Enemigos. Un cuento de Antón Chéjov. Audiolibro completo voz humana real.



El cuento «Enemigos» de Antón Chejov (1860-1904) logra transmitir una reflexión sobre la naturaleza humana que sigue siendo …

Lo siento, no puedo proporcionar el texto completo de un audiolibro protegido por derechos de autor. Sin embargo, puedo resumir la trama o ayudarte con otra cosa. ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte? ENEMIGOS. Un cuento de Antón Chéjov. Yo soy “La voz que te cuenta”. Pasadas las nueve de una oscura noche de septiembre, al doctor Kirílov, médico de distrito, se le murió de difteria su hijo único Andréi, de seis años. Cuando la esposa del doctor

Se dejó caer de rodillas ante la camita del niño muerto y se apoderó de ella el primer acceso de desesperación, en el vestíbulo sonó bruscamente la campanilla. Con motivo de la difteria, ya por la mañana había hecho salir de la casa a toda la servidumbre.

Fue a abrir la puerta el propio Kirílov, tal como iba, sin chaqueta, con el chaleco desabrochado, sin secarse el rostro mojado por el llanto ni las manos quemadas por el ácido fénico. El vestíbulo estaba a oscuras y del hombre que acababa de entrar solo se

Podía distinguir que era de mediana estatura, que llevaba una bufanda blanca y que tenía un rostro sumamente pálido, tanto, que su aparición hizo como si el vestíbulo se volviera más claro… —¿Está en casa el doctor? —preguntó rápidamente el visitante. —Sí, estoy en casa —respondió Kirílov—. ¿Qué desea? —¡Ah! ¿Es usted? ¡Cuánto me alegro!

—El visitante, contento, se puso a buscar la mano del doctor en las tinieblas, la encontró y la estrechó con fuerza—. ¡Me alegro mucho… muchísimo! ¡Ya nos conocemos! Soy Aboguin… Tuve el gusto de verle este verano en casa de Gnúchev. Me alegro mucho de haberle

Encontrado… Por amor de Dios, no se niegue a ir ahora conmigo… Tengo a mi mujer gravemente enferma… El coche nos espera. Por la voz y por los movimientos se notaba que el visitante se hallaba en un estado de gran excitación. Como quien está espantado

Por un incendio o por un perro rabioso, apenas podía contener su respiración acelerada, hablaba rápidamente, con voz trémula, y en sus palabras resonaba un acento no fingido de sinceridad, de pusilanimidad infantil. Como todas las personas atemorizadas y atónitas, hablaba con frases breves, entrecortadas, y decía muchas palabras superfluas, que no

Venían a cuento en absoluto. —Temía no encontrarle —continuó—. Mientras venía, me sentía morir de angustia. Vístase y vámonos, por Dios… Verá lo que ha ocurrido. Ha venido a verme Pápchinski, Aleksandr Semiónovich, a quien usted conoce… Nos hemos puesto a charlar… Después nos hemos sentado a tomar el té. De pronto mi

Mujer lanza un grito, se lleva las manos al corazón y se desploma contra el respaldo de la silla. La hemos llevado a la cama y… le he frotado las sienes con amoníaco, le he salpicado la cara con agua… Y está como muerta… Temo que se trate de aneurisma.

Vámonos… Su padre también murió de aneurisma. Kirílov escuchaba y callaba, como si no comprendiera su propio idioma. Cuando Aboguin volvió a referirse a Pápchinski y al padre de su mujer, cuando empezó a buscar una vez más la mano en la oscuridad, el doctor sacudió la cabeza y dijo arrastrando apáticamente las palabras:

—Perdone, pero no puedo ir. Hace cinco minutos… que se ha muerto mi hijo. —¿Cómo es posible? —balbuceó Aboguin, dando un paso atrás—. ¡Dios mío, en qué mala hora he caído! ¡Asombroso, hoy todo son desgracias! ¡Es asombroso! ¡Qué coincidencia! ¡Ni hecho adrede! Aboguin puso la mano en el pomo de la puerta

Y dejó caer pensativo la cabeza. Era evidente que vacilaba y no sabía qué hacer: si marcharse o seguir suplicándole al doctor. —¡Escuche —dijo vivamente, agarrando a Kirílov por la manga—, comprendo perfectamente su situación! Dios ve cuánto me avergüenza recabar su atención en tales momentos, pero ¿qué he de hacer? Juzgue usted mismo, ¿a

Quién puedo recurrir? Aparte de usted, aquí no hay otro médico. ¡Venga, por el amor de Dios! No es por mí por quien lo pido… ¡No soy yo el enfermo! Todo quedó en silencio. Kirílov se volvió de espalda a Aboguin, permaneció unos instantes

Inmóvil y pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por su manera de andar, insegura y maquinal, por la atención con que enderezó la pantalla de flecos de una lámpara apagada y echó una mirada a un grueso libro que había sobre la mesa, en aquel instante

No tenía ni propósitos, ni deseos, ni pensaba en nada, y probablemente ya no recordaba que en el vestíbulo de su casa había un extraño. La penumbra y el silencio de la sala acentuaban, por lo visto, su aturdimiento. Al pasar de la sala a su despacho, levantó más de lo

Debido el pie derecho y buscó a tientas las jambas de la puerta. Se notaba en su figura cierta perplejidad, como quien penetra en una vivienda que no es la suya, o como si se hubiese emborrachado por primera vez en la vida y se abandonara, estupefacto, a la

Nueva sensación. Sobre una pared del despacho, a lo largo de los armarios de libros, se extendía una ancha faja de luz; junto a un pesado y sofocante olor a ácido fénico y a éter, esa luz salía por una puerta entreabierta que conducía del despacho al dormitorio…

El doctor se derrumbó en una butaca ante la mesa. Durante unos momentos contempló con soñolienta mirada sus libros iluminados, luego se levantó y entró en el dormitorio. Allí, en el dormitorio, reinaba una calma de muerte. Todo, hasta el más ínfimo detalle,

Hablaba elocuentemente de la tempestad recién vivida, de fatiga, y todo reposaba. Una vela puesta en un taburete entre una apretada multitud de frascos, cajitas y tarritos, y un gran quinqué colocado sobre la cómoda, iluminaban claramente la estancia. En el lecho, junto

A la ventana, yacía el pequeño, con los ojos abiertos y una expresión de estupor en el rostro. No se movía, pero habríase dicho que sus ojos abiertos se volvían a cada instante más oscuros y se hundían en el interior del cráneo. Con la mano en el

Cuerpo del pequeño y con el rostro sumido entre los repliegues de la ropa, la madre estaba de rodillas junto a la cama. De manera análoga al niño, ella no se movía, pero ¡cuánto vivo movimiento se percibía en las líneas de su cuerpo y en sus manos! Se

Apretaba a la cama con todo su ser, con fuerza y avidez, como si temiera perder la sosegada y cómoda postura que, por fin, había encontrado su fatigado cuerpo. Mantas, trapos, vasijas, charcos en el suelo, pincelitos y cucharitas dispersos por doquier, una botella blanca

Con agua de cal, el mismo aire, sofocante y pesado, todo había quedado inmóvil y parecía sumergido en la quietud. El doctor se detuvo junto a su mujer, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones e, inclinando la cabeza hacia un lado, fijó

Su mirada en el hijo. Su rostro tenía una expresión ausente, y solo por las gotitas que le brillaban en su barba se podía notar que había llorado hacía poco. No se percibía en el dormitorio el horror repulsivo en que suele pensarse cuando se

Habla de la muerte. En la rigidez general, en la pose de la madre, en la indiferencia del rostro del doctor, había algo de atrayente, de enternecedor, y era precisamente la fina hermosura, casi imperceptible, del dolor humano, hermosura que aún se tardará en comprender

Y descubrir y que, al parecer, solo la música sabe expresar. La belleza se sentía hasta en el lúgubre silencio. Kirílov y su mujer callaban, no lloraban, como si, además de la gravedad de la pérdida, tuvieran asimismo conciencia de todo el lirismo de su situación.

¡Así como una vez, a su tiempo, había pasado su juventud, ahora, junto con aquel niño, también se les había ido para siempre el derecho a tener hijos! El doctor, de cuarenta y cuatro años, ya tenía el cabello blanco y parecía un viejo; su mujer, marchita y

Enferma, había cumplido los treinta y cinco. Andréi no solo era su hijo único. Era, además, el último. Al contrario de su mujer, el doctor pertenecía a ese tipo de naturalezas que cuando sufren algún dolor moral sienten la necesidad de

Moverse. Después de haber permanecido unos cinco minutos al lado de su mujer, y levantando mucho el pie derecho, pasó del dormitorio a una pequeña habitación, ocupada a medias por un diván grande y amplio. De allí, pasó a la cocina. Vagó un poco en torno a la estufa

Y a la cama de la cocinera. Después se inclinó y salió a través de una diminuta puerta al vestíbulo. Allí vio otra vez la bufanda blanca y el rostro pálido. —¡Por fin! —suspiró Aboguin, agarrando el pomo de la puerta—. ¡Vámonos, se lo ruego!

El doctor se estremeció, le miró y recordó… —Escuche, ¡ya le he dicho que me es imposible ir! —dijo animándose—. ¡Me extraña…! —Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡comparto su dolor! —dijo en tono suplicante Aboguin, poniéndose la

Mano en la bufanda—. Pero tenga en cuenta que no se lo pido por mí… ¡Se está muriendo mi mujer! Si hubiera usted oído aquel grito, si le hubiera visto la cara, comprendería mi insistencia. ¡Dios mío, me figuraba que había ido usted a vestirse! ¡Doctor, el

Tiempo apremia! ¡Vamos, se lo suplico! —¡No puedo ir! —dijo Kirílov, acentuando pausadamente cada sílaba, y dio un paso hacia la sala. Aboguin siguió tras él y le agarró por la manga. —Sufre usted, lo comprendo, pero ¡yo no le vengo a llamar para que cure un dolor de

Muelas ni para una consulta, sino para que salve una vida humana! —continuó suplicando como un mendigo—. ¡Esta vida está por encima de cualquier dolor personal! Sí, ¡le ruego que sea usted valiente, le pido un acto de heroísmo! ¡En nombre del amor al género humano! —El amor al género humano es un arma de

Dos filos —contestó irritado Kirílov—. En nombre de este mismo amor al género humano le ruego yo a usted que desista. ¡Qué extraño, Dios mío! ¡Yo apenas me tengo en pie, y usted quiere espantarme con el amor al género humano! Ahora no sirvo para nada… No iré

Por nada del mundo. Además, ¿con quién dejaría a mi mujer? No, no… Kirílov agitó las manos y dio unos pasos hacia atrás. —¡Y… y no me lo pida! —prosiguió, asustado—. Perdóneme… Según el tomo decimotercero de las leyes, estoy obligado a ir, usted tiene el derecho de arrastrarme

Por las solapas… Arrástreme si quiere, pero… no sirvo para nada. Ni siquiera estoy en condiciones de hablar. Perdóneme, se lo ruego… —¡No está bien que me hable en ese tono, doctor! —dijo Aboguin, agarrándolo otra vez por la manga—. ¡Dejemos en paz el tomo decimotercero! Yo no tengo ningún derecho

A forzar su voluntad. Si quiere, acompáñeme; si no quiere, que Dios le perdone; pero no es a su voluntad a la que yo apelo, sino a sus sentimientos. ¡Una mujer joven se está muriendo! Usted dice que se le acaba de morir el hijo. ¿Quién, entonces, mejor que usted

Para comprender todo mi horror? La voz de Aboguin temblaba de emoción; aquel temblor y su tono eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero cosa rara: las frases que decía, fueran cuales fueran, le salían todas enfáticas, sin alma, inadecuadamente floridas, y, en cierto modo, hasta parecía que resultaban ofensivas, tanto

Para la atmósfera de la casa del doctor como para la mujer que en alguna parte estaba en trance de muerte. Él mismo lo sentía y por esto, temiendo no ser comprendido, procuraba con todas sus fuerzas matizar su voz con cierta dulzura y ternura, y convencer de este modo,

Si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general una frase, por hermosa y profunda que sea, solo causa efecto en los indiferentes, pero no siempre puede satisfacer a quien es feliz o a quien es desdichado. Por esto casi siempre la máxima

Expresión de la felicidad o de la desgracia es el silencio. Cuando mejor se comprenden los enamorados es cuando callan, y un discurso fogoso, apasionado, pronunciado ante una tumba, solo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del muerto les parece

Frío e insignificante. Kirílov no se movía, callaba. Cuando Aboguin hubo añadido algunas frases sobre la alta misión del médico, sobre el espíritu de sacrificio y demás, el doctor preguntó con voz sombría: —¿Vive lejos? —A unas trece o catorce verstas. ¡Tengo

Unos caballos excelentes, doctor! Le doy palabra de honor de que en una hora hacemos el viaje de ida y vuelta. ¡Solo una hora! Estas últimas palabras hicieron al doctor mucho más efecto que los llamamientos al amor hacia el género humano y a la misión del médico. Reflexionó y dijo suspirando: —¡Está bien, vámonos!

Con paso rápido y ya seguro, se encaminó a su despacho y poco después reapareció vestido con una larga casaca. Aboguin, contento, dando pasitos cortos y arrastrando los pies, salió con él de la casa. Fuera estaba oscuro, pero no tanto como el

Vestíbulo. En las tinieblas de la noche se dibujaba con toda claridad la alta figura del doctor, algo cargado de espaldas, con su larga y estrecha barba y con su nariz aguileña. De Aboguin, ahora, aparte de su pálido rostro, se distinguían la cabeza grande y la pequeña

Gorrita de estudiante que apenas le cubría el cráneo. La bufanda dejaba entrever solo la blancura de su frente; por detrás, se ocultaba tras unos largos cabellos. —Créame que sabré estimar su grandeza de ánimo —balbuceó Aboguin, haciendo sentar al doctor en el coche—. Llegaremos en un santiamén. Ea, Luká, ¡hay que llegar a

Casa lo antes posible, amigo! ¡Por favor! El cochero llevaba el carruaje a gran velocidad. Primero pasaron por delante de una hilera de edificios informes que se extienden a lo largo del patio del hospital. Todo estaba oscuro, solo en el fondo del patio se filtraba

La luz brillante de una ventana a través de la valla, y tres ventanas del piso superior del hospital parecían más pálidas que el aire. Después el coche entró en una densa tiniebla; el aire olía a humedad, a setas, y se oía el susurro de los árboles; los

Cuervos, despertados por el estrépito de las ruedas, se agitaron entre el follaje y levantaron un griterío inquieto y quejumbroso, como si supieran que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Pero he aquí que pasaron, raudos,

Unos árboles aislados, unos arbustos; brilló sombríamente un estanque sobre el que dormían grandes sombras negras, y el coche rodó por una lisa llanura. El griterío de los cuervos se oía ya sordo a sus espaldas, lejos, y pronto cesó por completo.

Kirílov y Aboguin guardaron silencio durante casi todo el camino. Solo una vez Aboguin suspiró profundamente y murmuró: —¡Qué tortura! Nunca quiere uno tanto a las personas allegadas como cuando corre el peligro de perderlas. Y, cuando el coche cruzó despacito un río, Kirílov se sobresaltó de repente, como si

Le hubiera asustado el chapoteo del agua, y se movió inquieto en su asiento. —Escuche, déjeme marchar —dijo con angustia—. Iré a su casa más tarde. Solo quisiera mandar al practicante junto a mi mujer. ¡Está sola! Aboguin callaba. El coche, bamboleándose

Y dando golpes contra las piedras, atravesó la orilla arenosa y siguió corriendo. Kirílov se agitaba, abrumado por la angustia, y miraba a su alrededor. Detrás, a la parca luz de las estrellas, se veían el camino y los sauces de la orilla que iban desapareciendo en las

Tinieblas. A la derecha se extendía la llanura, tan igual y sin fin como el cielo; a lo lejos, aquí y allí, probablemente en las turberas pantanosas, ardían débiles lucecitas. A la izquierda, paralelamente al camino, se extendía un altozano rizoso de pequeños

Arbustos, y por encima del altozano pendía inmóvil una gran media luna roja levemente difuminada por la neblina, rodeada de diminutas nubecitas, y se habría dicho que estas la estaban mirando desde todas partes y la vigilaban para que no huyese.

En toda la naturaleza se notaba algo desolado, enfermizo. La tierra, como una mujer caída que se encuentra sola en una oscura habitación y procura no pensar en el pasado, languidecía con sus recuerdos de primavera y de verano, a la vez que esperaba, apática, la inevitable

Llegada del invierno. A donde quiera que se mirase, la naturaleza aparecía como una fosa infinitamente honda y fría, de la que ni Kirílov, ni Aboguin, ni la roja media luna iban a poder escapar… Cuanto más se acercaba el coche a la meta,

Tanto más impaciente se mostraba Aboguin. Se movía, se levantaba bruscamente y miraba hacia adelante por encima del hombro del cochero. Cuando el coche se detuvo, al fin, ante un porche con hermosos cortinones de lienzo con franjas de color y Aboguin alzó la vista

Hacia las ventanas iluminadas del primer piso, se percibía cómo se agitaba su respiración. —Si ocurre algo… no sobreviviré —dijo, entrando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos con inquietud—. No se oye ajetreo y esto significa que por ahora

No hay novedad —añadió, escuchando atentamente. En el vestíbulo no se oían ni voces ni pasos. A pesar de la viva iluminación, toda la casa parecía dormida. Ahora el doctor y Aboguin hasta ese momento en las tinieblas, podían examinarse uno al otro.

El doctor era alto, un poco cargado de espaldas, vestía con negligencia y era feo de cara. Sus labios gruesos, como los de un negro, su nariz aguileña y su mirada pálida, indiferente, tenían una expresión desagradablemente dura, poco afable y severa. Su cabeza despeinada,

Las sienes hundidas, las precoces canas de su barba larga y estrecha, que dejaba entrever el mentón, el color gris pálido de la piel, sus maneras descuidadas y algo torpes, todo ello, con su rudeza, hacía pensar en las estrecheces sufridas, en las privaciones,

En un cansancio de la vida y de los hombres. Al ver su seca figura, era imposible creer que aquel hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de un hijo. Aboguin, en cambio, ofrecía otro aspecto. Era un hombre rubio, de complexión sólida

Y aire serio, con una cabeza grande, con un rostro de rasgos gruesos, pero dulces. Iba vestido elegantemente, a la última moda. En su porte, en su casaca bien abotonada, en su melena y en su faz se notaba algo de noble, de leonino. Caminaba manteniendo bien

Alta la cabeza y abombando el pecho, hablaba con una agradable voz de barítono, y en la manera de quitarse la bufanda o de arreglarse el cabello se traslucía una elegancia fina, casi femenina. Ni siquiera la palidez ni el miedo infantil con que, al quitarse el abrigo,

Miraba hacia la parte alta de la escalera menoscababan su porte, ni disminuían su aire de persona bien nutrida y sana, ni disminuían el aplomo que se desprendía de toda su figura. —No hay nadie y no se oye nada —dijo al subir la escalera—. No hay ajetreo. ¡Dios

Quiera que…! Condujo al doctor a través del vestíbulo hasta una gran sala, donde destacaba un negro piano de cola y colgaba una araña cubierta por una funda blanca. De allí, pasaron los dos a una salita muy acogedora, sumida en una agradable penumbra rosácea. —Bueno, siéntese aquí un momento, doctor

—dijo Aboguin—. Yo… enseguida vuelvo. Voy a ver qué pasa y a anunciarle. Kirílov se quedó solo. El lujo de la salita, la agradable penumbra y su propia presencia en aquella casa ajena y desconocida, que adquiría el aire de una aventura, todo le dejaba por

Lo visto indiferente. Sentado en una butaca, se contemplaba las manos quemadas por el ácido fénico. Solo de refilón vio una pantalla de color rojo vivo, el estuche de un violoncelo y, al dirigir una mirada fugaz hacia el lugar en que se oía el tictac de un reloj, vio

Un lobo disecado, tan macizo y bien nutrido como el propio Aboguin. Todo estaba quieto… En algún lugar apartado de las estancias contiguas, alguien profirió un «¡ah!» muy fuerte, tintineó una puerta de cristales, probablemente de un armario, y de nuevo permaneció todo silencioso. Después de unos cinco minutos de espera, Kirílov

Dejó de contemplarse las manos y alzó los ojos hacia la puerta por la que había desaparecido Aboguin. En el umbral de aquella puerta estaba Aboguin, pero no era el que había salido. La expresión de persona bien nutrida y de fina elegancia

Había desaparecido; su rostro, sus manos y su pose se hallaban desfigurados por una repugnante expresión, que lo mismo podía ser de horror que de martirizante dolor físico. La nariz, los labios, el bigote, todos los rasgos se movían como si intentaran desprenderse

De la cara; los ojos, en cambio, daban la impresión de reírse de dolor… Aboguin avanzó con paso largo y pesado hasta la mitad de la salita, se inclinó, lanzó un gemido y agitó los puños. —¡Me ha engañado! —gritó, acentuando

En gran manera la sílaba ña—. ¡Me ha engañado! ¡Se ha ido! ¡Ha fingido estar enferma y me ha mandado a por el doctor solo para huir con ese payaso de Pápchinski! ¡Dios mío! Aboguin se dirigió pesadamente hacia el doctor, le acercó al rostro los puños blancos y muelles y, agitándolos, siguió clamando:

—¡Se ha ido! ¡Me ha engañado! ¿Por qué me ha mentido de este modo? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio de truhán, por qué este diabólico juego de serpiente? ¿Qué le he hecho yo? ¡Se ha ido! Las lágrimas le brotaron de los ojos. Aboguin

Dio media vuelta sobre un pie y se puso a caminar por la salita. Ahora, con su casaca corta, con sus estrechos pantalones a la moda, en los que las piernas parecían excesivamente delgadas en relación con el tronco, con su cabeza grande y su melena, se parecía en

Extremo a un león. En el rostro indiferente del doctor brilló una chispa de curiosidad. Kirílov se levantó y fijó su mirada en Aboguin. —Permítame, pero ¿dónde está la enferma? —preguntó. —¡La enferma! ¡La enferma! —gritó Aboguin, riendo, llorando y agitando aún los puños—.

¡No es una enferma, sino una maldita víbora! ¡Qué bajeza! ¡Una infamia así no la habría ideado peor ni Satanás en persona! ¡Me ha mandado a buscarle para poder huir, para escapar con aquel bufón, con aquel estúpido payaso, con aquel chulo! ¡Oh, Dios santo, mejor sería

Que hubiera muerto! ¡No lo voy a resistir! ¡No lo resistiré! El doctor se irguió. Los ojos le empezaron a hacer guiños, se le llenaron de lágrimas; la estrecha barba comenzó a moverse a derecha e izquierda junto con la mandíbula. —Permítame, ¿cómo es esto? —preguntó, mirando a su alrededor con curiosidad—.

Se ha muerto mi hijo, tengo a mi mujer llena de angustia y completamente sola en casa… yo apenas me sostengo en pie, tres noches llevo sin dormir… ¿Y qué resulta? ¡Me obligan a participar en la más vulgar de las comedias, a desempeñar un papel de comparsa!

¡No! ¡No lo comprendo! Aboguin abrió uno de los puños, arrojó al suelo una notita arrugada y la pisoteó como si fuera un insecto al que se quiere aniquilar. —¡Y yo sin verlo! ¡Sin comprenderlo! —dijo con los dientes apretados, agitando un puño cerca de su cara, con una expresión como

Si acabaran de pisarle un callo—. ¡Yo, sin darme cuenta de que venía todos los días, y sin reparar en que hoy había venido en berlina! ¿Por qué en berlina? ¡Y yo, en la luna! ¡Panoli! —¡No… no comprendo! —musitó el doctor—.

Pero ¿qué significa esto? ¡Esto es sencillamente burlarse de una persona, hacer escarnio del sufrimiento humano! Es inconcebible… ¡La primera vez en mi vida que veo algo parecido! Con la confusa expresión de perplejidad del hombre que acaba de darse cuenta de que ha

Sido objeto de una grave ofensa, el doctor se encogió de hombros, abrió los brazos y sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer extenuado en la butaca. —Bien; ha dejado de amarme, se ha enamorado de otro, que Dios la perdone, pero ¿a qué

Este engaño, por qué esta puñalada a traición? —decía con voz compungida Aboguin—. ¿Con qué propósito? ¿Y por qué motivo? ¿Qué le he hecho yo? Oiga, doctor —dijo con excitación, acercándose a Kirílov—. Usted ha sido testigo involuntario de mi desdicha y no voy

A disimularle la verdad. ¡Le juro que yo amaba a esta mujer, la amaba con veneración, como un esclavo! Por ella lo he sacrificado todo: he reñido con mi familia, he abandonado mi empleo y la música, le he perdonado lo que no habría sabido perdonar a mi madre

O a una hermana… Ni una sola vez le he dirigido una mala mirada… ¡No le he dado ni el menor motivo! ¿A qué viene, pues, esta mentira? No exijo amor, pero ¿por qué este vil engaño? ¿No me quieres? Pues dímelo con franqueza, honestamente, sobre todo conociendo como conoces

Mis ideas a este respecto… Con lágrimas en los ojos, temblando de pies a cabeza, Aboguin ponía su alma al desnudo ante el doctor, con toda sinceridad. Se desahogaba; apretando las dos manos sobre el corazón, descubría sus secretos familiares sin el

Menor escrúpulo y hasta parecía contento de que, por fin, esos secretos escaparan de su pecho. Si hubiera hablado de aquella manera una hora o dos, si hubiera soltado cuanto le oprimía el alma, se habría sentido aliviado, no hay duda. Quién sabe; si el doctor le

Hubiese escuchado hasta el final, si hubiera mostrado por él un poco de afectuosa compasión, quizá, como a menudo sucede, Aboguin se habría resignado y habría aceptado su desgracia sin protestas, sin hacer estupideces innecesarias… Pero sucedió de otro modo. Mientras Aboguin

Hablaba, el agraviado doctor cambió visiblemente. La indiferencia y la sorpresa que se reflejaban en su semblante, fueron cediendo poco a poco el lugar a una expresión de amarga ofensa, de indignación y cólera. Los rasgos de la cara se le volvieron aún más duros, más

Ásperos y desagradables. Cuando Aboguin le acercó a los ojos una fotografía de una mujer joven de rostro bello, pero seco e inexpresivo como el de una monja, y le preguntó si, mirando aquel rostro, era posible admitir que fuese capaz de reflejar la mentira, el doctor se

Levantó con rápido movimiento, le miró con ojos centelleantes y dijo, martilleando con brusquedad cada una de las palabras: —¡Y a mí por qué me cuenta todo esto! ¡No quiero escucharle! ¡Me niego! —gritó dando un puñetazo en la mesa—. ¡Para nada

Necesito yo sus triviales secretos, al diablo con ellos! ¡No tiene usted derecho a contarme estas estupideces! ¿Se figura, quizá, que no estoy bastante ofendido? ¿Soy yo acaso un lacayo a quien se puede agraviar cuanto a uno le dé la gana? ¿Sí? Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirílov su atónita mirada.

—¿A qué me ha traído usted aquí? —prosiguió el doctor, agitando la barba—. ¿Qué tengo yo que ver con su vida regalada, con que se haya usted casado por lo que sea y con que ahora se rasgue las vestiduras en este falso melodrama? ¿Qué me importan a mí sus novelones?

¡Déjeme en paz! ¡Dedíquese a su papel de noble propietario que explota a los campesinos pobres, blasone de tener ideas humanitarias, toque (el doctor lanzó una mirada de soslayo al estuche de violoncelo), toque el contrabajo y el trombón, engorde como los capones, pero

No se burle de las personas! ¡Si no sabe respetarlas, por lo menos líbrelas usted de su atención! —Permítame, ¿qué significa todo esto? —preguntó Aboguin enrojeciendo. —¡Pues significa que es una bajeza y una indignidad jugar de este modo con las personas! Yo soy médico, y usted considera a los médicos

Y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, como lacayos suyos y como pobres diablos. Allá usted, considérelos como quiera, ¡pero nadie le ha dado derecho a tratar a un hombre que sufre como a una comparsa!

—¿Cómo se atreve usted a decirme estas cosas? —preguntó bajito Aboguin cuyo rostro empezó a contraerse otra vez y ahora, evidentemente, de cólera. —Sí, ¿y cómo usted, conociendo mi desgracia, se ha atrevido a conducirme aquí para escuchar semejantes majaderías? —gritó el doctor, y volvió a dar un puñetazo en la mesa—.

¿Quién le ha dado derecho a mofarse del dolor ajeno? —¡Usted se ha vuelto loco! —gritó Aboguin—. ¡No es nada generoso de su parte! Yo soy tan desgraciado y… y… —Dice «desgraciado». —El doctor sonrió desdeñosamente—. Deje esta palabra, a usted no le concierne. Los granujas a los que ya

No les prestan dinero dicen que son desgraciados. El capón que se ahoga en su propia grasa también es desdichado. ¡Seres despreciables! —¡Señor mío, usted no sabe lo que se dice! —chilló Aboguin—. ¡Por tales palabras… a uno le rompen la cara! ¿Comprende?

Aboguin se metió apresuradamente la mano en el bolsillo, sacó la cartera, cogió dos billetes y los arrojó sobre la mesa. —¡Aquí tiene usted, por la visita! —dijo moviendo las aletas de la nariz—. ¡Ya está pagado! —¡No tiene usted derecho a ofrecerme dinero! —gritó el doctor, arrojando de un manotazo

Los billetes de la mesa al suelo—. ¡Las ofensas no se pagan con dinero! Aboguin y el doctor estaban cara a cara y, llevados por la ira, seguían infligiéndose uno a otro inmerecidas ofensas. Quizá nunca, en su vida entera, ni siquiera delirando,

Habían dicho tantas cosas injustas, crueles y absurdas. En ambos se dejaba sentir con fuerza el egoísmo de los desdichados. Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino

Que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas. —¡Mande que me lleven de vuelta a casa,

Haga el favor! —gritó el doctor sofocándose. Aboguin tocó con brusquedad la campanilla. Cuando vio que nadie acudía a su llamada, volvió a tocar otra vez y arrojó airadamente la campanilla al suelo. Esta dio un golpe sordo contra la alfombra y produjo un gemido

Lastimero, casi agónico. Compareció un lacayo. —¡Dónde os habéis metido, mal rayo os parta! —rugió el amo de la casa, apretando los puños—. ¿Dónde estabas tú ahora? ¡Ve y di que acompañen a este señor en el coche, y que enganchen para mí la berlina!

¡Alto! —gritó, cuando el lacayo daba la vuelta para salir—. ¡Que mañana no quede ni un solo traidor en casa! ¡Todos a la calle! ¡Tomaré gente nueva! ¡Canallas! Mientras esperaban los carruajes, Aboguin y el doctor callaban. El primero había recuperado ya la expresión de persona satisfecha y de elegancia exquisita. Caminaba por la salita

Meneando con gracia la cabeza y, por lo visto, ideando alguna. La cólera aún no se había desvanecido, pero él se esforzaba por aparentar que ni se daba cuenta de la presencia de su enemigo… El doctor, en cambio, de pie, con una mano puesta en el borde de la mesa, contemplaba

A Aboguin con el desprecio profundo, algo cínico y feo, con que saben mirar tan solo el dolor y la penuria cuando ven ante sí la saciedad y la elegancia. Cuando, poco después, el doctor subió al coche y emprendió la marcha, sus ojos aún

Conservaban su mirada de desprecio. Estaba oscuro, mucho más oscuro que una hora antes. La roja media luna se había escondido tras el altozano, y las nubes que la custodiaban se habían extendido como manchas oscuras junto a las estrellas. Una berlina con luces

Rojas se dejó oír por el camino y se adelantó al doctor. Era Aboguin que iba a protestar, a hacer alguna tontería… Durante todo el camino, el doctor no pensó en su mujer ni en Andréi, sino en Aboguin y en las personas que vivían en la casa que

Acababa de abandonar. Sus pensamientos eran injustos e inhumanamente crueles. Condenaba a Aboguin, a su mujer, a Pápchinski y a cuantos vivían en aquella penumbra rosada y olían a perfumes. Durante todo el camino sintió odio hacia ellos y desprecio, hasta tal punto

Que el corazón le hacía daño. Y en su espíritu cristalizó una firme convicción acerca de tales gentes. Pasará el tiempo, pasará también el dolor de Kirílov, pero esta convicción, injusta, indigna de un corazón humano, no pasará, y permanecerá en el ánimo del doctor hasta la misma tumba.

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