lo tomó suavemente del brazo. —¡Levántate y acompáñame! De nada le habría servido a Scrooge aducir que ni el tiempo ni la hora eran los adecuados para salir a pasear; que la cama estaba caliente

Y el termómetro, muy por debajo del punto de congelación; que iba muy ligero de ropa con las zapatillas, la bata y el gorro de dormir, y que estaba resfriado. Aquella mano que le asía, si bien con la delicadeza de una mujer, era ineludible. Se levantó, pero,

Al ver que el Espíritu se encaminaba a la ventana, le agarró de la túnica con actitud suplicante. —Soy mortal —objetó Scrooge— y podría caerme. —Bastará con que te toque aquí —dijo el Espíritu, posando una mano sobre su corazón—, ¡y te sostendré en muchos otros lugares!

Al tiempo que pronunciaba estas palabras, ambos atravesaron la pared y se encontraron en un camino que cruzaba la campiña, con tierras de labranza a ambos lados. La ciudad había desaparecido por completo. No se veía de ella el menor vestigio. La oscuridad y

La bruma habían desaparecido con ella, dando paso a un día claro, frío e invernal, y a un paisaje cubierto de nieve. —¡Santo cielo! —exclamó Scrooge, uniendo las manos mientras miraba a su alrededor—. ¡Yo nací aquí! ¡Aquí pasé mi infancia! El Espíritu lo miró con benevolencia. Su suave tacto, aunque delicado y efímero, parecía

Seguir afectando a las percepciones sensoriales del anciano. ¡Percibía un millar de olores flotando en el aire, cada uno de ellos vinculado a otros tantos pensamientos, y esperanzas, y alegrías y preocupaciones olvidadas desde hacía mucho, mucho tiempo! —Te tiembla el labio —observó el fantasma—. ¿Y qué es eso que tienes en la mejilla?

Scrooge musitó, con una voz insólitamente trémula, que era una espinilla, y suplicó al fantasma que le llevara a donde tuviera a bien llevarle. —¿Recuerdas el camino? —preguntó el Espíritu. —¡Que si lo recuerdo! —contestó Scrooge, enfervorizado—. Podría recorrerlo con los ojos vendados. —¡Qué extraño haberlo olvidado durante

Tantos años! —comentó el fantasma—. Pongámonos en marcha, pues. Mientras avanzaban por el camino, Scrooge fue reconociendo cada portilla, cada poste, cada árbol, hasta que una pequeña población con mercado apareció en la distancia, con su puente, su iglesia y su sinuoso río. Entonces vieron varios potros lanudos que trotaban

En su dirección montados por chiquillos, que llamaban a otros que iban en carros y carretas conducidos por campesinos. Todos ellos estaban alborozados y se gritaban entre sí, hasta que la vastedad de aquellas tierras quedó tan inundada de alegre música que

Hasta el aire fresco reía al oírla. —Todo esto no son más que sombras de lo que ha sido —dijo el fantasma—. No advierten nuestra presencia. Los alegres paseantes iban acercándose a ellos; Scrooge los conocía a todos y pronunció sus nombres. ¿Por qué le producía semejante regocijo volver a verlos? ¿Por qué sus fríos

Ojos refulgieron y su corazón dio un respingo cuando pasaron junto a él? ¿Por qué se sintió colmado de gozo cuando los oyó felicitarse la Navidad al separarse en los cruces y los desvíos de caminos vecinales para dirigirse a sus respectivos hogares? ¿Qué significaba

La feliz Navidad para Scrooge? ¡Nada de feliz Navidad! ¿Qué bien le había hecho a él en la vida? —La escuela no está totalmente vacía —dijo el fantasma—. Aún queda dentro un niño solitario, abandonado por sus amigos. Scrooge admitió que lo sabía. Y sollozó. Abandonaron el camino principal y enfilaron

Un sendero que Scrooge recordaba muy bien, por el que enseguida llegaron a una mansión de ladrillo rojo desvaído, con una cúpula en el tejado coronada por una pequeña veleta de la que colgaba una campanilla. Era una casa grande, aunque venida a menos, pues las

Espaciosas estancias apenas parecían utilizadas, las paredes estaban húmedas y mohosas, las ventanas rotas, y los portones desvencijados. En los establos cloqueaban y se pavoneaban aves de corral, y las cocheras y los cobertizos estaban invadidos por la hierba. El interior no conservaba mejor su antiguo esplendor, pues, cuando accedieron al inhóspito vestíbulo

Y atisbaron por las puertas abiertas de numerosas estancias, las encontraron pobremente amuebladas, frías y desoladas. Había un regusto terroso en el aire, una desnudez gélida en el lugar, que en cierto modo tenía relación con el exceso de madrugones y la escasez de alimento.

El fantasma y Scrooge cruzaron el vestíbulo hasta llegar a una puerta situada en la parte posterior de la casa. Esta se abrió ante ellos y dio paso a una estancia alargada, triste y desnuda, desnudez más acentuada aún por las hileras de sencillos bancos y

Pupitres de madera de pino. En uno de ellos, un muchacho solitario leía junto a una débil lumbre; Scrooge se sentó en un banco y lloró al ver al pobre niño olvidado que había sido. Ni uno solo de los ecos latentes de la casa,

Ni un chirrido o correteo de los ratones tras los paneles que cubrían las paredes, ni una gota cayendo del canalón medio congelado en el lóbrego patio trasero, ni un suspiro entre las ramas desnudas de un abatido álamo, ni una oscilación perezosa de la puerta de

Una despensa vacía, no, ni un solo chisporroteo en la chimenea dejaron de llegar al corazón de Scrooge con su enternecedora influencia, y dieron rienda suelta a sus lágrimas. El Espíritu le tocó el brazo y señaló a su yo más joven, que estaba absorto en

La lectura. De pronto, un hombre ataviado con una extraña indumentaria, maravillosamente real y nítido, apareció al otro lado de la ventana con un hacha sujeta al cinturón y llevando del ronzal a un asno cargado de leña. —Pero ¡si es Alí Babá! —exclamó Scrooge, extasiado—. ¡Mi querido, viejo y honrado

Alí Babá! ¡Sí, sí, lo conozco! Unas navidades, cuando dejaron aquí solo a aquel niño solitario, él vino por primera vez, igual que ahora. ¡Pobre muchacho! Y Valentine —añadió Scrooge—, y el salvaje de su hermano, Orson. ¡Ahí están! Y aquel otro, ¿cómo se llamaba?,

Al que dejaron en calzones, dormido, a las puertas de Damasco, ¿lo ve? Y el mozo de cuadra del sultán, al que los genios pusieron del revés; ¡ahí está, cabeza abajo! ¡Bien merecido lo tiene! ¡Me alegro! ¿Con qué derecho iba a casarse con la princesa?

El fervor con que Scrooge hablaba de aquello, con una singular voz a medio camino entre la risa y el llanto, y su rostro exaltado y acalorado habrían sorprendido sobremanera a los hombres de negocios con los que trataba en la ciudad, habituados a su seriedad.

—¡Ahí está el loro! —gritó Scrooge—. El cuerpo verde y la cola amarilla, con algo parecido a una lechuga en la coronilla, ¡ahí está! «Pobre Robinson Crusoe», lo llamaba cuando volvía a casa después de circunnavegar la isla. «Pobre Robinson Crusoe, ¿dónde

Has estado, Robinson Crusoe?» El hombre creía estar soñando, pero no. Era el loro, ¿sabe? ¡Ahí va Viernes, corriendo hacia la ensenada para salvar la vida! ¡Eh! ¡Vamos! ¡Corre! Entonces, con una rápida transición muy poco propia de su carácter, dijo, compadeciéndose de su antiguo yo: —¡Pobre muchacho! —Y volvió a llorar—.

Desearía… —añadió, metiendo una mano en el bolsillo y mirando a su alrededor después de enjugarse los ojos con la manga—. Pero ahora ya es demasiado tarde. —¿Qué ocurre? —preguntó el Espíritu. —Nada —contestó Scrooge—. Nada. Anoche un chico vino a cantar un villancico a mi puerta. Debería haberle dado algo. Nada más.

El fantasma sonrió pensativo y agitó una mano, al tiempo que decía: —Veamos otra Navidad. Con estas palabras, el anterior yo de Scrooge creció, y el aula se tornó algo más oscura y sucia. Los paneles menguaron; las ventanas se rompieron; pedazos de yeso cayeron del techo, dejando a la vista las vigas; pero

De cómo se había obrado todo esto, Scrooge no sabía más que ustedes. Solo sabía que todo aquello había sucedido, y que había sucedido así, que allí estaba él, de nuevo solo, cuando los demás chicos habían vuelto a casa para disfrutar de unas alegres vacaciones.

En ese momento no leía, sino que caminaba de un lado al otro desesperado. Scrooge miró al fantasma y, sacudiendo afligido la cabeza, dirigió una mirada ansiosa a la puerta. Esta se abrió, y una chiquilla, mucho menor que el muchacho, entró como un rayo, le rodeó

El cuello con los brazos y lo besó repetidas veces mientras se refería a él como su «querido, querido hermano». —¡He venido para llevarte a casa, querido hermano! —dijo la niña, dando palmadas con sus manos diminutas y retorciéndose de risa—. ¡Para llevarte a casa, a casa, a casa!

—¿A casa, pequeña Fan? —preguntó el muchacho. —¡Sí! —contestó la niña, rebosante de júbilo—. A casa para siempre. A casa para siempre jamás. Ahora padre está mucho más cariñoso que antes, ¡y nuestra casa parece el cielo! Una feliz noche, cuando iba a acostarme, me habló con tanta dulzura que

No me dio miedo preguntarle una vez más si podrías volver a casa, y dijo que sí, que era lo mejor, y me ha enviado con un coche para llevarte a casa. ¡Y deberás comportarte como un hombre! —dijo la niña, con los ojos como platos—. Y nunca volverás aquí,

Pero antes debemos celebrar juntos las navidades y pasar el tiempo más alegre del mundo. —¡Eres toda una mujer, pequeña Fan! —exclamó el muchacho. Ella siguió dando palmadas y riéndose, e intentó tocarle la cabeza, pero, como era tan pequeña, volvió a reír y se puso de puntillas para abrazarlo. Luego empezó a

Tirar de él, en su impaciencia infantil, hacia la puerta, y él la acompañó de muy buen grado. Una voz terrible gritó en el vestíbulo «¡Bajad aquí el baúl del señor Scrooge!», y al instante apareció el director de la escuela en persona, que dirigió al señor Scrooge una mirada cargada de feroz condescendencia

Y le estrechó la mano, gesto que le causó un profundo desasosiego. A continuación condujo al muchacho y a su hermana al salón antiguo más húmedo, oscuro y estremecedor que jamás se haya visto, con mapas colgados de las paredes y globos terráqueos y celestes en las ventanas

A los que el frío confería un aspecto cerúleo. Allí sacó una licorera con un vino curiosamente claro y un pastel curiosamente apelmazado, y sirvió una ración de ambas exquisiteces a los jóvenes al tiempo que enviaba a un escuálido sirviente a ofrecerle un vaso de

«algo» al mozo del carruaje, quien contestó que daba las gracias al caballero, pero que, si lo que le ofrecían procedía de la misma espita que lo que había probado en anteriores ocasiones, prefería no tomarlo. Con el baúl del señor Scrooge ya amarrado al techo del

Carruaje, los niños se despidieron gustosos del director, subieron al asiento y cruzaron alegremente el jardín, mientras las veloces ruedas pulverizaban la escarcha y la nieve que se desprendían como el rocío de las oscuras hojas de los árboles de hoja perenne.

—Fue siempre una criatura tan delicada que un leve soplo podría haberla marchitado —dijo el fantasma—. Pero ¡tenía un gran corazón! —Sí, lo tenía —sollozó Scrooge—. Tiene razón, y no seré yo quien lo niegue, Espíritu. ¡Dios me libre! —Murió siendo ya una mujer —añadió el fantasma—, y, según tengo entendido,

Tuvo hijos. —Un hijo —puntualizó Scrooge. —Cierto —dijo el fantasma—. ¡Tu sobrino! Scrooge pareció algo incómodo, y se limitó a contestar: —Sí. Aunque apenas acababan de dejar la escuela atrás, se encontraban ya en las bulliciosas calles de una ciudad, donde umbríos transeúntes pasaban y repasaban, donde umbríos carruajes

Y coches pugnaban por abrirse paso, y donde estaba presente todo el tumulto y el estrépito propios de una ciudad real. La decoración de los comercios evidenciaba que también allí era Navidad, pero como ya había anochecido, las calles estaban iluminadas.

El fantasma se detuvo frente a la puerta de cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía. —¡Que si lo conozco! —contestó Scrooge—. ¿Acaso no me pusieron aquí de aprendiz? Entraron. Al ver a un anciano caballero tocado

Con una peluca galesa y sentado tras un mostrador tan alto que, de haber medido él dos centímetros más, habría tocado el techo con la cabeza, Scrooge gritó, presa de la emoción: —Pero ¡si es el viejo Fezziwig! ¡Santo Dios, Fezziwig vivo otra vez!

El viejo Fezziwig dejó la pluma y alzó la mirada al reloj, que marcaba las siete. Se frotó las manos, se ajustó el amplio chaleco, se rió con todo su ser, desde la punta de los zapatos hasta el órgano de la benevolencia, y gritó con una voz afable, melosa, potente,

Rotunda y jovial: —¡Eh, vosotros! ¡Ebenezer! ¡Dick! El antiguo yo de Scrooge, ya todo un joven, entró brioso acompañado de su compañero aprendiz. —¡Seguro que es Dick Wilkins! —le dijo Scrooge al fantasma—. ¡Válgame Dios, sí! Ahí está. Me tenía un gran aprecio, Dick. ¡Pobre Dick! ¡Señor, señor! —¡Hala, chicos! —dijo Fezziwig—. Se

Acabó el trabajo por hoy. ¡Es Nochebuena, Dick! ¡Es Navidad, Ebenezer! ¡Vamos a cerrar —vociferó el viejo Fezziwig dando una sonora palmada— en menos que canta un gallo! ¡Costaría creer la rapidez con que los dos chicos se pusieron manos a la obra! Salieron

A la calle con los postigos —uno, dos, tres—, los colocaron en su sitio —cuatro, cinco, seis—, pasaron las barras y echaron los cerrojos —siete, ocho, nueve— y volvieron dentro antes de lo que se tarda en contar hasta doce, jadeantes como caballos de carreras.

—¡Vamos allá! —gritó el viejo Fezziwig, y saltó desde el alto mostrador con pasmosa agilidad—. ¡Despejemos esto, muchachos; tenemos que hacer mucho sitio! ¡Vamos, Dick! ¡Ánimo, Ebenezer! ¡Despejar aquello! No había nada que no quisiesen o pudiesen despejar bajo la mirada del viejo Fezziwig. Y lo hicieron en un minuto.

Retiraron todo lo movible, como desechándolo de la vida pública para siempre; barrieron y fregaron el suelo, adornaron las lámparas, amontonaron más carbón junto al fuego, y el almacén quedó transformado en el acogedor, cálido, seco y luminoso salón de baile en el que uno desearía encontrarse una noche de invierno.

Entró un violinista con un libro de partituras, se dirigió al elevado mostrador y lo convirtió en una orquesta; los chirridos que emitió al afinar eran equiparables a cincuenta dolores de barriga. Entró la señora Fezziwig, luciendo una amplia y desbordante sonrisa. Entraron las tres señoritas Fezziwig, radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenes pretendientes

Con el corazón roto por ellas. Entraron todos y todas las jóvenes empleadas del comercio. Entró la criada con su primo, el panadero. Entró la cocinera con el mejor amigo de su hermano, el lechero. Entró el chico que vivía enfrente, al que se sospechaba que su patrón

No alimentaba bien, intentando esconderse detrás de la chica que vivía al lado, a la que se sabía que su señora tiraba de las orejas. Uno tras otro, todos fueron entrando, unos con timidez, otros con arrojo; unos con gracia, otros con torpeza; unos empujando,

Otros tirando; de un modo u otro, todos entraron. Y allí se lanzaron todos, veinte parejas a un tiempo; con las manos medio vueltas hacia un lado y después hacia el otro, yendo hacia el centro y retrocediendo de nuevo, dando vueltas y más vueltas en diferentes figuras

De afectuosa camaradería, la antigua pareja de cabeza girando siempre hacia el lado equivocado, la nueva pareja de cabeza iniciando el proceso cuando ocupaban el lugar de la anterior; al final, todas ellas parejas de cabeza… ¡sin ninguna de cola para ayudarlas! Al ver el

Resultado, el viejo Fezziwig dio unas palmadas para detener el baile y gritó «¡Muy bien!», y el violinista hundió su acalorado rostro en un tanque de cerveza negra, que había sido llevado allí especialmente a tal fin. Pero, desdeñando el descanso, volvió a empezar

Al instante, aunque aún nadie bailaba, como si al anterior violinista lo hubieran llevado a casa exhausto en una camilla improvisada, y él fuese un hombre nuevo dispuesto a superarlo o a perecer en el intento. Hubo más bailes, y juego de prendas, y más

Bailes, y hubo un pastel, y hubo ponche caliente, y hubo un gran pedazo de carne asada fría, y hubo otro gran pedazo de carne hervida fría, cuando el violinista (¡un perro viejo, se lo aseguro!, la clase de persona que conoce su oficio mejor de lo que ustedes o yo podríamos

Haberle enseñado) se arrancó con «Sir Roger de Coverley». El viejo Fezziwig sacó a bailar entonces a la señora Fezziwig, encabezando la danza de nuevo con una tarea nada fácil por delante: tres o cuatro o veinte parejas que no se amilanaban, capaces de bailar aunque

No hubiesen sabido andar. Pero, aunque hubieran sido el doble —¡o el cuádruple!—, el viejo Fezziwig habría estado a su altura, y también la señora Fezziwig. Por lo que a ella respectaba, era una mujer digna de ser su pareja, en todos

Los sentidos de la palabra. Si no es este elogio suficiente, díganme otro mejor y lo emplearé. Las pantorrillas de Fezziwig daban la impresión de desprender luz real. Brillaban como lunas en todas las fases de la danza. Era imposible predecir, en un momento dado,

Qué iba a ser de ellas a continuación. Y cuando el viejo Fezziwig y la señora Fezziwig hubieron culminado el baile —un paso adelante y otro atrás, las dos manos sobre el compañero, inclinación de cabeza y reverencia, vueltas en espiral, «enhebrar la aguja» y vuelta

A su sitio—, Fezziwig lo remató con un brinco tan diestro que pareció parpadear con las piernas antes de caer sobre los pies sin titubear. Cuando el reloj anunció las once, se dio por terminado este hogareño baile. El señor

Y la señora Fezziwig ocuparon sus puestos, uno a cada lado de la puerta, y, estrechando la mano a cuantos iban saliendo, desearon a todos una feliz Navidad. Cuando solo quedaban dentro los dos aprendices, hicieron lo propio con ellos; y así las jubilosas voces se extinguieron,

Y los dos chicos se dirigieron a sus camas, situadas en la trastienda, bajo otro mostrador. Durante todo este tiempo, Scrooge se había comportado como un hombre fuera de sus cabales. Había tenido el corazón y el alma en la escena, y en su antiguo yo. Lo corroboró

Todo, lo recordó todo, disfrutó de todo, presa de la más extraña agitación. Solo entonces, cuando los radiantes rostros de su antiguo yo y de Dick se alejaron de ellos, se acordó del fantasma y advirtió que este lo miraba fijamente, mientras la luz de su

Cabeza refulgía con claridad. —Qué poco cuesta —dijo el fantasma— hacer que esa pobre gente sienta tanta gratitud. —¡Muy poco! —repitió Scrooge. El Espíritu le indicó con un gesto que escuchara a los dos aprendices, que se deshacían en elogios a Fezziwig, tras lo cual, dijo: —¿Cómo? ¿No lo crees? Apenas se ha gastado

Unas libras de vuestro dinero terrenal; tres o cuatro, quizá. ¿Tanto es para merecer todas esas alabanzas? —No es eso —repuso Scrooge, irritado por el comentario y hablando, sin darse cuenta, como lo habría hecho su antiguo yo y no él

Mismo—. No es eso, Espíritu. Él tiene la facultad de hacer que nos sintamos felices o desgraciados, de que nuestro trabajo nos resulte llevadero o gravoso, placentero o arduo. Podría decirse que su poder reside en sus palabras y sus miradas, en cosas tan

Sutiles e insignificantes que resulta imposible contarlas y enumerarlas. Pero ¿qué más da? La felicidad que aporta es tan grande como si costase una fortuna. Percibió la mirada del Espíritu y se interrumpió. —¿Qué ocurre? —preguntó el fantasma. —Nada en particular —contestó Scrooge. —Yo creo que sí —insistió el fantasma.

—No —dijo Scrooge—, no. Es solo que ahora mismo me gustaría tener ocasión de decirle un par de cosas a mi escribiente. En cuanto Scrooge formuló tal deseo, su antiguo yo apagó las lámparas, y el fantasma y él volvieron a encontrarse juntos al aire libre. —Se me acaba el tiempo —comentó el Espíritu—. ¡Deprisa!

No se dirigía a Scrooge, ni a nadie a quien este pudiera ver, y, sin embargo, sus palabras obraron un efecto inmediato, pues Scrooge se vio una vez más. En esta ocasión era mayor, un hombre en la flor de la vida. Su rostro estaba exento aún de las severas y

Rígidas arrugas de años posteriores, pero había empezado ya a mostrar indicios de inquietud y avaricia. Había un ademán de ansia, codicia y desasosiego en sus ojos, que empezaban a dar muestra de la pasión que ya había arraigado y donde caería la sombra de aquel árbol

En ciernes. No estaba solo, sino sentado al lado de una joven rubia vestida de luto en cuyos ojos había lágrimas que centellaban a la luz que proyectaba el Fantasma de la Navidad del Pasado. —Poco importa —dijo ella con voz débil—. Para ti, muy poco. Otro ídolo me ha reemplazado;

Y, si puede alegrarte y consolarte el día de mañana, como yo habría intentado hacer, no tengo motivo para sentirme afligida. —¿Qué ídolo te ha reemplazado? —preguntó él. —Uno de oro. —¡Este es el equitativo trato que dispensa el mundo! —exclamó él—. Con nada es

Tan implacable como con la pobreza, ¡y nada condena con tanta severidad como la persecución de la riqueza! —Temes demasiado al mundo —repuso ella—. Todas las demás ilusiones las has fundido en la ilusión de quedar fuera del alcance de sus sórdidos reproches. He visto cómo tus más nobles aspiraciones han ido sucumbiendo

Una tras otra, hasta que tu mayor pasión, la del lucro, se ha adueñado de ti. ¿No es cierto? —¿Y qué? —replicó él—. ¿Y qué, si ahora soy mucho más prudente? No he cambiado para contigo. Ella negó con la cabeza. —¿Lo he hecho?

—Nuestro compromiso es ya antiguo. Nos comprometimos cuando ambos éramos pobres y no nos importaba seguir siéndolo hasta que, cuando llegaran mejores tiempos, pudiésemos mejorar nuestra fortuna con paciente trabajo. Has cambiado. Cuando nos comprometimos, tú eras un hombre distinto. —Era un muchacho —dijo él, impacientado.

—En el fondo, tú también sientes que no eras el que ahora eres —contestó ella—. Yo sí. Aquella que prometió felicidad cuando éramos un solo corazón rebosa tristeza ahora que somos dos. No te diré cuántas veces y con qué detenimiento he pensado en esto.

Basta con que sepas que lo he hecho y que te libero de tu compromiso. —¿Acaso en algún momento he buscado yo esa liberación? —No con palabras. No. Nunca. —¿Cómo, entonces? —Con una esencia distinta, con un espíritu alterado, con otro entorno vital, con otra

Esperanza como aspiración suprema. Con todo lo que, a tus ojos, confería algún valor a mi amor. Si entre nosotros no hubiese existido nunca algo así —dijo la joven, mirándolo con ternura pero también con determinación—, dime, ¿estarías pretendiéndome ahora y tratando de conquistarme? ¡Ah, no! A su pesar, él pareció rendirse ante la

Justicia de tal suposición, si bien, esforzándose, dijo: —¿Crees que no? —Con mucho gusto creería lo contrario si pudiera —contestó ella—. ¡Bien lo sabe Dios! Si he llegado a constatar una Verdad como esta, sé lo fuerte e irresistible que debe de ser. Pero si hoy, mañana, ayer, fueses

Libre, ¿cómo habría de creer que elegirías a una chica sin dote? ¿Tú, que incluso en la intimidad lo mides todo por el rasero del lucro? O, si la eligieses, si por un instante fueses lo bastante infiel al principio que te guía en la vida, ¿cómo puedo estar segura

De que no te arrepentirías y lo lamentarías? Lo sé, y te libero del compromiso. De todo corazón, por el amor a aquel que un día fuiste. Él estaba a punto de hablar, pero ella, con la cabeza vuelta hacia el lado contrario, prosiguió: —Quizá esto te duela; el recuerdo del pasado

Me hace albergar una pequeña esperanza de que así sea. Transcurrirá un tiempo muy, muy breve, y desecharás ese recuerdo gustosamente, como si se tratase de un sueño improductivo del que afortunadamente despertaste. ¡Que seas feliz en la vida que has elegido!

Ella se marchó, y sus caminos se separaron. —¡Espíritu —dijo Scrooge—, no me muestre más! Lléveme a casa. ¿Por qué se complace torturándome? —¡Una sombra más! —exclamó el fantasma. —¡Ni una más! —gritó Scrooge—. ¡Ni una más! No quiero verla. ¡No me muestre nada más!

Pero el implacable fantasma lo aprisionó entre sus brazos y lo obligó a observar lo que sucedió a continuación. Se encontraban en otro escenario y en otro lugar; una estancia, no demasiado espaciosa ni espléndida, pero sí muy confortable. Cerca de la lumbre invernal se sentaba una hermosa joven, tan parecida a la anterior

Que Scrooge creyó que era ella misma, hasta que la vio en verdad, ya una atractiva madre de familia que tenía frente a sí a su hija. El bullicio en la estancia era tremendo, pues había en ella más niños de los que Scrooge, en su agitación mental, era capaz de contar;

Y, a diferencia del célebre tropel del poema, no se trataba de cuarenta niños comportándose como uno solo, sino que cada uno de ellos se comportaba como cuarenta. La consecuencia era una algarabía que rayaba en lo inverosímil, pero a nadie parecía importarle; por el contrario,

Madre e hija reían de buena gana y disfrutaban, y la joven, que se sumó gustosa a sus juegos, no tardó en verse asaltada por aquellos bribones de la forma más despiadada. ¡Qué no habría dado yo por ser uno de ellos! Aunque yo nunca habría podido ser tan bruto, ¡no, no! Ni

Por todo el oro del mundo habría yo estrujado y deshecho aquel cabello trenzado, y en cuanto a aquel precioso zapatito, no lo habría arrancado, ¡Dios me libre!, ni para salvar la vida. Tampoco habría sido capaz, como hizo aquella intrépida camada, de medirle la cintura durante

El juego; habría esperado que, como castigo, mi brazo quedase ceñido a ella y nunca hubiese podido volver a enderezarlo. Sin embargo, debo admitir, me habría deleitado tocar sus labios, haberle hecho preguntas para que los separase, haber contemplado las pestañas

De sus ojos abatidos sin provocar un rubor, haber soltado las ondas de su cabello, de las que un solo mechón habría sido un recuerdo de valor inconmensurable; en suma: me habría gustado, lo confieso, haber dispuesto de la más ínfima de las libertades de un niño

Y, al mismo tiempo, haber sido lo bastante hombre para apreciar su valor. Pero en ese momento alguien llamó a la puerta, lo cual provocó tal revuelo que la joven, con el semblante risueño y el vestido desastrado, se vio arrastrada hacia el centro de un grupo

Acalorado y turbulento justo a tiempo para saludar al padre, que llegó a casa ayudado por un hombre que cargaba con juguetes y regalos navideños. Luego todo fueron gritos y forcejeos, ¡y el asalto al indefenso mozo! ¡Escalaron por él con sillas a modo de escalera para

Hurgar en sus bolsillos, le arrebataron los paquetes envueltos en papel de estraza, le tiraron del pañuelo, se le colgaron del cuello, y le dieron golpes en la espalda y patadas en las piernas con un cariño irrefrenable! ¡Ah, los gritos de asombro y regocijo que

Proseguían a la apertura de cada paquete que recibían! ¡El terrible anuncio de que habían sorprendido al bebé llevándose una sartén de juguete a la boca, y la sospecha, más que fundada, de que se había tragado un pavo de juguete que iba pegado a una fuente

De madera! ¡El inmenso alivio de descubrir que había sido una falsa alarma! ¡La dicha, la gratitud y el éxtasis! Eran indescriptibles. Baste decir que, gradualmente, los niños y sus emociones fueron abandonando el salón y, de uno en uno, subieron la escalera que

Llevaba a la parte más alta de la casa, donde se acostaron y así se apaciguaron. En ese momento, Scrooge contempló la escena con mayor atención cuando el cabeza de familia, con su hija cariñosamente reclinada sobre él, se sentó en su sitio habitual junto

Al fuego acompañado de la pequeña y de su madre; y al pensar que una criatura como aquella, tan grácil y prometedora, podría haberle llamado «padre» y ser una primavera en el demacrado invierno de su vida, a Scrooge se le nubló la vista.

—Belle —dijo el marido, volviéndose sonriente hacia su esposa—, esta tarde he visto a un viejo amigo tuyo. —¿Quién era? —¡Adivínalo! —¡Cómo voy a adivinarlo! Espera… ¡ya lo sé! —exclamó de un tirón, riéndose como él—. El señor Scrooge. —El mismo. Pasé por delante de la ventana de su despacho, y, como no estaba cerrada

Y había una vela encendida dentro, no pude dejar de verlo. He oído que su socio se encuentra en el umbral de la muerte, y allí estaba él, sentado solo. Completamente solo en el mundo, creo yo. —¡Espíritu —dijo Scrooge con la voz

Quebrada—, sáqueme de este sitio! —Ya te dije que solo son sombras de cosas que han sido —repuso el fantasma—. Son lo que son, ¡no me culpes! —¡Sáqueme de aquí! —suplicó Scrooge—. ¡No puedo soportarlo! Se volvió hacia el fantasma y, al ver que lo miraba con una cara en la que, de algún

Modo extraño, había fragmentos de todos los rostros que le había mostrado, forcejeó con él. —¡Déjeme! ¡Lléveme a casa! ¡Deje de hechizarme! En el forcejeo, si acaso puede denominarse así a aquel en el que el fantasma, sin resistencia visible por su parte, permaneció imperturbable

Ante los esfuerzos de su adversario, Scrooge observó que su luz era intensa y brillante, y, asociando vagamente aquello a la influencia que ejercía sobre él, le arrebató el gorro apagavelas y, con un movimiento raudo, se lo encasquetó en la cabeza.

El Espíritu menguó bajo el apagavelas hasta que este lo cubrió por entero, pero, aunque Scrooge lo presionaba con todas sus fuerzas, no conseguía extinguir la luz, que se filtraba por debajo y se derramaba intacta por el suelo. Scrooge se sintió agotado y vencido por un

Sopor irresistible, y, además, vio que se encontraba en su propio dormitorio. Estrujó el gorro por última vez, tras lo cual su mano se aflojó, y apenas tuvo tiempo de llegar tambaleante a la cama antes de sumirse en un profundo sueño. TERCERA ESTROFA EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPÍRITUS

Tras despertar en mitad de un ronquido prodigioso e incorporarse en la cama para poner orden a sus pensamientos, Scrooge no tuvo ocasión de reparar en que la campana estaba de nuevo a punto de tocar la una. Le asaltó la sensación de haber recobrado la conciencia justo a tiempo

Para conferenciar con el segundo mensajero que se le enviaba por mediación de Jacob Marley. Sintió un desagradable escalofrío cuando empezó a preguntarse cuál de las cortinas descorrería aquel nuevo espectro, por lo que decidió recogerlas todas él mismo;

Luego se tumbó de nuevo y se dedicó a otear atentamente alrededor de la cama, pues quería plantar cara al Espíritu en el mismo instante en que apareciese, y no que este le sorprendiera desprevenido y le pusiera nervioso. Los caballeros de naturaleza displicente que

Presumen de conocer uno o dos ardides y de, por lo general, estar a la altura de las circunstancias, ponen de manifiesto sus grandes dotes para la aventura asegurando que todo se les da bien, desde la rayuela hasta el homicidio, extremos entre los cuales, indudablemente,

Cabe una exhaustiva y tolerable variedad de temas. Sin aventurar en Scrooge semejante audacia, no tengo reparo en instarles a creer que estaba preparado para presenciar una amplia gama de apariciones extrañas, y que ninguna de las comprendidas entre un bebé y un rinoceronte le habría sorprendido en exceso. Así, preparado para casi cualquier cosa,

En absoluto lo estaba para la nada, y, por consiguiente, cuando la campana dio la una y no apareció forma alguna, a Scrooge le arrebataron unos violentos temblores. Pasaron cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora, y nada. Todo ese tiempo permaneció

Tendido en la cama, núcleo y centro de un resplandor de luz rojiza que se derramó sobre ella cuando el reloj marcó la hora y que, tratándose solo de luz, resultaba más inquietante que una docena de fantasmas, pues Scrooge se veía impotente para descifrar su significado

Y su propósito; en algunos momentos, temió haberse transformado en un interesante caso de combustión espontánea, sin tener al menos el consuelo de saberlo. Al fin, no obstante, empezó a pensar —como ustedes y yo habríamos pensado desde el primer momento, ya que siempre

Es la persona que no se encuentra en el aprieto quien sabe lo que convendría haber hecho, y con toda certeza lo habría hecho—, al fin, como decía, empezó a pensar que el origen y el secreto de aquella misteriosa luz debía de encontrarse en la estancia contigua,

Desde donde, después de seguir su rastro, vio que parecía irradiar. Cuando esta idea empezó a fraguar en su cabeza, se levantó sigilosamente y se dirigió a la puerta arrastrando las zapatillas. En el mismo instante en que la mano de Scrooge

Se posó en la manija, una extraña voz lo llamó por su nombre y le ordenó que entrase. Scrooge obedeció. Aquel era su salón. De eso no cabía la menor duda. Pero había experimentado una sorprendente transformación. Las paredes y el techo estaban

Tan cubiertos de vegetación que aquel espacio más parecía un bosquecillo donde por todas partes refulgían bayas relucientes. Las lozanas hojas de acebo, muérdago y hiedra reflectaban la luz, como si se hubiesen esparcido por el lugar infinidad de pequeños espejos; y

En la chimenea crepitaban llamaradas tan imponentes como nunca había conocido aquel hogar de lóbrega piedra en toda la vida de Scrooge o de Marley, ni en muchos, muchos inviernos pasados. Amontonados en el suelo, formando una especie de trono, había pavos, gansos,

Piezas de caza, aves de corral, carne embutida en gelatina, grandes porciones de carne, lechones, largas ristras de salchichas, pastelillos de fruta, budines de pasas, tinas de ostras, castañas asadas, manzanas caramelizadas, jugosas naranjas, sabrosas peras, inmensos roscones de Reyes y cuencos de ponche burbujeante que empañaban la estancia con el delicioso

Vapor que desprendían. Cómodamente sentado en aquel sofá se hallaba un alegre gigante al que daba gusto ver y que sostenía en alto una tea llameante, de forma no muy diferente al Cuerno de la Abundancia, para que vertiera su luz sobre Scrooge en cuanto este asomó

Y atisbó por la puerta. —¡Entra! —exclamó el fantasma—. ¡Entra y así podrás conocerme mejor, hombre! Scrooge avanzó tímidamente e inclinó la cabeza ante aquel Espíritu. Ya no era el porfiado Scrooge de antes, y, aunque la mirada del Espíritu era clara y afable, prefirió no mirarle a los ojos.

—Soy el Fantasma de la Navidad del Presente —dijo el Espíritu—. ¡Mírame! Scrooge lo hizo respetuosamente. Iba ataviado con una sencilla túnica, o manto, de color verde oscuro y ribeteada de pieles blancas. La prenda colgaba sobre él con tal holgura que su ancho pecho quedaba al descubierto, como si desdeñase verse protegido o cubierto

Por artificio alguno. Sus pies, visibles bajo los grandes pliegues de la túnica, también estaban desnudos, y en la cabeza no llevaba más protección que la de una corona de acebo salpicada de carámbanos. Sus rizos, de color castaño oscuro, eran largos y caían libres,

Libres como su rostro amigable, sus ojos chispeantes, su mano generosa, su voz risueña, sus ademanes desinhibidos y su aspecto jovial. Ceñida a la cintura llevaba una vaina antigua, pero sin espada, y la vieja funda estaba consumida por la herrumbre. —¡Nunca habías visto a nadie como yo! —exclamó el Espíritu.

—Nunca —logró responder Scrooge. —¿Nunca has salido a pasear con los miembros más jóvenes de mi familia, y con esto me refiero (pues yo soy muy joven) a mis hermanos mayores, nacidos en estos últimos años? —prosiguió el fantasma. —Creo que no —dijo Scrooge—. Me temo que no. ¿Tienes muchos hermanos, Espíritu?

—Más de mil ochocientos —contestó el fantasma. —¡Una tremenda familia que mantener! —musitó Scrooge. El Fantasma de la Navidad del Presente se puso en pie. —Espíritu —dijo Scrooge, sumiso—, llévame a donde quieras. Anoche me llevaron a la fuerza y aprendí una lección que ahora está haciendo efecto. Si esta noche tienes algo que enseñarme,

Permíteme que lo aproveche. —¡Toca mi manto! Scrooge hizo lo que el gigante le indicó y lo agarró con fuerza. Acebo, muérdago, bayas rojas, hiedra, pavos, gansos, piezas de caza, aves de corral, carne embutida en gelatina, carne asada, lechones, salchichas, ostras, pasteles, budines, fruta

Y ponche; todo desapareció al instante. También desaparecieron el salón, el fuego, el resplandor rojizo y la hora de la noche, y ambos se encontraron de pronto en las calles de la ciudad la mañana del día de Navidad, donde (pues el tiempo era riguroso) la gente producía una especie

De música tosca pero briosa y nada desagradable al retirar la nieve de las aceras y de los tejados, mientras los niños se regocijaban viéndola estrellarse contra el pavimento y desintegrarse en pequeñas nevascas artificiales. Las fachadas de las casas parecían negruzcas

Y las ventanas, aún más negras, en contraste con la lisa y blanca capa de nieve que cubría los tejados y con la que había en el suelo, algo más sucia; la última que había caído estaba ya labrada con las profundas rodadas que habían dejado las pesadas ruedas de los

Coches y los carros, rodadas que se cruzaban y entrecruzaban centenares de veces en las intersecciones de las grandes calles y que daban lugar a intrincados canales, difíciles de seguir en el espeso lodo amarillento y el agua helada. El cielo lucía plomizo, y

Las calles más cortas estaban saturadas de una lóbrega neblina, medio derretida, medio congelada, cuyas partículas más pesadas descendían en un chaparrón de átomos cenicientos, como si todas las chimeneas de Gran Bretaña se hubiesen puesto de acuerdo para prenderse

A un tiempo y estuviesen disparando a discreción. No había nada alegre en el clima ni en la ciudad, pero, aun así, flotaba en el aire una alegría que ni el aire más límpido del verano ni el sol estival más resplandeciente habrían conseguido propagar.

La gente que paleaba en los tejados de las casas rebosaba jovialidad y dicha; se llamaban los unos a los otros desde los pretiles e intercambiaban jocosamente alguna que otra bola de nieve —un proyectil más benévolo que muchas befas—, se reían a carcajadas

Si acertaban en el blanco, y no con menos efusividad si erraban. Las pollerías aún estaban a medio abrir, y las fruterías lucían todo su esplendor. Contra sus puertas había apoyados grandes cestos llenos de castañas, redondos y panzudos, que recordaban a los

Chalecos de alegres y ancianos caballeros y que se desparramaban hacia la calle en su rotunda opulencia. Había cebollas españolas, de rostro rubicundo y moreno y amplio contorno, radiantes en su gordura como frailes españoles, que desde los anaqueles lanzaban guiños descarados

Y pícaros a las jóvenes que pasaban, y miradas recatadas al muérdago que allí colgaba. Había peras y manzanas apiladas en altas y radiantes pirámides; había racimos de uvas que, gracias a la bondad del tendero, pendían de llamativos ganchos para que, al

Pasar, a la gente se le hiciese la boca agua gratuitamente; había montones de avellanas, musgosas y marrones, cuya fragancia evocaba antiguos paseos por el bosque y agradables caminatas entre hojas marchitas con los pies hundidos hasta el tobillo; había manzanas

De Norfolk, rechonchas y pardas, que realzaban el amarillo de las naranjas y los limones, y, en la compacidad de sus jugosos cuerpos, rogaban y suplicaban con vehemencia que las llevasen a casa en bolsas de papel y las comiesen después de la cena. Incluso los peces dorados

Y plateados de una pecera colocada entre esta selecta fruta parecían saber, pese a pertenecer a una especie anodina e indolente, que algo sucedía y, boqueando, daban vueltas y más vueltas en su pequeño mundo con la emoción lenta y desapasionada propia de los peces.

¡Y las abacerías! ¡Oh, las abacerías! Casi cerradas, con uno o dos postigos echados, pero ¡qué visiones por los huecos! No era solo que los platillos de las balanzas produjeran un alegre sonido al caer sobre el mostrador, ni que el bramante se separase raudamente

De los rollos, ni que los tarros traqueteasen de un lado al otro como en un juego de malabar; ni tampoco que los aromas mezclados del té y del café resultasen tan gratos al olfato; ni tampoco que las pasas fuesen tan abundantes y extraordinarias, las almendras tan blancas,

Las ramas de canela tan largas y rectas, las demás especias tan exquisitas, que las frutas confitadas estuviesen tan bien cocidas y escarchadas con azúcar como para que los espectadores más fríos se sintiesen desfallecidos y después biliosos; no era que las brevas tuviesen un

Aspecto fresco y pulposo, que las ciruelas francesas se ruborizasen con recatada acritud en sus cajas de rica ornamentación, ni que todo se antojase tan apetitoso en su atuendo navideño; sino que todos los clientes estaban tan prestos e impacientes con la esperanzadora

Promesa de aquel día que tropezaban los unos contra los otros en la entrada haciendo chocar con fuerza sus cestos de mimbre, olvidaban la compra sobre el mostrador y volvían corriendo a recogerla, y cometían centenares de errores semejantes con el mejor humor posible, mientras

Que el tendero y sus dependientes parecían tan campechanos y frescos que los impecables corazones que formaban los lazos con que se ataban los mandiles a la espalda bien podrían haber sido los suyos, expuestos a la vista de todos y a las grajillas navideñas para

Que los picoteasen si querían. Mas los campanarios no tardaron en convocar a la buena gente a la iglesia y a la capilla, y allí fueron, agolpándose en las calles y con sus mejores galas y el rostro jubiloso. Y, al mismo tiempo, de las callejuelas, callejones

Y bocacalles emergía un sinfín de personas que llevaban la cena a la tahona. La escena de aquellos pobres jaraneros pareció interesar sobremanera al Espíritu, pues se detuvo con Scrooge frente a la puerta del horno y, tras levantar las tapas que protegían aquellos

Recipientes mientras sus portadores pasaban, rociaba las cenas con incienso de su antorcha. Y se trataba de una antorcha muy poco corriente, pues en una o dos ocasiones en que aquellos que cargaban con su cena intercambiaron palabras airadas a consecuencia de algún empellón,

El Espíritu la empleó para verter unas gotas de agua sobre ellos, lo cual restituyó de inmediato en ellos el buen humor, hasta el punto de hacerles comentar que era impropio discutir el día de Navidad. ¡Y lo era! ¡Sabe Dios que lo era!

Finalmente, las campanas enmudecieron y las tahonas cerraron, pero la agradable sombra de todas aquellas cenas, y de su cocción, pervivía en la mancha de humedad que habían dejado al descongelarse sobre cada uno de los hornos de panadero, cuyo revestimiento aún humeaba como si sus losas también estuvieran cociéndose.

—¿Tiene un sabor especial eso que rocías con la antorcha? —preguntó Scrooge. —Así es. El mío. —¿Y obraría efecto en todas las cenas que se sirvan hoy? —siguió inquiriendo Scrooge. —En aquellas que se sirvan con cariño. En mayor medida, en las más humildes. —¿Por qué en mayor medida en las más humildes? —prosiguió Scrooge.

—Porque lo necesitan más. —¡Espíritu! —exclamó Scrooge tras meditar unos instantes—, me sorprende que, de todos los seres de los numerosos mundos que nos rodean, seas tú quien desee poner trabas a las pocas ocasiones que tienen estas gentes de disfrutar de un modo tan inocente. —¿Yo? —se sorprendió el Espíritu.

—Les privarías de los medios de que disponen para cenar una vez cada siete días, a menudo el único en que puede decirse que cenan —dijo Scrooge—. ¿Por qué tú? —¿Yo? —insistió el Espíritu. —Pretendes que estos sitios cierren el Séptimo Día —argumentó Scrooge—, y así obtienes el mismo resultado.

—¿Que yo pretendo eso? —siguió exclamando el Espíritu. —Discúlpame si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre, o, al menos, en el de tu familia —dijo Scrooge. —En esta tierra tuya —replicó el Espíritu— hay quienes aseguran conocernos y, en nuestro nombre, cometen actos de cólera, orgullo,

Animadversión, odio, envidia, intolerancia y egoísmo, aunque son tan ajenos a nosotros y a los nuestros como si nunca hubieran vivido. Recuerda esto, y cúlpalos a ellos de sus actos, no a nosotros. Scrooge prometió hacerlo, y se dirigieron invisibles como antes hacia los suburbios de la ciudad. El fantasma tenía la notable

Cualidad (que Scrooge había observado en la tahona) de que, pese a su gigantesco tamaño, podía acomodarse fácilmente en cualquier espacio, y se adaptaba con la gracia de la criatura sobrenatural que era a un techo bajo como si estuviese en un majestuoso salón.

Y quizá fuera el placer con que el buen Espíritu hacía gala de esta facultad, o tal vez fuese su naturaleza afable, generosa y cordial, y su compasión por los pobres, lo que le llevó a casa del escribiente de Scrooge. Allí se dirigió y llevó a Scrooge consigo,

Agarrado a su manto, y en el umbral de la puerta, el Espíritu sonrió y se detuvo para bendecir la morada de Bob Cratchit con rociadas de la antorcha. ¡Imagínenlo! Bob no ganaba sino quince chelines por semana; esa era la cantidad que se embolsaba todos los sábados,

¡y aun así el Fantasma de la Navidad del Presente bendecía su casa de cuatro habitaciones! En ese instante, la señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, ataviada humildemente con un vestido al que ya había dado dos vueltas pero profuso en cintas, que son baratas y

Por seis peniques obran un excelente efecto, se levantó y puso el mantel con la ayuda de Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, también adornada con infinidad de cintas, mientras que el señorito Peter Cratchit pinchaba con un tenedor en una cazuela con patatas

Y se llevaba a la boca las puntas del enorme cuello de la camisa (propiedad de Bob, cedida a su hijo y heredero en honor de la festividad), encantado de verse tan galantemente ataviado y ansioso por lucir su atuendo en los parques de moda. Dos Cratchit de menor edad, un niño

Y una niña, entraron en tromba y voceando que habían olido el ganso a las puertas de la tahona y que habían sabido que era el suyo; pensando deleitados en salvia y cebolla, aquellos jóvenes Cratchit bailaron alrededor de la mesa ensalzando al señorito Peter Cratchit,

Mientras este (nada ufano, aunque el cuello casi le asfixiaba) atizaba el fuego hasta que las patatas, que cocían lentamente, empezaron a golpear la tapadera de la cazuela para que las sacasen y las pelasen. —¿Qué andará haciendo vuestro dichoso padre? —dijo la señora Cratchit—. ¿Y vuestro hermano, el Pequeño Tim? ¡Y el año

Pasado ya hacía media hora que Martha había llegado! —¡Aquí está Martha, madre! —saludó una muchacha que entraba en ese momento. —¡Aquí está Martha, madre! —gritaron los dos pequeños Cratchit—. ¡Hurra! ¡Martha, están preparando un ganso…! —Pero ¡por el amor de Dios, mi querida

Niña! ¡Qué tarde vienes! —dijo la señora Cratchit mientras la besaba una docena de veces y le quitaba el chal y el sombrero con amoroso celo. —Anoche quedó mucho trabajo pendiente —contestó la muchacha—, y esta mañana hemos tenido que despacharlo, madre. —Está bien, lo que importa es que ya estás

Aquí —dijo la señora Cratchit—. Siéntate junto al fuego para que entres en calor, mi querida hija, ¡Dios te bendiga! —¡No, no! ¡Ya llega padre! —gritaron los dos pequeños Cratchit, que parecían estar en todas partes a la vez—. ¡Escóndete, Martha, escóndete! De modo que Martha se escondió, y el menudo

Bob, el padre, entró con al menos un metro de bufanda, sin contar los flecos, colgando por delante, la ropa zurcida y afelpada para que pareciese propia de la época del año, y el Pequeño Tim al hombro. ¡Ay, el Pequeño Tim! ¡Llevaba una muleta y las piernas enfundadas

En un armazón de hierro! —Pero ¿dónde está Martha? —exclamó Bob Cratchit mirando a su alrededor. —No va a venir —contestó la señora Cratchit. —¿Cómo que no va a venir? —se extrañó Bob, de pronto algo abatido, pues había hecho

De purasangre para el Pequeño Tim desde la iglesia y había vuelto a casa al galope—. ¿Cómo que no va a venir el día de Navidad? Martha no quería ver a su padre disgustado, ni siquiera a causa de una broma, por lo que salió antes de tiempo de detrás de la puerta

Del armario, corrió hacia él y se lanzó a sus brazos mientras los dos pequeños Cratchit empujaban al Pequeño Tim hacia el lavadero para que pudiese oír al budín cantando en el caldero. —¿Cómo se ha portado el Pequeño Tim? —preguntó la señora Cratchit después de burlarse de la inocencia de Bob y de que

Este hubiese abrazado a su hija tanto rato como gustó. —¡Como un santo! —respondió Bob—, o más. Por algún motivo, pasa mucho rato solo y se queda absorto, y piensa en las cosas más extrañas de las que jamás hayas oído

Hablar. En el camino de vuelta a casa, me ha dicho que esperaba que la gente le haya visto en la iglesia, porque, como estaba tullido, podría resultarles grato recordar el día de Navidad a quien hizo caminar a los mendigos cojos y ver a los ciegos.

A Bob le tembló la voz al referirles esto, y aún más al decir que el Pequeño Tim estaba creciendo fuerte y sano. Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, se oyó el ruido de la pequeña y activa muleta contra el suelo, y el Pequeño Tim regresó

Escoltado por su hermano y su hermana y se sentó en su taburete junto al hogar. Mientras Bob se arremangaba los puños —como si, ¡pobre hombre!, aún pudiesen quedar más raídos de lo que ya estaban—, preparaba una jarra de bebida caliente con ginebra y

Limones, la removía con empeño y la colocaba sobre el hornillo para que hirviese a fuego lento, el señorito Peter y los dos pequeños y ubicuos Cratchit fueron a buscar el ganso, con el que enseguida regresaron en una solemne procesión. Sobrevino tal bullicio que podría haberse pensado que el ganso era la más exótica

De las aves, un fenómeno plumado para el que el cisne negro sería de lo más vulgar, y ciertamente algo así era en aquella casa. La señora Cratchit calentó bien la salsa (que ya tenía preparada en una pequeña cacerola); el señorito Peter machacó con sorprendente

Brío las patatas para el puré; la señorita Belinda endulzó la compota de manzana; Martha desempolvó las fuentes; Bob llevó al Pequeño Tim a la mesa y lo sentó a su lado, en una esquina igualmente pequeña; los dos Cratchit más jóvenes dispusieron sillas para todos,

Sin olvidarse de sí mismos, y, montando guardia en sus puestos, se metieron las cucharas en la boca para pedir a gritos el ganso antes de que les llegara el turno de ser servidos. Finalmente se llevaron los platos y se bendijo la mesa. A ello prosiguió una tensa pausa

Mientras la señora Cratchit escudriñaba pausadamente el cuchillo de trinchar, preparada para clavarlo en la pechuga; pero en cuanto lo hizo y la ansiada efusión de relleno se desparramó, un murmullo de delectación se alzó en toda la mesa, e incluso el Pequeño

Tim, espoleado por los dos Cratchit más jóvenes, golpeó el tablero con el mango del cuchillo y gritó dulcemente: «¡Hurra!». Nunca hubo un ganso como aquel. Bob dijo que no creía que jamás se hubiese cocinado un ganso semejante. Su ternura y su sabor, su

Tamaño y su bajo precio fueron motivos de admiración general. Complementado con la compota de manzana y el puré de patatas, fue cena suficiente para toda la familia; de hecho, según comentó la señora Cratchit con sumo deleite (contemplando un diminuto

Trozo de hueso en la fuente), ¡ni siquiera se la habían acabado! Pero todos estaban saciados, y los más pequeños de los Cratchit en particular ¡se habían atiborrado de salvia y cebolla hasta las cejas! Mientras la señorita Belinda cambiaba los platos, la señora Cratchit

Abandonó sola el salón —demasiado nerviosa para llevar consigo testigos—, y fue a buscar el budín para llevarlo a la mesa. ¡Supongan que no estuviese bien cocido! ¡Supongan que se rompiese al darle la vuelta! ¡Supongan que alguien hubiese saltado el muro del patio

Trasero y lo hubiese robado mientras ellos disfrutaban del ganso, suposición que hizo palidecer a los dos pequeños Cratchit! Toda clase de horrores supusieron. ¡Vaya! ¡Qué cantidad de vapor! El budín estaba ya fuera del caldero. ¡Olía a día

De colada! No, eso era el mantel. ¡Olía a casa de comidas, y a una repostería en la puerta contigua, seguida de un lavadero! ¡Eso era el budín! En medio minuto, la señora Cratchit entró —sofocada, pero con una amplia sonrisa— con el budín, que parecía

Una bala de cañón moteada de tan compacto y firme como era, flambeado con la mitad de medio cuartillo de brandy y coronado con una rama de acebo ornamental. ¡Oh, un budín maravilloso! Bob Cratchit dijo, y lo dijo muy calmado, que lo consideraba

El mayor logro de la señora Cratchit desde que se habían casado. La señora Cratchit dijo que, habiéndose quitado ya el peso de encima, tenía que confesar que había dudado con respecto a la cantidad de harina. Todos tuvieron algo que decir, pero nadie dijo ni

Pensó que fuese un budín demasiado pequeño para una familia grande. Hacerlo habría sido llanamente una herejía. Cualquier Cratchit se habría sonrojado ante el menor atisbo de semejante insinuación. La cena finalmente concluyó y se retiró el mantel, se barrió el hogar y se avivó el fuego. Tras probar el ponche y considerarlo

Perfecto, se llevaron manzanas y naranjas a la mesa, y una paletada de castañas a la lumbre. Luego toda la familia Cratchit se congregó alrededor de la chimenea formando lo que Bob Cratchit denominaba una circunferencia, refiriéndose en realidad a media. Al alcance

De Bob Cratchit estaba desplegada la cristalería de la familia: dos vasos chatos y una taza para natillas a la que le faltaba un asa. Y, sin embargo, resultaron tan idóneos para servir la bebida de la jarra como lo hubiesen sido copas de oro; se encargó de hacerlo

Bob, con la mirada radiante, mientras las castañas chisporroteaban y crujían ruidosamente en el fuego. A continuación, Bob dijo: —Feliz Navidad a todos, queridos míos, ¡y que Dios nos bendiga! Toda la familia repitió sus palabras. —¡Que Dios nos bendiga a todos! —dijo el Pequeño Tim en último lugar.

Estaba sentado al lado de su padre, muy próximo a él, en su pequeño taburete. Bob sostenía una de sus pequeñas y debilitadas manos, como si le amase y deseara mantenerle a su lado pero temiera que se lo arrebatasen. —Espíritu —dijo Scrooge con un interés

Que nunca antes había sentido—, dime si el Pequeño Tim vivirá. —Veo un asiento vacío —contestó el fantasma— en una esquina de esa pobre chimenea, y una muleta sin dueño, conservada con primor. Si el Futuro no cambia esas sombras, el niño morirá. —No, no —replicó Scrooge—. ¡Oh, no,

Espíritu! Dime que se salvará. —Si el Futuro no cambia esas sombras, ningún otro de mi especie lo encontrará aquí —repuso el fantasma—. Pero ¿qué más da? Si tiene que morir, será mejor que lo haga y contribuya así a reducir el exceso de población.

Scrooge agachó la cabeza al oír al Espíritu citar sus propias palabras y se sintió abrumado por el arrepentimiento y la tristeza. —Si eres un hombre de corazón —dijo el fantasma—, y no una piedra, evita esa malvada jerga hasta que hayas averiguado qué es el

Exceso y dónde se encuentra. ¿Serás tú quien decida qué hombres deben vivir y qué otros deben morir? Podría ocurrir que a los ojos del Cielo tú fueras menos valioso y apto para vivir que millones de personas, como el hijo de este pobre hombre. ¡Oh, Dios,

Tener que oír al insecto en la hoja pronunciarse sobre el exceso de vida entre sus hambrientos hermanos en el polvo de la tierra! Scrooge se inclinó ante la reprimenda del fantasma y, temblando, posó la mirada en el suelo. Pero la alzó rápidamente al oír su nombre. —¡Por el señor Scrooge! —dijo Bob—.

¡Brindo por el señor Scrooge, el Benefactor del Banquete! —¡El Benefactor del Banquete! ¡Ja! —exclamó la señora Cratchit, ruborizándose—. Quisiera yo que estuviera aquí. Le daría a probar unos cuantos pensamientos míos, ¡y espero que tenga buen apetito! —Querida —dijo Bob—, ¡los niños! Es Navidad. —Sí, estoy segura de que tiene que ser

Navidad —repuso la señora Cratchit— para brindar por la salud de un hombre tan detestable, tacaño, cruel e insensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que lo es, Robert! Nadie lo sabe mejor que tú, ¡pobre mío! —¡Querida —fue la templada respuesta de Bob—, es Navidad! —Beberé a su salud por ti y por el día

Que es —dijo la señora Cratchit—, no por él. ¡Por muchos años! ¡Y feliz Navidad y feliz Año Nuevo! ¡No me cabe duda de que vivirá muy feliz y dichoso! Los niños bebieron después de ella. Era lo primero que hacían aquella noche sin el

Menor entusiasmo. El Pequeño Tim fue el último en beber, pero le importó un comino. Scrooge era el ogro de la familia. La sola mención de su nombre arrojó una oscura sombra sobre la celebración que no se disipó hasta bien transcurridos cinco minutos.

Cuando finalmente pasó, se sintieron diez veces más alegres que antes, por el mero alivio de haber despachado a Scrooge el Siniestro. Bob Cratchit les habló de un empleo que tenía en vista para el señorito Peter, a quien, de conseguirlo, reportaría unos cinco o seis

Chelines semanales. Los dos pequeños Cratchit se desternillaron de risa al imaginar a Peter como un hombre de negocios, y el propio Peter pareció mirar reflexivamente el fuego, parapetado dentro del cuello de la camisa, como deliberando en qué inversiones participaría cuando recibiera

Unos ingresos tan apabullantes. Martha, que era una humilde aprendiza en una sombrerería, les refirió entonces en qué consistía su actividad, cuántas horas seguidas trabajaba y cuánto deseaba quedarse hasta tarde en la cama la mañana siguiente para poder descansar,

Pues siendo festivo pasaría el día en casa. Les contó asimismo que unos días antes había visto a una condesa y a un lord «tan alto como Peter», tras lo cual Peter se subió el cuello de la camisa de tal modo que, de haber estado allí, ustedes no habrían alcanzado

A verle la cabeza. Entretanto, las castañas y la jarra fueron pasando de mano en mano, y al rato oyeron al Pequeño Tim entonando, con su voz quejumbrosa pero diestra, una canción sobre un niño que se había perdido y caminaba por la nieve.

No había nada distinguido en lo que hacían. No eran una familia bien parecida, no iban bien vestidos, sus zapatos distaban mucho de ser resistentes al agua, sus ropas eran escasas; y Peter bien podría haber conocido, y muy probablemente conocía, el interior

De una casa de empeños. Pero eran felices, se sentían agradecidos, les complacía estar juntos, y disfrutaban de aquella época del año. Cuando empezaron a desvanecerse, con un aspecto aún más feliz tras rociarles el Espíritu con la antorcha antes de marcharse, Scrooge siguió mirándolos, especialmente al Pequeño Tim, y siguió haciéndolo hasta

El final. Para entonces empezaba a anochecer y nevaba copiosamente, y mientras Scrooge y el Espíritu paseaban por las calles, el resplandor de las lumbres crepitantes en las cocinas, los salones y toda clase de estancias resultaba maravilloso. Aquí, el parpadeo de las llamas iluminaba los preparativos de una cálida

Cena, con fuentes calentándose ante el fuego, y unas cortinas de color rojo intenso preparadas para ser corridas y dejar fuera el frío y la oscuridad. Allá, todos los niños de la casa salían corriendo por la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos,

Tíos, tías, y ser los primeros en saludarlos. Aquí, de nuevo, en los visillos de las ventanas se veían proyectadas sombras de invitados reuniéndose, y allá un grupo de espléndidas jóvenes, todas ellas con capucha y botas de pieles, se dirigían a paso ligero y parloteando

A un tiempo a casa de algún vecino, donde ¡ay del soltero que las viera entrar —bien lo sabían ellas, taimadas hechiceras— arreboladas! Pero, a juzgar por la cantidad de personas que iban camino de sus amistosas reuniones, cabría haber pensado que nadie se encontraba

En casa para recibirlas cuando llegaran; por el contrario, en todas esperaban compañía y apilaban leña hasta media altura de la chimenea. ¡Bendita estampa, cómo se regocijaba el fantasma! ¡Cómo se descubría el amplio pecho, abría su enorme mano, se alzaba en

El aire y vertía con generosidad su brillante e inofensivo júbilo sobre todo aquello que quedara a su alcance! Incluso el farolero, que corría ante ellos punteando la oscura calle con motas de luz e iba arreglado para pasar la noche en algún lugar, estalló en

Carcajadas al paso del Espíritu, aunque poco sabía él que tenía por compañía a la mismísima Navidad. Entonces, sin una sola palabra de advertencia por parte del fantasma, se encontraron en un páramo inhóspito y desierto, salpicado con bloques descomunales de tosca piedra, como si de un cementerio de gigantes se tratase,

Y donde el agua se desparramaba por doquier a su antojo, o lo habría hecho de no haber sido por la helada que la mantenía prisionera, y donde nada crecía salvo musgo y tojo, aparte de hierba burda y densa. En el oeste, a lo lejos, el sol poniente había dejado una veta

De un rojo feroz, que refulgió un instante sobre la desolación como un ojo huraño que fuese entornándose más, y más, y aún más, hasta perderse en las densas tinieblas de la más oscura de las noches. —¿Qué lugar es este? —preguntó Scrooge.

—Un lugar donde viven mineros que trabajan en las entrañas de la tierra —contestó el Espíritu—. Pero me conocen. ¡Mira! Una luz brillaba en la ventana de una choza, y allí se dirigieron ellos con presteza. Tras atravesar la pared de barro y piedra,

Encontraron a una animada reunión alrededor de un generoso fuego: un hombre y una mujer muy, muy mayores con sus hijos y los hijos de sus hijos, y aún otra generación, todos alegres y engalanados con sus atuendos de los días festivos. El anciano, con una voz

Que apenas se imponía al ulular del viento que barría aquella tierra yerma, cantaba para ellos un villancico, ya muy antiguo cuando él era niño, y de cuando en cuando todos los demás se sumaban a él en el estribillo. En cuanto ellos alzaban sus voces, el hombre

Se animaba y alzaba también la suya; en cuanto ellos paraban, su brío volvía a disminuir. El Espíritu no se demoró allí, sino que indicó a Scrooge que se cogiera de su manto y, sobrevolando el páramo a toda velocidad, se dirigió a… ¿adónde? No hacia el mar,

¿verdad? Sí, hacia el mar. Scrooge miró atrás y, horrorizado, vio el final de la tierra firme, una aterradora cadena de rocas, y sus oídos se ensordecieron con el estruendo de las olas al formarse, rugir y precipitarse contra las siniestras cuevas que habían excavado

Y que trataban ferozmente de seguir socavando. A aproximadamente una legua de la costa, sobre un lúgubre arrecife de rocas sumergidas contra las que el oleaje se estrellaba y saltaba a lo largo de todo el tormentoso año, se alzaba un faro solitario. Grandes aglomeraciones

De algas se adherían a su base, y los petreles —nacidos del viento, cabría suponer, como las algas del mar— se elevaban y descendían a su alrededor como las olas que acariciaban. Pero, incluso allí, dos hombres que guardaban el faro habían prendido una lumbre, que a

Través de la aspillera abierta en la gruesa pared de piedra proyectaba un rayo de claridad sobre el espantoso mar. Tras unir sus curtidas manos sobre la áspera mesa a la que estaban sentados, se desearon mutuamente una feliz Navidad con sus jarras de ponche, y uno de

Ellos —el de mayor edad, con el rostro plagado de marcas y cicatrices fruto de la inclemencia del tiempo, como el mascarón de proa de un viejo navío— entonó una canción que era en sí como un temporal. De nuevo el fantasma se puso en marcha y sobrevoló

Aquel mar negro y convulso —y voló, y voló—, hasta que, estando ya muy lejos de cualquier costa, según dijo a Scrooge, avistaron un barco. Descendieron y se apostaron junto al timonel, que gobernaba el timón, junto al vigía en la proa, junto a los marineros que

Hacían guardia, todos ellos figuras oscuras, espectrales en sus respectivos puestos, pero que, sin excepción, tarareaban una melodía navideña, pensaban en la Navidad o hablaban con voz queda a su compañero sobre alguna Navidad pasada, con la esperanza de volver

A pasarla en casa. Y todos los hombres a bordo, despiertos o dormidos, buenos o malos, habían tenido aquel día una palabra más amable para los demás que cualquier otro día del año, habían compartido en cierta medida sus festejos y habían recordado a sus seres

Queridos, de quienes se encontraban lejos, y sabían que estos se complacían también recordándoles a ellos. Fue una gran sorpresa para Scrooge, mientras escuchaba los gemidos del viento y pensaba en la solemnidad de avanzar por la solitaria oscuridad, sobre un abismo ignoto cuyas simas eran secretos tan profundos como la muerte,

Fue una gran sorpresa para Scrooge, absorto en estos pensamientos, oír una sonora carcajada. Y su sorpresa fue aún mayor al identificar en ella la risa de su sobrino y encontrarse en una estancia luminosa, seca y resplandeciente, con el Espíritu a su lado, ¡sonriendo y

Mirando a aquel sobrino con afable aprobación! —¡Ja, ja! —se reía el sobrino de Scrooge—. ¡Ja, ja, ja! Si por un improbable casual conociesen a un hombre dotado con una risa como la del sobrino de Scrooge, tan solo puedo decirles que también yo quisiera conocerle. Preséntenmelo y cultivaré su amistad.

Responde a una justa, equitativa y noble disposición de las cosas que, así como la enfermedad y la tristeza son contagiosas, no haya nada en el mundo que lo sea de forma tan irresistible como la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se echó a reír de aquel modo

—sujetándose los costados, moviendo la cabeza y torciendo el rostro en las muecas más extravagantes—, la sobrina política de Scrooge se rió con las mismas ganas. Y los amigos que los acompañaban no se quedaron atrás y estallaron en animadas carcajadas. —¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja, ja! —¡Dijo que la Navidad son paparruchas!

¡Tan cierto como que estoy vivo! —exclamó el sobrino de Scrooge—. ¡Y además lo creía! —¡Peor para él, Fred! —dijo la sobrina de Scrooge, indignada—. ¡Benditas sean las mujeres! Ellas nunca dejan nada a medias. Siempre se lo toman todo con seriedad. Era hermosa, sumamente hermosa. Tenía un rostro precioso, con hoyuelos y expresión

De sorpresa; con una boca pequeña y carnosa que parecía hecha para ser besada, como sin duda era el caso; con toda clase de pequeños y lindos lunares en la barbilla, que se fundían cuando se reía, y con el par de ojos más risueños que jamás hayan visto en la cabeza

De ninguna criatura menuda. En conjunto, era lo que podría denominarse provocativa, ya me entienden, pero también correcta. ¡Sí, perfectamente correcta! —Es un viejo muy gracioso —dijo el sobrino de Scrooge—, esa es la verdad, aunque no todo lo agradable que podría ser. Sin embargo, sus pecados acarrean sus propias penitencias,

Y nada puedo decir en su contra. —Estoy segura de que es muy rico, Fred —observó la sobrina de Scrooge—. Al menos, eso es lo que siempre me dices. —¡Y qué importa eso, querida! —repuso el sobrino de Scrooge—. Su riqueza de nada

Le sirve. Ningún bien hace con ella. No la utiliza para procurarse bienestar. No tiene la satisfacción de pensar, ¡ja, ja, ja!, que será a nosotros a quien beneficie con ella. —Acaba con mi paciencia —comentó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina de Scrooge y el

Resto de las damas presentes expresaron la misma opinión. —¡No con la mía! —dijo el sobrino de Scrooge—. A mí me da pena, no podría enojarme con él aunque lo intentase. ¿Quién sufre sus manías? Siempre él. Ahora se le ha metido

En la cabeza que le disgustamos y no viene a cenar. ¿Cuál es la consecuencia? Tampoco se ha perdido una gran cena. —Pues yo creo que se ha perdido una cena magnífica —le interrumpió la sobrina de Scrooge. Todos los presentes convinieron con ella, y debían de ser jueces competentes, pues

Acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa, estaban reunidos alrededor de la lumbre, a la luz de la lámpara. —¡Fabuloso! Me alegra mucho oír eso —replicó el sobrino de Scrooge—, porque no tengo demasiada fe en estas jóvenes amas de casa.

¿Qué dices tú, Topper? Era evidente que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina de Scrooge, pues contestó que un soltero no era sino un desdichado proscrito sin derecho a expresar una opinión al respecto. Ante

Lo cual la hermana de la sobrina de Scrooge —la rolliza de la pañoleta de encaje, no la de las rosas— se ruborizó. —Continúa, Fred —dijo la sobrina de Scrooge, dando palmadas—. ¡Nunca acaba lo que empieza a decir! ¡Qué hombre tan ridículo!

El sobrino de Scrooge se deleitó con otra carcajada y, como fue imposible evitar el contagio, aunque la hermana rolliza lo intentó con denuedo empleando vinagre aromático, todos siguieron su ejemplo. —Solo iba a decir —prosiguió el sobrino de Scrooge— que la consecuencia de obcecarse en que le disgustamos y no disfrutar con nosotros

Es, en mi opinión, que se priva de momentos agradables que no iban a hacerle ningún mal. Estoy seguro de que se priva de compañías más agradables que las que puede encontrar en sus reflexiones, ya sea en su mohosa contaduría o en su polvorienta morada. Tengo intención

De ofrecerle la misma oportunidad todos los años, le guste o no, porque siento lástima por él. Puede que reniegue de la Navidad hasta que muera, pero será imposible que no la tenga en mejor consideración (ese es mi desafío) si me ve yendo, de buen humor,

Año tras año y diciendo: «Tío Scrooge, ¿cómo está?». Si con ello consigo al menos que dé a su pobre escribiente cincuenta libras, ya será algo, y creo que ayer conseguí conmoverlo. Fueron los otros quienes rieron entonces ante la idea de haber conmovido a Scrooge. Pero,

Como era de natural bondadoso y no le importaba tanto saber de qué se reían como que, cuando menos, se riesen, contribuyó a su diversión pasándoles la botella alegremente. Después del té disfrutaron de un poco de música, pues doy fe de que eran una familia

Muy aficionada a la música y sabían lo que se traían entre manos cuando entonaban solos o coros, especialmente Topper, que era capaz de bramar como un bajo profesional sin que nunca se le hinchasen las grandes venas de la frente ni se pusiese colorado. La sobrina

De Scrooge tocaba bien el arpa, e interpretó, entre otras tonadas, una melodía breve (una nadería que cualquiera habría aprendido a silbar en dos minutos) que también conocía la niña que había ido a recoger a Scrooge al internado, como le había recordado el

Fantasma de la Navidad del Pasado. Al sonar estos compases, todo aquello que el fantasma le había mostrado regresó a sus pensamientos; Scrooge fue enterneciéndose más y más, y pensó que de haber podido escucharlos años atrás con mayor frecuencia, tal vez habría

Cultivado con sus manos las bondades de la vida para su propia felicidad, sin tener que recurrir a la pala del sepulturero que había enterrado a Jacob Marley. Pero no consagraron toda la velada a la música. Al cabo de un rato jugaron a las prendas,

Pues es bueno ser niño de cuando en cuando, y nunca mejor que en Navidad, cuando su todopoderoso Fundador también había sido un niño. ¡Alto! Antes jugaron a la gallina ciega. Por supuesto que lo hicieron. Y no creo que Topper tuviera los ojos completamente tapados más de lo

Que creo que tuviese ojos en las botas. Mi opinión es que era algo que habían pactado él y el sobrino de Scrooge, y de lo que estaba al tanto el Fantasma de la Navidad del Presente. El modo en que persiguió a la hermana rolliza de la pañoleta de encaje fue un ultraje para

La credulidad de la naturaleza humana. Tirando los atizadores, tropezando con las sillas, chocando contra el piano, asfixiándose entre el cortinaje, ¡allá adonde ella fuera él iba detrás! Sabía en todo momento dónde se encontraba la hermana rolliza. No atrapaba a nadie más. Si hubiesen topado contra él deliberadamente (y algunos de ellos lo hicieron),

Habría hecho el amago de querer agarrarles, lo cual habría supuesto una afrenta para su inteligencia, y se habría deslizado al instante en dirección a la hermana rolliza. Ella a menudo gritaba que aquello no era juego limpio, y ciertamente no lo era. Pero cuando,

Finalmente, él la atrapó, cuando, pese a todos los crujidos de la seda y sus rápidos revoloteos para eludirlo, él la acorraló en un rincón del que no había escapatoria, su conducta fue de lo más execrable. Porque fingir que no la reconocía, fingir que precisaba

Palpar su tocado y, para cerciorarse después de su identidad, oprimir cierto anillo que llevaba en un dedo y cierta cadena que colgaba de su cuello, ¡fue vil, monstruoso! Sin duda ella le hizo saber su opinión al respecto cuando, haciendo ya otro de gallina ciega, intercambiaron confidencias detrás de las cortinas.

La sobrina de Scrooge no participó en este juego, pero lo presenció cómodamente sentada en una gran butaca, con los pies sobre un escabel, en el acogedor rincón donde se encontraban también el fantasma y Scrooge, justo detrás de ella. Sí participó, en cambio, en el

Juego de las prendas, y se regocijó de la admiración que despertó con todas las letras del alfabeto. Lo hizo de maravilla, como también en el juego de Cómo, Cuándo y Dónde, y, para secreto deleite del sobrino de Scrooge, superó con creces a sus hermanas, aunque

Ellas también eran jóvenes sagaces, como Topper podría haberles confirmado. Debía de haber allí veinte personas, jóvenes y mayores, pero todos jugaron, y también lo hizo Scrooge, pues, arrebatado por el interés que le despertaba cuanto acontecía, olvidó

Que su voz no era perceptible a los oídos de los demás y en ocasiones voceaba la respuesta, y casi siempre acertaba, pues ni la aguja más afilada, ni la más exquisita de las agujas, superaba en agudeza a Scrooge, por más que él se obcecara en considerarse obtuso.

Al fantasma le agradaba verlo de tan buen humor y lo miraba con tal complacencia que Scrooge le suplicó como un niño que le permitiera quedarse hasta que los invitados se marchasen. Pero el Espíritu le dijo que no era posible. —¡Empieza otro juego! —insistió Scrooge—.

¡Media hora, Espíritu, solo media! Se trataba de un juego llamado Sí y No, en el que el sobrino de Scrooge tenía que pensar en algo, y los demás adivinar de qué se trataba formulando preguntas que únicamente admitirían un sí o un no por respuesta,

En función de qué se preguntara. Del intenso bombardeo de preguntas a las que fue sometido se dedujo que estaba pensando en un animal, un animal viviente, más bien desagradable, un animal salvaje, un animal que rugía y gruñía, que a veces hablaba, y que vivía

En Londres, y que transitaba por las calles, y que no se le exhibía, y que nadie lo llevaba atado, y que no vivía en un zoológico, y que nunca se le sacrificaba en un mercado,

Y que no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. Con cada pregunta que se le hacía, el sobrino rompía

En carcajadas, y tal era su inenarrable regocijo que se vio obligado a levantarse del sofá y patear el suelo. Finalmente la hermana rolliza, víctima de un estado similar, gritó: —¡Lo he adivinado! ¡Sé lo que es, Fred! ¡Sé lo que es! —¿Qué es? —gritó a su vez Fred.

—¡Es tu tío Scrooooooge! Y, en efecto, así era. El sentimiento general fue de admiración, si bien algunos objetaron que la respuesta a la pregunta «¿Es un oso?» debía haber sido «Sí», puesto que la respuesta contraria bastaba para descartar de sus pensamientos

Al señor Scrooge, suponiendo que en algún momento se hubiesen decantado hacia él. —Estoy seguro de que nos ha aportado mucha diversión —dijo Fred—, y sería de ingratos no beber a su salud. Ya que todos tenemos en la mano una copa de vino caliente y especiado,

¡brindo por el tío Scrooge! —¡Muy bien! ¡Por el tío Scrooge! —gritaron todos. —¡Feliz Navidad y feliz Año Nuevo para el viejo, sea como sea! —dijo el sobrino de Scrooge—. No aceptaría la felicitación viniendo de mí, pero se lo deseo igualmente. ¡Por el tío Scrooge!

Imperceptiblemente, el tío Scrooge se había ido alegrando y animando tanto que habría brindado a su vez por aquellos que ignoraban su presencia, y les habría mostrado su gratitud con un discurso inaudible si el fantasma le hubiese dado tiempo para hacerlo. Pero aquella

Escena concluyó con el hálito de la última palabra pronunciada por su sobrino, y Scrooge y el Espíritu volvían a estar en camino. Fue mucho lo que vieron, y muy lejanos los lugares a los que fueron, y muchos los hogares que visitaron, pero siempre con un desenlace

Feliz. El Espíritu estuvo junto al lecho de enfermos, que se mostraban alegres; en tierras extrañas, donde se sentían cerca de casa; junto a hombres que luchaban con ahínco, pacientes con la gran esperanza que albergaban; junto a la pobreza, que era rica.

En hospicios, hospitales y prisiones, en todos los refugios de la miseria donde la vanidad del hombre, con su ínfima y breve autoridad, no había atrancado la puerta y cerrado el paso al Espíritu, él dejaba sus bendiciones y enseñaba a Scrooge sus preceptos.

Fue una noche larga, si acaso había sido una sola noche; Scrooge tenía sus dudas al respecto, porque todas las festividades navideñas parecían haberse condensado en el espacio de tiempo que habían pasado juntos. Resultaba extraño asimismo que mientras el aspecto exterior de Scrooge permanecía inalterado, el fantasma fuese envejeciendo, envejeciendo

A ojos vista. Scrooge había advertido el cambio, pero no había dicho nada hasta que dejaron atrás una celebración infantil de la víspera de Reyes, cuando, una vez en el exterior, miró al Espíritu y vio que su cabello había encanecido. —¿Tan corta es la vida de los espíritus? —preguntó Scrooge.

—Mi vida en la tierra es muy breve —contestó el fantasma—. Termina esta noche. —¡Esta noche! —exclamó Scrooge. —Esta noche, a las doce. ¡Escucha! Se acerca la hora. En ese momento las campanas dieron las doce menos cuarto. —Discúlpame si no encuentras justificación

A lo que voy a preguntarte —dijo Scrooge, escrutando el manto del Espíritu—, pero veo algo extraño que no parece propio de ti y que asoma de los faldones. ¿Es un pie o una garra? —Por la carne que la recubre, podría ser una garra —fue la afligida respuesta del Espíritu—. ¡Mira esto!

De entre los pliegues del manto sacó a dos niños andrajosos, abyectos, espantosos, repulsivos y miserables. Ambos se postraron a sus pies y se colgaron de su ropaje. —¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira esto! —exclamó el fantasma. Eran un niño y una niña. Macilentos, escuálidos, harapientos, ceñudos, lobunos, pero también

Postrados en su humildad. Allí donde la gracia de la juventud debería haber moldeado sus facciones y haberlas retocado con sus tintas más frescas, una mano marchita, como la del envejecimiento, los había pellizcado, retorcido y hecho jirones. Allí donde debería haber ángeles entronados acechaban demonios, mirando con ojos iracundos y amenazadores. Ningún

Cambio, ningún oprobio, ninguna perversión del género humano en grado alguno, ni por medio de todos los misterios de la maravillosa creación, podría dar lugar a monstruos tan terribles como pavorosos. Horrorizado, Scrooge retrocedió de un brinco. Habiéndosele mostrado de aquel modo, intentó decir que eran unos niños hermosos, pero

Las palabras se le atoraron incapaces de participar de una mentira de tamaña magnitud. —Espíritu, ¿son tuyos? —fue todo cuanto pudo decir. —Son del Hombre —contestó el Espíritu mientras los contemplaba—. Y se aferran a mí huyendo de sus padres. Este niño es la Ignorancia. Esta niña es la Carencia.

Guárdate de ambos, y de todos sus semejantes, pero guárdate ante todo de este niño, pues en su frente veo escrita la Fatalidad, a menos que alguien la borre. ¡Niégalo! —gritó el Espíritu tendiendo una mano hacia la ciudad—. ¡Difama a quienes lo afirmen! ¡Admítelo

Para tus inicuos propósitos y empeóralo todo aún más! ¡Y aguarda el final! —¿No tienen refugio ni recursos? —gimió Scrooge. —¿Acaso no hay cárceles? —dijo el Espíritu, replicándole por última vez con sus propias palabras—. ¿Acaso no hay hospicios? La campana dio las doce.

Scrooge buscó con la mirada a su alrededor, pero no encontró al fantasma. Cuando la última campanada dejó de vibrar, recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, al alzar la mirada, vio a un solemne fantasma, envuelto en ropajes y encapuchado, aproximándose a él como se desliza la bruma sobre el suelo. CUARTA ESTROFA

EL ÚLTIMO DE LOS ESPÍRITUS El fantasma fue acercándose despacio, serio, mudo. Cuando llegó hasta él, Scrooge se postró sobre una rodilla, pues el aire mismo por el que se desplazaba aquel Espíritu parecía emanar desolación y misterio.

Iba amortajado en una prenda de un negro inescrutable que le cubría la cabeza, el rostro y la silueta, y nada dejaba a la vista, salvo una mano extendida. De no haber sido por este detalle, habría resultado difícil discernir su figura de la noche y diferenciarla de la oscuridad que

Lo rodeaba. A Scrooge le pareció que era alto e imponente cuando lo tuvo al lado, y que su misteriosa presencia lo colmaba de funesto pavor. Nada más pudo saber, pues el Espíritu no hablaba ni se movía. —¿Me encuentro en presencia del Fantasma de la Navidad Venidera? —preguntó Scrooge.

El Espíritu no respondió, sino que señaló al frente con la mano. —Vas a mostrarme las sombras de las cosas que aún no han ocurrido pero que ocurrirán más adelante, con el tiempo —prosiguió Scrooge—. ¿Es así, Espíritu? La porción más elevada de aquella prenda se contrajo en sus pliegues por un instante,

Como si el Espíritu hubiese inclinado la cabeza. Fue la única respuesta que Scrooge recibió. Aunque para entonces ya se había acostumbrado a la compañía espectral, aquella figura silenciosa le inspiraba tanto miedo que le temblaban las piernas, y advirtió que apenas se tenía en pie cuando se dispuso a seguirla.

El Espíritu se detuvo, como si se hubiese apercibido de su estado y le concediese tiempo para recuperarse. Pero aquello solo consiguió que Scrooge se sintiese aún peor. Un temor vago e impreciso le hizo estremecerse al saber que, tras aquella

Oscura mortaja, le escrutaban unos ojos fantasmales, mientras él, pese a abrir los suyos al máximo, no alcanzaba a ver nada salvo una mano espectral y un rimero de negrura. —¡Fantasma del Futuro! —exclamó—, te temo más que a cualquiera de los espectros

Que he visto. Pero, como sé que tu propósito es hacerme el bien y como confío en seguir con vida para ser un hombre diferente del que era, estoy preparado para soportar tu compañía y para hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a hablarme? No obtuvo respuesta. La mano seguía señalando al frente.

—¡Guíame! —dijo Scrooge—. ¡Guíame! La noche declina rauda y sé que es un tiempo precioso para mí. ¡Guíame, Espíritu! El fantasma se alejó del mismo modo en que se había acercado a él. Scrooge siguió la sombra de su ropaje, que lo sostenía,

Pensó, y lo llevaba en volandas. Apenas parecía que hubiesen entrado en la ciudad, sino que más daba la impresión de que la ciudad hubiese brotado a su alrededor y los hubiese circundado por propia voluntad. Pero allí estaban, en su mismo corazón,

En el Mercado de Valores, entre los comerciantes que se apresuraban de un lado al otro, y hacían tintinear el dinero que llevaban en los bolsillos, y conversaban en grupos, y consultaban sus relojes, y jugueteaban meditabundos con sus grandes sellos de oro, y así indefinidamente,

Tal como Scrooge los había visto hacer con tanta frecuencia. El Espíritu se detuvo junto a un corrillo de hombres de negocios. Al reparar en que su mano señalaba hacia ellos, Scrooge avanzó para escuchar su conversación. —No —decía un hombre muy entrado en carnes con una papada tremenda—, no sé mucho al

Respecto. Solo sé que ha muerto. —¿Cuándo murió? —preguntó otro. —Anoche, creo. —Pero ¿qué le pasaba? —se interesó un tercero mientras sacaba una gran cantidad de rapé de una tabaquera—. Creía que no iba a morir nunca. —¡Sabe Dios! —contestó el primero, bostezando.

—¿Qué hizo con el dinero? —preguntó un caballero de rostro rubicundo y con una excrecencia colgando de la punta de la nariz y que sacudía como la papada de un pavo. —No he oído nada —contestó el hombre de la enorme sotabarba, bostezando nuevamente—.

Tal vez se lo haya dejado a su contaduría. A mí no me lo ha dejado. Es todo cuanto sé. La broma fue recibida con una risotada general. —Seguramente será un funeral muy barato —dijo el mismo interlocutor—, porque doy fe de que no conozco a nadie que vaya a asistir.

¿Y si organizamos un grupo de voluntarios? —A mí no me importaría ir si dieran de comer —observó el caballero de la excrecencia en la nariz—. Pero, si voy, tienen que darme de comer. Más risas. —Bien, veo que, a fin de cuentas, soy el más desinteresado de todos —dijo el primero—,

Porque nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero me ofrezco a ir si alguien más lo hace. Aunque, pensándolo mejor, no me parece descabellado que no fuera yo su amigo más íntimo, porque cuando nos encontrábamos, nos parábamos y charlábamos. ¡Hasta luego!

Contertulios y oyentes se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge conocía a aquellos hombres y miró al Espíritu esperando una explicación. El fantasma se deslizó hacia una calle. Su dedo señaló en dirección a dos personas que justo en ese momento se encontraban. Scrooge volvió a escuchar de nuevo, creyendo que

Tal vez allí estaría la explicación. También los conocía perfectamente. Eran hombres de negocios, muy ricos y muy importantes. Siempre había procurado granjearse su consideración desde el punto de vista profesional, es decir, estrictamente desde el punto de vista profesional. —¿Cómo está usted? —preguntó uno. —¿Qué tal se encuentra usted? —replicó

El otro. —¡Bien! —dijo el primero—. Finalmente al viejo Estruj le ha llegado su merecido, ¿eh? —Eso me han dicho —contestó el otro—. Qué frío hace, ¿verdad? —Lo normal, siendo Navidad. Supongo que no es usted aficionado al patinaje. —No, no, tengo otras cosas en que pensar. ¡Buenos días!

Ni una palabra más. Así fue su encuentro, su conversación y su despedida. En un primer momento, Scrooge estaba más bien sorprendido de que el Espíritu concediese importancia a conversaciones en apariencia tan triviales, pero, convencido de que debían ocultar algún propósito, se dispuso a considerar cuál podría ser este. Era prácticamente

Impensable que tuviesen algún vínculo con la muerte de Jacob, su antiguo socio, porque aquello pertenecía al Pasado y la competencia de aquel fantasma era el Futuro. Tampoco se le ocurría nadie, de entre sus allegados, con quien relacionarlas. Pero no albergaba

La menor duda de que, quienquiera que fuera aquel sobre el que versaban, entrañaban una moraleja para su mejora personal, por lo que decidió atesorar hasta la última palabra que oyese y todo cuanto viese, y especialmente observar la sombra de sí mismo cuando apareciese.

Confiaba en que la conducta de su futuro yo le proporcionaría la clave que le faltaba y le facilitaría la solución a aquellos enigmas. Buscó su imagen en aquel mismo lugar, pero otro hombre ocupaba su esquina habitual, y, aunque el reloj marcaba la hora del día en la que habitualmente él se encontraba allí,

No vio el menor rastro de sí mismo entre la muchedumbre que cruzaba aquel porche. Sin embargo, tampoco se sorprendió demasiado, pues había estado cavilando la posibilidad de cambiar de vida, y pensó, y deseó, que vería allí llevadas a la práctica sus nuevas determinaciones. El fantasma, mudo y sombrío, estaba a su

Lado con la mano extendida. Cuando Scrooge abandonó la reflexiva búsqueda, se le antojó, por el giro de la mano y su posición con respecto a él, que los Ojos Invisibles le miraban fijamente, lo que le hizo estremecerse de nuevo y sentir un intenso frío.

Dejaron atrás aquella ajetreada escena y se dirigieron a una zona recóndita de la ciudad en la que Scrooge nunca había estado, aunque reconoció su ubicación y su mala reputación. Las callejas eran pestilentes y angostas; los comercios y las casas, deplorables;

La gente estaba medio desnuda, borracha, desastrada y repugnante. Callejones y arcadas, como tantos pozos negros, vertían sus ofensivos olores, desperdicios y vida sobre las caóticas calles, y todo el barrio hedía a crimen, a inmundicia y a miseria. En el corazón de esta guarida de citas infames había un vulgar establecimiento que sobresalía

Bajo el tejado de un cobertizo, en el que se vendían hierro, andrajos, botellas, huesos y grasientos despojos. En su interior, esparcidos por el suelo, había montones de llaves herrumbrosas, clavos, cadenas, bisagras, limas, básculas, pesas y toda clase de chatarra. Secretos que pocos querrían escudriñar yacían ocultos en montañas de indecorosos harapos, masas

De sebo rancio y sepulcros de huesos. Sentado entre las mercaderías con las que comerciaba, junto a un hornillo de carbón hecho con ladrillos viejos, se hallaba un granuja de pelo cano, de cerca de setenta años de edad, que se había protegido del gélido aire con un roñoso

Cortinaje confeccionado con una variedad de jirones colgados de un cordel, y fumaba una pipa con todo el deleite de un tranquilo retiro. Scrooge y el fantasma llegaron junto a aquel hombre en el mismo instante en que una mujer entraba sigilosamente en el local cargada

Con un pesado fardo. Pero apenas lo había hecho cuando otra mujer, igualmente cargada, entró también, seguida de cerca por un hombre vestido de negro desvaído, que, al verlas, no se sobresaltó menos que ellas al reconocerse entre sí. Tras un breve lapso de mudo asombro,

Al que se sumó el anciano de la pipa, los tres rompieron a reír. —¡Que la asistenta sea la primera! —gritó la que había entrado en primer lugar—. Que la lavandera sea la segunda y que el encargado de la funeraria sea el tercero. ¿Ha visto, viejo Joe? ¡Menuda casualidad habernos encontrado aquí los tres!

—No podrían haberse encontrado en mejor lugar —dijo el viejo Joe tras retirarse la pipa de la boca—. Pasen al salón. Usted hace ya mucho tiempo que lo frecuenta, y los otros dos no son extraños. Esperen a que cierre la puerta de la tienda. ¡Vaya, cómo

Chirría! Créanme, en este sitio no hay trozo de metal más herrumbroso que estos goznes, y estoy seguro de que tampoco hay huesos más viejos que los míos. ¡Ja, ja! A todos se nos da bien nuestro oficio, somos tal para cual. Pasen al salón, pasen al salón.

El salón era el espacio que quedaba detrás de la pantalla de jirones. El anciano rastrilló las ascuas con una vieja varilla de alfombra de escalera y, tras despabilar la humeante lámpara (pues era de noche) con la boquilla de la pipa, volvió a llevarse esta a la boca.

Mientras lo hacía, la mujer que ya había hablado arrojó el fardo al suelo, se sentó en un taburete con aire ostentoso, cruzó los codos sobre las rodillas y miró a los otros dos con audaz desafío. —Bueno, ¿qué más da? ¿Qué más da,

Señora Dilber? —dijo la mujer—. Todo el mundo tiene derecho a cuidar de sí mismo. ¡Él siempre lo hizo! —¡Eso es verdad! —dijo la lavandera—. Él más que nadie. —¡Pues entonces no se quede mirando como si tuviera miedo, mujer! ¿Quién ha obrado mejor? Supongo que no vamos a recriminarnos

Nada… —¡Claro que no! —contestaron al unísono la señora Dilber y el hombre—. Esperemos que no. —¡Muy bien! —voceó la mujer—. Basta ya. ¿A quién perjudica la pérdida de unas cuantas cosas como estas? Supongo que un muerto no… —Claro que no —repuso la señora Dilber entre risas.

—Si quería conservarlas después de muerto, el viejo y malvado anciano —prosiguió la mujer—, ¿por qué no fue una buena persona en vida? Si lo hubiera sido, habría tenido a alguien que le cuidase cuando la muerte llamó a su puerta, en lugar de yacer solo

Hasta su último aliento. —Es la mayor verdad que se haya dicho nunca —convino la señora Dilber—. Es un castigo divino. —Lástima que no haya sido un castigo un poco más severo —replicó la mujer—, y pueden estar seguros de que lo habría sido si yo hubiera podido echar mano a alguna otra

Cosa. Abra ese fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale lo que contiene. Y hable claro. No me da miedo ser la primera ni que ellos lo vean. Creo que sabíamos perfectamente que estábamos mirando por nosotros mismos antes de encontrarnos aquí. No es ningún

Pecado. Abra el fardo, Joe. Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir, y el hombre de negro desvaído fue el primero en abrir la brecha y mostró su botín. No era muy abundante. Uno o dos sellos, un estuche para lápices, un par de

Gemelos y un prendedor de escaso valor; eso era todo. El viejo Joe lo examinó y lo tasó concienzudamente, anotó con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a pagar por cada objeto y, cuando vio que no había nada más, las sumó.

—Esta es su cuenta —dijo Joe—, y no daría ni seis peniques más aunque fueran a hervirme vivo por no hacerlo. ¿Quién es la siguiente? La siguiente era la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas cuantas prendas de ropa, dos cucharillas de plata anticuadas, unas tenacillas para el azúcar y varios pares de botas. Su

Cuenta quedó plasmada en la pared del mismo modo. —Siempre doy demasiado a las mujeres. Es una debilidad, y así es como me arruino —dijo el viejo Joe—. Esa es su cuenta. Si me pide un penique más y me regatea, me arrepentiré de haber sido tan generoso y rebajaré media corona.

—Y ahora abra mi fardo, Joe —dijo la primera mujer. Joe se arrodilló para abrirlo con mayor comodidad y, tras deshacer innumerables nudos, extrajo un rollo grande y pesado de algún material oscuro. —¿Cómo llama usted a esto? —preguntó Joe—. ¿Cortinas de cama? —¡Ah! —exclamó la mujer, riéndose e inclinándose hacia delante sobre los brazos

Cruzados—. ¡Cortinas de cama! —No me diga que las descolgó, con anillas y todo, estando él allí tendido… —Sí, se lo digo —respondió la mujer—. ¿Por qué no? —Usted ha nacido para hacer fortuna —dijo Joe—, y seguro que la hará. —Le aseguro, Joe, que no pienso detener

La mano cuando puedo coger algo con solo alargarla, teniendo en cuenta el hombre que era —replicó la mujer con frialdad—. Y ahora procure no verter ese aceite en mis mantas. —¿Sus mantas? —preguntó Joe. —¿De quién quiere que sean? —contestó

La mujer—. Me atrevería a decir que él no va a pasar frío sin ellas. —Confío en que no haya muerto de nada contagioso… —dijo el viejo Joe, interrumpiendo su trabajo y alzando la mirada. —Descuide —respondió la mujer—. Su

Compañía no me agradaba tanto para demorarme a su lado por cosas como estas, si hubiera tenido algo contagioso. ¡Ah!, puede inspeccionar esa camisa hasta que le duelan los ojos, que no encontrará un solo agujero ni un hilo raído. Es la mejor que tenía, y además

Es muy buena. La habrían desperdiciado, de no haber sido por mí. —¿A qué llama desperdiciar? —preguntó el viejo Joe. —A ponérsela para enterrarlo, claro —contestó la mujer, y soltó una carcajada—. Alguien fue lo bastante necio para hacerlo, pero yo se la quité. Si el percal no es bueno para

Eso, no es bueno para nada; favorece bastante al cadáver. Además, es imposible que esté más feo que con esta. Scrooge escuchaba horrorizado aquel diálogo. Mientras ellos estaban sentados alrededor del botín, a la tenue luz que proyectaba la lámpara del viejo, los observaba con una aversión y una repugnancia que no podrían

Haber sido mayores, ni aunque se hubiese tratado de obscenos demonios comerciando con el mismísimo cadáver. —¡Ja, ja! —se rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con dinero y distribuyó las respectivas ganancias

En el suelo—. ¡Así acaba todo, ya lo ven! ¡Él ahuyentó a todo el mundo en vida y nos beneficia a nosotros una vez muerto! ¡Ja, ja, ja! —¡Espíritu! —dijo Scrooge, temblando de pies a cabeza—. Ya lo veo, ya lo veo.

El caso de ese desdichado podría ser el mío. Ahora mi vida sigue ese camino. Cielo santo, ¿qué es eso? Retrocedió aterrado, pues la escena había cambiado y en ese momento casi alcanzaba a tocar una cama —una cama desnuda, sin cortinas—

En la que, bajo una sábana astrosa, yacía algo tapado que, aunque mudo, se expresaba con un horrendo lenguaje. La estancia estaba muy oscura, demasiado oscura para poder observarla con un mínimo de precisión, pese a lo cual Scrooge paseó la mirada por

Ella como obedeciendo a un impulso secreto, ansioso por saber qué clase de habitación era. Del exterior llegaba una luz tenue que caía directamente sobre la cama, y en ella, saqueado y despojado, sin nadie que lo velase, lo llorase o se ocupase de él, yacía el

Cadáver de aquel hombre. Scrooge miró al fantasma. Su mano firme señalaba la cabeza. La mortaja estaba extendida con tal desconsideración que el menor ademán de alzarla, un simple movimiento de Scrooge con un dedo, habría dejado a la vista el rostro. Scrooge tanteó la idea, sabía lo fácil que sería hacerlo, y deseó hacerlo,

Pero no tenía más capacidad para retirar el velo que para despachar al espectro que tenía a su lado. ¡Oh, fría, fría, rígida y horrenda Muerte, levanta aquí tu altar y vístelo con los terrores que a ti obedecen, pues estos son

Tus dominios! Pero de la cabeza amada, venerada y honrada no puedes someter un solo cabello a tus atroces propósitos ni tornar detestable una sola facción. No importa que la mano sea pesada y se desplome al soltarla; no importa que el corazón y el pulso se hayan detenido,

Sino que era una mano abierta, generosa y franca, que era un corazón valeroso, cálido y tierno, y que el pulso era el de un hombre. ¡Golpea, Sombra, golpea y verás cómo brotan de su herida sus buenas obras para sembrar en el mundo vida inmortal!

Ninguna voz pronunció estas palabras al oído de Scrooge, y aun así él las oyó cuando miró hacia el lecho. Si aquel hombre hubiese podido levantar la cabeza en aquel preciso instante, pensó, ¿cuáles serían sus primeros pensamientos? ¿La avaricia, el trato abusivo, las preocupaciones ineludibles? ¡A buen fin le habían llevado, en verdad!

Yacía en aquella casa lóbrega y vacía, sin un hombre, una mujer o un niño para decir que había sido amable con ellos en esto o en aquello, y que por la memoria de una palabra amable ellos serían amables con él. Un gato arañaba la puerta, y se oía el roer de las

Ratas bajo el hogar de la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar con qué fin se encontraban en aquella estancia mortuoria ni por qué se sentían tan inquietos y turbados. —¡Espíritu! —dijo—, este lugar es pavoroso. Aunque lo abandone no abandonaré su lección, créeme. ¡Vayámonos! El fantasma siguió apuntando a la cabeza

Con su dedo imperturbable. —Te entiendo —repuso Scrooge—, y lo haría si pudiese. Pero no soy capaz, Espíritu. No soy capaz. De nuevo pareció mirarlo. —Si hay alguna persona en la ciudad que haya sentido alguna emoción por la muerte de este hombre —dijo Scrooge, angustiado—, muéstrame a esa persona, Espíritu, ¡te lo suplico!

El fantasma desplegó por un instante ante él su oscuro manto como si de un ala se tratase, y, al recogerlo, dejó a la vista una sala iluminada por la luz del día en la que se encontraban una madre y sus hijos. La mujer esperaba a alguien con impaciente

Anhelo, pues caminaba de un lado al otro, se sobresaltaba con el menor sonido, miraba por la ventana, consultaba el reloj, intentaba —en vano— hacer labor con la aguja y apenas soportaba las voces de sus niños mientras estos jugaban. Finalmente se oyó la llamada que tanto rato llevaba esperando. Se precipitó hacia la

Puerta y recibió a su esposo, un hombre de rostro consternado y deprimido, aunque era joven. En aquel momento había en él una insólita expresión, una especie de grave regocijo del cual se avergonzaba y que pugnaba por contener.

Se sentó para dar cuenta de la cena que ella le había reservado frente al hogar. Cuando su esposa le preguntó (tras un largo silencio) qué noticias tenía, él pareció azorarse buscando la respuesta. —¿Son buenas o malas? —preguntó ella para ayudarlo. —Malas —contestó él. —¿Estamos completamente arruinados? —No, aún queda una esperanza, Caroline.

—¡Sí, si él se conmueve! —exclamó ella, atónita—. Si se ha obrado tal milagro, nada está más allá de la esperanza. —Él está más allá de conmoverse —dijo su esposo—. Está muerto. Ella era una criatura afable y paciente, si

Su rostro era sincero, pero en lo más profundo de su ser sintió gratitud al oír aquello, y así lo expresó uniendo las manos. Al instante se arrepintió y rezó pidiendo perdón, pero su primera emoción era la que le había salido del corazón.

—Resulta que lo que me dijo la mujer medio ebria de quien te hablé anoche cuando intenté verle para pedirle una semana más de plazo (y que yo creí que era una mera excusa para evitarme) era del todo cierto. No solo estaba ya muy enfermo, sino moribundo.

—¿A quién se transferirá nuestra deuda? —No lo sé, pero, antes de que eso ocurra, probablemente ya tendremos el dinero, y si no lo tenemos, sería muy mala suerte encontrar a un acreedor tan despiadado en su sucesor. ¡Esta noche podremos dormir tranquilos, Caroline!

Sí. Aunque endulzaban la situación, se sentían más tranquilos. Las caras de los niños, enmudecidos y apiñados a su alrededor para oír lo poco que entendían, parecían más radiantes, ¡y aquel era un hogar más feliz por la muerte del hombre! La única emoción

Que el fantasma pudo mostrarle propiciada por el suceso fue una emoción placentera. —Permíteme que vea alguna muestra de ternura relacionada con una muerte —dijo Scrooge— o jamás podré liberarme, Espíritu, de esa lóbrega cámara que acabamos de dejar. El fantasma lo llevó por varias calles que sus pies conocían bien, y, mientras avanzaban,

Scrooge miraba por todas partes buscándose, pero no se veía. Entraron en la casa del pobre Bob Cratchit, la morada que ya antes había visitado, y encontró a la madre y a los niños sentados alrededor de la lumbre. Silenciosos. Muy silenciosos. Los pequeños

Cratchit, tan bulliciosos, permanecían inmóviles como estatuas en un rincón, sentados y mirando a Peter, que tenía un libro entre las manos. La madre y las hijas se ocupaban cosiendo. Pero ¡estaban muy silenciosos! —«Y tomó a un niño y lo puso en medio de ellos.» ¿Dónde había oído Scrooge aquellas palabras?

No las había soñado. El muchacho debía de haberlas leído en voz alta cuando el Espíritu y él cruzaban el umbral. ¿Por qué no proseguía? La madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó una mano a la cara. —El color me hiere los ojos —dijo.

¿El color? ¡Ah, pobre Pequeño Tim! —Ahora ya están mejor —dijo la esposa de Cratchit—. Los fatiga la luz de la vela, y por nada del mundo quiero que vuestro padre los vea cansados cuando vuelva a casa. Ya debe de ser casi la hora.

—Más bien ya pasa de la hora —contestó Peter al tiempo que cerraba el libro—. Pero creo que estos últimos días ha caminado algo más despacio de lo habitual en él. Volvieron a sumirse en el silencio. Al cabo, ella dijo con su voz firme y alegre que solo

Titubeó una vez: —Yo le he visto… le he visto caminar con el Pequeño Tim a hombros, y muy deprisa, por cierto. —¡Yo también! —gritó Peter—. A menudo. —¡Yo también! —exclamó otro. Todos lo habían visto. —Pero pesaba muy poco —prosiguió ella,

Concentrada en la labor—, y su padre lo amaba tanto que no era ninguna molestia, ninguna molestia. ¡Ahí está vuestro padre, en la puerta! Ella corrió a recibirlo y el menudo Bob entró con su bufanda, que buena falta le hacía, pobre hombre. Ya tenía el té preparado en el hornillo, y todos intentaron anticiparse

A los demás para servírselo. Luego los dos pequeños Cratchit se encaramaron a sus rodillas y cada uno de ellos posó una mejilla contra la de él, como diciéndole: «No te preocupes, padre. ¡No estés triste!». Bob se mostró muy alegre con ellos y habló

Jovialmente a toda la familia. Contempló la labor que había sobre la mesa y alabó la aplicación y la rapidez de la señora Cratchit y las chicas. Acabarían antes del domingo, dijo. —¡El domingo! Entonces, ¿has ido hoy, Robert? —preguntó su esposa. —Sí, querida —contestó Bob—. Me habría

Gustado que también tú hubieses podido ir. Te habría sentado bien ver lo verde que es ese lugar. Pero lo verás a menudo. Le prometí que iría paseando el domingo. ¡Hijo mío, mi pequeño! —sollozó Bob—. ¡Mi pequeño! Se desmoronó por completo, no fue capaz de

Evitarlo. De haberlo sido, tal vez él y su hijo habrían estado mucho más distanciados de lo que lo estaban. Salió de la estancia y subió al dormitorio, alegremente iluminado y decorado con tarjetas navideñas. Había una silla muy cerca del

Niño, e indicios de la reciente presencia de alguien. El pobre Bob se sentó en ella y, cuando creyó haberse repuesto un poco, besó aquella carita. Había aceptado lo que acababa de ocurrir y volvió a bajar bastante animado. Se congregaron alrededor de la lumbre y charlaron, mientras la madre y las chicas seguían con

Su labor. Bob les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, a quien apenas había visto en una ocasión, y quien, habiéndoselo encontrado en la calle ese mismo día y habiendo visto que parecía un poco… —«solo un poco abatido, ya me

Entendéis», dijo Bob—, le preguntó cuál era el motivo de su aflicción. —Y se lo dije —prosiguió Bob—, pues es el caballero más atento que podáis imaginar, y él me dijo: «Lo lamento de todo corazón, señor Cratchit, y lo lamento de todo corazón

Por su buena esposa». Por cierto, que no sé cómo ha podido saberlo. —¿Saber qué, querido? —Que eres una buena esposa —contestó Bob. —Todo el mundo lo sabe —dijo Peter. —¡Muy buena observación, hijo mío! —exclamó Bob—. Confío en que así sea. «Lo lamento

De todo corazón», dijo, «por su buena esposa. Si puedo serles de alguna utilidad», dijo mientras me daba una tarjeta, «aquí es donde vivo. Le ruego que vengan a verme». Y me ha parecido un detalle encantador —agregó Bob, alzando la voz—, no tanto por lo que

Pueda hacer por nosotros como por su amable actitud. Ciertamente era como si conociera a nuestro Pequeño Tim y sintiera nuestro dolor. —¡Estoy segura de que es un alma bondadosa! —dijo la señora Cratchit. —Aún lo estarías más, querida —contestó Bob—, si le vieras y hablases con él. En

Absoluto me sorprendería, ¡fíjate en lo que digo!, que consiguiese un empleo mejor para Peter. —¿Has oído eso, Peter? —dijo la señora Cratchit. —Y después —intervino animada una de las chicas— Peter se asociará con alguien y se establecerá por su cuenta. —¡No digas bobadas! —replicó Peter, con una amplia sonrisa.

—Podría ocurrir, o no, el día menos pensado —dijo Bob—, aunque para eso hay tiempo de sobra, querido hijo. Pero, comoquiera que sea y cuando sea que nos separemos, estoy seguro de que ninguno de nosotros olvidará al pobre Pequeño Tim, ¿verdad?, o esta primera separación que nos toca sufrir. —¡Jamás, padre! —gritaron todos.

—Y sé —prosiguió Bob—, sé, queridos míos, que al recordar lo paciente y dulce que era, aunque solo fuera un niño muy, muy pequeño, no discutiremos por bagatelas, olvidando así al pobre Pequeño Tim. —¡Jamás, padre! —volvieron a gritar todos. —Estoy muy contento —dijo el menudo Bob—,

¡estoy muy contento! La señora Cratchit le dio un beso, sus hijas le dieron un beso, los dos pequeños Cratchit le dieron un beso, y Peter le estrechó la mano. Espíritu del Pequeño Tim, ¡tu esencia infantil provenía de Dios! —Espectro —dijo Scrooge—, algo me dice que se acerca el momento de despedirnos. Lo

Sé, aunque no sé por qué. Dime, ¿quién era el hombre al que vimos yacer muerto? El Fantasma de la Navidad Venidera volvió a llevarlo consigo —si bien a un momento diferente, según su impresión; en realidad, las últimas visiones parecían no seguir

Orden alguno, si bien todas pertenecían al Futuro— a lugares de encuentro habituales entre los hombres de negocios, pero no le mostró a su yo. Aún más, el Espíritu no se detuvo ante nada, sino que avanzó directamente como hacia la meta que acababa de desear, hasta que Scrooge le suplicó que aguardase un momento.

—Este patio que ahora cruzamos a toda prisa —dijo Scrooge— es donde se encuentra mi despacho, y donde se ha encontrado durante mucho tiempo. Veo la casa. Permíteme ver cómo seré en los días venideros. El Espíritu se detuvo; su mano apuntaba hacia otro lugar. —La casa está allí —se extrañó Scrooge—.

¿Por qué señalas hacia otro lado? El inexorable dedo no varió de posición. Scrooge se precipitó hacia la ventana de su despacho y miró dentro. Seguía siendo un despacho, pero no el suyo. Los muebles eran otros, y la figura sentada en la butaca

No era la suya. El fantasma siguió señalando en la misma dirección. Se reunió con él y, preguntándose por qué y adónde habría ido él a parar, lo acompañó hasta que llegaron a una cancela de hierro. Hizo una pausa para mirar a su alrededor antes de franquearla. Un cementerio. Allí, bajo tierra, yacía,

Pues, el desdichado hombre cuyo nombre tenía que averiguar. Era un lugar encomiable: tapiado por casas; cubierto de hierba y maleza, vegetación fruto de la muerte, no de la vida; atestado de sepulcros; opulento en su apetito bien saciado. ¡Un lugar encomiable!

El Espíritu se situó entre las sepulturas y señaló la que tenía a sus pies. Scrooge avanzó trémulo hacia ella. El fantasma seguía incólume, pero él temía encontrar un nuevo significado en su solemne figura. —Antes de que me acerque más a esa lápida

A la que señalas —dijo Scrooge—, respóndeme a una pregunta. ¿Son estas las sombras de las cosas que Serán, o son las sombras de las cosas que solo Podrían Ser? El fantasma continuó apuntando hacia la tumba junto a la que se encontraba.

—Los derroteros de los hombres presagian determinados finales a los que, si se persevera en ellos, podrían conducir —dijo Scrooge—. Pero si se abandonan los derroteros, los finales cambiarán. ¡Dime que es eso lo que me estás mostrando! El Espíritu permaneció tan inmóvil como siempre.

Scrooge se arrastró hacia él sin dejar de temblar y, siguiendo la dirección del dedo, leyó en la lápida de aquella descuidada tumba su propio nombre: Ebenezer Scrooge. —¿Soy yo el hombre que yacía en la cama? —gritó, de rodillas. El dedo se desplazó hacia él, y de vuelta al sepulcro.

—¡No, Espíritu! ¡Oh, no, no! El dedo seguía allí. —¡Espíritu —gritó aferrándose a su manto—, escúchame! No soy el hombre que era. No seré el hombre que habría sido sin estos encuentros. ¿Por qué me muestras esto, si ya no hay esperanza para mí? Por primera vez, la mano pareció titubear.

—Buen Espíritu —prosiguió, prosternado ante él—, que tu benevolencia interceda por mí y se apiade de mí. Dime que aún puedo cambiar estas sombras que me has mostrado si cambio de vida. La bondadosa mano tembló. —Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservar ese espíritu todo el año. Viviré

En el Pasado, en el Presente y en el Futuro. Llevaré en mi interior a los Espíritus de los Tres y ellos me infundirán valor. No desoiré las lecciones que me han enseñado. ¡Oh, dime que puedo borrar la inscripción de esta lápida!

En su agonía, asió aquella mano espectral. Esta intentó zafarse, pero él la retuvo con la fuerza de su súplica. El Espíritu, cuya fuerza era mayor, lo rechazó. Alzando las manos en una postrera súplica para invertir su sino, vio que la capucha

Y la túnica del fantasma empezaban a cambiar, se encogían, se desmoronaban y se reducían hasta convertirse en el poste de una cama. QUINTA ESTROFA EL FINAL ¡Sí!, y el poste pertenecía a su propia cama. La cama era la suya, el dormitorio era el suyo. Y, lo mejor y lo más venturoso de

Todo: ¡el Tiempo que tenía por delante era suyo y le permitiría hacer enmiendas! —¡Viviré en el Pasado, en el Presente y en el Futuro! —repitió Scrooge mientras se levantaba de la cama—. Llevaré en mi interior a los Espíritus de los Tres y ellos

Me infundirán valor. ¡Oh, Jacob Marley! ¡Alabados sean el Cielo y la Navidad por esto! Lo digo de rodillas, viejo Jacob, ¡de rodillas! Estaba tan agitado y entusiasmado que su quebrada voz apenas le respondía. Había sollozado tan violentamente durante el conflicto con el Espíritu que aún tenía el rostro húmedo

Por las lágrimas. —¡No las han arrancado! —exclamó Scrooge abrazándose a una de las cortinas de su cama—. ¡No las han arrancado, con las anillas y todo! Están aquí, yo estoy aquí, las sombras de las cosas que podrían haber sido se disiparán.

Lo harán. ¡Sé que lo harán! Mientras decía esto, sus manos no dejaron de trajinar con sus ropas, volviéndolas del revés, poniéndolas bocabajo, rompiéndolas, extraviándolas, haciendo con ellas toda clase de rarezas. —¡No sé qué hacer! —gritó Scrooge, riendo y llorando a un tiempo, y representando

A la perfección a Laocoonte en su batalla con las medias—. Me siento tan ligero como una pluma, tan dichoso como un ángel, tan alegre como un colegial, tan aturdido como un borracho. ¡Feliz Navidad a todos! ¡Y feliz Año Nuevo a todo el mundo! ¡Viva! ¡Hurra! ¡Viva! Dando brincos, había llegado al salón, y

Allí se encontraba, jadeante. —¡Ahí está la cacerola de las gachas! —gritó Scrooge, comenzando de nuevo y dando vueltas alrededor de la chimenea—. ¡Ahí está la puerta por la que entró el fantasma de Jacob Marley! ¡Ahí está el rincón donde

Se sentó el Fantasma de la Navidad del Presente! ¡Ahí está la ventana por la que vi a los Espíritus errantes! Todo cierto, todo es verdad, todo ha ocurrido. ¡Ja, ja, ja! A decir verdad, para tratarse de un hombre que llevaba muchos años sin practicarla,

Era una risa espléndida, una risa gloriosa. ¡La madre de una larga, larga descendencia de radiantes carcajadas! —No sé qué día del mes es hoy —dijo Scrooge—. No sé cuánto tiempo he estado entre los Espíritus. No sé nada. Soy como un bebé. No importa. No me importa. Prefiero ser un bebé. ¡Viva! ¡Hurra! ¡Viva!

Su delirio se vio interrumpido por el repicar de campanas en las iglesias más vigoroso que jamás había oído. ¡Talán, talán, macillo; din, don, campana! ¡Campana, don, din; macillo, talán, talán! ¡Oh, soberbio, soberbio! Corrió hasta la ventana, la abrió y asomó la cabeza. Ni niebla, ni bruma; un día claro,

Radiante, alegre, conmovedor, frío; frío, cantarín para hacer bailar al corazón; luz dorada del sol; cielo divino; aire fresco y dulce; campanas jubilosas. ¡Oh, soberbio! ¡Soberbio! —¿Qué día es hoy? —voceó Scrooge dirigiéndose a un muchacho endomingado, que tal vez se había rezagado para curiosear la calle. —¿Qué? —contestó el muchacho, asombrado hasta lo indecible.

—¿Qué día es hoy, amigo mío? —repitió Scrooge. —¡Hoy! —exclamó el muchacho—. ¡Pues Navidad! —¡Navidad! —dijo Scrooge para sí—. No me la he perdido. Los Espíritus lo han hecho todo en una sola noche. Pueden hacer lo que gusten. Claro que pueden. Claro que pueden. ¡Oye, amigo mío! —¿Sí? —contestó el muchacho.

—¿Conoces la pollería que está en la esquina de la siguiente calle? —preguntó Scrooge. —Confío en que sí —respondió el chaval. —¡Qué chico tan inteligente! —dijo Scrooge—. ¡Un chico notable! ¿Sabes si han vendido ya el magnífico pavo que tenían colgado? No el pequeño, sino el grande.

—¿Cuál? ¿El que es tan grande como yo? —preguntó el muchacho. —¡Qué chico tan encantador! —dijo Scrooge—. Es un placer hablar con él. ¡Sí, liebrecilla! —Allí sigue colgado —contestó el muchacho. —¿De veras? —dijo Scrooge—. Ve y cómpralo. —¡Anda ya! —exclamó el muchacho. —No, no —insistió Scrooge—. Hablo en

Serio. Ve y cómpralo, y diles que lo traigan aquí, que yo les daré las señas de a donde tienen que llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un chelín, pero si vuelves con él en menos de cinco minutos, ¡te daré media corona!

El muchacho salió disparado. Gran templanza hubiese requerido un dedo sobre un gatillo para disparar la mitad de rápido. —Se lo enviaré a la familia de Bob Cratchit —susurró Scrooge, frotándose las manos y desternillándose de risa—. No sabrá

Quién se lo envía. Es el doble de grande que el Pequeño Tim. ¡John Miller nunca gastó una broma tan graciosa como lo será enviarle el pavo a Bob! La mano con la que escribió la dirección no era una mano firme, pero de algún modo

Consiguió escribirla, y a continuación Scrooge bajó para abrir la puerta de la calle y esperar al mozo de la pollería. Mientras lo hacía, se fijó en la aldaba. —¡La amaré mientras viva! —exclamó Scrooge, dándole unas palmaditas—. Antes apenas si la miraba. ¡Qué semblante tan honrado tiene! ¡Es una aldaba maravillosa!

Aquí llega el pavo. ¡Viva! ¡Hurra! ¿Cómo estás? ¡Feliz Navidad! ¡Aquello era un pavo! Era imposible que aquel animal hubiese sido capaz de mantenerse en pie. Las patas se le habrían quebrado al instante como si fuesen barras de lacre. —Vaya, es imposible cargar con esto hasta Camden Town —dijo Scrooge—. Tendrás que

Ir en un coche de alquiler. La risa ahogada con que dijo esto, y la risa ahogada con que pagó el pavo, y la risa ahogada con que pagó el coche, y la risa ahogada con que recompensó al muchacho únicamente se vieron superadas por la risa ahogada con

Que volvió a sentarse, sin aliento, en su butaca, donde siguió riéndose hasta llorar. No le resultó fácil afeitarse, pues la mano seguía temblándole con violencia y el afeitado es una tarea que requiere atención aunque uno no esté bailando mientras lo hace. Pero,

Incluso de haberse rebanado la punta de la nariz, se habría puesto un trozo de esparadrapo y se habría quedado tan contento. Se vistió «con sus mejores galas» y finalmente salió a las calles, repletas de gente a esa hora, tal como había visto con el Fantasma

De la Navidad del Presente, y, caminando con las manos a la espalda, Scrooge contempló a todo el mundo con una sonrisa embelesada. En suma, tenía un aspecto tan irresistiblemente agradable que tres o cuatro joviales hombres le dijeron: «¡Buenos días, señor! ¡Que

Tenga una feliz Navidad!». Y Scrooge diría después con frecuencia que, de todos los sonidos alegres que había oído en la vida, aquellos fueron los más alegres a sus oídos. No había llegado muy lejos cuando vio al solemne caballero que caminaba en su dirección

Y que había entrado en su contaduría el día anterior y le había dicho: «Scrooge y Marley, supongo». Sintió un vuelco en el corazón al pensar cómo le miraría aquel respetable anciano cuando se cruzasen, pero sabía cuál era el sendero que debía enfilar, y así lo hizo. —Apreciado señor —dijo Scrooge apretando

El paso y tomando después al caballero de ambas manos—, ¿cómo está? Confío en que ayer consiguiera lo que se proponía. Fue usted muy amable. ¡Le deseo una feliz Navidad, señor! —¿El señor Scrooge? —Sí —contestó Scrooge—. Ese es mi apellido y temo que no le resulte agradable.

Permítame que me disculpe. Y tenga usted la bondad de… —Scrooge le susurró el resto al oído. —¡Válgame Dios! —exclamó el caballero como si le hubiesen arrebatado el aliento—. Apreciado señor Scrooge, ¿habla en serio? —Se lo ruego —dijo Scrooge—. Ni un cuarto de penique menos. Tenga por seguro que están

Incluidos muchos atrasos. ¿Me hará ese favor? —Apreciado señor —dijo el otro, estrechándole las manos—, no sé qué decir ante tal munifi… —No diga usted nada, se lo ruego —replicó Scrooge—. Venga a verme. ¿Vendrá a verme? —¡Lo haré! —gritó el anciano caballero.

Y era evidente que tal era su intención. —Gracias —dijo Scrooge—. Se lo agradezco mucho. Un millón de gracias. ¡Que Dios le bendiga! Fue a la iglesia, y paseó por las calles, y observó a la gente correteando de un lado

Al otro, y dio palmaditas en la cabeza a los niños, y se interesó por mendigos, y miró las cocinas de las casas y alzó la vista hacia la ventana, y descubrió que todo le reportaba placer. Nunca había soñado que un paseo —que nada— pudiera insuflarle

Tanta felicidad. Por la tarde encaminó sus pasos hacia la casa de su sobrino. Pasó ante la puerta una docena de veces antes de reunir el coraje para acercarse y llamar a ella. Pero al final se decidió y lo hizo. —¿Se encuentra el señor en casa, cielo?

—preguntó Scrooge a la muchacha. ¡Una muchacha hermosa! Mucho. —Sí, señor. —¿Y dónde está, cielo? —dijo Scrooge. —En el salón, señor, con la señora. Si es tan amable, le acompañaré arriba. —Gracias. Ya me conoce —dijo Scrooge con una mano posada ya sobre la manija de la puerta

Que daba al salón—. Entraré solo, cielo. Accionó la manija con delicadeza y asomó la cabeza por la puerta. Todos miraban a la mesa (dispuesta impecablemente para una gran ocasión), pues las parejas jóvenes siempre se ponen nerviosas en tales situaciones y gustan de comprobar que todo esté en orden. —¡Fred! —dijo Scrooge.

¡Santísimo cielo, cómo se sobresaltó su sobrina política! Scrooge había olvidado por un momento que la joven estaba sentada en un rincón con los pies sobre un escabel; de lo contrario, bajo ningún concepto habría hecho aquello. —¡Por todos los santos! —gritó Fred—. ¿Quién es?

—Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar. ¿Puedo pasar, Fred? ¡Que si podía pasar! Fue una suerte que no le arrancase el brazo de tanto sacudírselo. En cinco minutos, Scrooge se sintió como en casa. Nada podía ser más entrañable.

Su sobrina tenía exactamente el mismo aspecto. Y también Topper, cuando llegó. Y la hermana rolliza, cuando llegó. Y todos los demás, cuando llegaron. Una fiesta maravillosa, unos juegos maravillosos, una concordia maravillosa, ¡una felicidad ma-ra-vi-llo-sa! Pero la mañana siguiente fue temprano a su despacho. ¡Oh, sí, muy temprano! ¡Conseguir

Adelantarse y sorprender a Bob Cratchit llegando tarde! Ese era el empeño que le ocupaba. Y lo consiguió, ¡sí, lo consiguió! El reloj dio las nueve. Ni rastro de Bob. Las nueve y cuarto. Ni rastro de Bob. Llegó dieciocho minutos y medio tarde. Scrooge aguardaba sentado

Con la puerta abierta de par en par, para poder verle entrar en el cubículo. Se había quitado el sombrero antes de abrir la puerta; también la bufanda. En un suspiro se encontraba en su taburete, afanándose con la pluma, como intentando retroceder en el tiempo hasta las nueve. —¡Vaya, vaya! —gruñó Scrooge impostando

Lo mejor que pudo su voz habitual—. ¿Qué es eso de llegar a estas horas de la mañana? —Lo lamento mucho, señor —contestó Bob—. Me he retrasado. —¡Se ha retrasado! —repitió Scrooge—. Sí, eso creo. Haga el favor de venir aquí, caballero. —No es más que una vez al año, señor

—alegó Bob abandonando su cubil—. No volverá a ocurrir. Anoche nos divertimos un poco, señor. —Pues le diré algo, amigo mío —dijo Scrooge—. No estoy dispuesto a seguir tolerando cosas como esta. Y, por consiguiente —prosiguió, al tiempo que se levantaba del taburete y propinaba a Bob tal empellón en el chaleco

Que el pobre retrocedió tambaleándose de nuevo al cubil—, por consiguiente, ¡voy a aumentarle el salario! Bob empezó a temblar y se acercó un poco más a la regla. Le pasó por la cabeza la idea de derribar con ella a Scrooge, inmovilizarlo

Y pedir ayuda a la gente del patio, y también una camisa de fuerza. —¡Feliz Navidad, Bob! —dijo Scrooge con inequívoca sinceridad mientras le daba unas palmadas en la espalda—. ¡Una Navidad más feliz, Bob, mi buen amigo, que las que le

He dado durante muchos años! Le aumentaré el salario y me esforzaré por ayudar a su necesitada familia, y trataremos tales asuntos esta misma tarde, delante de un navideño cuenco de ponche humeante, Bob. ¡Atice las lumbres y vaya a comprar otro cubo de carbón

Antes incluso de ponerle el punto a otra «i», Bob Cratchit! Scrooge cumplió con creces su palabra. Hizo todo aquello e infinitamente más; y para el Pequeño Tim, que no murió, fue como un segundo padre. Se convirtió en el mejor amigo,

El mejor patrón y el mejor hombre que había conocido aquella buena y vieja ciudad, y cualquier otra buena y vieja ciudad, pueblo o distrito en este buen y viejo mundo. Algunas personas se reían al ver cómo había cambiado, pero él dejaba que se riesen y no les prestaba

Atención, pues era lo bastante prudente para saber que nada bueno había ocurrido en este mundo sin que algunas personas se hubiesen hartado de reír en un primer momento, y, sabedor de que seguirían estando ciegas, pensó que tanto daba que entornaran los ojos

En muecas o que sufrieran la enfermedad en sus formas más desagradables. Su propio corazón se reía, y eso le bastaba. No volvió a tener tratos con Espíritus, pero en adelante vivió según el Principio de la Abstinencia Total, y siempre se dijo

De él que sabía celebrar la Navidad como nadie. ¡Que pueda decirse lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y, como dijo el Pequeño Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos, a cada uno de nosotros! Gracias por haber compartido este momento de lectura en «La Voz que te Cuenta». Si quieres

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