El cumpleaños de la infanta de Oscar Wilde. Audiolibro completo. Voz humana real.



El cuento «El Cumpleaños de la Infanta» de Oscar Wilde (1854-1900) es una obra maestra de la literatura. Este cuento se ha …

El cumpleaños de la infanta es un cuento de hadas escrito por el renombrado autor Oscar Wilde. La historia gira en torno al cumpleaños de la pequeña infanta y la visita de un enano que realiza una actuación para entretenerla. Sin embargo, la infanta, despiadada e insensible, se burla y humilla al enano, sin comprender el impacto de sus acciones.

El cuento aborda temas como la vanidad, la crueldad y el verdadero significado de la belleza, llevando al lector a reflexionar sobre la naturaleza humana y la importancia de la empatía.

Este audiolibro completo presenta una narración con voz humana real, que captura la esencia y la profundidad del relato de Wilde. Con detalles vívidos y una interpretación emocional, el narrador transporta al oyente a la atmósfera mágica y desgarradora de la historia.

Ya sea que seas un admirador de la obra de Oscar Wilde o estés buscando una narración emotiva y cautivadora, este audiolibro completo de El cumpleaños de la infanta te sumergirá en un mundo de fantasía y reflexión, dejándote con una profunda impresión y resonancia duradera. El cumpleaños de la infanta. Un cuento de Oscar Wilde. Yo soy “La voz que te cuenta” El cuento está dedicado por Oscar Wilde a la señora de William H. Grenfell, de Taplow Court Era el cumpleaños de la infanta. Cumplía doce años de edad, y el sol lucía brillante en los jardines del palacio.

Aunque ella era una princesa real e infanta de España, no tenía más que un cumpleaños cada año, igual que los hijos de los más pobres, y era en efecto asunto de gran importancia para todo el reino que pasara un día muy hermoso en aquella ocasión. Y realmente hacía

Un día muy hermoso. Los altos y rayados tulipanes se erguían sobre sus tallos, parecidos a largas filas de soldados, y miraban burlones a las rosas, y decían: —Ahora somos tan magníficos como vosotras. Purpúreas mariposas revoloteaban a su alrededor, con alas empolvadas de oro, y recorrían cada flor; las lagartijas asomaban entre las grietas

Del muro, calentándose a los brillantes rayos, y las granadas se abrían y estallaban por el calor, mostrando sus sangrantes y rojos corazones. Hasta los pálidos limoneros amarillos, que con tal profusión colgaban del vetusto emparrado y a lo largo de las oscuras arcadas,

Parecían tomar del sol maravilloso un color más rico, y los magnolios abrían sus grandes flores de prieto marfil y aromatizaban el aire con su dulce y denso perfume. La princesita correteó por la terraza con sus compañeros, y jugó al escondite por

Entre los jarrones de piedra y las viejas estatuas cubiertas de musgo. Los días corrientes solo le estaba permitido jugar con niños de su rango, por eso siempre tenía que jugar sola; pero el día de su cumpleaños era una excepción, y el rey había dado órdenes

De que se invitase a todas las jóvenes amigas que deseara a que acudiesen a divertirse con ella. Había una gracia majestuosa en todos aquellos delicados niños españoles; los muchachos con sus anchos chambergos empenachados y sus capas flotantes, las niñas recogiéndose

Las colas de sus largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del sol con inmensos abanicos negro y plata. Pero la infanta era la más graciosa de todas y la ataviada con mayor elegancia, conforme a la moda un tanto incómoda de aquel tiempo. Su vestido era

De raso gris, con la falda y las amplias mangas abullonadas, de bordados de plata, y el tieso corpiño tachonado por hileras de finas perlas. Dos pequeños chapines con grandes escarapelas rosadas asomaban bajo su vestido al andar. Rosa y perla era su gran abanico de gasa,

Y en sus cabellos, que semejantes a una aureola de oro pálido rodeaban su pálida carita, llevaba una bellísima rosa blanca. Desde una ventana del palacio el triste y melancólico rey las observaba. En pie, detrás de él, se erguía su hermano, don Pedro de

Aragón, a quien aquel odiaba, y su confesor, el Gran Inquisidor de Granada, sentado a su lado. El rey se sentía más triste que de costumbre, pues cuando contemplaba a la infanta saludando con infantil gravedad a los cortesanos reunidos, o riéndose tras su abanico de la

Horrorosa duquesa de Albuquerque, que la acompañaba siempre, pensaba en la joven reina, su madre, que poco tiempo antes —así le parecía a él— llegó del alegre país de Francia, y luego se marchitó en el sombrío esplendor de la corte española, muriendo solo seis

Meses después del nacimiento de su hija, antes de haber visto florecer dos veces los almendros del huerto o recogido el fruto del segundo año de la vieja y retorcida higuera que crecía en el centro del patio, cubierto ahora de hierba. Tan grande había sido su

Amor por ella, que no consintió que la tumba se la arrebatase por completo. Fue embalsamada por un médico moro, a quien en compensación por este servicio perdonaron la vida, pues se encontraba ya, según decían, procesado por el Santo Oficio por herejía y sospechas

De práctica de brujería. Su cadáver reposaba aún en un tapizado féretro en la capilla de mármol negro del palacio, justo como los monjes la habían dejado allí aquel borrascoso día de marzo, hacía cerca de doce años. Una vez por mes el rey, envuelto en una oscura

Capa y con una linterna sorda en la mano, iba a arrodillarse a su lado, llamándola «¡Mi reina! ¡Mi reina![1]». Algunas veces, rompiendo la ceremoniosa etiqueta que en España rige todos y cada uno de los actos de la vida y limita hasta al dolor de un rey, agarraba

Las pálidas manos enjoyadas con ardiente emoción e intentaba resucitar con sus besos el rostro pintado y frío. Hoy le parecía verla de nuevo como cuando la contempló por primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando él contaba tan solo

Quince años de edad y ella menos aún. Contrajeron solemnes esponsales en aquella ocasión ante el nuncio de Su Santidad, en presencia del rey de Francia y de toda la corte; y él volvió al Escorial llevando consigo un ricito de cabellos rubios y el recuerdo de dos labios

Infantiles inclinándose para besar su mano cuando subía a su carroza. Después se celebró el casamiento de un modo apresurado, en Burgos, ciudad cercana a la frontera de ambos países, y siguió la gran entrada pública en Madrid con la acostumbrada celebración de la misa

Mayor en la iglesia de Atocha, y un auto de fe más solemne que de ordinario, en el cual unos trescientos herejes, entre ellos muchos ingleses, fueron entregados al brazo secular para ser quemados. En efecto, la había amado con locura, para

Ruina, pensaron muchos, de su país, entonces en guerra con Inglaterra por la posesión del imperio del Nuevo Mundo. Apenas nunca le permitía que se apartara de su lado; por ella olvidó, o pareció olvidar, todos los graves asuntos de Estado, y con esa terrible

Ceguera que la pasión impone a sus esclavos, no advirtió que las minuciosas ceremonias con que quiso distraerla solo consiguieron agravar la extraña dolencia que ella sufría. Cuando murió, durante algún tiempo pareció privado de razón. Y lo cierto es que hubiera

Abdicado, sin duda para retirarse al gran monasterio trapense de Granada, del que ya era prior titular, si no hubiese temido dejar a la pequeña infanta a merced de su hermano, cuya crueldad era notoria incluso en España, y sospechoso para muchos de haber causado

La muerte de la reina por medio de un par de guantes envenenados que le regaló en ocasión de su visita a su castillo de Aragón. Incluso después de finalizar los tres años de luto oficial que él ordenó en todos sus dominios por edicto real, nunca hubiera consentido

A sus ministros que le hablasen de ninguna nueva alianza; y cuando el propio emperador le ofreció la mano de su sobrina, la encantadora archiduquesa de Bohemia, encargó a los embajadores que comunicaran a su señor que el rey de España estaba ya desposado con la Pena, y

Que aun siendo esta una esposa estéril, la amaba más que a la Belleza, respuesta que costó a su corona las ricas provincias de los Países Bajos, que poco después, por instigación del emperador, se rebelaron contra él, dirigidas por algunos fanáticos de la Iglesia reformada. Toda su vida conyugal, con sus alegrías violentas

Y ardientes y la terrible agonía de aquel repentino fin, parecía volver a él al contemplar en ese momento a la infanta jugando en la terraza. Conservaba toda la linda petulancia de la reina en las maneras, el mismo caprichoso gesto al mover la cabeza, el mismo orgulloso

Contorno de su encantadora boca, la misma maravillosa sonrisa —vrai sourire de France— cuando miraba cada tanto a la ventana, o tendía su manita para que la besaran los ceremoniosos caballeros españoles. Pero la risa penetrante de los niños irritaba sus oídos y el fulgor

Implacable del sol se burlaba de su pena, y un pesado aroma de raras especias, especias semejantes a las que usan los embalsamadores, parecía corromper —¿o era fantasía suya?— el aire puro de la mañana. Escondió su rostro entre las manos, y cuando la infanta miró

De nuevo hacia arriba, las cortinas estaban corridas y el rey se había retirado. Hizo la infanta una moue[2] leve y se encogió de hombros. Lo cierto es que su padre podría haberse quedado con ella en su cumpleaños. ¿Qué le importaban los estúpidos asuntos

De Estado? ¿O se había marchado a aquella oscura capilla, donde ardían siempre los cirios y donde nunca le permitían entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol lucía tan espléndido y todo el mundo era tan dichoso! Además, se perdería el simulacro de la corrida

De toros, cuyo inicio anunciaban las trompetas, sin hablar de los títeres y de las demás maravillas. Su tío y el Gran Inquisidor eran mucho más cuerdos. Habían bajado a la terraza para obsequiarla con gentiles cumplidos. Irguiendo, pues, su linda cabeza, cogió a don Pedro

De la mano y descendió con pausa los escalones hacia un amplio pabellón de seda púrpura que habían levantado al final del jardín; los otros niños la seguían por orden riguroso de primacía, yendo primero los que tenían más largos apellidos. Una procesión de niños nobles, fantásticamente vestidos de toreadores, fue a su encuentro,

Y el joven conde de Tierra-Nueva, un muchacho de unos catorce años de maravillosa hermosura, descubriéndose con toda la gracia de un hidalgo de nacimiento, grande de España, la condujo con solemnidad a un pequeño sillón de oro y marfil colocado en lo alto de un estrado

Que dominaba el ruedo. Las muchachas se agruparon alrededor, agitando sus enormes abanicos y murmurando entre ellas, y don Pedro y el Gran Inquisidor permanecieron riendo a la entrada. Hasta la duquesa —la camarera mayor, como la llamaban—, una dama delgada de aspecto

Severo con una gorguera amarilla, no parecía tan malhumorada como de costumbre, y algo parecido a una fría sonrisa revoloteaba sobre su arrugada cara y crispaba sus finos y exangües labios. Lo cierto es que fue una maravillosa corrida de toros, mucho más bonita, pensó la infanta, que la corrida auténtica que había presenciado

En Sevilla, con ocasión de la visita del duque de Parma a su padre. Algunos de los muchachos caracoleaban sobre caballos de juguete ricamente enjaezados, blandiendo largas picas adornadas con alegres banderolas de brillantes telas; otros iban a pie agitando ante el toro

Sus capas escarlatas y saltando la barrera cuando los embestía; y en cuanto al toro mismo, era en efecto como un toro vivo, aunque estuviera hecho solo de mimbre forrado de cuero y a veces insistiese en correr en dos patas por el ruedo, lo cual no hubiera nunca

Soñado en hacer un toro vivo. De todos modos, se portó de un modo tan magnífico que las muchachas, excitadas, acabaron por subirse a los bancos y, agitando sus pañolitos de encaje, gritaron «¡Bravo toro! ¡Bravo toro!»[3] del mismo modo que si fueran personas mayores.

Por último, después de una prolongada lidia en la que fueron corneados varios caballitos y desmontados sus jinetes, el joven conde de Tierra-Nueva logró que el toro se arrodillase, y, habiendo obtenido la venia de la infanta para darle el coup de grâce, hundió su estoque

De madera en el morrillo del animal con tanta violencia que la cabeza se desprendió, descubriendo, así, el rostro sonriente del pequeño monsieur de Lorraine, hijo del embajador francés en Madrid. Despejaron entonces el ruedo en medio de muchos aplausos, y arrastraron con solemnidad los caballitos muertos dos pajes moros de libreas

Negras y amarillas; y después de un corto intervalo, durante el cual un hábil acróbata francés realizó equilibrios sobre la cuerda floja, unas marionetas italianas representaron la tragedia semiclásica de Sofonisba en el escenario de un pequeño teatro construido a propósito para este objeto. Representaron tan bien, y sus gestos fueron tan extremadamente

Naturales, que al final de la función los ojos de la infanta estaban anegados en lágrimas. De hecho, algunos de los niños lloraron de veras y tuvieron que ser consolados con golosinas; y el propio Gran Inquisidor se sintió tan afectado que no pudo por menos de decir a

Don Pedro que le parecía intolerable que unos simples muñecos de madera y de cera pintada, movidos mecánicamente por hilos, pudieran ser tan desgraciados y sufrir tan terribles infortunios. Después siguió un juglar africano que trajo un gran cesto cubierto con un paño rojo; lo colocó en el centro del ruedo, sacó de

Su turbante una curiosa flauta de caña y empezó a tocar. A los pocos momentos empezó a moverse el paño, y mientras de la flauta salían sonidos cada vez más agudos, dos serpientes verdes y oro asomaron su extraña cabeza triangular y se enderezaron despacio,

Balanceándose con la música como se balancea una planta en el agua. Los niños, sin embargo, se asustaron ante aquellas caperuzas moteadas y aquellas lenguas veloces como saetas; se divirtieron mucho más cuando el juglar hizo brotar de la arena un naranjo enano que se

Cubrió de preciosas flores blancas y de racimos de verdaderas naranjas, y cuando agarró el abanico de la hija pequeña del marqués de las Torres y lo transformó en un pájaro azul que revoloteó cantando alrededor del pabellón; su deleite y su asombro no conocían

Límites. El solemne minué bailado por los seises de la basílica de Nuestra Señora del Pilar fue también encantador. La infanta no había presenciado nunca esta maravillosa ceremonia que tiene lugar todos los años en mayo ante el altar mayor de la Virgen y

En su honor; de hecho, nadie de la familia real de España había entrado en la gran catedral de Zaragoza desde que un sacerdote loco, que se suponía que estaba pagado por Isabel de Inglaterra, había intentado administrar una hostia envenenada al príncipe de Asturias.

Por eso ella conocía solo de oídas la «danza de Nuestra Señora», como la llamaban, que era en realidad un espectáculo muy hermoso. Los niños vestían trajes antiguos de corte de terciopelo blanco, y sus curiosos tricornios estaban ribeteados de plata y coronados por

Grandes plumas de avestruz; resultaba más deslumbrante aún la blancura de sus trajes cuando se movían al sol, por sus caras atezadas y sus largos cabellos negros. Todo el mundo quedó fascinado por la grave dignidad con que se movían a través de las intrincadas

Figuras de la danza, y por la gracia cuidada de sus lentos ademanes y de sus ceremoniosas reverencias; y cuando al terminar se quitaron sus grandes sombreros emplumados ante la infanta, ella contestó a su reverencia con mucha cortesía, e hizo votos de mandar un grueso cirio al

Santuario de Nuestra Señora del Pilar para corresponder al placer que le habían proporcionado. Una banda de hermosos egipcios —como se llamaba por aquellos días a los gitanos— avanzó entonces por el ruedo, y después de sentarse en círculo con las piernas cruzadas,

Empezaron a tañer con suavidad las cítaras, moviendo los cuerpos al compás, y canturreando de modo casi imperceptible un aire apagado y soñador. Cuando vieron a don Pedro fruncieron el ceño, y algunos parecieron aterrorizados, pues unas semanas antes había mandado ahorcar

Por brujería a dos de su tribu en la plaza del mercado de Sevilla; pero la linda infanta, que apoyada en el respaldo de su sillón los miraba a hurtadillas por encima de su abanico con sus grandes ojos azules, los encantó, y comprendieron que una criatura tan graciosa

No podía ser nunca cruel con nadie. Continuaron, pues, tocando con gran dulzura, rozando apenas las cuerdas de las cítaras con sus largas uñas puntiagudas, apoyando la cabeza sobre el pecho como si estuvieran a punto de dormirse. De repente, con un grito tan agudo que todos

Los niños se sobrecogieron y la mano de don Pedro se aferró al pomo de ágata de su daga, se alzaron y dieron vueltas locamente alrededor del recinto, golpeando sus tambores, entonando un canto salvaje de amor en su extraño y gutural lenguaje. Luego, a otra señal, se

Tiraron todos de nuevo a tierra y permanecieron allí inmóviles por completo mientras el rasgueo sordo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio. Después de repetir eso varias veces, desaparecieron por un momento y reaparecieron conduciendo a un

Peludo oso pardo con una cadena y llevando a hombros unos cuantos monos pequeños de Berbería. El oso se irguió sobre su cabeza con la mayor gravedad, y los monos apocados juguetearon mansamente en divertidas travesuras con los chicos gitanos que parecían ser sus

Amos; pelearon con pequeñas espadas y dispararon cañones como si fueran soldados regulares de la propia guardia del rey haciendo ejercicios. Por supuesto, los gitanos tuvieron un gran éxito. Pero la parte cómica de la fiesta de la mañana fue sin lugar a dudas la danza del enanito. Cuando apareció en el ruedo balanceándose

Sobre sus piernas torcidas y moviendo su enorme cabeza deforme de un lado para otro, los niños prorrumpieron en ruidosas exclamaciones de alegría, y la infanta misma rio de tal modo que la camarera se vio obligada a recordarle que si bien había muchos precedentes en España

De que una hija del rey hubiese llorado ante sus iguales, no había ninguno de que una princesa de sangre real se mostrase tan regocijada ante aquellos que eran inferiores a ella en nacimiento. El enanito, sin embargo, era del todo irresistible, e incluso en la corte de

España, señalada siempre por su cultivada pasión a lo horrible, no se había visto nunca un pequeño monstruo tan fantástico. Era, además, su primera aparición. Lo habían descubierto el día antes corriendo libre por el bosque dos nobles que iban de caza

Por una de las partes más alejadas del gran alcornocal que circunda la ciudad, y lo habían conducido con ellos a palacio como una sorpresa para la infanta. Su padre, que era un pobre carbonero, se sintió satisfecho de que le librasen de un niño tan feo e inútil. Quizá

Lo más divertido era la completa inconsciencia en que se hallaba de su propio aspecto grotesco. Parecía en realidad feliz por completo y encantado de su alta valía. Cuando los niños reían, él reía también con tanta franqueza y alegría como cualquiera de ellos, y al

Final de cada danza les hacía las más cómicas reverencias, sonriendo y asintiendo como si fuera de verdad uno de ellos, y no un pequeño ser desdichado creado por la naturaleza en algún momento humorístico para burla de los demás. En cuanto a la infanta, le tenía

Del todo fascinado. No podía apartar los ojos de ella, y parecía bailar para ella solo, y cuando al terminar su danza, recordando haber visto a las grandes damas de la corte arrojar ramos a Caffarelli, el famoso tenor italiano que el Papa había enviado de su

Propia capilla a Madrid para intentar curar la melancolía del rey con la dulzura de su voz, arrancó ella de sus cabellos una bella rosa blanca y la lanzó, en parte por burla, y en parte por molestar a la camarera, al ruedo, con su más dulce sonrisa. El enanito,

Tomándolo en serio y apretando la flor con sus rudos y ásperos labios, puso la mano sobre su corazón y dobló una rodilla ante ella, haciendo muecas de oreja a oreja, con sus ojillos brillantes de placer. Esto trastornó tanto la gravedad de la infanta,

Que, sin poder contener la risa mucho después que el enanito hubiera abandonado el ruedo, expresó a su tío el deseo de que repitiera la danza de inmediato. Sin embargo, la camarera, bajo el pretexto de que el sol era demasiado abrasador, decidió que sería preferible

Que su alteza regresara sin demora a palacio, donde se le había preparado una maravillosa fiesta, e incluso un soberbio pastel de cumpleaños con sus propias iniciales en azúcar de colores y una linda bandera de plata tremolando en el remate. La infanta, conforme con ello,

Se levantó con mucha dignidad, y después de dar órdenes de que el enanito danzara de nuevo para ella después de la hora de la siesta, expresó su gratitud al joven conde de Tierra-Nueva por su encantadora recepción, y se retiró a sus aposentos, seguida de los

Niños por el mismo orden en que habían entrado. Cuando el enanito oyó que iba a bailar por segunda vez ante la infanta por orden expresa de ella, se sintió tan orgulloso que corrió por el jardín, besando la rosa blanca en un absurdo arrebato de placer y haciendo los

Más grotescos y desmañados gestos de deleite. Las flores se indignaron por completo ante aquella intrusión tan atrevida en su bella casa, y cuando le vieron hacer cabriolas por los paseos y agitar los brazos sobre la cabeza con tan ridículas maneras, no pudieron contener

Por más tiempo sus sentimientos. —Es en verdad demasiado feo para permitirse jugar donde estemos nosotros —gritaron los tulipanes. —¡Si bebiera jugo de adormideras y se durmiese durante mil años! —dijeron los grandes lirios escarlata, y enrojecieron de cólera. —¡Es un perfecto horror! —aullaron los

Cactos—. Sí, es retorcido y rechoncho, y su cabeza no guarda proporción alguna con sus piernas. Lo cierto es que me hace sentir más espinoso que nunca, y como se acerque a mí le pincharé con mis aguijones. —De hecho, lleva una de mis mejores flores

—exclamó el rosal blanco—. Yo mismo se la di a la infanta esta mañana, como regalo de cumpleaños, y él se la ha robado. —Y empezó a gritar, con su voz más fuerte—: ¡Ladrón, ladrón, ladrón! Hasta los geranios rojos, que no acostumbraban

A darse aires y eran conocidos por sus numerosas relaciones humildes, se rizaron de asco al verle, y cuando las violetas notaron con bondad que si él era, en verdad, extraordinariamente basto, no tenía la culpa de ello ni podía remediarlo, replicaron con mucha justicia

Que este era su principal defecto, y que fuera incurable no era razón para asombrar a nadie; y, por su parte, algunas violetas pensaron que la fealdad del enanito era casi jactanciosa y que hubiera demostrado mucho mejor gusto adoptando un aire triste o al menos pensativo,

En lugar de brincar con alegría y hacer ademanes tan grotescos y necios. En cuanto al viejo reloj de sol, que era una personalidad insólitamente notable y que una vez marcó las horas nada menos que para una persona como el emperador Carlos V, estaba

Tan asombrado ante el aspecto del enanito que casi se olvidó de marcar dos minutos enteros en su largo dedo de sombra, y no pudo por menos que decir al gran pavo real blanquilechoso que estaba tomando el sol en la balaustrada que todos sabían que los hijos de los reyes

Eran reyes, y que los hijos de los carboneros eran carboneros, y que era absurdo pretender lo contrario, afirmación que fue de la completa conformidad del pavo real, quien chilló: «En efecto, en efecto», con tan fuerte y áspera voz que los peces dorados que vivían

En el tazón del frío y rumoroso surtidor sacaron la cabeza fuera del agua y preguntaron a los enormes tritones de piedra qué ocurría. Pero, en cambio, los pájaros le querían. Le habían visto con frecuencia en el bosque danzando como un elfo tras las hojas arremolinadas

O acurrucado en el hueco de alguna añosa encina compartiendo sus nueces con las ardillas. Y no les importaba un ardite su fealdad. Pues hasta el ruiseñor que canta con tanta dulzura en los bosquecillos de naranjos que la luna se inclina a menudo para escucharle no es

Muy hermoso a la vista, después de todo; y, además, él había sido muy bueno con ellos, y durante aquel terrible y penoso invierno cuando no había frutos en los árboles, la tierra estaba dura como el hierro y los lobos habían llegado hasta las propias puertas

De la ciudad en busca de alimento, él nunca los olvidó y siempre les dio migas de su pequeño mendrugo de pan negro y repartió con ellos, fuera el que fuese, su pobre almuerzo. Fueron, pues, a volar a su alrededor, rozándole las mejillas con sus alas al pasar, y charlando

Unos con otros; y tan complacido estaba el enanito que no pudo por menos de mostrarles la bella rosa blanca, y decirles que se la había dado la propia infanta porque le amaba. Los pájaros no comprendieron una sola palabra de lo que les decía, pero eso no importaba,

Pues movían la cabeza a un lado y a otro y parecían sabios, lo cual está tan bien como comprender una cosa y es mucho más fácil. Los lagartos sentían asimismo una inmensa simpatía por él, y cuando se cansó de correr por todos lados y se tumbó sobre la hierba

A descansar, juguetearon y corretearon a su alrededor, intentando divertirle lo mejor que pudieron. —No todo el mundo puede ser tan hermoso como un lagarto —exclamaron—; sería mucho esperar. Y, aunque parezca absurdo decirlo, la verdad que no es tan feo, después de todo, con tal, por supuesto, de cerrar los ojos

Y no mirarlo. Los lagartos son extraordinariamente filósofos por naturaleza y con frecuencia se pasan inmóviles horas y horas sin interrupción, cuando no tienen otra cosa que hacer o cuando llueve demasiado para salir. Las flores, sin embargo, se sintieron molestas en exceso por el proceder de los lagartos

Y de los pájaros. —Esto solo demuestra —decían ellas— que produce un efecto vulgarísimo ese incesante correr y revolotear sin objeto. La gente de alcurnia siempre está exactamente en el mismo sitio, como nosotras. Nadie nos habrá visto corretear por los paseos, o galopar con locura por el césped detrás de los caballitos del

Diablo. Cuando necesitamos cambiar de aire, mandamos venir al jardinero, y él nos traslada a otro macizo. Esto es digno y así debiera ser. Pero los pájaros y los lagartos no tienen idea del reposo, y de hecho los pájaros ni siquiera poseen un domicilio fijo. Son simples

Vagabundos como los gitanos, y deben ser tratados de la misma manera. E irguiendo sus narices en el aire y con un aspecto muy altivo, se pusieron contentísimas cuando después de un rato vieron al enanito levantarse de la hierba y cruzar la terraza hacia el palacio. —Lo cierto es que deberían encerrarle en

Casa para el resto de su vida —dijeron—. Mirad su joroba y sus piernas torcidas. —Y empezaron a reír entre dientes. Pero el enanito no oyó nada de todo esto. Le agradaban enormemente los pájaros y los lagartos, y pensaba que las flores eran las

Cosas más maravillosas del mundo entero, exceptuando, por supuesto, a la infanta, pues ella le había dado la hermosa rosa blanca y le amaba, y esto representaba una gran deferencia. ¡Cómo deseaba verse de nuevo con ella! Le haría sentarse a su derecha, le sonreiría

Y ya no se apartaría nunca de su lado, sería su compañero de juego y le enseñaría toda clase de tretas deliciosas. Porque, a pesar de no haber estado nunca antes en un palacio, él sabía muchas cosas maravillosas. Sabía hacer jaulitas de junco para que cantaran

Dentro de ellas los saltamontes, y las cañas nudosas de bambú las convertía en la flauta que Pan gusta tanto de oír. Conocía también el gorjeo de cada pájaro y podía llamar a los estorninos desde las copas de los árboles o a la garza real de la laguna. Conocía el

Rastro de cada animal, y podía seguir la pista de la liebre por sus delicadas huellas y la del jabalí por las hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas salvajes, la danza loca con rojas vestiduras del otoño, la danza leve con sandalias azules sobre los trigales,

La danza con blancas guirnaldas de nieve en el invierno, y la danza de las flores a través de los huertos en primavera. Conocía dónde tenían sus nidos las palomas torcaces, y una vez que un cazador apresó a los padres, él crio a los polluelos y les construyó

Un pequeño palomar en un hoyo de un olmo desmochado. Los domesticó de tal manera que todas las mañanas venían a comer en sus manos. Ella también los amaría, así como a los conejos que se escurren por los grandes helechos, y a los grajos con su plumaje de

Acero y sus negros picos, y a los erizos que pueden enroscarse en una bola de espinas, y a las grandes y juiciosas tortugas que se arrastran despacio alrededor, moviendo sus cabezas y royendo las hojas tempranas. Sí, seguro que ella iría al bosque y jugaría

Con él. Le ofrecería su propia camita, y vigilaría al pie de la ventana hasta que amaneciese para que las reses bravas no la lastimaran ni los lobos hambrientos pudieran acercarse a la choza. Y al amanecer daría unos golpecitos en el postigo y la despertaría,

Y se pasarían todo el día bailando juntos. El bosque no es en absoluto solitario. A veces pasaba un obispo sobre su blanca mula leyendo en un libro ilustrado. A veces eran los halconeros, con sus gorros de terciopelo verde y sus justillos de gamuza, los que pasaban por allí con los

Halcones encapirotados sobre la muñeca. Y al llegar la época de la vendimia, venían los lagareros, de manos y pies purpúreos, coronados de lustrosa hiedra, transportando odres que goteaban vino; y los carboneros se sentaban por la noche alrededor de sus enormes hogueras, observando cómo los secos leños se convertían en carbón poco a poco

En el fuego, y asaban castañas entre las cenizas, y los bandidos salían de sus cuevas y se divertían con ellos. Una vez, incluso había visto él una magnífica procesión caminando por la larga y polvorienta carretera hacia Toledo. Al frente iban los monjes cantando

Con sosiego y blandiendo estandartes brillantes y cruces de oro, y luego, con armaduras plateadas, con arcabuces y picas, venían los soldados, y en medio de ellos caminaban tres hombres descalzos, con extrañas vestiduras amarillas, pintadas por completo con figuras prodigiosas,

Portando cirios encendidos en sus manos. En efecto, era mucho lo que había que ver en el bosque, y cuando la infanta estuviera cansada él buscaría un blando asiento de musgo o la transportaría en sus brazos, pues era muy fuerte, aun no siendo de gran talla. Haría

Para ella un collar de bayas rojas de brionia que sería tan lindo como las bayas blancas que llevaba en el vestido, y cuando se cansara de ellas podría tirarlas y él le buscaría otras. Le regalaría copas de bellota, y anémonas empapadas de rocío, y luciérnagas menudas

Que serían como estrellas en el oro pálido de su cabellera. —Pero ¿dónde está ella? —preguntó a la rosa blanca, y no obtuvo respuesta. El palacio entero parecía dormir, e incluso tras las persianas que no habían sido cerradas, pesados cortinones colgaban sobre las ventanas para no dejar entrar la luz. Vagó alrededor,

Buscando algún sitio por donde entrar, y al final encontró una puertecilla secreta que había quedado abierta. Se introdujo furtivamente por ella y se encontró en un espléndido vestíbulo, más espléndido, pensó, que el bosque; por todas partes era mucho más

Dorado, y hasta el piso estaba hecho de grandes losas de colores ajustadas en una especie de modelo geométrico. Pero la pequeña infanta no estaba allí, y solo había unas maravillosas estatuas blancas que le contemplaban desde lo alto de sus pedestales de jaspe con tristes ojos inanimados y una sonrisa extraña en los labios.

Al final del vestíbulo colgaba una cortina de terciopelo negro ricamente recamada, como sembrada de soles y estrellas, la divisa favorita del rey, y bordada sobre el color que aquel prefería. ¿Estaría ella quizá escondida detrás? Intentaría averiguarlo fuera como fuese. Avanzó en silencio y la descorrió. No; había

Solo otra estancia, más hermosa, pensó, que la contigua. Los muros estaban cubiertos con un tapiz verdoso de Arrás, adornado de un modo profuso y representando una cacería, obra de unos artistas flamencos que habían empleado en su confección más de siete años.

Había sido en otro tiempo la cámara de Jean le Fou, como llamaban a aquel rey demente, tan enamorado de la caza que con frecuencia, en su delirio, había intentado montar los enormes caballos encabritados y derribar al ciervo acosado por los grandes podencos saltarines,

Tocando su cuerno de caza y apuñalando con su daga al tímido y veloz venado. Ahora se utilizaba como sala del Consejo, y sobre la mesa del centro descansaban las rojas carteras de los ministros, estampadas con los dorados tulipanes de España y con las armas y emblemas

De la casa de Habsburgo. El enanito miró asombrado a su alrededor sin casi atreverse a seguir. Los extraños y silenciosos jinetes que galopaban tan raudos por los amplios claros sin hacer ningún ruido le parecían aquellos terribles fantasmas de los que había oído hablar a los carboneros —los comprachos— que cazan solo de noche,

Y si encuentran a un hombre lo convierten en ciervo y le dan caza. Pero pensó en la linda infanta y recobró su valor. Necesitaba encontrarse a solas con ella y decirle que él también la amaba. Quizá estuviera en la estancia contigua.

Cruzó corriendo por los mullidos tapices moriscos y abrió la puerta. ¡No! Tampoco estaba allí. La estancia estaba vacía por completo. Era el salón del trono, utilizado para la recepción de los embajadores extranjeros, cuando el rey, cosa que no era frecuente desde hacía tiempo, accedía a concederles audiencia

Personal; el mismo salón en el cual muchos años antes fueron recibidos los enviados de Inglaterra para tratar del casamiento de su reina, una de las soberanas católicas de Europa, con el primogénito del emperador. Los cortinajes eran de cuero dorado de Córdoba,

Y una pesada araña, también dorada, con brazos para trescientas luces, colgaba del techo blanco y negro. Debajo de un gran dosel de paño de oro, sobre el que estaban bordados en aljófar los leones y las torres de Castilla, se levantaba el trono, cubierto con una rica

Tela de terciopelo negro sembrado de tulipanes de plata, y orlado primorosamente de plata y perlas. Sobre la segunda grada del trono estaba colocado el reclinatorio de la infanta con su almohadón de tejido de plata, y más abajo, fuera del dosel, se alzaba el sillón

Del nuncio de Su Santidad, que era el único que tenía derecho a estar sentado en presencia del rey, en ocasión de cualquier ceremonia pública, y cuyo capelo cardenalicio, con sus borlas escarlatas enracimadas, descansaba sobre un taburete de púrpura colocado enfrente.

Sobre el muro, ante el trono, pendía un retrato a tamaño natural de Carlos V en traje de caza, con un gran mastín a su lado, y un cuadro de Felipe II recibiendo el homenaje de los Países Bajos ocupaba el centro del otro muro. Entre las ventanas había un bargueño

De ébano, con láminas incrustadas de marfil, sobre las que estaban grabadas las figuras de la danza de la muerte de Holbein por la propia mano del famoso maestro, según decían. Pero al enanito no le importaba nada toda aquella magnificencia. No hubiera dado su

Rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo de su rosa por el trono mismo. Lo que deseaba era ver a la infanta antes que bajase al pabellón, y pedirle que se fuera con él cuando hubiese terminado su danza. Aquí, en el palacio, el aire era sofocante

Y pesado, pero en el bosque el viento soplaba con libertad, y los rayos del sol apartaban con sus manos errantes y doradas las trémulas hojas. También había flores en el bosque, no tan espléndidas quizá como las flores del jardín, pero de más dulce aroma: jacintos

Tempranos que inundaban con su púrpura oscilante los frescos vallecillos y las herbosas lomas; amarillas velloritas que se apiñaban en pequeños grupos alrededor de las raíces retorcidas de los robles; brillantes celidonias y azules verónicas; y lirios lila y oro. Se veían

Grises amentos sobre los avellanos, y las dedaleras se doblaban con el peso de sus cálices moteados que frecuentaban las abejas. El castaño ostentaba sus espirales de estrellas blancas y el espino sus pálidos lunares. Sí, seguro que le seguiría ¡si solo lograse encontrarla!

Le acompañaría al hermoso bosque, y se pasaría el día entero bailando para su deleite. Una sonrisa iluminó sus ojos y penetró en la estancia contigua. De todas las habitaciones, esta era la más resplandeciente y hermosa. Los muros estaban cubiertos con un rameado damasco de Lucca, sembrado de pájaros y moteado de exquisitas

Flores de plata; los muebles eran de plata maciza, festoneados con floridas guirnaldas y oscilantes cupidos; frente a las dos anchas chimeneas se levantaban grandes pantallas bordadas con pavos reales y papagayos; y el suelo, que era de ónice verde mar, parecía

Extenderse hacia la lejanía. No estaba solo. En la sombra de la puerta, al fondo de la estancia, se erguía una figurilla que lo contemplaba. Le tembló el corazón, un grito de alegría salió de sus labios y avanzó hacia la luz. Entonces la figura avanzó también

Y pudo verla con claridad. ¡La infanta! Era un monstruo, el más grotesco monstruo que había visto nunca. No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo, con una enorme cabeza colgante y una melena negra. El enano frunció el ceño y el monstruo

Lo frunció también. Se echó a reír y rio con él; dejó caer las manos a los costados y el monstruo hizo lo mismo. Le hizo una reverencia burlesca y él le devolvió la misma inclinación. Avanzó hacia él y fue a su encuentro copiando cada paso que daba y parándose cuando se

Paraba. Gritó divertido, corrió hacia él tendiéndole la mano y la mano del monstruo tocó la suya, y estaba fría como el hielo. Sintió miedo, retiró su mano y la mano del monstruo le imitó con presteza. Intentó avanzar; pero algo liso y duro le detuvo.

La cara del monstruo estaba ahora muy cerca de la suya y parecía llena de terror. Se apartó el pelo de los ojos. El monstruo le imitó. Le golpeó, y aquel le devolvió golpe por golpe. Gesticuló con aversión y el monstruo le hizo muecas horrorosas. Retrocedió y aquel

Retrocedió también. ¿Qué era aquello? Pensó un momento, y observó a su alrededor el resto de la habitación. Era extraño, pero todo parecía tener su doble en aquel muro invisible de agua clara. Sí, cuadro por cuadro y asiento por asiento,

Todo estaba repetido. El fauno dormido que yacía en la alcoba junto a la puerta tenía su hermano gemelo que dormitaba también, y la Venus de plata que se erguía en los rayos de sol tendía sus brazos a otra Venus tan encantadora como ella.

¿Era el Eco? Una vez lo había llamado en el valle, y el Eco le contestó palabra por palabra. ¿Podría burlar la mirada como burlaba la voz? ¿Podría crear un mundo que imitara al mundo real? ¿Podrían las sombras de las cosas tener color y vida y movimiento? ¿Podría

Ser que…? Se estremeció, y arrancando de su pecho la bella rosa blanca, se volvió y la besó. ¡El monstruo tenía una rosa también, idéntica a la suya pétalo por pétalo! La besaba con los mismos besos y la apretaba contra su corazón haciendo horribles muecas. Cuando, al fin, empezó a brotar en él la

Verdad, lanzó un grito salvaje de desesperación y cayó al suelo sollozando. ¡Conque era él aquel ser desgraciado y giboso, de aspecto vil y grotesco! Él mismo era el monstruo, y de él era de quien se habían reído todos los niños y la princesita en cuyo amor creyó…

Ella también se había burlado solo de su fealdad, divirtiéndose con sus piernas torcidas. ¿Por qué no le habían dejado en la selva, donde no había espejo que le revelara lo repugnante que era? ¿Por qué no le había matado su padre antes que venderle para afrenta

Suya? Abrasadoras lágrimas se deslizaron por sus mejillas, y despedazó la rosa blanca. El monstruo, tirado en el suelo, hizo lo mismo y esparció en el aire los tenues pétalos. Se arrastró sin mirarle, tapándose los ojos con las manos. Se deslizó como una criatura

Herida hacia la sombra, y yació allí gimiendo. Y en aquel momento entró por la ventana abierta la infanta con sus compañeros, y cuando vieron al feísimo enanito tendido sobre el suelo y golpeando el pavimento con los puños cerrados de la manera más estrambótica y exagerada, lanzaron ellos alegres carcajadas y le rodearon, observándole.

—Sus danzas eran divertidas —dijo la infanta—; pero su forma de representar es más graciosa aún. La verdad es que trabaja casi tan bien como las marionetas; solo que, eso sí, no es tan natural. Y agitó su gran abanico y aplaudió.

Pero el enanito seguía sin alzar la vista y sus sollozos fueron haciéndose cada vez más débiles, y de repente emitió un extraño estertor y se oprimió el costado. Luego cayó boca arriba y permaneció inmóvil por completo. —¡Esto es magnífico! —dijo la infanta, después de una pausa—; pero ahora tienes que bailar para mí.

—Sí —gritaron todos los niños—, tienes que levantarte y bailar, para eso eres tan listo como los monos de Berbería y mucho más ridículo. Pero el enanito no contestó. La infanta golpeó el suelo con el pie y llamó a su tío, que estaba paseando por la terraza con el chambelán leyendo unos despachos que

Acababan de llegar de México, donde se había establecido no hacía demasiado el Santo Oficio. —Mi gracioso enanito está malhumorado —exclamó ella—; levantadle y decidle que baile para mí. Se sonrieron uno a otro y entraron a paso tranquilo. Don Pedro se inclinó y dio una palmadita sobre la mejilla del enanito con

Su guante bordado. Le dijo: —Tienes que bailar, petit monstre. Tienes que bailar. La infanta de España y de las Indias quiere divertirse. Pero el enanito siguió sin moverse. —Habrá que traer al encargado de los azotes —dijo don Pedro, enfadado, y volvió a la terraza. Pero el chambelán parecía serio,

Y arrodillándose junto al enanito le puso la mano sobre el corazón. Después de unos momentos se encogió de hombros, se levantó, hizo una gran reverencia a la infanta y dijo: —Mi bella princesa[4], vuestro gracioso enanito no volverá nunca a bailar. Es una

Lástima, porque era tan feo que hubiera podido hacer sonreír al rey. —¿Por qué no volverá a bailar? —preguntó la infanta riendo. —Porque su corazón se ha roto —contestó el chambelán. La infanta frunció el ceño y sus delicados labios como pétalos de rosa se torcieron

Con lindo desdén. —De ahora en adelante, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón —exclamó, y corrió hacia el jardín. Gracias por haber compartido este momento de lectura en «La Voz que te Cuenta». Si quieres expresar tu opinión o mostrar algún punto de vista lo puedes hacer en los comentarios

Del vídeo. Y también te invito a que si has pasado un momento agradable y quieres escuchar más relatos, te suscribas al canal.

la voz que te cuenta audiolibros y literatura

Volver Al Inicio

#cumpleaños #infanta #Oscar #Wilde #Audiolibro #completo #Voz #humana #real

Scroll al inicio