Frankenstein de Mary Shelley. Audiolibro completo voz humana real.



La novela Frankenstein (o «El moderno Prometeo) de Mary Shelley (1797-1851), es ya un clásico de la literatura. Publicada en …

Descripción Sobre Frankenstein de Mary Shelley. Audiolibro completo voz humana real. Frankenstein. Una novela de Mary  Shelley. Yo soy, “La voz que te cuenta” VOLUMEN I CARTA I A la señora SAVILLE, Inglaterra. San Petersburgo, 11 de diciembre de 17…  Te alegrará saber que no ha ocurrido  ningún percance al principio de una   aventura que siempre consideraste cargada  de malos presagios. Llegué aquí ayer,  

Y mi primera tarea es asegurarle a mi querida  hermana que me hallo perfectamente y que tengo   una gran confianza en el éxito de mi empresa. Me encuentro ya muy al norte de Londres y,   mientras camino por las calles de Petersburgo,  siento la brisa helada norteña que fortalece  

Mi espíritu y me llena de gozo. ¿Comprendes  este sentimiento? Esta brisa, que llega desde   las regiones hacia las que me dirijo, me trae  un presagio de aquellos territorios helados.   Animadas por ese viento cargado de promesas,  mis ensoñaciones se tornan más apasionadas  

Y vividas. En vano intento convencerme de que  el Polo es el reino del hielo y la desolación:   siempre se presenta a mi imaginación como  la región de la belleza y del placer. Allí,   Margaret, el sol siempre permanece visible,  con su enorme disco bordeando el horizonte  

Y esparciendo un eterno resplandor. Allí —porque,  con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna   confianza en los navegantes que me precedieron—,  allí la nieve y el hielo se desvanecen y,   navegando sobre un mar en calma, el navío se puede  deslizar suavemente hasta una tierra que supera  

En maravillas y belleza a todas las regiones  descubiertas hasta hoy en el mundo habitado.   Puede que sus paisajes y sus características  sean incomparables, como ocurre en efecto con   los fenómenos de los cuerpos celestes en estas  soledades ignotas. ¿Qué no podremos esperar de  

Unas tierras que gozan de luz eterna? Allí podré  descubrir la maravillosa fuerza que atrae la   aguja de la brújula, y podré comprobar miles de  observaciones celestes que precisan solo que se   lleve a cabo este viaje para conseguir que todas  sus aparentes contradicciones adquieran coherencia  

Para siempre. Saciaré mi ardiente curiosidad  cuando vea esa parte del mundo que nadie visitó   jamás antes y cuando pise una tierra que no fue  hollada jamás por el pie del hombre. Esos son mis   motivos y son suficientes para aplacar cualquier  temor ante los peligros o la muerte, y para  

Obligarme a emprender este penoso viaje con la  alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote,   con sus compañeros de juegos, con la intención  de emprender una expedición para descubrir las   fuentes del río de su pueblo. Pero, aun suponiendo  que todas esas conjeturas sean falsas, no podrás  

Negar el inestimable beneficio que aportaré a  toda la humanidad, hasta la última generación,   con el descubrimiento de una ruta cerca del Polo  que conduzca hacia esas regiones para llegar a   las cuales, en la actualidad, se precisan varios  meses; o con el descubrimiento del secreto del  

Imán, lo cual, si es que es posible, solo puede  llevarse a cabo mediante una empresa como la mía.  Estas reflexiones han mitigado el nerviosismo con  el que comencé mi carta, y siento que mi corazón   arde ahora con un entusiasmo que me eleva al  cielo, porque nada contribuye tanto a tranquilizar  

El espíritu como un propósito firme: un punto en  el cual el alma pueda fijar su mirada intelectual.   Esta expedición fue mi sueño más querido  desde que era muy joven. Leí con fruición   las narraciones de los distintos viajes que  se habían realizado con la idea de alcanzar  

El norte del océano Pacífico a través de  los mares que rodean el Polo. Seguramente   recuerdes que la biblioteca de nuestro buen tío  Thomas se reducía a una historia de todos los   viajes realizados con intención de descubrir  nuevas tierras. Mi educación fue descuidada,  

Aunque siempre me apasionó la lectura. Aquellos  libros fueron mi estudio día y noche, y a medida   que los conocía mejor, aumentaba el pesar que  sentí cuando, siendo un niño, supe que la última   voluntad de mi padre prohibía a mi tío que me  permitiera embarcar y abrazar la vida de marino. 

Esos fantasmas desaparecieron cuando, por vez  primera, leí con detenimiento a aquellos poetas   cuyas efusiones capturaron mi alma y la elevaron  al cielo. Yo mismo me convertí también en poeta   y durante un año viví en un Paraíso de mi propia  invención; imaginaba que yo también podría ocupar  

Un lugar en el templo donde se veneran los nombres  de Homero y Shakespeare. Tú sabes bien cómo   fracasé y cuán duro fue para mí aquel desengaño.  Pero precisamente por aquel entonces recibí la   herencia de mi primo y mis pensamientos regresaron  al cauce que habían seguido hasta entonces. 

Ya han pasado seis años desde que decidí llevar  a cabo esta empresa. Incluso ahora puedo recordar   la hora en la cual decidí emprender esta  aventura. Empecé por someter mi cuerpo a   las penalidades. Acompañé a los balleneros  en varias expediciones al Mar del Norte,  

Y voluntariamente sufrí el frío, el hambre,  la sed y la falta de sueño; durante el día,   a menudo trabajé más duro que el resto  de los marineros, y dediqué mis noches   al estudio de las matemáticas, la teoría de  la medicina y aquellas ramas de las ciencias  

Físicas de las cuales un marino aventurero  podría obtener gran utilidad práctica.   En dos ocasiones me enrolé como suboficial  en un ballenero groenlandés, y me desenvolví   bastante bien. Debo reconocer que me sentí un  poco orgulloso cuando el capitán me ofreció  

Ser el segundo de a bordo en el barco y me pidió  muy encarecidamente que me quedara con él, pues   consideraba que mis servicios le eran muy útiles. Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco   protagonizar una gran empresa? Mi vida podría  haber transcurrido entre lujos y comodidades,  

Pero he preferido la gloria a cualquier otra  tentación que las riquezas pudieran ponerme en   mi camino. ¡Oh, ojalá que algunas palabras  de ánimo me confirmaran que es posible!   Mi valor y mi decisión son firmes, pero  mi esperanza a veces duda y mi ánimo con  

Frecuencia decae. Estoy a punto de emprender un  viaje largo y difícil; y los peligros del mismo   exigirán que mantenga toda mi fortaleza: no solo  se me pedirá que eleve el ánimo de los demás,   sino que me veré obligado a sostener mi propio  espíritu cuando el de los demás desfallezca. 

Esta es la época más favorable para viajar en  Rusia. Los habitantes de esta parte se deslizan   con rapidez con sus trineos sobre la nieve; el  desplazamiento es muy agradable y, en mi opinión,   mucho más placentero que los viajes en las  diligencias inglesas. El frío no es excesivo,  

Especialmente si vas envuelto en pieles, una  indumentaria que no he tardado en adoptar, porque   hay una gran diferencia entre andar caminando por  cubierta y quedarse sentado sin hacer nada durante   horas, cuando la falta de movilidad provoca que la  sangre se te congele prácticamente en las venas.  

No tengo ninguna intención de perder la vida en  el camino que va desde San Petersburgo a Arkangel.  Partiré hacia esta última ciudad dentro de  quince días o tres semanas, y mi intención   es fletar un barco allí, lo cual podrá hacerse  fácilmente si le pago el seguro al propietario,  

Y contratar a tantos marineros como considere  necesarios entre aquellos que estén acostumbrados   a la caza de ballenas. No tengo intención  de hacerme a la mar hasta el mes de junio…,   ¿y cuándo regresaré? ¡Ah, mi querida hermana!  ¿Cómo puedo responder a esa pregunta? Si tengo  

Éxito, transcurrirán muchos, muchos meses, quizá  años, antes de que podamos encontrarnos de nuevo.   Si fracaso, me verás pronto… o nunca. Adiós, mi querida, mi buena Margaret.   Que el Cielo derrame todas las  bendiciones sobre ti, y me proteja a mí,  

Para que pueda ahora y siempre demostrarte  mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad.  Tu afectuoso hermano, R. WALTON. CARTA II A la señora SAVILLE, Inglaterra. Arkangel, 28 de marzo de 17**  ¡Qué despacio pasa el tiempo aquí, atrapado  como estoy por el hielo y la nieve…! He dado  

Un paso más para llevar a cabo mi proyecto. Ya he  alquilado un barco y me estoy ocupando ahora de   reunir a la tripulación; los que ya he contratado  parecen ser hombres de los que uno se puede fiar  

Y, desde luego, parecen intrépidos y valientes. Pero hay una cosa que aún no me ha sido posible   conseguir, y siento esa carencia como una  verdadera desgracia. No tengo ningún amigo,   Margaret: cuando esté radiante con el entusiasmo  de mi éxito, no habrá nadie que comparta  

Mi alegría; y si me asalta la tristeza,  nadie intentará consolarme en la amargura.   Puedo plasmar mis pensamientos en el papel, es  cierto; pero ese me parece un modo muy pobre   de comunicar mis sentimientos. Me gustaría  contar con la compañía de un hombre que me  

Pudiera comprender, cuya mirada contestara a  la mía. Puedes acusarme de ser un romántico,   mi querida hermana, pero siento amargamente la  necesidad de contar con un amigo. No tengo a   nadie junto a mí que sea tranquilo pero valiente,  que posea un espíritu cultivado y, al tiempo,  

De mente abierta, cuyos gustos se parezcan a  los míos, para que apruebe o corrija mis planes.   ¡Qué necesario sería un amigo así para enmendar  los errores de tu pobre hermano…! Soy demasiado   impulsivo en mis actos y demasiado impaciente ante  las dificultades. Pero hay otra desgracia que me  

Parece aún mayor, y es haberme educado yo solo:  durante los primeros catorce años de mi vida nadie   me puso normas y no leí nada salvo los libros  de viajes del tío Thomas. A esa edad empecé a   conocer a los poetas más celebrados de nuestra  patria; pero solo cuando ya no podía obtener  

Los mejores frutos de tal decisión, comprendí la  necesidad de aprender otras lenguas distintas a   las de mi país natal. Ahora tengo veintiocho años  y en realidad soy más ignorante que un estudiante   de quince. Es cierto que he reflexionado más, y  que mis sueños son más ambiciosos y grandiosos,  

Pero, como dicen los pintores, necesitan armonía:  y por eso me hace mucha falta un amigo que tenga   el suficiente juicio para no despreciarme como  romántico y el suficiente cariño hacia mí como   para intentar ordenar mis pensamientos. En fin, son lamentaciones inútiles;  

Con toda seguridad no encontraré a ningún amigo  en esos inmensos océanos, ni siquiera aquí,   en Arkangel, entre los marineros y los pescadores.  Sin embargo, incluso en esos rudos pechos laten   algunos sentimientos, ajenos a lo peor de la  naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo,  

Es un hombre de extraordinario valor y arrojo; y  tiene un enloquecido deseo de gloria. Es inglés y,   a pesar de todos sus prejuicios nacionales  y profesionales, que no se han pulido con   la educación, aún conserva algo de las cualidades  humanas más nobles. Lo conocí a bordo de un barco  

Ballenero; y cuando supe que se encontraba  sin trabajo en esta ciudad, de inmediato lo   contraté para que me ayudara en mi aventura. El primer oficial es una persona de una   disposición excelente y en el barco se le aprecia  por su amabilidad y su flexibilidad en cuanto a la  

Disciplina. De hecho, es de una naturaleza tan  afable que no sale a cazar (el entretenimiento   más común aquí, y a menudo, el único) solo porque  no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente.   Además, es de una generosidad casi heroica.  Hace algunos años estuvo enamorado de una joven  

Señorita rusa de mediana fortuna, y como  mi oficial había amasado una considerable   suma por sus buenos oficios, el padre de la  muchacha consintió que se casaran. Antes de   la ceremonia vio una vez a su prometida y ella,  anegada en lágrimas, y arrojándose a sus pies,  

Le suplicó que la perdonara, confesando al mismo  tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que   su padre nunca consentiría ese matrimonio. Mi  generoso amigo consoló a la suplicante joven y,   tras informarse del nombre de su amante, de  inmediato partió en su busca. Ya había comprado  

Una granja con su dinero, y había pensado que  allí pasaría el resto de su vida, pero se la   entregó a su rival, junto con el resto de sus  ahorros para que pudiera comprar algún ganado,   y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha  que consintiera el matrimonio con aquel joven.  

Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que  había comprometido su honor con mi amigo; este,   viendo la inflexibilidad del padre, abandonó  el país y no regresó hasta que no supo que su   antigua novia se había casado con el joven a quien  verdaderamente amaba. «¡Qué hombre más noble!»,  

Pensarás. Y es cierto, pero después de aquello ha  pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas   conoce otra cosa que no sean maromas y obenques. Pero no creas que estoy dudando en mi decisión  

Porque me queje un poco, o porque imagine un  consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue   a conocer. Mi resolución es tan firme como  el destino, y mi viaje solo se ha retrasado   hasta que el tiempo permita que nos hagamos a  la mar. El invierno ha sido horriblemente duro,  

Pero la primavera promete ser mejor, e incluso se  dice que se adelantará considerablemente; así que   tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba.  No haré nada precipitadamente; me conoces lo   suficiente como para confiar en mi prudencia y  reflexión, puesto que ha sido así siempre que la  

Seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado. Apenas puedo describirte cuáles son mis   sensaciones ante la perspectiva inmediata de  emprender esta aventura. Es imposible comunicarte   esa sensación de temblorosa emoción, a  medio camino entre el gozo y el temor,  

Con la cual me dispongo a partir. Me dirijo  hacia regiones inexploradas, a «la tierra   de las brumas y la nieve», pero no mataré  ningún albatros, así que no temas por mi vida.  ¿Te veré de nuevo, después de haber surcado  estos océanos inmensos, y tras rodear el cabo  

Más meridional de África o América? Apenas  me atrevo a confiar en semejante triunfo,   sin embargo, ni siquiera puedo soportar  la idea de enfrentarme a la otra cara   de la moneda. Escríbeme siempre que puedas:  tal vez pueda recibir tus cartas en algunas  

Ocasiones (aunque esa posibilidad se me antoja muy  dudosa), cuando más las necesite para animarme.   Te quiero muchísimo. Recuérdame con  cariño si no vuelves a saber de mí.  Tu afectuoso hermano, R. WALTON. CARTA III A la señora SAVILLE, Inglaterra. Día 7 de julio de 17**  Mi querida hermana: Te escribo apresuradamente unas  

Líneas para decirte que me encuentro bien y que he  adelantado mucho en mi viaje. Esta carta llegará   a Inglaterra por un marino mercante que regresa  ahora a casa desde Arkangel; es más afortunado que   yo, que quizá no pueda ver mi tierra natal durante  muchos años. En cualquier caso, estoy muy animado:  

Mis hombres son valientes y aparentemente fieles  y resueltos; ni siquiera parecen asustarles   los témpanos de hielo que continuamente pasan a  nuestro lado flotando y que nos advierten de los   peligros de la región en la que nos internamos.  Ya hemos alcanzado una latitud elevadísima, pero  

Estamos en pleno verano y aunque no hace tanto  calor como en Inglaterra, los vientos del sur,   que nos empujan velozmente hacia esas costas que  tan ardientemente deseo encontrar, soplan con una   reconfortante calidez que no esperaba. Hasta este momento no nos han ocurrido  

Incidentes que merezcan apuntarse en una  carta. Quizá uno o dos temporales fuertes,   y la rotura de un mástil, pero son accidentes  que los marinos experimentados ni siquiera se   acuerdan de anotar; y me daré por satisfecho si  no nos ocurre nada peor durante nuestro viaje. 

Adiós, mi querida Margaret. Puedes estar  segura de que, tanto por mí como por ti,   no me enfrentaré al peligro innecesariamente.  Seré sensato, perseverante y prudente.  Da recuerdos de mi parte a  todos mis amigos en Inglaterra.  Con todo mi cariño, R.W. CARTA IV A la señora SAVILLE, Inglaterra. Día 5 de agosto de 17** 

Nos ha ocurrido un suceso tan extraño  que no puedo evitar anotarlo, aunque   es muy probable que nos encontremos antes de  que estas cuartillas de papel lleguen a ti.  El pasado lunes (el día 31 de julio) estábamos  prácticamente cercados por el hielo, que  

Rodeaba al barco por todos lados, y apenas había  espacio libre en el mar para mantenerlo a flote.   Nuestra situación era un tanto  peligrosa, especialmente porque   una niebla muy densa nos envolvía. Así  que decidimos arriar velas y detenernos,   a la espera de que tuviera lugar algún  cambio en la atmósfera y en el tiempo. 

Alrededor de las dos levantó la niebla  y comprobamos que había, extendiéndose   en todas direcciones, vastas e irregulares  llanuras de hielo que parecían no tener fin.   Algunos de mis camaradas dejaron escapar un  lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a   inquietarme, cuando de repente una extraña figura  atrajo nuestra atención y consiguió distraernos  

De la preocupación que sentíamos por nuestra  propia situación. Divisamos un carruaje bajo,   amarrado sobre un trineo y tirado por perros,  que se dirigía hacia el norte, a una distancia   de media milla de nosotros; un ser que tenía toda  la apariencia de un hombre, pero al parecer con  

Una altura gigantesca, iba sentado en el trineo  y guiaba los perros. Vimos el rápido avance del   viajero con nuestros catalejos hasta que se  perdió entre las lejanas quebradas del hielo.  Aquella aparición provocó en nosotros un indecible  asombro. Creíamos que estábamos a cien millas de  

Tierra firme, pero aquel suceso parecía sugerir  que en realidad no nos encontrábamos tan lejos   como suponíamos. En cualquier caso,  atrapados como estábamos por el hielo,   era imposible seguirle las huellas a aquella  figura que con tanta atención habíamos observado.  Aproximadamente dos horas después de aquel  suceso supimos que había mar de fondo y antes  

De que cayera la noche, el hielo se rompió  y liberó nuestro barco. De todos modos,   permanecimos al pairo hasta la mañana, porque  temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas   gigantescas masas de hielo a la deriva que flotan  en el agua después de que se quiebra el hielo.  

Aproveché ese tiempo para descansar unas horas. Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo   luz, subí a cubierta y me encontré con que  toda la tripulación se había arremolinado en   un extremo del barco, hablando al parecer  con alguien que estaba sobre el hielo.  

Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo  había un trineo, como el otro que habíamos visto   antes, que se había acercado a nosotros durante la  noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un   ser humano allí también y los marineros estaban  intentando convencerle de que subiera al barco.  

Este no era, como parecía ser el otro, un  habitante salvaje de alguna isla ignota,   sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta,  mi oficial dijo: «Aquí está nuestro capitán,   y no permitirá que usted muera en mar abierto.» Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés,  

Aunque con un acento extranjero.  «Antes de que suba al barco», dijo,   «¿tendría usted la amabilidad de  decirme hacia dónde se dirige?».  Puedes imaginarte mi asombro al escuchar que  se me hacía una pregunta semejante y por parte  

De un hombre que estaba a punto de morir, y  para el cual yo había supuesto que mi barco   sería un bien tan preciado que no lo habría  cambiado por el tesoro más grande del mundo.   De todos modos, contesté que formábamos  parte de una expedición hacia el Polo Norte. 

Tras oír mi respuesta pareció tranquilizarse y  consintió subir a bordo. ¡Dios mío, Margaret…!   Si hubieras visto al hombre que aceptó salvarse  de aquel modo tan extraño, tu espanto no habría   tenido límites. Tenía los miembros casi congelados  y todo su cuerpo estaba espantosamente demacrado  

Por el agotamiento y el dolor. Nunca había  visto a un hombre en un estado tan deplorable.   Intentamos llevarlo al camarote, pero  en cuanto se le privó del aire puro,   se desmayó. Decidimos entonces volverlo a subir  a cubierta y reanimarlo masajeándolo con brandy,  

Y obligándolo a beber una pequeña cantidad.  En cuando comenzó a mostrar señales de vida,   lo envolvimos en mantas y lo colocamos  cerca de los fogones de la cocina.   Muy poco a poco se fue recuperando, y tomó un  poco de caldo, que le sentó maravillosamente. 

Así transcurrieron dos días, antes de que  le fuera posible hablar; en ocasiones temía   que sus sufrimientos le hubieran mermado las  facultades mentales. Cuando se hubo recobrado,   al menos en alguna medida, lo hice trasladar  a mi propio camarote y me ocupé de él todo  

Lo que me permitían mis obligaciones. Nunca  había conocido a una persona tan interesante:   sus ojos muestran generalmente una expresión  airada, casi enloquecida; pero hay otros momentos   en los que, si alguien se muestra amable con  él o le atiende con cualquier mínimo detalle,  

Su gesto se ilumina, como si dijéramos, con un  rayo de bondad y dulzura como no he visto jamás.   Pero generalmente se muestra melancólico y  desesperado, y a veces le rechinan los dientes,   como si no pudiera soportar el peso  de las desgracias que lo afligen. 

Cuando mi invitado se recuperó un tanto,  me costó muchísimo mantenerlo alejado de   los hombres de la tripulación, que deseaban  hacerle mil preguntas; pero no permití que   lo incomodaran con su curiosidad desocupada,  puesto que la recuperación de su cuerpo y mente  

Dependían evidentemente de un reposo absoluto.  De todos modos, en una ocasión mi lugarteniente   le preguntó por qué se había adentrado tanto  en los hielos con aquel trineo tan extraño.  Su rostro inmediatamente mostró  un gesto de profundo dolor,  

Y contestó: «Busco a alguien que huye de mí.» «¿Y el hombre al que persigue viaja también del   mismo modo?» «Sí.»  «Entonces… creo que lo hemos visto, porque  el día anterior a rescatarle a usted vimos   a unos perros tirando de un trineo,  e iba un hombre en él, por el hielo.» 

Esto llamó la atención del viajero desconocido, e  hizo muchas preguntas respecto a la ruta que había   seguido aquel demonio (así lo llamó). Poco  después, cuando ya estábamos los dos solos,   me dijo: «Seguramente he despertado su  curiosidad, como la de esa buena gente,   pero es usted demasiado considerado  como para hacerme preguntas.» 

«Está usted en lo cierto. De todos modos, sería  una impertinencia y una desconsideración por mi   parte molestarle con cualquier curiosidad.» «Sin embargo… me ha salvado usted de una   situación difícil y peligrosa; ha sido usted  muy caritativo al devolverme a la vida.» 

Poco después me preguntó si yo creía que  el hielo, al resquebrajarse, podría haber   acabado con el otro trineo. Le contesté  que no podía responder con certeza alguna,   porque el hielo no se había quebrado hasta  cerca de medianoche y el otro viajero podría  

Haber alcanzado un lugar seguro antes, pero  eso tampoco podría afirmarlo con certeza.  A partir de ese momento, el desconocido  pareció muy deseoso de subir a cubierta   para intentar avistar el trineo que le  había precedido; pero lo he convencido   de que se quede en el camarote, porque aún  se encuentra demasiado débil para soportar  

El aire cortante. Pero le he prometido que  alguno de mis hombres estará vigilando por   él y que le dará cumplida noticia si  se observa alguna cosa rara ahí fuera.  Esto es lo que puedo decir hasta el día de hoy  respecto a este extraño incidente. El desconocido  

Ha ido mejorando poco a poco, pero permanece muy  callado, y parece inquieto y nervioso cuando en   el camarote entra cualquiera que no sea yo.  Sin embargo, sus modales son tan amables y   educados que todos los marineros se preocupan  por él, aunque han hablado muy poco con él.  

Por mi parte, comienzo a apreciarlo como a  un hermano, y su constante y profundo dolor   provoca en mí un sentimiento de comprensión y  compasión. Debe de haber sido un ser maravilloso   en otros tiempos, puesto que incluso ahora, en  la derrota, resulta tan atractivo y encantador. 

En una de mis cartas, mi querida Margaret, te dije  que no encontraría a ningún amigo en este vasto   océano; sin embargo, he encontrado a un hombre al  que, antes de que su espíritu se hubiera quebrado   por el dolor, yo habría estado encantado  de considerar como a un hermano del alma. 

Seguiré escribiendo mi diario respecto a  este desconocido cuando me sea posible,   si es que se producen acontecimientos  novedosos que merezcan relatarse.  Día 13 de agosto de 17**  El aprecio que siento por mi invitado aumenta  cada día. Este hombre despierta a un tiempo mi  

Admiración y mi piedad hasta extremos asombrosos.  ¿Cómo puedo ver a un ser tan noble destrozado por   la desdicha sin sentir una tremenda punzada  de dolor? Es tan amable y tan inteligente…   y es muy culto, y cuando habla, aunque escoge  sus palabras con elegante cuidado, estas fluyen  

Con una facilidad y una elocuencia sin igual. Ahora ya se encuentra muy restablecido de su   enfermedad y está continuamente en cubierta, al  parecer buscando el trineo que iba delante de él.   Sin embargo, aunque parece infeliz, ya no está  tan espantosamente sumido en su propio dolor,  

Sino que se interesa también mucho por los  asuntos de los demás. Me ha hecho muchas preguntas   sobre mis propósitos y le he contado mi pequeña  historia con franqueza. Parecía alegrarse de la   confianza que le demostré y me sugirió algunas  modificaciones en mi plan que me parecieron  

Extremadamente útiles. No hay pedantería en su  conducta, sino que todo lo que hace parece nacer   exclusivamente del interés que instintivamente  siente por el bienestar de aquellos que lo rodean.   A menudo parece abatido por la pena y entonces  se sienta solo e intenta vencer todo aquello  

Que hay de hosco y asocial en su talante.  Estos paroxismos pasan sobre él como una   nube delante del sol, aunque su abatimiento nunca  le abandona. He intentado ganarme su confianza,   y espero haberlo conseguido. Un día le mencioné el  deseo que siempre había sentido de contar con un  

Buen amigo que me comprendiera y me ayudara con  sus consejos. Le dije que yo no era ese tipo de   hombres que se ofenden por los consejos ajenos.  «Todo lo que sé lo he aprendido solo, y quizá no   confío suficientemente en mis propias fuerzas.  Así que me gustaría que ese compañero fuera más  

Sabio y tuviera más experiencia que yo, para que  me aportara confianza y me apoyara. No creo que   sea imposible encontrar un verdadero amigo.» «Estoy de acuerdo con usted», contestó el   desconocido, «en considerar que la amistad  no es solo deseable, sino un bien posible.  

Yo tuve antaño un amigo, el mejor de todos los  seres humanos, así que creo que estoy capacitado   para juzgar la amistad. Usted espera conseguirla,  y tiene el mundo ante usted, así que no hay razón   para desesperar. Pero yo… yo lo he perdido  todo, y ya no puedo empezar mi vida de nuevo». 

Cuando dijo eso, su rostro adoptó un  expresivo gesto de serenidad y dolor   que me llegó al corazón. Pero él permaneció  en silencio y después se retiró a su camarote.  Aunque tiene el alma destrozada, nadie aprecia  más que él las bellezas de la naturaleza. El  

Cielo estrellado, el mar y todos los paisajes  que nos proporcionan estas maravillosas regiones   parecen tener aún el poder de elevar su alma.  Un hombre como él tiene una doble existencia:   puede sufrir todas las desgracias y  caer abatido por todos los desengaños;  

Sin embargo, cuando se encierre en sí  mismo, será como un espíritu celestial,   que tiene un halo en torno a sí, cuyo cerco no  puede atravesar ni la angustia ni la locura.  ¿Te burlas por el entusiasmo que muestro respecto  a este extraordinario vagabundo? Si es así,  

Debes de haber perdido esa inocencia que fue  antaño tu encanto característico. Sin embargo,   si quieres, puedes sonreír ante la emoción de  mis palabras, mientras yo encuentro cada día   nuevas razones para repetirlas. Día 19 de agosto de 17**  Ayer el desconocido me dijo: «Naturalmente,  capitán Walton, se habrá dado cuenta de que he  

Sufrido grandes e insólitas desventuras. En cierta  ocasión pensé que el recuerdo de esas desgracias   moriría conmigo, pero usted ha conseguido que  cambie de opinión. Usted busca conocimiento y   sabiduría, como lo busqué yo; y espero de todo  corazón que el fruto de sus deseos no sea una  

Víbora que le muerda, como lo fue para mí. No sé  si el relato de mis desgracias le resultará útil;   sin embargo, si así lo quiere, escuche mi  historia. Creo que los extraños sucesos que   tienen relación con mi vida pueden proporcionarle  una visión de la naturaleza humana que tal vez  

Pueda ampliar sus facultades y su comprensión del  mundo. Sabrá usted de poderes y acontecimientos de   tal magnitud que siempre los creyó imposibles:  pero no tengo ninguna duda de que mi historia   aportará por sí misma las pruebas de que  son verdad los sucesos de que se compone.» 

Evidentemente, podrás imaginar que me sentí  muy halagado por esa demostración de confianza;   sin embargo, apenas podía soportar que  tuviera que sufrir de nuevo el dolor   de contarme sus desgracias. Estaba  deseoso de oír el relato prometido,   en parte por curiosidad, y en parte por el  vivo deseo de intentar cambiar su destino,  

Si es que semejante cosa estaba en mi mano.  Expresé estos sentimientos en mi respuesta.  «Gracias por su comprensión», contestó, «pero  es inútil; mi destino casi está cumplido. No   espero más que una cosa, y luego podré descansar  en paz. Comprendo sus sentimientos», añadió,  

Viendo que yo tenía intención de interrumpirle,  «pero está usted muy equivocado, amigo mío,   si me permite que le llame así. Nada puede cambiar  mi destino: escuche mi historia, y entenderá usted   por qué está irrevocablemente decidido». Luego me dijo que comenzaría a contarme su  

Historia al día siguiente, cuando yo dispusiera  de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más   calurosos agradecimientos. He decidido que todas  las noches, cuando no esté demasiado ocupado,   escribiré lo que me cuente durante el día, con  tanta fidelidad como me sea posible y con sus  

Propias palabras. Y si tuviera muchos compromisos,  al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te   proporcionará un gran placer: pero yo, que  lo conozco, y que escucharé la historia de   sus propios labios, ¡con cuánto interés y con  cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro…! CAPÍTULO 1

Soy ginebrino por nacimiento; y mi familia es una  de las más distinguidas de esa república. Durante   muchos años mis antepasados han sido consejeros  y magistrados, y mi padre había ocupado varios   cargos públicos con honor y buena reputación.  Todos los que lo conocían lo respetaban por su  

Integridad y por su infatigable dedicación  a los asuntos públicos. Dedicó su juventud   a los aconteceres de su país y solo cuando su  vida comenzó a declinar pensó en el matrimonio   y en ofrecer a su patria hijos que pudieran  perpetuar sus virtudes y su nombre en el futuro. 

Como las circunstancias especiales de su  matrimonio ilustran bien cuál era su carácter,   no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus  amigos más íntimos era un comerciante que,   debido a numerosas desgracias, desde una posición  floreciente cayó en la pobreza. Este hombre,  

Cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter  orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir   en la pobreza y en el olvido en el mismo país  en el que antiguamente se había distinguido   por su riqueza y su magnificencia.  Así pues, habiendo pagado sus deudas,  

Del modo más honroso que pudo, se retiró con  su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en   el anonimato y en la miseria. Mi padre quería  mucho a Beaufort, con una verdadera amistad,   y lamentó mucho su retiro en circunstancias  tan desgraciadas. También sentía mucho la  

Pérdida de su compañía, y decidió ir a  buscarlo e intentar persuadirlo de que   comenzara de nuevo con su crédito y su ayuda. Beaufort había tomado medidas muy eficaces para   esconderse y transcurrieron diez meses antes de  que mi padre descubriera su morada. Entusiasmado  

Por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente  a la casa, que estaba situada en una calle   principal, cerca del Reuss. Pero cuando entró,  solo la miseria y la desesperación le dieron la   bienvenida. Beaufort apenas había conseguido  salvar una suma de dinero muy pequeña del  

Naufragio de su fortuna, pero era suficiente para  proporcionarle sustento durante algunos meses;   y, mientras tanto, esperaba encontrar algún  empleo respetable en casa de algún comerciante.   Pero durante ese período de tiempo no  hizo nada; y con más tiempo para pensar,  

Solo consiguió que su tristeza se hiciera más  profunda y más dolorosa, y al final se apoderó   de tal modo de su mente que tres meses después  yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse.  Su hija lo atendía con todo el cariño,  pero veía con desesperación cómo sus  

Pequeños ahorros desaparecían rápidamente y  no había ninguna otra perspectiva para ganarse   el sustento. Pero Caroline Beaufort poseía una  inteligencia poco común y su valentía consiguió   sostenerla en la adversidad. Se buscó un  trabajo humilde: hacía objetos de mimbre,   y por otros medios pudo ganar un dinero  que apenas era suficiente para poder comer. 

Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso  peor; la mayor parte de su tiempo la empleaba   Caroline en atenderlo; sus medios de subsistencia  menguaban constantemente. A los diez meses,   su padre murió entre sus brazos, dejándola  huérfana y desamparada. Este último golpe la  

Abatió completamente y cuando mi padre entró en  aquella habitación, ella estaba arrodillada ante   el ataúd de Beaufort, llorando amargamente.  Se presentó allí como un ángel protector   para la pobre muchacha, que se encomendó a su  cuidado, y después del entierro de su amigo,  

Mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la  protección de un conocido. Dos años después de   esos acontecimientos, la convirtió en su esposa. Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre,   descubrió que los deberes de su nueva situación  le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar  

Muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la  educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba   destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos  y obligaciones. Nadie en el mundo habrá tenido   padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar  y mi salud fueron sus únicas preocupaciones,  

Especialmente porque durante muchos años yo  fui su único hijo. Pero antes de continuar   con mi historia, debo contar un incidente que  tuvo lugar cuando tenía cuatro años de edad.  Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se  había casado muy joven con un caballero italiano.  

Poco después de su matrimonio, ella había  acompañado a su marido a su país natal y durante   algunos años mi padre no tuvo apenas contacto con  ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses   después mi padre recibió una carta de su cuñado,  que le comunicaba su intención de casarse con una  

Dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera  cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su   hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres  como si fuera tu propia hija», decía en la carta,   «y que la eduques en consecuencia. La  fortuna de su madre quedará a su disposición,  

Y te remitiré los documentos para que tú mismo los  custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta   y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú  mismo o encomendar esa tarea a una madrastra».  Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a  Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a  

Su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre  que, en aquel entonces, era la niña más bonita   que había visto jamás y que incluso entonces ya  mostraba signos de poseer un carácter amable y   cariñoso. Estos detalles y su deseo de afianzar  tanto como fuera posible los lazos del amor  

Familiar determinaron que mi madre considerara a  Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró   razones que le impidieran sostener semejante plan. Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se   convirtió en mi compañera de juegos y, cuando  crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de  

Buen carácter, pero divertida y juguetona como un  bichito veraniego. Aunque era despierta y alegre,   sus sentimientos eran intensos y profundos, y muy  cariñosa. Disfrutaba de la libertad más que nadie,   pero tampoco nadie era capaz de obedecer con  tanto encanto a las órdenes o a los gustos de  

Otros. Era muy imaginativa, sin embargo su  capacidad para aplicarse en el estudio era   notable. Elizabeth era la imagen de su espíritu:  sus ojos de color avellana, aunque tan vivos como   los de un pajarillo, poseían una atractiva  dulzura. Su figura era ligera y airosa; y,  

Aunque era capaz de soportar el cansancio y la  fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo.   Aunque yo admiraba su inteligencia y su  imaginación, me encantaba ocuparme de ella,   como lo haría de mi animal favorito;  nunca vi tantos encantos en una persona  

Y en una inteligencia, unidos a tanta humildad. Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los criados   tenían alguna petición que hacer, siempre buscaban  su intercesión. No había entre nosotros ninguna   clase de peleas o enfados. Porque, aunque nuestros  caracteres eran muy distintos, incluso había  

Armonía en esa diferencia. Yo era más calmado  y filosófico que mi compañera. Sin embargo,   no era tan dócil y sumiso. Era capaz de estar  concentrado en el estudio más tiempo, pero no era   tan constante como ella. Me encantaba investigar  lo que ocurría en el mundo… ella prefería ocuparse  

En perseguir las etéreas creaciones de los  poetas. El mundo era para mí un secreto que   deseaba desvelar… para ella era un espacio que  deseaba poblar con sus propias imaginaciones.  Mis hermanos eran considerablemente más  jóvenes que yo, pero yo contaba con un amigo,  

Entre mis compañeros de escuela, que compensaba  esa deficiencia. Henry Clerval era hijo de un   comerciante de Ginebra, un amigo íntimo de  mi padre. Era un muchacho de un talento y una   imaginación singulares. Recuerdo que cuando  solo tenía nueve años escribió un cuento de  

Hadas que fue la delicia y el asombro de  todos sus compañeros. Su estudio favorito   consistía en los libros de caballería  y las novelas; y cuando era muy joven,   puedo recordar que solíamos representar obras de  teatro que componía él mismo a partir de aquellos  

Libros, siendo los principales personajes de las  mismas Orlando, Robín Hood, Amadís y San Jorge.   No creo que hubiera un joven más feliz que yo.  Mis padres eran indulgentes y mis compañeros,   encantadores. Nunca se nos obligó a estudiar y,  por alguna razón, siempre teníamos algún objetivo  

A la vista que nos empujaba a aplicarnos con  fruición para obtener lo que pretendíamos. Era   mediante este método, y no por la emulación, por  lo que estudiábamos. A Elizabeth no se le dijo   que se aplicara especialmente en el dibujo,  para que sus compañeras no la dejaran atrás,  

Pero el deseo de agradar a su tía la empujaba  a representar algunas escenas que le gustaban.   Aprendimos latín e inglés, así que podíamos  leer textos en esas lenguas. Y, lejos de   que el estudio nos pudiera resultar odioso por  los castigos, nos encantaba aplicarnos a ello,  

Y nuestros entretenimientos eran lo que otros  niños consideraban deberes. Quizá no leímos tantos   libros ni aprendimos idiomas con tanta rapidez  como aquellos que siguen una disciplina concreta   con un método preciso, pero lo que aprendimos se  imprimió más profundamente en nuestra memoria.  

En la descripción de nuestro círculo familiar he  incluido a Henry Clerval porque siempre estaba con   nosotros. Iba a la escuela conmigo y generalmente  pasaba la tarde en nuestra casa; como era hijo   único y no tenía con quién entretenerse en casa,  su padre estaba encantado de que encontrara amigos  

En la nuestra; y, en realidad, nunca éramos del  todo felices si Clerval no estaba con nosotros. CAPÍTULO 2 Los acontecimientos que influyen decisivamente  en nuestros destinos a menudo tienen su origen   en sucesos triviales. La filosofía natural es  el genio que ha ordenado mi destino. Así pues,  

En este resumen de mis primeros años, deseo  explicar aquellos hechos que me condujeron a   sentir una especial predilección por  la ciencia. Cuando tenía once años,   fuimos todos de excursión a los baños que hay  cerca de Thonon. Las inclemencias del tiempo nos  

Obligaron a quedarnos todo un día encerrados en la  posada. En aquella casa, por casualidad, encontré   un volumen con las obras de Cornelio Agrippa. Lo  abrí sin mucho interés; la teoría que intentaba   demostrar y los maravillosos hechos que relataba  pronto cambiaron aquella apatía en entusiasmo. Una  

Nueva luz se derramó sobre mi entendimiento;  y, dando saltos de alegría, comuniqué aquel   descubrimiento a mi padre. No puedo dejar de  señalar aquí cuántas veces los maestros tienen   ocasión de dirigir los gustos de sus alumnos  hacia conocimientos útiles y cuántas veces lo  

Desaprovechan inconscientemente. Mi padre observó  sin mucho interés la cubierta del libro y dijo:  —¡Ah… Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor,  no pierdas el tiempo en estas cosas;   no son más que tonterías inútiles. Si en vez de esta advertencia, o incluso  

Esa exclamación, mi padre se hubiera tomado la  molestia de explicarme que las teorías de Agrippa   ya habían quedado completamente refutadas y que  se había instaurado un sistema científico moderno   que tenía mucha más relevancia que el antiguo,  porque el del antiguo era pretencioso y quimérico,  

Mientras que las intenciones del moderno eran  reales y prácticas… en esas circunstancias,   con toda seguridad habría desechado el Agrippa  y, teniendo la imaginación ya tan excitada,   probablemente me habría aplicado a una teoría  más racional de la química que ha dado como  

Resultado los descubrimientos modernos. Es posible  incluso que mis ideas nunca hubieran recibido el   impulso fatal que me condujo a la ruina. Pero  aquella mirada displicente que mi padre había   lanzado al libro en ningún caso me aseguraba que  supiera siquiera de qué trataba, así que continué  

Leyendo aquel volumen con la mayor avidez. Cuando regresé a casa, mi primera ocupación   fue procurarme todas las obras de ese autor  y, después, las de Paracelso y las de Alberto   Magno. Leí y estudié con deleite las locas  fantasías de esos autores; me parecían tesoros  

Que conocían muy pocos aparte de mí; y aunque  a menudo deseé comunicar a mi padre aquellos   conocimientos secretos, sin embargo, su firme  desaprobación de Agrippa, mi autor favorito,   siempre me retuvo. De todos modos, le descubrí  mi secreto a Elizabeth, bajo la estricta promesa  

De guardar secreto, pero no pareció muy interesada  en la materia, así que continué mis estudios solo.  Puede resultar un poco extraño que en el siglo  XVIII apareciera un discípulo de Alberto Magno;   pero yo no pertenecía a una familia de científicos  ni había asistido a ninguna clase en Ginebra. Así  

Pues, la realidad no enturbiaba mis sueños y me  entregué con toda la pasión a la búsqueda de la   piedra filosofal y el elixir de la vida.  Y esto último acaparaba toda mi atención;   la riqueza era para mí un asunto menor, ¡pero qué  fama alcanzaría mi descubrimiento si yo pudiera  

Eliminar la enfermedad de la condición humana  y conseguir que el hombre fuera invulnerable a   cualquier cosa excepto a una muerte violenta! Esas no eran mis únicas ensoñaciones; invocar   la aparición de fantasmas y demonios era una  sugerencia constante de mis escritores favoritos,  

Y yo ansiaba poder hacerlo inmediatamente; y si  mis encantamientos nunca resultaban exitosos,   yo atribuía los fracasos más a mi inexperiencia  y a mis errores que a la falta de inteligencia   o a la incompetencia de mis maestros. Los fenómenos naturales que tienen lugar  

Todos los días delante de nuestros ojos no  me pasaban desapercibidos. La destilación,   de la cual mis autores favoritos eran  absolutamente ignorantes, me causaba asombro, pero   con lo que me quedé maravillado fue con algunos  experimentos con una bomba de aire que llevaba a  

Cabo un caballero al que solíamos visitar. La ignorancia de mis filósofos en estas   y muchas otras disciplinas sirvieron para  desacreditarlos a mis ojos… pero no podía   apartarlos a un lado definitivamente antes de que  algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente. 

Cuando tenía alrededor de catorce años, estábamos  en nuestra casa cerca de Belrive y fuimos testigos   de una violenta y terrible tormenta. Había bajado  desde el Jura y los truenos estallaban unos tras   otros con un aterrador estruendo en los cuatro  puntos cardinales del cielo. Mientras duró la  

Tormenta, yo permanecí observando su desarrollo  con curiosidad y asombro. Cuando estaba allí,   en la puerta, de repente, observé un rayo  de fuego que se levantaba desde un viejo   y precioso roble que se encontraba a  unas veinte yardas de nuestra casa;  

Y en cuanto aquella luz resplandeciente  se desvaneció, pude ver que el roble había   desaparecido, y no quedaba nada allí, salvo  un tocón abrasado. A la mañana siguiente,   cuando fuimos a verlo, nos encontramos el árbol  increíblemente carbonizado; no se había rajado  

Por el impacto, sino que había quedado reducido  por completo a astillas de madera. Nunca vi una   cosa tan destrozada. La catástrofe del  árbol me dejó absolutamente asombrado.  Entre otras cuestiones sugeridas por el  mundo natural, profundamente interesado,  

Le pregunté a mi padre por la naturaleza y el  origen de los truenos y los rayos. Me dijo que era   «electricidad», y me explicó también los efectos  de aquella fuerza. Construyó una pequeña máquina   eléctrica, e hizo algunos pequeños experimentos  y preparó una cometa con una cuerda y un cable  

Que podía extraer aquel fluido desde las nubes. Este último golpe acabó de derribar a Cornelio   Agrippa, a Alberto Magno y a Paracelso, que  durante tanto tiempo habían sido reyes y   señores de mi imaginación. Pero, por alguna  fatalidad, no me sentí inclinado a estudiar  

Ningún sistema moderno y este desinterés tenía  su razón de ser en la siguiente circunstancia.  Mi padre expresó su deseo de que yo asistiera a  un curso sobre filosofía natural, a lo cual accedí   encantado. Hubo algún inconveniente que impidió  que yo asistiera a aquellas lecciones hasta que  

El curso casi hubo concluido. La clase a la que  acudí, aunque casi era la última del curso, me   resultó absolutamente incomprensible. El profesor  hablaba con gran convicción del potasio y el boro,   los sulfatos y los óxidos, unos términos  a los que yo no podía asociar idea alguna:  

Me desagradó profundamente una ciencia que,  a mi entender, solo consistía en palabras.  Desde aquel momento hasta que fui a la  universidad, abandoné por completo mis   antaño apasionados estudios de ciencia  y filosofía natural, aunque aún leía con  

Deleite a Plinio y a Buffon, autores que en mi  opinión eran casi iguales en interés y utilidad.  En aquella época mi principal interés eran las  matemáticas y la mayoría de las ramas de estudio   que se relacionan con esa disciplina. También  estaba muy ocupado en el aprendizaje de idiomas;  

Ya conocía un poco el latín, y comencé a  leer sin ayuda del lexicón a los autores   griegos más sencillos. También sabía inglés  y alemán perfectamente. Y ese era el listado   de mis conocimientos a la edad de diecisiete  años; y se podrá usted imaginar que empleaba  

Todo mi tiempo en adquirir y conservar los  conocimientos de aquellas diferentes materias.  Otra tarea recayó sobre mí cuando me convertí en  maestro de mis hermanos. Ernest era cinco años más   joven que yo y era mi principal alumno. Desde que  era muy pequeño había tenido una salud delicada,  

Razón por la cual Elizabeth y yo habíamos sido  sus enfermeros habituales. Tenía un carácter   muy dulce, pero era incapaz de concentrarse en  ningún trabajo serio. William, el más joven de   la familia, era aún muy niño y la criatura más  bonita del mundo; sus alegres ojos azules, los  

Hoyuelos de sus mejillas y sus gestos zalameros  inspiraban el cariño más tierno. Así era nuestra   vida familiar, de la cual permanecían siempre  alejados las preocupaciones y el dolor. Mi padre   dirigía nuestros estudios y mi madre formaba parte  de nuestros juegos. Ninguno de nosotros gozaba de  

Predilección alguna sobre los demás, y nunca se  escucharon en casa órdenes autoritarias, pero   nuestro cariño mutuo nos empujaba a obedecer y a  satisfacer hasta el más mínimo deseo de los demás. CAPÍTULO 3 Cuando alcancé la edad de diecisiete años, mis  padres decidieron que debería ir a estudiar a  

La Universidad de Ingolstadt. Hasta entonces  yo había asistido a los colegios de Ginebra,   pero mi padre creyó necesario, para completar mi  educación, que debería conocer otras costumbres   y no solo las de mi país natal. Así pues, mi  partida se fijó para una fecha cercana. Pero  

Antes de que llegara el día acordado, sucedió  la primera desgracia de mi vida: un presagio,   podría decirse, de mis futuras desdichas. Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la   dolencia no fue grave y se recuperó rápidamente.  Durante la cuarentena a mi madre le habían dado  

Numerosas razones para persuadirla de que no se  ocupara de cuidarla. Y había accedido a nuestros   ruegos, pero cuando supo que su niña del alma se  estaba recuperando, no pudo seguir privándose de   su compañía y entró en la habitación de la enferma  mucho antes de que el peligro de la infección  

Hubiera pasado. Las consecuencias de esta  imprudencia fueron fatales: tres días después,   mi madre enfermó. Las fiebres eran malignas y el  gesto de quienes la atendían pronosticaba lo peor.   En su lecho de muerte, la fortaleza y la bondad  de aquella admirable mujer no la abandonaron.  

Juntó las manos de Elizabeth y las mías. —Hijos míos —dijo—, había depositado todas   mis esperanzas en vuestra unión. Ahora esa unión  será el consuelo de vuestro padre. Elizabeth,   mi amor, ocupa mi lugar y cuida de tus primos  pequeños. ¡Cuánto lo siento…! ¡Cuánto siento  

Tener que abandonaros…! He sido tan feliz  y tan amada, ¿cómo no me va a ser difícil   separarme de vosotros? Pero esas ideas no deberían  preocuparme ahora; tendré que intentar resignarme   con una sonrisa a la muerte y abrigaré la  esperanza de encontraros en el otro mundo. 

Murió tranquila, y sus rasgos expresaban cariño  incluso en la muerte. No será necesario describir   los sentimientos de aquellos cuyos amados lazos  quedan rotos por ese irreparable mal, el vacío   que deja en las almas y la desesperación que se  muestra en la mirada. Transcurre mucho tiempo  

Antes de que la mente humana pueda convencerse  de que la persona a quien se ve todos los días,   y cuya simple existencia parece parte de la  nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho   tiempo antes de que podamos convencernos de  que la mirada brillante de un ser amado se ha  

Apagado para siempre y de que el sonido de una voz  familiar y querida se ha acallado definitivamente,   y nunca más volverá a escucharse. Estas son las  reflexiones de los primeros días. Pero cuando   el paso del tiempo demuestra que la desgracia es  una realidad, entonces comienza la amargura y el  

Dolor. Sin embargo, ¿a quién no ha arrebatado esa  cruel mano algún ser querido? ¿Y por qué debería   describir yo una pena que todos han sentido  y deben sentir? Al final llega el día en el   que el dolor es más bien una complacencia que una  necesidad, y la sonrisa que juega en los labios,  

Aunque parezca un maldito sacrilegio, ya no se  oculta. Mi madre había muerto, pero nosotros   aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos  seguir con nuestra vida y aprender a sentirnos   afortunados mientras quedara uno de nosotros  a quien la muerte no hubiera arrebatado. 

Mi viaje a Ingolstadt, que había sido aplazado  por esos acontecimientos, se volvió a plantear   nuevamente. Conseguí que mi padre me diera un  plazo de algunas semanas antes de partir. Ese   tiempo transcurrió tristemente. La muerte de  mi madre y mi inmediata partida nos deprimían,  

Pero Elizabeth se esforzaba en devolver el  espíritu de la alegría a nuestro pequeño círculo.   Desde la muerte de su tía, su carácter había  adquirido nueva firmeza y vigor. Decidió cumplir   con sus deberes con la máxima precisión,  y sintió que había recaído sobre ella el  

Imperioso deber de dedicarse por entero  a la felicidad de su tío y sus primos.   Ella me consolaba, entretenía a  su tío, educaba a mis hermanos;   y nunca la vi tan encantadora como en  aquel tiempo, cuando estaba constantemente   intentando contribuir a la felicidad de los  demás, olvidándose por completo de sí misma. 

El día de mi partida finalmente llegó. Yo ya  me había despedido de todos mis amigos, excepto   de Clerval, que pasó con nosotros aquella última  tarde. Lamentó amargamente que le fuera imposible   acompañarme. Pero no había modo de convencer  a su padre para que se separara de su hijo,  

Porque pretendía que se convirtiera en socio  de sus negocios y aplicaba su teoría favorita,   según la cual los estudios eran un asunto  superfluo a la hora de desenvolverse en la   vida diaria. Henry tenía un espíritu delicado,  no tenía ningún deseo de permanecer ocioso y en  

El fondo estaba encantado de convertirse  en socio de su padre, pero creía que un   hombre podía ser un perfecto comerciante y,  sin embargo, poseer una apreciable cultura.  Estuvimos reunidos hasta muy tarde, escuchando  sus lamentos y haciendo muchos y pequeños planes  

Para el futuro. A la mañana siguiente, muy  temprano, partí. Las lágrimas anegaron la   mirada de Elizabeth; se derramaban en parte por la  pena ante mi despedida y en parte porque pensaba   que aquel mismo viaje debía haber tenido lugar  tres meses antes, con la bendición de una madre. 

Me derrumbé en la diligencia que debía llevarme y  me sumí en las reflexiones más melancólicas. Yo,   que siempre había estado rodeado por  los mejores compañeros, continuamente   comprometidos en intentar hacernos felices unos  a otros… Ahora estaba solo. Debería buscarme mis  

Propios amigos en la universidad a la que iba a  acudir, y cuidar de mí mismo. Hasta ese momento,   mi vida había transcurrido en un ambiente  protegido y familiar, y esto había generado   en mí una invencible desconfianza hacia  los desconocidos. Amaba a mis hermanos,  

A Elizabeth y a Clerval: esos eran mis «viejos  rostros conocidos», y me creía absolutamente   incapaz de soportar la compañía de extraños. Tales  eran mis pensamientos cuando comencé el viaje.   Pero a medida que avanzaba, fui animándome y mis  esperanzas resurgieron. Deseaba ardientemente  

Adquirir más conocimientos. Cuando estaba en casa,  a menudo pensaba que sería muy duro permanecer   toda mi juventud encerrado en un solo lugar e  incluso había deseado conocer mundo y buscarme   un lugar en la sociedad entre otros seres humanos.  Ahora mis deseos se habían visto satisfechos y,  

En realidad, habría sido absurdo lamentarlo. Tuve tiempo suficiente para estas y muchas otras   reflexiones durante el viaje a Ingolstadt,  que resultó largo y aburrido. Las agujas   de la ciudad por fin se ofrecieron a  mi vista. Descendí del carruaje y me  

Condujeron a mi solitario apartamento para  que empleara la tarde en lo que quisiera. CAPÍTULO 4 A la mañana siguiente entregué mis cartas de  presentación y me personé ante algunos de los   profesores principales y, entre otros, ante el  señor Krempe, profesor de Filosofía Natural. Me  

Recibió con afabilidad y me hizo algunas preguntas  referidas a mis conocimientos en las diferentes   ramas científicas relacionadas con la filosofía  natural. Con miedo y tembloroso, es cierto,   cité a los únicos autores que había leído sobre  esas materias. El profesor me miró asombrado.  —¿De verdad ha perdido el tiempo  estudiando esas necedades? —me dijo. 

Contesté afirmativamente. —Cada minuto, cada instante   que ha desperdiciado usted en esos libros ha sido  tiempo perdido, completa y absolutamente —añadió   el señor Krempe con enojo—. Tiene usted el cerebro  atestado de sistemas caducos y nombres inútiles.   ¡Dios mío…! ¿En qué desierto ha estado viviendo  usted? ¿Es que no había un alma caritativa que  

Le dijera a usted que esas tonterías que ha  devorado con avidez tienen más de mil años   y son tan rancias como anticuadas? No esperaba  encontrarme a un discípulo de Alberto Magno y   de Paracelso en el siglo de la Ilustración y la  ciencia. Mi querido señor, deberá usted comenzar  

Sus estudios absolutamente desde el principio. Y diciéndome esto, se apartó a un lado y escribió   una lista de varios libros de filosofía natural  que debía procurarme, y me despidió después de   mencionar que a principios de la semana  siguiente tenía intención de comenzar un  

Curso sobre las características generales de  la filosofía natural, y que el señor Waldman,   un colega suyo, daría lecciones de química  los días que él no dictara sus clases.  No regresé a casa muy decepcionado, porque yo  también consideraba inútiles a los escritores  

Que el profesor había reprobado de aquel modo tan  enérgico…, pero tampoco me sentí muy inclinado a   estudiar aquellos libros que había adquirido  por recomendación suya. El señor Krempe era   un hombrecillo pequeño y gordo de voz ronca y  rostro desagradable, así que el profesor no me  

Predisponía a estudiar su materia. Además, yo  tenía mis reparos respecto a la utilidad de la   filosofía natural moderna. Era bien distinto  cuando los maestros de la ciencia perseguían   la inmortalidad y el poder: aquellas ideas,  aunque eran completamente inútiles, al menos  

Tenían grandeza. Pero ahora todo había cambiado:  la ambición del investigador parecía limitarse a   rebatir aquellos puntos de vista en los cuales se  fundaba principalmente mi interés en la ciencia.   Se me estaba pidiendo que cambiara  quimeras de infinita grandeza por   realidades que apenas valían nada. Tales fueron mis pensamientos durante  

Dos o tres días que pasé completamente  solo… pero al comenzar la semana siguiente,   pensé en la información que el señor Krempe  me había dado respecto a los cursos. Y aunque   no tenía ninguna intención de ir a escuchar cómo  aquel profesorcillo vanidoso repartía sentencias  

Desde su púlpito, recordé lo que había dicho del  señor Waldman, a quien yo no conocía, porque hasta   ese momento había permanecido fuera de la ciudad. En parte por curiosidad y en parte por distraerme,   fui al aula en la que el señor Waldman entró poco  después. Este profesor era un hombre muy distinto  

A su colega. Rondaría los cincuenta años, pero  con un aspecto que inspiraba una gran bondad;   algunos cabellos grises cubrían sus sienes,  pero en la parte posterior de la cabeza eran   casi negros. No era muy alto, pero caminaba  notablemente erguido y su voz era la más  

Dulce que yo había oído en mi vida. Comenzó la  lección con una recapitulación de la historia de   la química y de los avances que habían llevado a  cabo muchos hombres de ciencia, pronunciando con   fervor los nombres de los grandes sabios. Después  ofreció una perspectiva general del estado actual  

De la ciencia y explicó muchas de sus bondades.  Después de hacer algunos experimentos sencillos,   concluyó con un panegírico dedicado a la  química moderna; nunca olvidaré sus palabras.  —Los antiguos maestros de la ciencia —dijo—  prometían imposibles y no consiguieron nada.   Los maestros modernos prometen muy  poco. Saben que los metales no pueden  

Transmutarse y que el elixir de la vida  es solo una quimera. Pero estos filósofos,   cuyas manos parecen hechas solo para escarbar en  la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados   a escudriñar en el microscopio o en el crisol,  en realidad han conseguido milagros. Penetran  

En los recónditos escondrijos de la Naturaleza y  muestran cómo opera en esos lugares secretos. Han   ascendido a los cielos y han descubierto cómo  circula la sangre y la naturaleza del aire que   respiramos. Han adquirido nuevos y casi ilimitados  poderes: pueden dominar los truenos del cielo,  

Simular un terremoto, e incluso imitar el  mundo invisible con sus propias sombras.  Salí de allí encantado con este profesor y su  lección, y lo visité aquella misma tarde. En   privado, sus modales eran incluso más amables y  afectuosos que en público. Porque había una cierta  

Dignidad en sus gestos durante sus clases que se  tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa.   Escuchó con atención mi pequeña historia referente  a los estudios y sonrió cuando pronuncié los   nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin  el desprecio que el señor Krempe había mostrado.  

Dijo que «los modernos filósofos estaban en  deuda con el infatigable esfuerzo de esos hombres   que sentaron las bases del conocimiento. Ellos  nos habían encomendado una tarea más sencilla:   dar nuevos nombres y ordenar en clasificaciones  comprensibles los hechos que, en buena parte,  

Ellos habían sacado a la luz. El trabajo del  hombre de genio, aunque esté equivocado o mal   dirigido, muy pocas veces deja de convertirse  en un verdadero beneficio para la humanidad».   Escuché atentamente sus palabras,  pronunciadas sin presunción alguna,   y luego añadí que su lección había apartado de mí  cualquier prejuicio contra los químicos modernos;  

Y también le pedí que me aconsejara  respecto a los libros que debía leer.  —Me alegra mucho tener un nuevo discípulo —dijo  el señor Waldman—; y si se aplica usted al estudio   tanto como parece sugerir su inteligencia, no  tengo duda de que alcanzará el éxito. La química  

Es esa rama de la filosofía natural en la cual se  han hecho y se harán los avances más importantes.   Por eso la escogí como disciplina principal en mi  trabajo. Pero, al mismo tiempo, no he descuidado   otras ciencias. Uno sería un triste químico si  solo estudiara esa materia. Si su deseo realmente  

Es llegar a ser un verdadero hombre de ciencia y  no simplemente un experimentador frívolo, debería   aconsejarle que se aplique a todas las ramas de  la filosofía natural, incluidas las matemáticas.  Luego me llevó a su laboratorio y me  explicó el uso de algunas de sus máquinas,  

Aconsejándome sobre lo que debía comprar  y prometiéndome que me dejaría utilizar   su laboratorio cuando supiera lo  suficiente para no estropear sus   aparatos. También me dio la lista de libros  que le había pedido, y luego nos despedimos.  Así terminó un día memorable para mí,  porque entonces se decidió mi destino. CAPÍTULO 5

Desde aquel día, la filosofía natural y  particularmente la química se convirtieron   prácticamente en mis únicas materias de estudio.  Leí con avidez todos aquellos libros llenos de   genialidades y sabiduría que los modernos  investigadores habían escrito sobre aquellas   materias. Acudí a las clases y cultivé la amistad  de los científicos en la universidad; y encontré,  

Incluso en el señor Krempe, una buena dosis  de sentido común y verdadera sabiduría… unida,   es verdad, a una fisonomía y unos modales  desagradables, pero no por ello menos valiosa.   En el señor Waldman descubrí a un verdadero  amigo. El dogmatismo nunca enturbiaba su bondad  

E impartía sus clases con un aire de franqueza  y buen carácter que desvanecía cualquier idea de   pedantería. Fue quizá el amistoso carácter de este  hombre lo que me inclinó más al estudio de aquella   rama de la filosofía natural que él profesaba, y  no tanto un amor intrínseco por la propia ciencia.  

Pero aquel estado de ánimo solo se produjo  en los primeros pasos hacia el conocimiento;   cuanto más me adentraba en la ciencia, más la  buscaba solo por ella misma. Aquella dedicación,   que al principio había sido una cuestión de deber  y obligación, se tornó después tan apasionada  

E impaciente que muy a menudo las estrellas  desaparecían en la luz de la mañana mientras   yo aún permanecía trabajando en mi laboratorio. Dado que me aplicaba al estudio con tanto celo,   fácilmente puede comprenderse que progresé con  mucha rapidez. De hecho, mi fervor científico  

Era el asombro de los estudiantes y mi dominio de  la materia, el de mi maestro. El profesor Krempe a   menudo me preguntaba, con una maliciosa sonrisa  en sus labios, cómo andaba Cornelio Agrippa,   mientras el señor Waldman expresaba de corazón  los elogios más encendidos ante mis avances.  

Así transcurrieron dos años, en los cuales no  regresé a Ginebra, porque estaba enfrascado   en cuerpo y alma en el estudio de ciertos  descubrimientos que esperaba realizar. Nadie,   salvo aquellos que lo han experimentado, pueden  comprender la fascinación que ejerce la ciencia.  

En otras disciplinas, uno llega hasta donde han  llegado aquellos que lo han precedido, y no puede   llegar a saber nada más; pero en la investigación  científica continuamente se alimenta la pasión   por los descubrimientos y las maravillas.  Una inteligencia de capacidad mediana que  

Se empeña con pasión en un estudio necesariamente  alcanza un gran dominio en dicha disciplina. Y yo,   que continuamente intentaba alcanzar una meta  y estaba dedicado a ese único fin, progresé tan   rápidamente que al final de aquellos dos años  hice algunos descubrimientos para la mejora de  

Ciertos aparatos químicos, lo cual me procuró  gran estima y admiración en la universidad.   Cuando llegué a ese punto y hube aprendido todo lo  que los profesores de Ingolstadt podían enseñarme,   y teniendo en cuenta que mi estancia allí  ya no me procuraría aprovechamiento alguno,  

Pensé en regresar con los míos a  mi ciudad natal, pero entonces se   produjo un suceso que alargó mi estancia allí. Uno de aquellos fenómenos que habían llamado   especialmente mi atención era la estructura del  cuerpo humano y, en realidad, la de cualquier  

Animal dotado de vida. A menudo me preguntaba:  ¿dónde residirá el principio de la vida? Era una   pregunta atrevida y siempre se había considerado  un misterio. Sin embargo, ¿cuántas cosas podríamos   descubrir si la cobardía o el desinterés  no entorpecieran nuestras investigaciones?  

Le di muchas vueltas a estas cuestiones y  decidí que desde aquel momento en adelante me   aplicaría muy especialmente a aquellas ramas de la  filosofía natural relacionadas con la fisiología.   Si no me hubiera animado una  especie de entusiasmo sobrenatural,   mi dedicación a esa disciplina me habría  resultado tediosa y casi insoportable. Para  

Estudiar las fuentes de la vida, debemos  recurrir en primer lugar a la muerte.   Enseguida me familiaricé con la ciencia de la  anatomía, pero no era suficiente. Debía también   observar la descomposición natural y la corrupción  del cuerpo humano. Durante mi educación, mi padre  

Había tomado todo tipo de precauciones para evitar  que mi mente se viera impresionada por terrores   sobrenaturales. Así que yo no recuerdo haber  temblado jamás ante cuentos supersticiosos o haber   temido la aparición de un espíritu. La oscuridad  no ejercía ninguna influencia en mi imaginación;  

Y un cementerio no era para mí más que un conjunto  de cuerpos privados de vida y que, en vez de ser   los receptáculos de la belleza y la fuerza, se  habían convertido en alimento para los gusanos.   Ahora estaba decidido a estudiar la causa y el  proceso de esa descomposición y me vi forzado  

A pasar días y noches enteros en panteones  y osarios. Mi atención se centró en todos   aquellos detalles que resultan insoportablemente  repugnantes a la delicadeza de los sentimientos   humanos. Vi cómo las hermosas formas del hombre se  degradaban y se pudrían; y observé detenidamente  

La corrupción de la muerte triunfando sobre  las rosadas mejillas llenas de vida; vi cómo   los gusanos heredaban las maravillas de los ojos  y el cerebro. Me detuve, examinando y analizando   todos los detalles y las causas a partir de los  cambios que se producían en el proceso de la vida  

A la muerte, y de la muerte a la vida, hasta que  en medio de aquella oscuridad una repentina luz se   derramó sobre mí. Era una luz tan brillante  y maravillosa, y sin embargo tan sencilla,   que, aunque casi me encontraba aturdido ante las  inmensas perspectivas que iluminaba, me sorprendió  

Que yo —entre los muchos hombres de ingenio  que se habían dedicado a la misma disciplina—,   y solo yo, descubriera aquel asombroso secreto. Recuerde: no estoy hablando de las imaginaciones   de un loco. Lo que afirmo aquí es tan cierto como  el sol que brilla en el cielo. Quizá algún milagro  

Podría haberlo conseguido. Pero las etapas de mi  descubrimiento eran claras y posibles. Después   de muchos días y noches de increíble trabajo  y cansancio, conseguí descubrir la causa de la   generación y de la vida. Es más: había conseguido  ser capaz de infundir vida en la materia muerta. 

La sorpresa que experimenté al principio con este  descubrimiento pronto dio paso a la alegría y al   entusiasmo. Después de emplear tanto tiempo en  aquella penosa labor, alcanzar finalmente la cima   de mis deseos era lo más gratificante que me podía  suceder. Pero este descubrimiento era tan grande y  

Abrumador que todos los pasos mediante los cuales  había llegado a él se borraron de mi mente poco a   poco, y me centré únicamente en el resultado.  Aquello que había sido el estudio y el deseo   de los hombres más sabios desde la creación  del mundo se encontraba ahora en mis manos…  

Aunque no se me había revelado todo de  golpe, como si fuera un juego de magia.   La información que yo había obtenido, más que  mostrarme el fin ya conseguido por completo,   tenía otra naturaleza y más bien dirigía mis  esfuerzos hacia el objetivo que tenía en mente.  

Era como aquel árabe que había sido enterrado  con otros muertos y encontró un pasadizo para   volver al mundo, con la única ayuda de  una luz trémula y aparentemente inútil.  Veo, amigo mío, por su interés y por el  asombro y la expectación que reflejan sus ojos,  

Que espera que le cuente el secreto que descubrí…  pero eso no va a ocurrir. Escuche pacientemente   mi historia hasta el final y entonces comprenderá  fácilmente por qué me guardo esa información. No   voy a conducirle a usted, ingenuo y apasionado,  tal y como lo era yo, a su propia destrucción y  

A un dolor irreparable. Aprenda de mí, si no por  mis consejos, al menos por mi ejemplo, y vea cuán   peligrosa es la adquisición de conocimientos  y cuánto más feliz es el hombre que acepta su   lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más  de lo que la naturaleza le permitirá jamás.

CAPÍTULO 6 Cuando me encontré con un poder tan asombroso  en las manos, durante mucho tiempo dudé sobre   cuál podría ser el modo de utilizarlo. Aunque  yo poseía la capacidad de infundir movimiento,   preparar un ser para que pudiera recibirlo  con todo su laberinto inextricable de fibras,  

Músculos y venas aún continuaba siendo un trabajo  de una dificultad y una complejidad inconcebibles.   Al principio dudé si debería intentar crear a  un ser como yo u otro que tuviera una organismo   más sencillo; pero mi imaginación estaba demasiado  exaltada por mi gran triunfo como para permitirme  

Dudar de mi capacidad para dotar de vida a un  animal tan complejo y maravilloso como un hombre.   En aquel momento, los materiales de que disponía  difícilmente podían considerarse adecuados para   una tarea tan complicada y ardua, pero no tuve  ninguna duda de que finalmente tendría éxito  

En mi empeño. Me preparé para sufrir innumerables  reveses; mis trabajos podían frustrarse una y otra   vez y finalmente mi obra podía ser imperfecta;  sin embargo, cuando consideraba los avances que   todos los días se producen en la ciencia y en  la mecánica, me animaba y confiaba en que al  

Menos mis experimentos se convertirían en la  base de futuros éxitos. Ni siquiera me planteé   que la magnitud y la complejidad de mi plan  pudieran ser razones para no llevarlo a cabo.   Y con esas ideas en mente, comencé la creación  de un ser humano. Como la pequeñez de los órganos  

Constituían un gran obstáculo para avanzar con  rapidez, contrariamente a mi primera intención,   decidí construir un ser de una  estatura gigantesca; es decir,   aproximadamente de siete u ocho pies de altura y  con las medidas correspondientes proporcionadas.   Después de haber tomado esta decisión  y tras haber empleado varios meses  

En la recogida y la preparación de  los materiales adecuados, comencé.  Nadie puede siquiera imaginar la cantidad de  sentimientos contradictorios que me embargaron   durante ese tiempo. Cuando el éxito me empujaba  al entusiasmo, la vida y la muerte me parecían  

Ataduras ideales que yo sería el primero en  romper y así derramaría un torrente de luz   en nuestro oscuro mundo. Una nueva especie me  bendeciría como a su creador y fuente de vida;   y muchos seres felices y maravillosos me deberían  sus existencias. Ningún padre podría exigir la  

Gratitud de su hijo tan absolutamente como  yo merecería las alabanzas de esos seres.   Avanzando en estas ideas, pensé que si podía  insuflar vida en la materia muerta, quizá podría,   con el correr del tiempo (aunque en  aquel momento me parecía imposible),  

Renovar la vida donde la muerte aparentemente  había entregado a los cuerpos a la corrupción.  Aquellos pensamientos me animaban mientras  proseguía con mi tarea con un entusiasmo   infatigable. Mi rostro había palidecido con el  estudio y todo mi cuerpo parecía demacrado por el  

Constante confinamiento. Algunas veces, cuando me  encontraba al borde mismo del triunfo, fracasaba,   aunque siempre me aferraba a la esperanza que me  aseguraba que al día siguiente o incluso una hora   después podría conseguirlo. Y la esperanza a la  que me aferraba era un secreto que solo yo poseía;  

Y la luna observaba mis trabajos a medianoche  mientras, con una ansiedad incansable e   implacable, yo perseguía los secretos de  la vida hasta sus más ocultos rincones.   ¿Quién podrá concebir los horrores de mi trabajo  secreto, cuando me veía obligado a andar entre  

Las mohosas tumbas sin consagrar o torturando  animales vivos para conseguir insuflar vida al   barro inerte? Me tiemblan las manos ahora  y siento deseos de llorar al recordarlo;   pero en aquel entonces un impulso irrefrenable y  casi frenético me obligaba a continuar adelante;  

Era como si hubiera perdido el alma  o la sensibilidad para todo excepto   para lo que perseguía. En realidad fue  como un estado de trance pasajero que,   cuando aquel antinatural estímulo dejó  de actuar sobre mí, solo me procuró   una renovada y especial sensibilidad tan  pronto como regresé a mis viejas costumbres.  

Recogí huesos de los osarios y profané con mis  impúdicas manos los secretos del cuerpo humano.   En una sala solitaria —o más bien en un desván,  en la parte alta de una casa, y separado de los   otros pisos por una galería y una escalera—  preparé el taller para mi repugnante creación;  

Mis ojos se salían de sus órbitas y se clavaban  en los diminutos detalles de mi trabajo. Los   quirófanos y el matadero me proporcionaban  la mayor parte de mis materiales, y a menudo   sentía que a mi naturaleza humana le repugnaba  aquella ocupación, pero, aún apremiado por la  

Ansiedad que constantemente me acuciaba, proseguí  con el trabajo hasta que prácticamente le di fin.  Pasaron los meses de verano y yo seguía  enfrascado, en cuerpo y alma, en mi único   objetivo. Fue un verano maravilloso: los campos  pocas veces habían ofrecido unas cosechas tan  

Abundantes y los viñedos rara vez habían  dado una vendimia tan exuberante. Pero mis   ojos permanecían insensibles a los encantos  de la naturaleza, y los mismos sentimientos   que me forzaron a despreciar lo que ocurría a mi  alrededor también me obligaron a olvidar a todos  

Aquellos seres queridos que estaban muy lejos y a  quienes no había visto desde hacía tanto tiempo.   Yo sabía que mi silencio les inquietaba y  recordaba perfectamente las palabras de mi padre:   «Sé que mientras estés contento contigo  mismo, pensarás en nosotros con cariño,  

Y sabremos de ti regularmente. Y debes perdonarme  si considero cualquier interrupción en tu   correspondencia como una prueba de que también  estás descuidando el resto de tus obligaciones.»   Así que sabía perfectamente cuáles serían sus  sentimientos; pero no podía apartar mi mente del  

Trabajo, odioso en sí mismo, pero que se había  apoderado irresistiblemente de mi imaginación.   Era como si deseara apartar de mí todo lo  relacionado con mis sentimientos o mis afectos,   hasta que alcanzara el gran objetivo  que había anulado toda mi vida anterior. 

En aquel momento pensé que mi padre sería  injusto si achacara mi silencio a una conducta   viciosa o a una falta de consideración por  mi parte; pero ahora estoy convencido de que   no se equivocaba en absoluto cuando pensaba que  probablemente yo no estaba libre de toda culpa.  

Un ser humano que desea ser perfecto siempre  debe mantener la calma y la mente serena,   y nunca debe permitir que la pasión o un  deseo pasajero enturbie su tranquilidad.   No creo que la búsqueda del conocimiento sea  una excepción a esta regla. Si el estudio al  

Cual uno se entrega tiene una tendencia a  debilitar los afectos y a destruir el gusto   que se tiene por esos sencillos placeres en  los cuales nada debe interferir, entonces esa   disciplina es con toda seguridad perjudicial,  es decir, impropia de la mente humana. Si esta  

Regla se observara siempre —si ningún hombre  permitiera que nada en absoluto interfiriera en   su tranquilidad y en sus afectos familiares—,  Grecia jamás se habría visto esclavizada,   César habría conservado su patria, América habría  sido descubierta más gradualmente y los imperios  

De México y Perú no habrían sido destruidos. Pero me he descuidado y estoy moralizando   en la parte más interesante de mi relato; y  sus miradas me recuerdan que debo continuar.  Mi padre no me hacía ningún reproche en sus  cartas, y solo hizo referencia a mi silencio  

Preguntándome con más insistencia  que antes por mis ocupaciones.   Pasó el invierno, la primavera y el verano  mientras yo permanecía ocupado en mis trabajos,   pero yo no vi cómo florecían los árboles ni cómo  se llenaban de hojas —y estos eran espectáculos  

Que antes siempre me habían proporcionado  un enorme deleite. Tan ocupado estaba en mi   trabajo. Las hojas de aquel año se marchitaron  antes de que mi trabajo se hubiera acercado a su   final. Y cada día me mostraba claramente que lo  estaba consiguiendo. Pero mi ansiedad amargaba  

Mi entusiasmo y, más que un artista ocupado en  su entretenimiento favorito, parecía un esclavo   condenado a la esclavitud encadenada en las minas  o a cumplir con cualquier otro trabajo infame.   Todas las noches tenía un poco de fiebre  y me convertí en una persona nerviosa,  

Hasta extremos dolorosos… era un sufrimiento que  lamentaba tanto más cuanto que hasta entonces   yo había gozado siempre de una excelente salud y  siempre había presumido de estabilidad emocional.   Pero yo creía que el aire libre y  las diversiones eliminarían pronto   aquellos síntomas, y me prometí disfrutar de esos  entretenimientos cuando finalizara mi creación.

CAPÍTULO 7 Una lluviosa noche de noviembre conseguí por  fin terminar mi hombre; con una ansiedad casi   cercana a la angustia, coloqué a mi alrededor la  maquinaria para la vida con la que iba a poder   insuflar una chispa de existencia en aquella  cosa exánime que estaba tendida a mis pies. Era  

Ya la una de la madrugada, la lluvia tintineaba  tristemente sobre los cristales de la ventana,   y la vela casi se había consumido cuando,  al resplandor mortecino de la luz,   pude ver cómo se abrían los ojos  amarillentos y turbios de la criatura.   Respiró pesadamente y sus miembros  se agitaron en una convulsión. 

¿Cómo puedo explicar mi tristeza ante  aquel desastre…? ¿O cómo describir aquel   engendro al que con tantos sufrimientos  y dedicación había conseguido dar forma?   Sus miembros eran proporcionados, y había  seleccionado unos rasgos hermosos… ¡Hermosos!   ¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el  entramado de músculos y arterias que había debajo;  

Tenía el pelo negro, largo y grasiento;  y sus dientes, de una blancura perlada;   pero esos detalles hermosos solo formaban un  contraste más tétrico con sus ojos acuosos,   que parecían casi del mismo color que las  blanquecinas órbitas en las que se hundían,   con el rostro apergaminado y  aquellos labios negros y agrietados. 

Los diferentes aspectos de la vida no son tan  variables como los sentimientos de la naturaleza   humana. Yo había trabajado sin descanso durante  casi dos años con el único propósito de infundir   vida en un cuerpo inerte. Y en ello había  empeñado mi tranquilidad y mi salud. Lo había  

Deseado con un fervor que iba mucho más allá de  la moderación; pero, ahora que había triunfado,   aquellos sueños se desvanecieron y el horror y  el asco me embargaron el corazón y me dejaron sin   aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser  que había creado, salí atropelladamente de la sala  

Y durante largo tiempo estuve yendo de un lado a  otro en mi habitación, incapaz de tranquilizar mi   mente para poder dormir. Al final, una suerte  de lasitud triunfó sobre el tormento que había   sufrido, y me derrumbé vestido en la cama,  tratando de encontrar unos instantes de olvido.  

Pero fue en vano; en realidad, sí dormí, pero  me vi acosado por horrorosas pesadillas. Veía   a Elizabeth, tan hermosa y joven, caminando por  las calles de Ingolstadt; encantado y sorprendido,   yo la abrazaba; pero cuando le daba el primer  beso, sus labios palidecían con el color de la  

Muerte; sus rasgos parecían cambiar, y pensaba  que estaba sosteniendo en brazos el cadáver de   mi madre muerta; una mortaja envolvía su cuerpo, y  veía cómo los gusanos de la tumba se retorcían en   los pliegues del lienzo. Me desperté sobresaltado  y horrorizado: un sudor frío cubría mi frente,  

Los dientes me castañeaban y tenía convulsiones  en los brazos y las piernas, y entonces,   a la pálida y amarillenta luz de la luna, que  se abría paso entre los postigos de la ventana,   descubrí al engendro… aquel monstruo  miserable que yo había creado.  

Apartó las cortinas de mi cama y sus  ojos… si es que pueden llamarse ojos,   se clavaron en mí. Abrió la mandíbula y susurró  algunos sonidos incomprensibles al tiempo que una   mueca arrugó sus mejillas. Puede que dijera algo,  pero yo no lo oí… alargó una mano para detenerme,  

Pero yo conseguí escapar y corrí escaleras abajo.  Me refugié en un patio que pertenecía a la casa en   la que vivía, y allí me quedé durante el resto de  la noche, paseando de un lado a otro, sumido en la   más profunda inquietud, escuchando atentamente,  captando y temiendo cada sonido como si fuera el  

Anuncio de la llegada de aquel demoníaco cadáver  al que yo desgraciadamente le había dado vida.  ¡Oh…! ¡Ningún ser humano podría soportar  el horror de aquel rostro! Una momia a   la que se le devolviera el movimiento no  sería seguramente tan espantosa como… Él.  

Yo lo había observado cuando aún no estaba  terminado; ya era repulsivo entonces.   Pero cuando aquellos músculos y articulaciones  adquirieron movilidad, se convirtió en una cosa   que ni siquiera Dante podría haber concebido. Pasé una noche espantosa… a veces el pulso   me latía tan rápido y tan fuerte que  sentía las palpitaciones en cada arteria;  

En otras ocasiones, estaba a punto de  derrumbarme en el suelo debido al sueño   y la extrema debilidad; y mezclada con ese horror,  sentí la amargura de la decepción. Las ilusiones,   que habían sido mi sustento y mi descanso  durante tanto tiempo, se habían convertido  

Ahora en un infierno para mí. Y ese cambio había  sido tan rápido, y la derrota tan absoluta…  Al fin llegó el alba, grisácea y lluviosa, e  iluminó, ante mis doloridos y soñolientos ojos,   la iglesia de Ingolstadt, con su aguja blanca  y el reloj, que marcaba las seis de la mañana.  

El portero abrió las puertas del patio que  durante toda la noche había sido mi refugio,   y salí a las calles, y caminé por ellas  a paso rápido, como si quisiera huir del   monstruo al que temía ver aparecer ante mí  al doblar cualquier calle. No me atrevía a  

Volver al apartamento donde vivía, sino que me  sentía impelido a continuar caminando, aunque   estaba empapado por la lluvia que se derramaba  a raudales desde un cielo negro y aterrador.  Continué caminando así durante  algún tiempo, intentando mitigar,   mediante un ejercicio físico violento, la  pesada carga que oprimía mi espíritu. Crucé  

Las calles sin saber claramente adónde me  dirigía o qué estaba haciendo. Mi corazón   palpitaba enfermo de miedo; y me apresuré con  pasos inseguros, sin atreverme a mirar atrás,  como aquel que, en un sendero solitario, hace su camino con temor y miedo, 

Y habiéndose girado una vez, continua andando y no gira más la cabeza,  porque sabe que un terrible demonio le sigue muy de cerca.  Así continué caminando, hasta que al final  llegué frente a la posada en la cual solían  

Parar las diligencias y los carruajes. Allí me  detuve, no sabía por qué, pero permanecí algunos   minutos con la mirada clavada en un carruaje que  venía hacia mí desde el otro extremo de la calle.   Cuando estuvo más cerca, observé que  era una diligencia suiza; se detuvo  

Justo donde yo me encontraba; y, cuando se  abrieron las puertas, vi a Henry Clerval,   que bajó rápidamente en cuanto me vio. —¡Mi querido Frankenstein! —exclamó—. ¡Cuánto   me alegra verte! ¡Qué suerte que estuvieras  aquí en el preciso momento de mi llegada…! 

Nada podía ser mejor que el placer de volver a ver  a Clerval: su presencia me recordaba a mi padre,   a Elizabeth, y todas aquellas escenas hogareñas  tan gratas a mi memoria. Le di un fuerte apretón   de manos y, al menos durante un momento, olvidé  mi horror y mi desgracia. De repente sentí,  

Y por primera vez en muchos meses, una alegría  tranquila y serena. Así, le di la bienvenida a   mi amigo del modo más cordial y juntos caminamos  hacia la universidad. Durante algún tiempo   Clerval estuvo hablándome de nuestros amigos  comunes y de la suerte que había tenido porque  

Le habían permitido venir a Ingolstadt. —Puedes creerme —dijo—: he tenido muchos   problemas para convencer a mi padre de que no es  absolutamente imprescindible que un comerciante   lo ignore todo salvo la contabilidad; y, es  más, creo que no conseguí convencerlo del todo,  

Porque su única respuesta a mis súplicas era la  misma que aquella que daba aquel maestro holandés   en El vicario de Wakefield: «Gano diez mil  florines al año sin necesidad de saber griego, y   como maravillosamente sin el dichoso griego.» Pero  el cariño que siente por mí al final ha vencido  

Su aversión a los estudios, y me ha permitido  emprender esta expedición al país de la sabiduría.  —¿Y mi padre, y mis hermanos,  y Elizabeth? —pregunté.  —Muy bien, y muy felices —contestó—, solo un poco  inquietos porque apenas han tenido noticias tuyas,  

Y, por cierto, creo que tengo que regañarte en  su nombre. Pero… mi querido Frankenstein —añadió,   deteniéndose un poco y mirándome fijamente a la  cara—, no me había fijado en el mal aspecto que   tienes. Estás tan delgado y tan pálido… parece  como si hubieras estado muchas noches en vela. 

—Estás en lo cierto —contesté—; últimamente  he estado muy ocupado en un asunto que no me   ha permitido descansar lo suficiente, como  ves; pero espero, y lo espero de verdad,   que todas esas preocupaciones hayan  terminado… Ya estoy libre, espero.  Yo estaba temblando mucho; era incapaz de pensar  en los sucesos acontecidos la noche anterior,  

Y desde luego ni siquiera podía hablar de  ello. Así que caminaba con paso rápido y   pronto llegamos a la universidad. Entonces pensé  —y aquello me hizo estremecer— que la criatura   que yo había abandonado en mis aposentos aún  podía estar allí, viva y deambulando sin rumbo.  

Yo temía verlo, pero temía aún más que Henry  pudiera descubrir al monstruo. Así que le   rogué que permaneciera unos minutos al pie de  la escalera, y subí corriendo a mi habitación.   Antes de recobrarme del esfuerzo, ya tenía  la mano en el picaporte, pero me detuve,  

Y un escalofrío me estremeció. Abrí la puerta, de  un golpe, como los niños que esperan encontrar a   un fantasma aguardándolos al otro lado. Pero  no había nadie. Avancé temerosamente… la sala   estaba vacía, y mi dormitorio también  estaba libre de aquel espantoso huésped.  

Apenas podía creer que hubiera tenido  tanta suerte; pero cuando me aseguré de   que mi enemigo realmente había huido, aplaudí de  alegría y bajé corriendo para recoger a Henry.  Subimos a mi habitación y luego el criado trajo  el desayuno: pero yo no podía contenerme. No era  

Solo alegría lo que me embargaba; sentía que mi  piel hormigueaba con un exceso de sensibilidad,   y mi pulso latía violentamente. Era incapaz  de quedarme quieto; saltaba sobre las sillas,   aplaudía, y me reía a carcajadas. Al principio,  Clerval atribuyó mi inusual estado de ánimo a la  

Alegría por su llegada; pero cuando me observó más  atentamente, vio una locura en mis ojos en la que   no había reparado; y mis carcajadas destempladas  y desenfrenadas lo asustaron y sorprendieron.  —Mi querido Frankenstein… —gritó—, por el amor  de Dios, ¿qué ocurre? No te rías así. ¡Estás  

Muy enfermo…! ¿Cuál es la causa de todo esto? —No me preguntes —grité, cubriéndome los ojos   con las manos, pues pensé que había visto  al espectro entrando en la habitación—. ¡Él   te lo dirá! ¡Oh, sálvame! ¡Sálvame…! Imaginé que el monstruo me sujetaba;   luché furiosamente y me derrumbé  preso de un ataque de nervios. 

¡Pobre Clerval! ¿Qué debió de pensar? El  reencuentro, que él había esperado con tanta   alegría, se tomaba de aquel modo tan extraño  en amargura. Pero yo no fui testigo de su pena,   porque estaba inconsciente y no recobré el  conocimiento hasta mucho, mucho tiempo después. CAPÍTULO 8

Aquello fue el comienzo de unas fiebres  nerviosas que me tuvieron recluido en cama   durante varios meses. Durante todo ese tiempo,  solo Henry se ocupó de mí. Después averigüé que,   sabiendo que mi padre era muy mayor y que no le  sentaría bien un viaje tan largo, y lo mucho que  

Mi dolencia afectaría a Elizabeth, Henry les había  ahorrado ese sufrimiento ocultándoles la verdadera   dimensión de mi enfermedad. Él sabía que nadie me  cuidaría con más cariño y atención que él mismo;   y, convencido de que me recuperaría,  estaba seguro de que su actuación no  

Había constituido en absoluto un perjuicio,  sino lo mejor que podía hacer por ellos.  Pero yo estaba realmente muy enfermo, y  seguramente nada, salvo las constantes y   continuas atenciones de mi amigo, podría haberme  devuelto a la vida. Siempre tenía ante mí la  

Figura del monstruo al que yo había insuflado  vida, y aparecía en mis delirios constantemente.   Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry:  al principio pensó que eran divagaciones de mi   imaginación desordenada; pero la insistencia  con la cual constantemente recurría al mismo  

Tema le convenció de que mi trastorno tenía  su origen en algún suceso insólito y terrible.  Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas  que asustaban e inquietaban a mi amigo,   me fui recuperando. Recuerdo que la primera  vez que fui capaz de observar las cosas de la  

Calle con cierto placer, me di cuenta de que  las hojas caídas habían desaparecido y que   los tallos verdes comenzaban a brotar en los  árboles. Fue una primavera maravillosa y la   estación sin duda contribuyó en buena medida  a mejorar mi salud durante mi convalecencia.  

También sentí que se reavivaban en mi pecho  sentimientos de alegría y cariño, mi pesadumbre   desaparecía, y muy pronto volví a estar tan alegre  como antes de sufrir aquella fatal obsesión.  —Queridísimo Clerval —dije—, qué bueno y qué  amable has sido conmigo. Todo el invierno,  

En vez de emplearlo en el estudio, tal y  como habías planeado, lo has malgastado   en mi habitación de enfermo… ¿Cómo podré  recompensártelo? Lamento muchísimo haber sido la   causa de este desastre. Espero que me perdones… —Me lo recompensarás si no vuelves a enfermar  

—replicó Henry—, y ponte bueno cuanto  antes. Y puesto que pareces de buen humor,   quizá pueda hablarte de una cosa, ¿te importa? Temblé. ¡Una cosa…! ¿Qué podría ser? ¿Podría   estarse refiriendo a una cosa en la  cual ni siquiera me atrevía a pensar? 

—No te pongas nervioso —dijo Clerval, que se dio  cuenta de que yo palidecía—. No diré nada si te   inquieta. Pero tu padre y tu prima se alegrarían  mucho si recibieran una carta tuya y de tu puño   y letra. Ni siquiera sospechan lo enfermo que has  estado y están preocupados por tu largo silencio. 

—¿Eso es todo? —dije sonriendo—. Mi querido  Henry, ¿cómo puedes imaginar que mis primeros   pensamientos no estarían dedicados  a aquellos seres queridos a quienes   tanto amo y que tanto merecen mi amor? —Dado que te veo tan animado —dijo Henry—,  

Te encantará ver una carta que ha estado ahí  desde hace algunos días; es de tu prima, creo.  Entonces puso la siguiente carta en mis manos: PARA V. FRANKENSTEIN  Ginebra, 18 de marzo de 17** Querido primo:  No puedo describirte la inquietud que tenemos  todos por tu salud. No podemos evitar imaginar que  

Tu amigo Clerval nos está ocultando la verdadera  gravedad de tu enfermedad, porque hace ya varios   meses desde que no recibimos una carta escrita por  ti mismo; y todo este tiempo te has visto obligado   a dictárselas a Henry. Seguramente, Victor, debes  de haber estado muy enfermo; y esto nos entristece  

Mucho, tanto casi como cuando murió tu querida  madre. Mi padre está plenamente convencido de   que estás gravemente enfermo y apenas hemos podido  evitar que emprenda un viaje a Ingolstadt. Clerval   siempre dice en sus cartas que te estás poniendo  mejor; deseo fervientemente que nos confirmes  

Esa idea muy pronto escribiéndonos de tu puño y  letra, porque, Victor, de verdad, de verdad, todo   esto nos tiene muy preocupados. Disipa nuestros  temores, y seremos las criaturas más felices del   mundo. La salud de mi tío es tan buena y está tan  fuerte que parece haber rejuvenecido diez años  

Desde el invierno pasado. Ernest está también tan  cambiado que apenas lo reconocerías; tiene casi   dieciséis años, ya sabes, y ha perdido aquel  aspecto enfermizo que tenía hace algunos años;   está muy bien y muy vigoroso, si puedo utilizar  ese término, aunque resulta muy expresivo. 

Mi tío y yo estuvimos conversando la pasada  noche durante mucho rato sobre la profesión que   debería elegir Ernest. Su mala salud habitual  cuando era pequeño le ha impedido adquirir la   costumbre de estudiar, y continuamente está en  el campo, al aire libre, subiendo las montañas  

O remando en el lago. Así pues, yo propuse que  se hiciera granjero, lo cual, como sabes, primo,   ha sido siempre mi idea favorita. La vida del  granjero es muy saludable y feliz… y al menos   la profesión menos dañina de todas, o mejor  dicho, la más beneficiosa. Mi tío tenía la  

Idea de que estudiara para abogado, porque  con su influencia podría llegar a ser juez.   Pero, aparte de que no está hecho absolutamente  para semejante ocupación, resulta ciertamente más   digno ganarse la vida cultivando la tierra que  siendo confidente y algunas veces cómplice de  

Los vicios de otro, porque esa es la tarea de un  abogado. Yo dije que la ocupación de un granjero   próspero, si no era más honrosa, era al menos una  ocupación más feliz que la de juez, cuya desgracia  

Es estar enfangado siempre en la cara más oscura  de la naturaleza humana. Mi tío sonrió y dijo que   yo misma debería ser abogada, con lo cual se puso  fin a nuestra conversación sobre aquel asunto.  Y ahora debo contarte una pequeña historia que te  encantará. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Quizá  

No te acuerdes; así que te contaré su historia  en pocas palabras. Madame Moritz, su madre,   se había quedado viuda con cuatro niños, de los  cuales Justine era la tercera. La niña había sido   siempre la favorita de su padre; pero, por una  extraña obsesión, su madre no podía soportarla y,  

Después de la muerte del señor Moritz, la  maltrataba horriblemente. Mi tía sabía todo esto   y cuando Justine cumplió los doce años, consiguió  convencer a su madre para que le permitiera vivir   en nuestra casa. Las instituciones republicanas  de nuestro país han promovido costumbres más  

Sencillas y amables que las que prevalecen  en las grandes monarquías que nos rodean.   Y por esa razón hay menos diferencias entre las  clases en las que se dividen los seres humanos;   y las clases más bajas, no siendo ni tan pobres  ni tan despreciadas como en otros lugares,  

Son más educadas y dignas. Un criado en Ginebra no  es lo mismo que un criado en Francia o Inglaterra…   Así que Justine fue acogida en nuestra familia  para aprender las obligaciones de un criado,   las cuales en nuestro afortunado país no incluyen  el sacrificio de la dignidad de un ser humano.  

Me atrevo a decir que ahora lo recordarás todo,  porque Justine era tu gran favorita; y recuerdo   haberte oído decir que si te encontrabas de mal  humor, una mirada de Justine podría disiparlo   por la misma razón que da Ariosto respecto a la  belleza de Angélica: su rostro era todo franqueza  

Y alegría. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo  cual la indujo a darle una educación superior a la   que había previsto para ella. Este regalo se vio  recompensado plenamente: Justine era la criatura   más agradecida del mundo. No quiero decir que  hiciera grandes gestos de agradecimiento —nunca  

La oí decir nada al respecto—, pero una podía  ver en sus ojos que prácticamente adoraba a su   protectora. Aunque era muy divertida, y en muchos  sentidos descuidada, sin embargo prestaba la mayor   atención a cada gesto de mi tía: la consideraba  un modelo de perfección y siempre intentaba imitar  

Sus palabras e incluso sus gestos, de modo que  incluso ahora a menudo me recuerda a mi tía.  Cuando mi querida tía murió, todos estábamos  demasiado ocupados con nuestro propio dolor   para fijarnos en la pobre Justine, que la había  cuidado durante su enfermedad con el mayor de  

Los cariños. La pobre Justine estuvo muy enferma,  pero el destino le tenía reservadas otras pruebas.  Uno tras otro, sus hermanos y su hermana habían  muerto; y su madre se había quedado entonces,   a excepción de su hija repudiada,  sin hijos. La mujer comenzó a  

Sentir remordimientos de conciencia y a  pensar que las muertes de sus queridos   hijos era una maldición del Cielo para  castigar su parcialidad contra Justine.   Ella era católica romana y yo creo que su confesor  azuzó esas ideas que la mujer había concebido.  

Así pues, pocos meses después de tu partida  a Ingolstadt, la madre arrepentida llamó a   Justine y le pidió que volviera a casa. ¡Pobre  muchacha! Lloró cuando abandonó nuestra casa;   estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía;  el dolor había conferido cierta dulzura y una  

Encantadora afabilidad a los gestos que antes  habían llamado la atención por su viveza. Desde   luego, vivir en casa de su madre no fue la mejor  manera de devolverle la alegría. La pobre mujer no   estuvo muy firme en su arrepentimiento. A veces le  suplicaba a Justine que le perdonara su crueldad,  

Pero con mucha más frecuencia la acusaba de ser la  causa de las muertes de sus hermanos y su hermana.   Aquellos constantes vaivenes emocionales  finalmente condujeron a la señora Moritz a   la enfermedad, lo cual al principio  solo incrementó su irritabilidad,   pero ahora ya descansa para siempre: murió  con los primeros fríos, al principio del  

Último invierno. Justine ha vuelto con nosotros,  y te puedo asegurar que la quiero muchísimo. Es   muy inteligente y cariñosísima, y guapa; y, tal y  como mencioné antes, sus gestos y sus expresiones   continuamente me recuerdan a mi querida tía. Debo contarte alguna cosa más, Víctor, sobre  

Nuestro pequeño William. ¡Ojalá pudieras verlo!  Está muy alto para su edad, y tiene unos ojos   azules risueños y dulces, pestañas muy oscuras  y el pelo rizado. Cuando sonríe, aparecen dos   pequeños hoyuelos en sus mejillas, siempre rosadas  y saludables… su barbilla le hace una carita  

Preciosa. Después de esta descripción solo puedo  decir que nuestras visitas dicen mil veces al día:   «Demasiado guapo para ser un niño.» Ya ha tenido  una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es   su favorita: es una niña preciosa de cinco años. Y ahora, querido Víctor, supongo que te encantará  

Saber algunos pequeños cotilleos sobre tus  conocidos. La guapa señorita Mansfeld ya   ha recibido las visitas de felicitación por su  próximo matrimonio con un joven caballero inglés,   John Melbourne. Su espantosa hermana Manon se casó  el otoño pasado con el señor Hofland, el banquero  

Rico. Y vuestro buen amigo del colegio, Louis  Manoir, ha sufrido varias desgracias desde que   Clerval partió de Ginebra. Pero ya ha recobrado  el ánimo y se dice que está a punto de casarse   con una francesa guapísima y muy alegre: madame  Tavernier. Es viuda, y mucho mayor que Manoir,  

Pero todo el mundo la admira y la aprecia. Te he escrito con todo mi buen ánimo, querido   primo, pero no puedo terminar sin preguntarte  angustiada otra vez por tu salud. Querido Víctor:   si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y haz  feliz a tu padre y a todos nosotros o… ni siquiera  

Me atrevo a pensar en la otra posibilidad; ya  estoy llorando… Escribe, mi querido Víctor.  Tu prima, que te quiere muchísimo, ELIZABETH LAVENZA.  —¡Querida, querida Elizabeth…! —exclamé  cuando hube terminado de leer su carta—.   Escribiré inmediatamente y así aliviaré  la angustia que deben de estar sintiendo. 

Escribí, y la tarea me cansó muchísimo;  pero mi recuperación había comenzado y   continuaba satisfactoriamente: en otros  quince días podría abandonar mi alcoba. CAPÍTULO 9 Cuando me recuperé, uno de mis primeros  cometidos fue presentar a Clerval a los   distintos profesores de la universidad. Y al  hacerlo, tuve que someterme a una suerte de  

Tormentosos encuentros que reabrían las heridas  que mi mente había sufrido. Desde aquella noche   fatal —el final de mis trabajos y el principio de  mis desgracias—, había anidado en mí una violenta   antipatía por todo lo relacionado con la filosofía  natural. Además, estando prácticamente recuperado,  

La simple visión del instrumental químico  reavivaba toda la agonía de mis ataques nerviosos.   Henry lo notó y apartó todos aquellos aparatos de  mi vista; también cambió bastante mis aposentos,   porque percibió que yo sentía aversión a la  sala que antiguamente había sido mi taller.  

Pero aquellas precauciones de Clerval no sirvieron  de mucho cuando visité a los profesores. Incluso   el bueno del señor Waldman me torturó cuando  elogió, con amabilidad y afecto, mis asombrosos   avances científicos. Inmediatamente se dio  cuenta de que me disgustaba la conversación;  

Pero, ignorando cuál era la verdadera razón,  atribuyó mis sentimientos a la modestia y me   pareció evidente que cambiaba de asunto —de mis  habilidades a la ciencia en general— con el deseo   de captar mi interés. ¿Qué podía hacer yo? Él  simplemente quería halagarme, pero solo conseguía  

Atormentarme. Me sentí como si fuera colocando,  uno a uno, ante mis ojos, todos aquellos   instrumentos que iban a utilizarse posteriormente  para darme una muerte lenta y cruel.   Yo me retorcía con cada palabra suya, aunque no  me atrevía a mostrar el dolor que sentía. Clerval,  

Cuyas miradas y sentimientos siempre estaban  prestos a descubrir de inmediato las emociones   de los demás, no quiso hablar del tema,  argumentando que no sabía nada de ello;   y la conversación giró hacia otros asuntos de  carácter general. Yo se lo agradecí en el alma,  

Pero no dije nada. Vi claramente que estaba  sorprendido, pero no intentó sonsacarme el   secreto; y aunque yo lo quería con una mezcla  de afecto y respeto sin límites, nunca me   atreví a confesarle aquello que siempre estaba  presente en mis pensamientos, porque temía que  

Al explicárselo a otra persona solo consiguiera  que dejara en mí una huella aún más profunda.  El señor Krempe no fue tan amable; y dada  la condición de extrema sensibilidad,   casi insoportable, en la que me  encontraba entonces, sus encomios   rudos y directos me causaron más dolor que  la benevolente aprobación del señor Waldman. 

—¡Maldito muchacho! —exclamó—. Señor Clerval: le  digo a usted que nos ha sobrepasado a todos… Sí,   sí: piense lo que quiera, pero de todos modos es  la pura verdad. Un mozalbete que apenas hace tres   años creía en Cornelio Agrippa tan firmemente como  en el Evangelio, ahora se ha colocado a la cabeza  

De la universidad; y si no lo expulsamos pronto,  nuestros puestos no estarán seguros… Sí, sí…   —continuó, observando mi gesto de contrariedad—:  el señor Frankenstein es muy modesto,   una excelente cualidad en un hombre joven. Los  jóvenes deberían ser más humildes, ya sabe a qué  

Me refiero, señor Clerval; yo no lo era cuando era  joven, pero eso se pasa cuando uno se hace mayor.  Entonces el señor Krempe comenzó un elogio de sí  mismo y felizmente desvió la conversación de un   asunto que verdaderamente me estaba matando. Clerval no era un científico. Su imaginación  

Era demasiado viva para implicarse en la  minuciosidad de las ciencias. Los idiomas   eran su principal interés, así que deseaba  aprender lo necesario para continuar los   estudios por su cuenta cuando regresara a casa. El  persa, el árabe y el hebreo atrajeron su atención  

Tan pronto como consiguió adquirir un perfecto  dominio del griego y el latín. Por mi parte,   la inactividad siempre me había disgustado, y  ahora que deseaba huir de toda reflexión y me   repugnaban mis antiguos estudios, encontré un gran  alivio al convertirme en compañero de clase de mi  

Amigo, y no hallé solo instrucción sino también  consuelo en las obras de los autores orientales.   Su melancolía es tranquilizadora y su alegría  anima el alma hasta un grado que yo jamás había   experimentado al estudiar a los escritores  de otros países. Cuando uno lee sus textos,  

Parece que la vida consiste en un cálido sol y  jardines de rosas… en las sonrisas y los pucheros   de una encantadora enemiga, y en la ardiente  pasión que consume tu corazón. ¡Qué diferente   de la viril y heroica poesía de Grecia y Roma! El verano transcurrió en medio de aquellas  

Ocupaciones, y mi regreso a Ginebra se fijó  para finales de otoño; pero se retrasó por   varios incidentes y llegó el invierno y la nieve,  los caminos se pusieron intransitables y mi viaje   hubo de aplazarse hasta la primavera siguiente.  Lamenté muchísimo ese retraso, porque deseaba  

De todo corazón volver a ver mi ciudad natal y  a mis seres queridos. Mi regreso solo se había   retrasado tanto porque no deseaba dejar a Clerval  solo en una ciudad extraña antes de que hubiera   conocido a algunas personas. El invierno, de  todos modos, transcurrió muy agradablemente;  

Y aunque la primavera vino bastante tarde, su  belleza compensó su tardanza. Ya se había cumplido   el mes de mayo, y yo esperaba diariamente  la carta que fijara la fecha de mi partida,   cuando Henry me propuso una excursión a pie por  los alrededores de Ingolstadt para que pudiera  

Despedirme del país en el que había vivido durante  tanto tiempo. Accedí con placer a su proposición:   estaba deseoso de hacer un poco de ejercicio, y  Clerval siempre había sido mi compañero favorito   en las caminatas de este tipo que yo solía  emprender por los paisajes de mi país natal.  

Aquella excursión duró quince días. Mi salud y mi  ánimo se habían restablecido hacía tiempo y habían   adquirido renovado vigor con el aire saludable,  los pequeños incidentes habituales del camino y   la conversación de mi amigo. El estudio me había  hecho antisocial: había evitado cualquier relación  

Con mis compañeros. Pero Clerval inspiraba los  mejores sentimientos de mi corazón; de nuevo   me enseñó a amar las formas de la Naturaleza y  las encantadoras caritas de los niños. ¡Qué buen   amigo! ¡Cuán sinceramente me quisiste e intentaste  animar mi espíritu hasta que estuvo al nivel del  

Tuyo! Un objetivo egoísta me había mutilado y  aniquilado, hasta que tu amabilidad y tu afecto   animaron y despertaron mis sentidos. Conseguí  volver a ser la persona alegre que había sido   solo unos años antes, amando a todos y siendo  amado por todos, sin penas ni preocupaciones:  

Cuando me sentía feliz, la Naturaleza inanimada  tenía el poder de proporcionarme las sensaciones   más deliciosas. Un cielo claro y los campos verdes  me extasiaban. Aquella estación fue verdaderamente   maravillosa: las flores de la primavera estallaban  en los parterres mientras las del verano estaban  

Ya a punto de brotar. No me inquietaron los  malos pensamientos que durante el año anterior,   aunque intenté apartarlos por todos los medios,  me habían agobiado como una carga insoportable.   Henry disfrutaba con mi alegría y comprendía  sinceramente mis sentimientos: se esforzaba  

En distraerme, y al tiempo me contaba qué  sentimientos ocupaban su alma. Los recursos   de su ingenio, en esta ocasión, fueron ciertamente  asombrosos. Su conversación era muy imaginativa;   y muy a menudo, imitando a los escritores persas  y árabes, inventaba cuentos maravillosamente  

Fantasiosos e interesantes. En otras ocasiones  recitaba mis poemas favoritos o me enredaba en   conversaciones que sostenía con notable ingenio. Regresamos a la universidad un domingo:   los campesinos disfrutaban en los bailes y todas  las personas que nos encontramos parecían dichosas  

Y felices. Yo mismo estaba muy animado, y caminaba  embargado por sentimientos de alegría y júbilo. CAPÍTULO 10 Cuando regresé a casa, me encontré  la siguiente carta de mi padre.  PARA V. FRANKENSTEIN Ginebra, 2 de junio de 17**  Querido Victor: Probablemente has estado esperando  

Impaciente una carta en la que fijara el día  de tu regreso, y al principio estuve tentado de   escribirte unas líneas, solo para decirte el día  en el que podríamos esperarte… pero eso sería una   cruel amabilidad, y no me atreví a hacerlo. ¡Cuál  sería tu sorpresa, hijo mío, cuando esperaras una  

Bienvenida alegre y feliz, y te encontraras,  por el contrario, lágrimas y desconsuelo! ¿Y   cómo puedo, Victor, contarte nuestra desgracia?  La ausencia no puede haber endurecido tu corazón   frente a nuestras alegrías y nuestras penas. ¿Y  cómo puedo infligir dolor en mi hijo ausente?  

Quisiera prepararte para la dolorosa noticia,  pero sé que es imposible. Ya sé que tu mirada   estará buscando ahora, en estas hojas, las  palabras que te revelarán las horribles noticias…  ¡William ha muerto! El encantador muchacho  cuyas sonrisas me encantaban y me animaban,   aquel que era tan cariñoso y tan  alegre, Victor… ¡ha sido asesinado! 

No intentaré consolarte, simplemente te  relataré las circunstancias de lo sucedido.  El pasado jueves (28 de mayo), mi sobrina, tus dos  hermanos y yo fuimos a dar un paseo a Plainpalais.   La tarde era cálida y tranquila, y prolongamos  nuestro paseo más de lo normal. Ya casi había  

Atardecido cuando decidimos regresar, y entonces  descubrimos que Ernest y William, que se habían   adelantado, habían desaparecido. Así que nos  sentamos en un banco para esperar a que volvieran.   Entonces vino Ernest y preguntó por su  hermano: dijo que había estado jugando con él,  

Y que William se había ido corriendo  para esconderse, y que lo había estado   buscando en vano y que después había estado  esperando mucho rato, pero no había vuelto.  Esto nos asustó bastante y continuamos  buscándolo hasta que cayó la noche;  

Entonces Elizabeth aventuró que tal vez podía  haber regresado a casa. Pero no estaba allí.   Volvimos al lugar con antorchas, porque  yo no podía vivir pensando que mi querido   niño se había perdido y se había quedado a la  intemperie, con la humedad y el rocío de la noche;  

Elizabeth también estaba angustiadísima. Alrededor  de las siete de la mañana descubrí a mi pequeño,   al que la tarde anterior había visto rebosante de  vitalidad y salud: estaba tendido en la hierba,   lívido e inmóvil… la marca de los dedos  de su asesino estaba aún en su cuello. 

Lo llevamos a casa, y la angustia visible en  mi rostro le reveló el secreto a Elizabeth.   Solo quería ver el cadáver. Al principio  intenté evitárselo, pero ella insistió y,   entrando en la habitación en la que yacía,  apresuradamente examinó el cuello de la víctima,  

Y retorciéndose las manos, exclamó: «¡Oh,  Dios mío! ¡He matado a mi querido niño…!»  Se desmayó y solo con mucha dificultad conseguimos  reanimarla; cuando volvió en sí, no hizo más que   llorar y suspirar. Me dijo que aquella misma  tarde William le había estado dando guerra  

Para que le permitiera llevar una miniatura  muy valiosa que tu madre le había regalado.   Este retrato ha desaparecido y, sin duda, fue el  motivo por el cual el asesino cometió el crimen.   Hasta el momento no hay ni rastro de  él, aunque no hemos cesado en nuestras  

Indagaciones para descubrirlo; pero eso  no nos devolverá a mi querido William.  Vuelve, querido Victor: solo tú puedes consolar  a Elizabeth. Llora constantemente y se acusa a sí   misma, injustamente, de ser la causa de la muerte  del niño… sus palabras me parten el corazón. Todos  

Estamos muy abatidos; pero ¿no será ese un motivo  más, hijo mío, para que regreses y seas nuestro   consuelo? ¡Tu querida madre…! ¡Ay, Victor! ¡Te  aseguro que doy gracias a Dios porque no vive para   ver la muerte cruel y miserable de su pequeño! Vuelve, Victor, pero no regreses albergando  

Ideas de venganza contra el asesino, sino con  sentimientos de paz y cariño que puedan curar las   heridas de nuestro espíritu, en vez de abrirlas.  Entra en esta casa de luto, hijo querido,   pero con dulzura y afecto para aquellos que  te aman, y no con odio hacia tus enemigos. 

Tu desdichado padre, que te quiere, ALPHONSE FRANKENSTEIN.  Clerval, que había estado observando  mi rostro mientras leía la carta,   se sorprendió al observar la desesperación  que sucedía a la alegría que mostré al recibir   noticias de mis seres queridos. Tiré la carta  en la mesa y me cubrí el rostro con las manos. 

—Mi querido Frankenstein —exclamó Henry cuando me  vio llorar con amargura—, ¿es que siempre tienes   que estar triste? Amigo mío, ¿qué ha ocurrido? Le indiqué que cogiera la carta y la leyera,   mientras yo iba de un lado a otro de la  habitación, nervioso hasta la desesperación.  

Los ojos de Clerval también derramaron  lágrimas cuando leyó el relato de mi desgracia.  —No puedo consolarte de ningún modo,   amigo mío —dijo—. Tu tragedia es  irreparable. ¿Qué piensas hacer?  —Ir inmediatamente a Ginebra; ven conmigo,  Clerval, para pedir unos caballos.  Por el camino, Henry intentó animarme.  No lo hizo con los tópicos habituales,  

Sino mostrando una verdadera comprensión. —Pobre William —dijo—, pobre chiquillo;   ahora descansa junto a su angelical madre.  Sus seres queridos están de luto y lo lloran,   pero él ya descansa: ya no siente las garras  del asesino; la hierba cubre su precioso cuerpo,  

Y ya no sufre. Ya no podemos tener lástima por  él; los que han quedado vivos son los que más   sufren y, para ellos, el tiempo será el único  consuelo. Aquellas máximas de los estoicos,   según los cuales la muerte no se podía considerar  un mal y que la mente del hombre debería estar  

Por encima de la desesperación que produce la  ausencia eterna del ser amado, no deberían ni   siquiera tenerse en consideración… incluso  Catón lloró sobre el cadáver de su hermano.  Clerval decía estas cosas mientras caminábamos  aprisa por las calles; las palabras se grabaron  

En mi mente y las recordé después, cuando  estuve en soledad. Pero en aquel momento,   en cuanto llegaron los caballos, salté  al cabriolé y le dije adiós a mi amigo.  El viaje fue muy triste. Al principio solo  quería ir deprisa, porque deseaba consolar y  

Confortar a mis seres queridos, tan apenados; pero  a medida que me fui acercando a mi ciudad natal,   fui también acortando el paso. Apenas podía  soportar la avalancha de sentimientos que   se agolpaban en mi mente. Pasé por paisajes  que conocía bien desde mi juventud y que no  

Había visto desde hacía casi cinco años. ¿Cómo  habría cambiado todo durante todo ese tiempo? Un   cambio enorme, repentino y desolador había tenido  lugar; pero mil pequeñas circunstancias podrían   haber producido otras alteraciones poco a poco,  y aunque se hubieran producido más pausadamente,  

No serían menos decisivas. El temor me invadió;  me daba miedo avanzar, aterrorizado ante mil   peligros ocultos que me hacían temblar,  aunque era incapaz de describirlos.  Me quedé en Lausana dos días, incapaz  de seguir adelante. Contemplé el lago:   las aguas parecían tranquilas; todo en derredor  estaba en calma; y las montañas nevadas,  

Los «Palacios de la Naturaleza», no habían  cambiado. Poco a poco aquella calma y aquel   paisaje celestial me reanimó, y continué mi  viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto   a la orilla del lago, y se hacía cada vez más  estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad  

Natal. Distinguí muy claramente las negras laderas  del Jura y la brillante cumbre del Mont Blanc.   Y lloré como un niño. «¡Queridas  montañas…! ¡Mi precioso lago!   ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo?  Vuestras cumbres son blancas, el cielo y   el lago son azules… ¿Es esto un presagio de  felicidad o una burla de mis desgracias?» 

Me temo, amigo mío, que le resultaré tedioso si  sigo entreteniéndome en estos prolegómenos; pero   aquellos fueron días de relativa felicidad, y los  recuerdo con placer. ¡Mi tierra, mi amada tierra!   ¿Quién, sino uno de tus hijos, puede comprender  el placer que sentí al ver de nuevo tus arroyos,  

Tus montañas y, sobre todo, tu precioso lago? Sin embargo, a medida que me acercaba a casa,   la tristeza y el temor me invadieron. La noche  se cerró a mi alrededor, y cuando apenas podía   ver las oscuras montañas, mis sentimientos  se tornaron más sombríos. Imaginé todos los  

Peligros posibles y me convencí de que estaba  destinado a convertirme en el más desdichado   de todos los seres humanos. ¡Dios mío! ¡Cuánta  razón tenía en mis presagios! Y solo me equivoqué   en una única circunstancia: que, en todas  las desgracias que imaginé y temí, no pude  

Ni siquiera sospechar ni la centésima parte de la  angustia que el destino me obligaría a soportar. CAPÍTULO 11 Ya era noche cerrada cuando llegué; las puertas de  Ginebra ya estaban cerradas; y decidí pernoctar en   Secheron, una aldea que se halla a media legua  al este de la ciudad. El cielo estaba sereno;  

Y como me era imposible descansar, decidí ir a  ver el lugar en el que mi pobre William había sido   asesinado; mientras caminaba, vi que una tormenta  se estaba formando al otro lado del lago. Vi cómo   los rayos trazaban bellísimas figuras y subí a una  colina desde la que podía ver cómo centelleaban.  

La tormenta avanzó hacia donde yo me encontraba, y  pronto pude sentir cómo poco a poco iba cayendo la   lluvia, al principio con gruesas gotas, aunque  enseguida se desató con furiosa violencia.  Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la  tormenta se hacían más intensas a cada instante,  

Y los truenos estallaban con un terrorífico  estrépito. Se oían los ecos en la Salêve,   en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos  destellos de rayos me cegaban los ojos,   e iluminaban el lago; entonces, durante un  instante, todo parecía quedar sumido en la  

Oscuridad, hasta que el ojo se recobraba del  destello anterior. La tormenta, como sucede   a menudo en Suiza, apareció en varios lugares  del cielo a un tiempo. La parte más violenta   se encontraba exactamente al norte de la ciudad,  sobre la parte del lago que se extiende entre el  

Promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt. Otra  tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos;   y otra oscurecía y a veces descubría la Mole,  una montaña escarpada situada al este del lago.  Mientras iba observando la tormenta —tan  hermosa y, sin embargo, tan aterradora—,  

Continué caminando con paso apresurado. Aquella  noble batalla en los cielos elevaba mi espíritu;   cerré los puños y exclamé a gritos: «¡William, mi  querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu   elegía!» Cuando pronuncié esas palabras, entreví  en la oscuridad una figura que se ocultó tras  

Un grupo de árboles que había cerca. Permanecí  observando fijamente, intentando divisar algo;   seguro que no me había equivocado; el fulgor de un  rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca   figura; y la deformidad de su aspecto,  más espantosa que cualquier cosa humana,  

Me confirmaron quién era. Era el engendro, el  repulsivo demonio al que yo había dado vida.   ¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino  de mi hermano? La simple idea me estremecía.   Apenas esa sospecha cruzó mi imaginación, llegué  a la conclusión de que era completamente cierta…  

Mis dientes castañetearon, y me vi obligado a  recostarme contra un árbol para mantenerme en pie.   La figura pasó rápidamente frente a mí, y  la volví a perder en la oscuridad. ¡Así que   él era el asesino…! Nada que tuviera forma  humana podría haber destruido la vida de  

Aquel precioso niño. ¡Él era el asesino! No  tenía ninguna duda. La simple existencia de   aquella idea era una prueba irrefutable de los  hechos. Pensé en perseguir a aquel demonio,   pero habría sido en vano, porque otro relámpago  lo iluminó y lo pude ver encaramándose entre las  

Rocas de la pendiente casi perpendicular del Monte  Salêve; enseguida alcanzó la cumbre y desapareció.  Permanecí inmóvil; los truenos cesaron, pero la  lluvia aún continuó cayendo, y la escena quedó   envuelta en una impenetrable oscuridad. Volví a  pensar una vez más en los acontecimientos que,  

Hasta ese momento, solo había intentado obviar:  todos los pasos que di hasta completar mi   creación, el resultado del trabajo de mis propias  manos, vivo y junto a mi cama, y su desaparición.   Casi habían transcurrido dos años desde la noche  en la que se le dio la vida, ¿y aquel había sido  

Su primer crimen? ¡Dios mío! Había arrojado  al mundo a un engendro depravado cuyo único   placer era el asesinato y el crimen, porque…  ¿acaso no había asesinado a mi hermano?  Nadie puede imaginar la angustia que viví durante  el resto de la noche, que pasé helado y empapado,  

A la intemperie. Pero no sentía las inclemencias  del tiempo; mi imaginación estaba demasiado   ocupada en escenas de maldad y desesperación.  Pensé en el ser a quien había arrojado en medio   de la humanidad y a quien había dotado de voluntad  y de poder para ejecutar sus horrorosos proyectos,  

Como aquel que había llevado a cabo, casi  como si fuera mi propio vampiro, mi propio   espíritu liberado de la tumba y obligado  a destruir a todos aquellos que yo amaba.  Amaneció, y dirigí mis pasos hacia la ciudad;  las puertas estaban abiertas y me encaminé  

Hacia la casa de mi padre. Mi primera idea  fue comunicar a todo el mundo lo que sabía   del asesino y proponer que se organizara una  persecución inmediata. Pero me contuve cuando   pensé en la historia que tendría que contar. Me  había encontrado a medianoche en los precipicios  

De una montaña inaccesible con un ser… al que yo  mismo había creado y al que había dotado de vida.   La historia era de todo punto inconcebible, y  sabía bien que si cualquier otro me la hubiera   contado a mí, la habría considerado como el  producto enloquecido de un delirio. Además, la  

Extraña naturaleza de la bestia conseguiría eludir  la persecución, aun cuando yo consiguiera que me   creyeran y los convenciera para que la pusieran en  marcha. Además, ¿de qué serviría una persecución?   ¿Quién podría arrestar a una criatura capaz de  escalar las paredes verticales del Monte Salêve?   Estas ideas me convencieron  y decidí guardar silencio. 

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando  entré en casa de mi padre. Les pedí a los criados   que no despertaran a la familia y fui a la  biblioteca para esperar a que se hiciera la   hora en que solían levantarse. Habían transcurrido  cinco años —habían pasado como un sueño, salvo por  

Una marca indeleble— y ahora me encontraba  en el mismo lugar en el que había abrazado   a mi padre por última vez antes de mi partida  hacia Ingolstadt. ¡Querido y venerado padre! Aún   me quedaba él. Observé un retrato de mi madre,  que colgaba sobre la chimenea. Era una pintura  

Histórica, un retrato realizado por encargo de  mi padre, y representaba a Caroline Beaufort,   desesperada de dolor, arrodillada junto al ataúd  de su querido padre. Su atuendo era rústico, y sus   mejillas aparecían pálidas; pero había un aire  de dignidad y belleza que difícilmente admitía  

Un sentimiento de compasión. Debajo de este  cuadro había un retrato en miniatura de William,   y se me saltaron las lágrimas cuando me detuve en  él. Cuando así estaba absorto, entró Ernest… me   había oído llegar, y había bajado apresuradamente  a recibirme. Mostró una inmensa alegría al verme. 

—Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—.  Ah, ojalá hubieras venido hace tres meses:   entonces nos habrías encontrado a todos  alegres y contentos. Pero ahora somos   tan desgraciados que me temo que solo  te darán la bienvenida las lágrimas,   en vez de las sonrisas. Nuestro padre está tan  triste… parece que ha renacido en su espíritu  

La pena que sintió por la muerte de mamá, y la  pobre Elizabeth no encuentra consuelo en nada.  Ernest comenzó a llorar mientras  decía aquellas palabras.  —No, no… —le dije—, no me recibas así;  intenta tranquilizarte, que no puedo   sentirme absolutamente destrozado en  el momento en que entro en la casa de  

Mi padre después de una ausencia tan larga.  Pero, dime, ¿cómo sobrelleva mi padre estas   desgracias? ¿Y cómo está mi pobre Elizabeth? —Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—.   Se culpa de haber causado la muerte de mi  hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada;  

Pero desde que se ha descubierto al asesino… —¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—.   ¡Dios bendito! ¿Cómo puede ser? ¿Quién  se atrevió a perseguirlo? Es imposible;   ¡sería tanto como intentar atrapar los vientos o  contener un torrente de la montaña con una rama! 

—No sé qué quieres decir… —replicó Ernest—. Pero  a todos nos entristeció cuando la descubrieron.   Nadie podía creerlo al principio; y ni siquiera  ahora Elizabeth está totalmente convencida,   a pesar de todas las pruebas. En efecto,  ¿quién podría imaginar que Justine Moritz,  

Que había sido tan amable y tan cariñosa con  toda la familia, podría llegar a ser tan malvada?  —¡Justine Moritz…! —grité—. ¡Pobre, pobre  muchacha! ¡Así que la han acusado a ella…!   Pero… es una equivocación; todo  el mundo tiene que darse cuenta  

De eso. Nadie puede creerlo, ¿verdad, Ernest? —Nadie lo creía al principio —dijo mi hermano—,   pero se descubrieron varias circunstancias  que nos obligaron a convencernos; y su propio   comportamiento ha sido tan confuso y añade tal  relevancia a las pruebas mostradas que, me temo,  

No deja lugar a dudas; la juzgarán  hoy, así que podrás saberlo todo.  Me contó que la mañana en que se descubrió  el asesinato del pobre William, Justine se   puso enferma y se quedó en cama; y, varios días  después, una de las criadas, cuando por casualidad  

Revisaba el vestido que había llevado la noche del  asesinato, descubrió en su bolsillo el retrato de   mi madre, que hasta entonces se consideraba el  móvil del crimen. La criada inmediatamente se lo   mostró a uno de los otros criados, quien, sin  decir ni una palabra a ninguno de la familia,  

Fue al magistrado, que ordenó apresar a Justine.  Cuando fue acusada de los hechos, su extrema   confusión confirmó en gran medida la sospecha. Era una historia extraña, pero no me convenció;   y contesté con vehemencia: —¡Estáis todos equivocados!   ¡Yo conozco al asesino! Justine…  pobre, pobre Justine, es inocente. 

En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza  profundamente grabada en sus facciones,   pero intentó darme la bienvenida cordialmente  y, después de intercambiar tristes saludos,   habría hablado de cualquier otra cosa que no fuera  nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:  —¡Dios bendito, papá! Victor dice que  sabe quién asesinó al pobre William… 

—Nosotros también, desgraciadamente  —contestó mi padre—; y, desde luego,   habría preferido no saberlo en vez de descubrir  tanta depravación e ingratitud en una persona a   la que tenía en gran estima. —Querido padre —exclamé—,   estáis equivocados. ¡Justine es inocente…! —Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida  

Que la condenen como culpable. Hoy la juzgarán,  y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.  Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba  firmemente convencido en mi interior de que   Justine, es más, de que ningún ser humano era  culpable de aquel crimen. Así pues, no temía que  

Pudiera aportarse ninguna prueba circunstancial  con la suficiente fuerza como para inculparla;   y con esta seguridad, me tranquilicé,   esperando el juicio con inquietud  pero sin augurar un mal resultado. CAPÍTULO 12 Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El  tiempo había operado grandes cambios en su  

Aspecto desde la última vez que la había visto.  Cinco años antes era una muchacha bonita y alegre,   a quien todos querían y mimaban. Ahora era una  mujer tanto en la estatura como en la expresión   de su rostro, que me pareció absolutamente  adorable. Su frente, despejada y amplia daba  

Cuenta de una sobrada inteligencia unida a una  gran franqueza. Sus ojos eran avellanados y   denotaban una extraordinaria dulzura, ahora  mezclada con la tristeza por las recientes   penas. Sus cabellos tenían un oscuro color  castaño rojizo; su tez era blanca, y su figura,  

Ligera y graciosa. Me saludó con todo el cariño. —Tu llegada, mi queridísimo primo —dijo—,   me llena de esperanza. Quizá descubras algún medio  de demostrar la inocencia de mi pobre Justine. Ay,   Dios mío… Si la culpan de asesinato, ¿quién  podría estar seguro? Confío en su inocencia  

Con tanta certeza como en la mía propia. Esta  desgracia es el doble de cruel para nosotros.   No solo hemos perdido a nuestro querido  niño, sino que, además, un destino aún más   cruel nos va a arrebatar a esta muchacha, a quien  sinceramente aprecio. ¡Oh, Dios! Si la condenan,  

No volveré a saber qué es la alegría jamás.  Pero no la condenarán, estoy segura de que no   la condenarán; y volveré a ser feliz de nuevo, a  pesar de la triste muerte de mi pequeño William.  —Es inocente, mi querida Elizabeth  —dije—, y se demostrará; no temas nada,  

Y tranquiliza tu espíritu con el  convencimiento de que va a ser absuelta.  —¡Qué bueno eres! —contestó Elizabeth—.  Todos los demás creen que es culpable,   y eso me hace muy desgraciada; porque yo  sé que eso es imposible, y ver a todos los   demás tan decididamente predispuestos contra  ella me hacía sentir perdida y desesperada. 

Comenzó a llorar. —Mi dulce sobrina —dijo mi padre—,   seca tus lágrimas; si es inocente, como  crees, confía en la justicia de nuestros   jueces y en mi firme decisión de impedir que  haya la más mínima sombra de parcialidad.  Pasamos unas horas muy tristes hasta las once,  cuando estaba previsto que comenzara el juicio.  

Puesto que el resto de la familia estaba  obligada a asistir en calidad de testigos,   los acompañé al tribunal. Durante toda aquella  maldita farsa de juicio, sufrí una verdadera   tortura. Se iba a decidir si el resultado de mi  curiosidad y mis experimentos ilegales eran la  

Causa de la muerte de dos de mis seres queridos:  el primero, un niño alegre, inocente y lleno de   alegría; la otra, asesinada de un modo aún más  terrible, con todos los agravantes de una infamia   que podría hacer que aquel asesinato quedara  registrado para siempre en los anales del horror.  

Justine también era una buena muchacha y poseía  cualidades que le auguraban una vida feliz;   ahora todo iba a quedar destruido y olvidado  en una ignominiosa tumba… ¡y yo tenía la culpa!   Mil veces me habría confesado culpable  del crimen que se le achacaba a Justine;  

Pero yo estaba ausente cuando se cometió, y  una declaración semejante se habría considerado   como la locura de un necio y ni siquiera podría  exculpar a la que iba a ser castigada por mí.  Justine parecía tranquila. Iba vestida de  luto; y sus facciones, siempre atractivas,  

Se habían tornado exquisitamente hermosas por  la gravedad de sus sentimientos. Incluso parecía   confiar en su inocencia y no temblaba, aunque  había muchas personas mirándola e insultándola.   Toda la piedad que su belleza podría  haber suscitado en los demás fue   arrasada por el recuerdo de la enormidad que,  se suponía, había cometido. Estaba tranquila,  

Aunque su tranquilidad era evidentemente  forzada; y como su confusión se había   aducido anteriormente como una prueba de su  culpabilidad, se esforzaba en mantener una   apariencia de serenidad. Cuando entró en la sala  del tribunal, miró a su alrededor e inmediatamente   descubrió dónde estábamos sentados. Las  lágrimas parecieron enturbiar su mirada,  

Pero se recobró, y una mirada de triste cariño  pareció atestiguar su irrefutable inocencia.  El juicio comenzó; y después de que el abogado  hubiera sentado los cargos contra ella,   se llamó a varios testigos. Algunos hechos  casuales se confabularon contra ella, lo  

Cual habría asombrado a cualquiera que no tuviera  una prueba de su inocencia como la que tenía yo.   Ella había estado fuera toda la noche  en la cual se cometió el asesinato,   y por la mañana temprano había sido  vista por una mujer del mercado,  

No lejos del lugar donde posteriormente se  encontró el cuerpo del muchacho asesinado.   La mujer le preguntó qué hacía allí… pero ella  la miró de un modo muy raro y solo le devolvió   una respuesta confusa e ininteligible.  Regresó a casa alrededor de las ocho,  

Y cuando alguien le preguntó dónde había pasado la  noche, contestó que había estado buscando al niño   y preguntó vehementemente si alguien sabía algo  del pequeño. Cuando trajeron el cuerpo a la casa,   sufrió un violento ataque de histeria y tuvo  que guardar cama durante varios días. Entonces  

Se mostró públicamente el retrato que la criada  había encontrado en su bolsillo, y un murmullo de   indignación y horror recorrió la sala del tribunal  cuando Elizabeth, con voz temblorosa, admitió que   era el mismo que había puesto en el cuello del  niño una hora antes de que se le echara en falta. 

Se llamó entonces a Justine para que se  defendiera. A medida que se había desarrollado   el juicio, su rostro se había ido alterando.  La sorpresa, el horror y el dolor se hacían   ahora muy evidentes. A veces luchaba contra sus  lágrimas; pero cuando se le pidió que hablara,  

Hizo acopio de todas sus fuerzas y habló en  un tono audible aunque con voz temblorosa.  —Dios sabe que soy absolutamente inocente —dijo—.  Pero no espero que me absuelvan por lo que vaya   a decir aquí: baso mi inocencia en la simple  explicación de los hechos que se aducen contra mí;  

Y espero que la reputación de la que  siempre he gozado incline a mis jueces   a una interpretación favorable allí donde alguna  circunstancia aparezca como dudosa o sospechosa.  Entonces explicó que, con permiso de Elizabeth,  había pasado aquella tarde, cuando se perpetró  

El crimen, en casa de una tía que vive en Chêne,  una aldea que se encuentra aproximadamente a una   legua de Ginebra. Cuando volvía, alrededor de las  nueve, se encontró con un hombre que le preguntó   si había visto al niño que se había perdido.  Aquello la asustó y pasó varias horas buscándolo;  

Entonces cerraron las puertas de Ginebra y se vio  obligada a permanecer varias horas de la noche en   una granja; pero, incapaz de descansar o dormir,  se levantó muy pronto para volver a buscar a mi   hermano. Si había llegado cerca del lugar en  el que yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Y no  

Era sorprendente que se hubiera mostrado confusa  cuando aquella mujer del mercado le hizo algunas   preguntas, puesto que estaba desesperada por la  pérdida del pobre William. Respecto al retrato en   miniatura, no podía dar ninguna explicación. —Ya sé cuán grave y fatalmente pesa esta   circunstancia concreta contra mí —añadió  la infeliz—, pero no puedo explicarlo;  

He confesado mi absoluta ignorancia  al respecto, y solo me resta hacer   suposiciones respecto a las razones por las  cuales se colocó ese objeto en mi bolsillo.   Pero también aquí tengo que detenerme. Creo que no  tengo ningún enemigo en el mundo… y con seguridad,  

Ninguno que pudiera haber sido tan malvado  como para destruirme tan gratuitamente. ¿Lo   puso el asesino ahí? No tengo conciencia  de haberle dado ninguna oportunidad para   que lo hiciera; y si ciertamente le  ofrecí sin querer esa oportunidad,   ¿por qué habría robado la joya el asesino  si pensaba desprenderse de ella tan pronto? 

»Pongo mi causa en manos de la justicia de los  jueces, aunque comprendo que no hay lugar para la   esperanza. Y ruego que se permita que se pregunte  a algunos testigos respecto a mi carácter;   y si sus testimonios no prevalecen sobre  mi supuesta culpabilidad, tendré que ser  

Condenada, aunque yo preferiría fundar mis  esperanzas de salvación en mi inocencia.  Fueron citados varios testigos que la habían  conocido desde hacía muchos años, y todos hablaron   bien de ella; pero el temor y la aversión por  el crimen del cual la creían culpable los tornó  

Temerosos y poco vehementes. Elizabeth vio que  incluso este último recurso, su disposición y   su conducta excelentes e irreprochables, también  iba a fallarle a la acusada, y entonces, aunque   terriblemente nerviosa, pidió permiso para hablar. —Soy —dijo— la prima del infeliz niño que fue  

Asesinado… o más bien, su hermana, porque fui  educada por sus padres y viví con ellos desde   mucho antes incluso de que él naciera; así que tal  vez se considere improcedente que declare aquí;   pero cuando veo a una criatura como ella estar  en peligro solo por la cobardía de sus supuestos  

Amigos, deseo que se me permita hablar para poder  decir lo que sé de su carácter. La conozco bien.   He vivido en la misma casa, con ella, al principio  durante cinco años, y más adelante, casi otros  

Dos. Durante todo ese tiempo me ha parecido la  criatura más amable y buena. Cuidó a mi tía en su   última enfermedad con el mayor cariño y atención,  y después se ocupó de su propia madre durante una  

Larga y penosa enfermedad de un modo que causó la  admiración de todos los que la conocían. Después   de aquello, volvió a vivir en casa de mi tío,  donde era apreciada y querida por toda la familia.  

Sentía un afecto muy especial por el niño que ha  sido asesinado y siempre actuó para con él como   una madre cariñosísima. Por mi parte, no dudo en  afirmar que, a pesar de todas las pruebas que se   presenten contra ella, yo creo y confío en su  absoluta inocencia. No tenía ningún motivo para  

Hacer algo así; y respecto a esa tontería que  parece ser la prueba principal, si ella hubiera   mostrado algún deseo de tenerla, yo se la habría  dado de buen grado, tanto la aprecio y la valoro.  ¡Maravillosa Elizabeth! Se oyó un murmullo  de aprobación; pero se debió a su generosa  

Intervención y no porque hubiera un sentimiento  favorable hacia la pobre Justine, sobre la cual   se volvió a desatar la indignación del público con  renovada violencia, acusándola de la más perversa   ingratitud. Ella lloraba mientras Elizabeth  hablaba, pero no dijo nada. Mi nerviosismo  

Y mi angustia fueron indescriptibles durante  todo el juicio. Yo creía que era inocente… lo   sabía. ¿Acaso el monstruo que había matado  a mi hermano (no me cabía la menor duda),   en su infernal juego, había entregado a aquella  muchacha inocente a la muerte y a la ignominia?  

No podía soportar el horror de la situación;  y cuando vi que la opinión pública y el   rostro de los jueces ya habían condenado a mi  infeliz víctima, abandoné la sala angustiado.   Los sufrimientos de la acusada no eran comparables  con los míos; ella se apoyaba en la inocencia,  

Pero a mí las garras del remordimiento  me desgarraban el pecho. Pasé una noche   absolutamente miserable. Por la mañana volví al  tribunal; tenía los labios y la garganta ardiendo.   No me atrevía a lanzar la maldita pregunta,  pero me conocían, y el oficial imaginó la razón  

De mi visita: se habían emitido los votos,  todos eran negros, y Justine fue condenada. CAPÍTULO 13 Ni siquiera puedo intentar describir lo que sentí  entonces. Ya había experimentado sensaciones de   horror anteriormente; y he tratado de expresarlo  con las palabras adecuadas, pero en este caso las  

Palabras no pueden proporcionar en absoluto una  idea ajustada de la insoportable y nauseabunda   desesperación que tuve que soportar. La persona  a la que yo me había dirigido también añadió   que Justine ya había confesado su culpabilidad. —Esa confesión —apuntó— era casi innecesaria en  

Un caso tan evidente, pero me alegro  de que lo haya hecho; y, es más,   a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a  un criminal basándose en pruebas circunstanciales,   aunque sean tan decisivas como en este caso. Cuando regresé a casa, Elizabeth me pidió con  

Ansiedad que le dijera cuál era el resultado. —Prima mía —contesté—, se ha decidido lo que   imaginas: todos los jueces prefieren  que diez inocentes sean castigados   antes que permitir que un culpable pueda  escapar; de todos modos, ha confesado.  Aquello fue un nefasto golpe  para la pobre Elizabeth,  

Que había confiado firmemente en su inocencia. —¡Dios mío…! —dijo—. ¿Cómo podré volver a   creer jamás en la bondad humana? Justine, a  quien amaba y apreciaba como a una hermana,   ¿cómo pudo ofrecernos esas sonrisas solo para  traicionarnos después? Sus dulces ojos parecían  

Incapaces de enfadarse o estar de mal humor  y, sin embargo, ha cometido un asesinato.  Poco después supimos que la pobre víctima había  expresado su deseo de ver a mi prima. Mi padre   no quería que fuera, pero dijo que decidiera  según su propio juicio y sus sentimientos. 

—Sí —dijo Elizabeth—; iré, aunque sea culpable;  y tú, Victor, me acompañarás… no puedo ir sola.  La simple idea de aquella visita me  torturaba, pero no podía negarme.  Entramos en aquella sombría celda y descubrimos  a Justine sentada en un montón de paja,  

En una esquina; tenía las manos encadenadas y  estaba con la cabeza apoyada en las rodillas;   se levantó al vernos; y cuando nos dejaron  a solas con ella, se arrojó a los pies de   Elizabeth, llorando amargamente. Mi prima también lloraba. 

—¡Oh, Justine…! —dijo—. ¿Por qué me arrebataste  el último consuelo que me quedaba? Yo confiaba   en tu inocencia; y aunque estaba muy  triste, no era tan desgraciada como ahora.  —¿También usted cree que soy tan malvada? —lloró   Justine—. ¿También se une usted  a mis enemigos para aplastarme?  

—Su voz se fue apagando entre sollozos. —Levántate, mi pobre niña —dijo Elizabeth—,   ¿por qué te arrodillas si eres inocente? Yo no  soy uno de tus enemigos; creía en tu inocencia,   a pesar de todas las pruebas, hasta que  supe que tú misma te habías declarado  

Culpable. Ahora dices que todo eso es falso;  y puedes estar segura, mi querida Justine,   que nada, en ningún momento, puede quebrar mi  confianza en ti, salvo tu propia confesión.  —Confesé —dijo Justine—, pero confesé una mentira.  Confesé porque así podría obtener la absolución,  

Pero ahora esas mentiras y esas falsedades pesan  en mi corazón más que todos mis pecados juntos.   ¡Que el Dios del Cielo me perdone! Desde que fui  condenada, mi confesor me ha estado apremiando;   me ha amenazado y me ha gritado hasta que casi he  comenzado a pensar que yo era la malvada criminal  

Que él dice que soy. Me ha amenazado con la  excomunión y con las llamas del infierno si   persistía en mi obstinación. Mi querida señorita,  no tenía a nadie que me ayudara… Todos me miraban   como un maldito monstruo destinado a la ignominia  y la perdición. ¿Qué podía hacer? En un momento  

De debilidad, firmé una mentira, y ahora  solo yo me siento verdaderamente miserable.   —Se detuvo, llorando, y luego prosiguió—:  Pensé horrorizada, mi querida señorita,   que usted creería que su Justine, a quien su  bendita tía había honrado tanto con su aprecio y a  

Quien usted tanto amaba, era un monstruo capaz de  un crimen que nadie, salvo el mismísimo demonio,   podría haber perpetrado. ¡Querido William, mi  querido y bendito niño, pronto te veré en el   Cielo y en la Gloria…! Eso me consuela, ahora  que voy a sufrir la ignominia y la muerte. 

—¡Oh, Justine…! —gritó Elizabeth llorando—.  ¡Perdóname por haber desconfiado de ti un solo   momento! ¿Por qué confesaste? No te lamentes, mi  querida niña, yo proclamaré tu inocencia en todas   partes y conseguiré que me crean. Aunque tú tengas  que morir… tú, mi amiga, mi compañera de juegos,  

Más que una hermana… morir… No, no podré  sobrevivir a una desgracia tan horrible…  —Querida y dulce señorita, no llore… —contestó  Justine—. Debería usted animarme con pensamientos   sobre una vida mejor, y elevar mi espíritu  sobre las pequeñas preocupaciones de este  

Mundo de injusticia y violencia. No, mi buena  Elizabeth, no me hunda usted en la desesperación.  Elizabeth abrazó a la desgraciada. —Intentaré consolarte —dijo—, pero me   temo que esta es una tragedia tan profunda y tan  desgarradora que el consuelo apenas sirve de nada,  

Porque no hay esperanza. Que el Cielo te bendiga,  mi queridísima Justine, con una resignación y una   fe que eleve tu espíritu por encima de este  mundo. ¡Oh, cómo desprecio todas sus farsas y   sus necedades! Cuando una criatura es asesinada,  inmediatamente a otra se le arrebata la vida,  

Con una lenta tortura, y luego los verdugos, con  las manos aún teñidas de sangre inocente, creen   que han llevado a cabo una gran acción. Lo llaman  castigo justo… ¡qué espantosas palabras! Cuando   se pronuncian esas palabras, ya sé que se van a  infligir los peores castigos y los más horribles  

Que el tirano más siniestro haya inventado  jamás para saciar su inconcebible venganza.   Ya sé que esto no te va a consolar, mi Justine,  a menos que en realidad estés feliz de abandonar   un agujero tan asqueroso como este. ¡Dios mío!  Querría estar descansando en paz, con mi tía y  

Mi dulce William… lejos de esta luz que me resulta  odiosa y de los rostros de hombres que aborrezco.  Justine sonrió lánguidamente. —Esto, querida señorita —dijo—,   es desesperación y no resignación. No  debo aprender la lección que usted me  

Está enseñando… Hablemos de otra cosa, de algo  que me procure alegría y no aumente mi amargura.  Durante esta conversación, yo me había  apartado a una esquina de la celda,   donde pude disimular la horrorosa angustia  que me atenazaba. ¡Desesperación! ¿Quién se  

Atrevía a hablar de eso? La pobre víctima, que  al día siguiente iba a traspasar la terrorífica   frontera entre la vida y la muerte, no sentía…  ¡una agonía tan profunda y amarga como la mía!   Los dientes me rechinaban y los apreté con fuerza,  dejando escapar un gemido que nació en lo más  

Profundo de mi alma. Justine se sobresaltó.  Cuando vio quién era, se aproximó a mí.  —Querido señor —dijo—, es usted muy  amable al visitarme; espero que usted   no crea que soy culpable. No pude responder.  —No, Justine —dijo Elizabeth—; él está  más convencido de tu inocencia que yo;  

Por eso, ni siquiera cuando supo  que habías confesado lo creyó.  —Se lo agradezco de verdad —dijo Justine—. En  estos últimos momentos siento la gratitud más   sincera por aquellos que todavía piensan en mí  con bondad. ¡Qué dulce es el cariño de los demás  

Para una mujer tan desgraciada como yo! Casi me  alivia de la mitad de mis penas; y siento como   si pudiera morir en paz, ahora que usted, querida  señorita, y su primo, han reconocido mi inocencia.  Así intentaba consolarse a sí misma y a los  demás aquella pobre desgraciada. Es más,  

Incluso pudo alcanzar la resignación que anhelaba;  pero yo, el verdadero asesino, sentía que estaba   viva en mi pecho la carcoma eterna que no permite  ni la esperanza ni el consuelo. Elizabeth también   lloraba y era desgraciada; pero la suya era  también la tristeza de la inocencia, la cual, como  

Una nube que pasa sobre la pálida luna, durante un  instante la oculta, pero no puede matar su brillo.   La angustia y la desesperación había penetrado  hasta lo más profundo de mi corazón… Albergaba un   infierno en mi interior que nada podía apagar. Permanecimos varias horas con Justine,  

Y solo con gran dificultad Elizabeth  reunió valor para apartarse de ella.  —¡Ojalá muriera yo contigo! —gritó llorando—.  ¡No soporto vivir en este mundo de dolor!  Justine adoptó un aire de alegría, aunque  apenas podía contener sus amargas lágrimas.  —Adiós, querida señorita, mi queridísima  Elizabeth; que el Cielo en su infinita  

Bondad la bendiga y la proteja. Que sea esta  la última desgracia que tenga usted que sufrir;   viva y sea feliz para hacer felices a los demás. Cuando regresábamos, Elizabeth me dijo:  —No sabes, mi querido Víctor, cuánto me ha  tranquilizado saber que puedo estar segura de  

La inocencia de esa desafortunada muchacha. Jamás  podría volver a vivir en paz si mi confianza en   ella se hubiera visto defraudada. En esos momentos  en que lo creí, sentí una angustia que no hubiera   podido soportar durante mucho tiempo. Ahora mi  corazón se siente aliviado. La inocente sufre,  

Pero aquella a quien yo consideraba amable y  buena no es una malvada, y eso me consuela.  ¡Mi dulce prima! Tales eran tus pensamientos,  puros y dulces como tus queridos ojos y tu   voz. Pero yo… yo era un monstruo, y nadie jamás  podría concebir la amargura que sufrí entonces. CAPÍTULO 14

Cuando la mente ha estado intensamente ocupada  en una rápida sucesión de acontecimientos,   nada es más doloroso que la mortal calma de  apatía y certidumbre que surge a continuación   y que impide que el alma sienta ni esperanza  ni temor. Justine murió. Descansó. Y yo estaba  

Vivo. La sangre corría libremente por mis venas,  pero un peso de desesperación y remordimiento   me aplastaba el corazón y nada podía aliviar ese  dolor. El sueño huía de mis ojos. Vagaba como un   alma en pena, porque había cometido actos malvados  y horribles que ni siquiera se pueden describir,  

Y (estaba convencido) aún cometería más, muchos  más. Sin embargo, mi corazón rebosaba de cariño   y bondad. Mi vida había comenzado con buenas  intenciones y había deseado que llegara el momento   en que pudiera ponerlas en práctica y convertirme  en una persona útil para mis semejantes.  

Ahora todo se había derrumbado. En  vez de tener la conciencia tranquila,   que me permitiera revisar mis actos con  autocomplacencia y, a partir de ese punto,   albergar promesas de nuevas esperanzas, estaba  abrumado por los remordimientos y la culpa,   y me entregaba a un infierno de torturas  infinitas que ni siquiera pueden describirse. 

Este estado de ánimo minó mi salud, que se había  restablecido por completo desde el primer ataque   que había sufrido. No soportaba la presencia de  nadie; cualquier gesto de alegría o satisfacción   era una tortura para mí. La soledad era  mi único consuelo… una soledad profunda,  

Negra, como la muerte. Mi padre observó con  dolor el perceptible cambio que había tenido   lugar en mi conducta y mis costumbres, e  intentó razonar conmigo sobre la locura   que suponía entregarse a un dolor desmesurado. —¿Crees que yo no sufro, Victor? —dijo—. Nadie  

Puede querer a un muchacho más de lo que yo  quería a tu hermano —y las lágrimas anegaron   sus ojos cuando dijo aquello—; pero… ¿no es  nuestro deber para con los que siguen vivos   intentar refrenarnos y no aumentar su tristeza  mostrando un dolor exagerado? Y también es un  

Deber para contigo mismo; porque la pena excesiva  impide mejorar y sentirse alegre, e incluso   impide realizar las tareas cotidianas sin las  cuales ningún hombre puede vivir en sociedad.  Aquel consejo, aunque era bueno, era  de todo punto inaplicable en mi caso;  

Yo debería haber sido el primero en ocultar  mi dolor y consolar a mis seres queridos…   si los remordimientos no hubieran mezclado  su amargura con el resto de mis emociones.   En aquel momento solo podía responder a mi  padre con una mirada de desesperación e intentar  

Apartarme de su vista. Por aquel entonces nos  fuimos a vivir a nuestra casa de Belrive. Este   cambio me resultó especialmente agradable. El  cierre de las puertas de la ciudad, habitualmente   a las diez en punto, y la imposibilidad de  permanecer en el lago después de esa hora  

Convertían nuestra permanencia dentro de los muros  de Ginebra en una obligación muy desagradable para   mí. Ahora era libre. A menudo, después de que el  resto de la familia se hubiera retirado a dormir,   yo cogía el bote y pasaba la noche sobre las  aguas: algunas veces, con las velas desplegadas,  

Me dejaba arrastrar por el viento; y en otras  ocasiones, después de remar hasta el centro   del lago, dejaba que el bote siguiera su propio  curso y me entregaba a mis dolorosas reflexiones.   Muchas veces estuve tentado… cuando todo  era paz a mi alrededor y yo era lo único  

Que vagaba desasosegado y sin descanso en  una escena tan maravillosa y celestial,   si exceptúo a algún murciélago solitario o las  ranas, cuyo croar áspero y rítmico se oía solo   cuando me aproximaba a las orillas… Muchas veces,  digo, estuve tentado de arrojarme al lago callado  

Y en calma, para que las aguas me engulleran a mí  y a mis calamidades para siempre. Pero me detenía   cuando pensaba en la heroica y abnegada Elizabeth,  a quien tanto quería, y cuya existencia estaba   íntimamente ligada a la mía. Y también pensaba  en mi padre y en el hermano que me quedaba;  

¿acaso mi miserable deserción no los dejaría  abandonados y desprotegidos, a merced de la maldad   del monstruo que había arrojado entre ellos? En  esos momentos me entregaba al llanto amargamente,   y deseaba que la paz volviera a mi mente  solo porque así podría intentar consolarlos  

Y procurarles felicidad… pero no pudo ser: los  remordimientos frustraban cualquier esperanza. Yo   había sido el responsable de un mal irremediable  y vivía con el constante temor de que el monstruo   que yo había creado pudiera perpetrar algún nuevo  crimen. Tenía el oscuro presentimiento de que  

Aquello no había acabado y de que aún cometería  algún crimen señalado, el cual, por su enormidad,   casi borraría el recuerdo de sus maldades pasadas.  En tanto quedara vivo alguien a quien yo pudiera   amar, siempre tendría razones para tener miedo. La  repugnancia que sentía hacia aquel maldito demonio  

Apenas se puede concebir. Cuando pensaba en él, me  rechinaban los dientes, mis ojos se inyectaban en   sangre, y deseaba ardientemente destruir aquella  vida que tan inconscientemente había creado.   Cuando pensaba en sus crímenes y en su  perversidad, el odio y la venganza se desataban  

En mi pecho y superaban todos los límites de  lo racional. Habría ido en peregrinación al   pico más alto de los Andes si hubiera sabido  que podría arrojarlo al vacío desde allí;   no deseaba otra cosa sino volver a verlo: así  podría descargar todo mi inmenso odio sobre su  

Cabeza y vengar las muertes de William y Justine. Nuestra casa era la casa de la tristeza. La salud   de mi padre se vio profundamente afectada por  el horror de los recientes acontecimientos.   Elizabeth estaba triste y abatida; ya no  encontraba ningún placer en sus actividades  

Cotidianas; y cualquier alegría le resultaba  sacrílega para con los muertos; pensaba que la   pena eterna y las lágrimas eran el justo homenaje  que tenía que rendir por la inocencia que se había   destruido y aniquilado de aquel modo. Ya no era  la criatura feliz que en su primera juventud había  

Vagado conmigo por las orillas del lago y hablaba  con alegría de nuestras perspectivas futuras.   Ahora se había convertido en una mujer seria  y a menudo hablaba de la volubilidad de la   fortuna y de la inestabilidad de la vida humana. —Mi querido primo —me decía—, cuando pienso en la  

Miserable muerte de Justine Moritz, me resulta  imposible ver este mundo y todo lo que hay en   él del mismo modo que antes. Antes consideraba  las historias sobre el vicio y la injusticia   que leía en los libros o que escuchaba a otros  como cuentos de viejas o de demonios imaginarios;  

Al menos, me parecían muy lejanos y más  relacionados con la razón que con la imaginación;   pero ahora la calamidad ha llegado a nuestra casa  y todos los hombres me parecen monstruos sedientos   de sangre de los demás. Pero estoy siendo  ciertamente injusta. Todo el mundo creía que  

Esa pobre muchacha era culpable; y si ella pudiera  haber cometido el crimen por el que fue condenada,   con toda seguridad habría sido la más depravada de  todas las criaturas humanas. Solo por unas joyas…   haber asesinado al hijo de su benefactor  y amigo, un niño a quien ella misma había  

Cuidado desde que nació y al que parecía  querer como si hubiera sido el suyo propio…   No puedo admitir jamás la ejecución de ningún ser  humano, pero con toda seguridad habría pensado que   un ser así no era digno de pertenecer a la  sociedad. Sin embargo, era inocente. Lo sé,  

Siento que era inocente. Tú eres de la misma  opinión y eso me lo confirma. ¡Por Dios, Victor…!   Si la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién  puede estar seguro de alcanzar alguna felicidad?   Siento como si estuviera caminando por el borde  de un precipicio hacia el cual avanzan miles de  

Seres que intentan arrojarme al abismo. William  y Justine fueron asesinados, y el asesino escapa,   fingiendo ser humano; anda libre por el mundo y  quizá sea respetado. Pero aunque me condenaran a   morir en el cadalso por esos mismos crímenes,  no me cambiaría jamás por semejante monstruo. 

Escuché sus palabras con una angustia  indescriptible. Yo era, no físicamente,   pero sí efectivamente, el verdadero asesino.  Elizabeth leyó la angustia en mi rostro y,   cogiéndome cariñosamente la mano, dijo: —Mi queridísimo primo, tienes que tranquilizarte;   esos acontecimientos me han afectado… ¡Dios  sabe cuán profundamente! Pero no estoy tan  

Destrozada como tú… Hay en tu rostro una  expresión de dolor, y a veces de venganza,   que me hace temblar; cálmate, mi querido  Victor; daría mi vida por que estuvieras   tranquilo. Verás como volveremos a  ser felices: viviendo apaciblemente   en nuestro país natal y apartados del mundo,  ¿qué podría perturbar nuestra tranquilidad? 

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras  me lo decía, desmintiendo la misma felicidad que   me prometía, pero al mismo tiempo sonreía de  tal modo que podía apartar los demonios que se   escondían en mi corazón. Mi padre, que vio  en la tristeza se reflejaba en mi cara solo  

Una exageración de la pena que debía sentir  naturalmente, pensó que un entretenimiento   adecuado a mis gustos sería el mejor medio  para que recuperara la serenidad acostumbrada.   Fue por este motivo por el que nos habíamos  trasladado al campo; y, animado por la misma  

Razón, ahora propuso que podíamos hacer un viaje  al valle de Chamonix. Yo ya había estado allí,   pero Elizabeth y Ernest nunca lo habían visitado;  y ambos habían expresado muy a menudo su deseo de   ver aquel sitio, que todo el mundo les había  descrito como un lugar maravilloso y sublime.  

Así pues, a mediados del mes de agosto, casi dos  meses después de la muerte de Justine, partimos   de Ginebra dispuestos a realizar ese viaje. El tiempo era maravilloso; y si mi pena   hubiera sido de esas que se pueden ahuyentar  mediante cualquier entretenimiento pasajero,  

Aquel viaje habría obtenido ciertamente el  resultado que mi padre se había propuesto.   En todo caso, me interesó un tanto  el paisaje: a veces me apaciguaba,   pero no podía mitigar del todo mi dolor. Durante  el primer día, viajamos en un carruaje. Por la  

Mañana habíamos visto en la distancia las  montañas hacia las que nos dirigíamos poco   a poco. Nos dimos cuenta de que el valle por  el que transitábamos, y que estaba formado por   el Arve, cuyo curso seguíamos, se cerraba sobre  nosotros gradualmente; y cuando el sol se puso,  

Vimos las inmensas montañas y precipicios  descolgándose sobre nosotros por todas partes   y oímos el sonido del río rugiendo entre las  rocas y las cascadas precipitándose alrededor.  Al día siguiente proseguimos nuestro viaje en  mulas; y a medida que ascendíamos más y más,  

El valle adquiría un aspecto más bello y  frondoso. Los castillos en ruinas colgando de los   precipicios en montañas pobladas de pinos, el Arve  impetuoso, y las pequeñas granjas asomándose aquí   y allá entre los árboles formaban una escena de  singular belleza. Pero aún lo fue más, y se acercó  

A lo sublime, cuando vimos los poderosos Alpes,  cuyas blancas y brillantes pirámides y cúpulas   se elevaban como torres sobre todo lo existente  en la Tierra: la morada de otra raza de seres.   Cruzamos el puente de Pelissier, donde la  quebrada que forma el río se abría ante nosotros,  

Y comenzamos a ascender la montaña que se elevaba  sobre él. Poco después, entramos en el valle de   Chamonix. Este valle es desde luego maravilloso  y sublime, pero no tan hermoso y pintoresco como   el de Servox, que era el que acabábamos de dejar  atrás. Está rodeado de montañas altas y nevadas,  

Pero ya no vimos más castillos en ruinas ni  tierras fértiles. Los inmensos glaciares se   acercaban casi al camino; oímos el atronador  retumbar de avalanchas que se desprendían y   la huella de neblina que dejaban a su paso. El  Mont Blanc, el supremo y magnífico Mont Blanc,  

Se elevaba sobre las aiguilles que lo rodean,  y su imponente cúpula dominaba el valle.  Durante aquel viaje, en ocasiones avancé junto a  Elizabeth y me esforcé en señalarle las distintas   maravillas del paisaje. Y a menudo forzaba a  mi mula a quedarse atrás, para poder entregarme  

Así a las penas de mis pensamientos. En otras  ocasiones espoleaba al animal para que adelantara   a mis compañeros de viaje, para poder olvidarme  de ellos, del mundo y, sobre todo, de mí mismo.   Cuando me encontraba a cierta distancia, me bajaba  y me tiraba en la hierba, apesadumbrado por el  

Horror y la desesperación. A las ocho de la tarde  llegamos a Chamonix. Mi padre y Elizabeth estaban   muy cansados. Ernest, que nos acompañaba, estaba  encantado y muy animado. La única circunstancia   que le molestaba era el viento del sur y la lluvia  que ese viento prometía para el día siguiente. 

Nos retiramos pronto a nuestros  aposentos, pero no a dormir: al menos,   yo no. Permanecí durante muchas horas asomado a  la ventana, observando los pálidos resplandores   que jugaban sobre el Mont Blanc… y escuchando  el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana. CAPÍTULO 15 Al día siguiente, contrariamente a  los pronósticos de nuestros guías,  

Hizo muy bueno, aunque el cielo estaba nublado.  Visitamos las fuentes del Arveiron y paseamos   a caballo por el valle hasta la tarde. Aquellos  paisajes sublimes y magníficos me proporcionaban   todo el consuelo que podía recibir. Me  elevaban por encima de la mezquindad;  

Y aunque no podían disipar mi dolor, lo  mitigaban y lo acallaban. En alguna medida,   también, apartaban mi mente de los pensamientos  en los que había estado sumida durante el último   mes. Regresaba al atardecer, agotado pero menos  desdichado, y conversaba con mi familia con más  

Simpatía de lo que había sido mi costumbre desde  hacía algún tiempo. Mi padre estaba contento,   y Elizabeth, encantadísima. —Mi querido primo —decía—,   ¿ves cuánta felicidad nos traes cuando  eres feliz? ¡No recaigas de nuevo!  A la mañana siguiente llovía torrencialmente y  unas nieblas densas ocultaban las cimas de las  

Montañas. Me levanté muy pronto, pero me sentía  inusualmente melancólico. La lluvia me deprimía,   los viejos temores volvieron a mi corazón,  y me encontraba abatido. Sabía cuánto le   desagradaría a mi padre este cambio repentino,  y preferí evitarlo hasta que me recuperara lo  

Suficiente, al menos, como para poder ocultar los  sentimientos que me apesadumbraban. Supe que ellos   se quedarían toda la tarde en la posada; y, como  yo estaba muy acostumbrado a la lluvia y al frío,   decidí subir el Montanvert solo. Recordaba la  impresión que había causado en mi espíritu,  

Cuando estuve allí por primera vez, la visión  del gigantesco glaciar siempre en movimiento. En   aquella ocasión me había embargado un éxtasis  sublime que daba alas al alma y le permitía   remontarse desde este oscuro mundo hasta la luz y  la alegría. La contemplación de lo terrible y lo  

Majestuoso en la naturaleza siempre ha tenido en  realidad la capacidad de ennoblecer mi espíritu y   de hacerme olvidar las preocupaciones pasajeras  de la vida. Decidí ir solo, porque conocía bien   el camino, y la presencia de otra persona  arruinaría la solitaria grandeza del paisaje. 

El ascenso es muy pronunciado, pero el camino  se recorta en constantes revueltas que permiten   ascender esas montañas casi verticales. Es  un paisaje aterradoramente desolado. En mil   lugares se aprecian los restos de los aludes  invernales, donde los árboles yacen en tierra,   quebrados y astillados: algunos, completamente  destrozados; otros, inclinados y apoyados en los  

Salientes rocosos de la montaña o recostados  y atravesados sobre otros árboles. Cuando uno   alcanza cierta altura, el camino se cruza con  barranqueras cubiertas de nieve, desde donde   suelen desprenderse continuamente piedras que caen  rodando; una de esas quebradas es particularmente  

Peligrosa, porque el más leve sonido, incluso el  que se produce al hablar en voz alta, genera una   vibración en el aire lo suficientemente violenta  como para desatar la destrucción sobre la persona   que se atrevió a hablar. Los abetos aquí no son  ni altos ni frondosos, sino sombríos, y añaden  

Un aire de severidad al paisaje. Miré abajo, al  valle; imponentes nieblas se estaban elevando   desde el río, que lo atravesaba, y se iban alzando  en densas volutas en torno a las montañas del otro   lado, cuyas cimas aparecían ocultas por nubes  uniformes, mientras que la lluvia se precipitaba  

Desde aquellos cielos oscuros y se añadía a la  melancólica sensación que tenía de todo lo que me   rodeaba. ¡Dios mío…! ¿Por qué presume el hombre  de tener más sensibilidad que las bestias? Eso   solo los convierte en seres más necesitados.  Si nuestros impulsos se redujeran al hambre,  

La sed y el deseo, casi podríamos ser libres;  pero nos vemos agitados por todos los vientos y   por cada palabra pronunciada casi al azar o por  cada paisaje que ese viento puede sugerirnos.  Dormimos, y un sueño es capaz  de envenenar nuestro descanso.  Nos levantamos, y un pensamiento  pasajero nos amarga el día. 

Sentimos, imaginamos o  razonamos; reímos, o lloramos,  abrazamos pesares amados, o  apartamos nuestras cuitas;  no importa; porque sea alegría o pena, el camino de su partida siempre está abierto.  El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana; ¡nada puede durar, salvo la mutabilidad! 

Ya era mediodía cuando llegué a la cumbre.  Durante algún tiempo estuve sentado en la   roca desde la que se dominaba el mar de hielo.  La niebla envolvía aquel lugar y las montañas   circundantes. De repente, una brisa disipó la  niebla y yo descendí al glaciar. La superficie  

Es muy quebrada, y se eleva como las olas  de un mar enfurecido, o desciende mucho,   y por todas partes se abren profundas grietas. Esa  extensión de hielo tiene una lengua de anchura,   pero tardé casi dos horas en cruzarlo. La  montaña que hay al otro lado es una roca  

Desnuda y perpendicular. Desde aquella  parte en la que ahora me encontraba,   Montanvert se encontraba exactamente enfrente, a  la distancia de una legua, y sobre él se elevaba   el Mont Blanc con su terrible majestuosidad.  Me quedé en una oquedad de la roca, observando  

Aquel maravilloso e imponente paisaje. El mar o,  más bien, el inmenso río de hielo, serpenteaba   entre las montañas que lo abastecían, cuyas  aéreas cumbres se elevaban sobre los abismos.   Aquellas cimas heladas y deslumbrantes brillaban  al sol, por encima de las nubes. Mi corazón,  

Antes apenado, ahora se henchía con un  sentimiento parecido a la alegría. Y exclamé:  —¡Espíritus errantes, si es verdad que vagáis y no  encontráis descanso en vuestras angostas moradas,   concededme esta leve felicidad o llevadme con  vosotros y alejadme de las alegrías de la vida! 

Apenas dije aquellas palabras, de repente descubrí  la figura de un hombre a cierta distancia,   avanzando hacia mí a una velocidad sobrehumana.  Saltaba por encima de las grietas de hielo, entre   las cuales yo había avanzado con tanta precaución;  su estatura también, a medida que se aproximaba,  

Parecía exceder con mucho a la de un hombre común.  Tuve miedo… una niebla veló mis ojos, y sentí que   la debilidad se apoderaba de mí. El viento gélido  de las montañas rápidamente me reanimó. Me di   cuenta, a medida que aquella figura se acercaba  más y más (visión espantosa y aborrecida), de  

Que era el engendro que yo había creado. Temblé de  rabia y horror. Decidí esperar que se aproximara   y, entonces, enfrentarme a él en un combate  mortal. Se aproximó; su rostro delataba una   amarga angustia mezclada con desdén y malignidad.  Pero apenas pude darme cuenta de eso; la furia  

Y el odio me habían privado por completo de todo  razonamiento, y solo me recobré para lanzarle los   insultos más furiosos de odio y de desprecio. —¡Demonio! —exclamé—. ¿Te atreves a acercarte   a mí? ¿Es que no temes que la furiosa venganza  de mi brazo caiga sobre tu despreciable cabeza?  

¡Apártate, alimaña miserable! ¡O mejor…  quédate ahí para que pueda arrastrarte   por el lodo…! ¡Y… oh, ojalá pudiera, con  la destrucción de tu miserable existencia,   devolverles la vida a aquellas criaturas  a las que asesinaste diabólicamente!  —Esperaba este recibimiento —dijo el demonio—.  Todos odian a los desgraciados… ¡cuánto me  

Odiarán a mí, que soy el más desdichado de  todos los seres vivos! Pero vos, mi creador,   me odiáis y me rechazáis, a vuestra criatura,  a quien estáis ligado por lazos que solo se   desatarán con la muerte de uno de los dos. Os  proponéis matarme… ¿Cómo os atrevéis a jugar  

Así con la vida? ¡Cumplid con vuestro deber para  conmigo, y yo cumpliré con vos y con el resto   de la humanidad! Si aceptáis mis condiciones, os  dejaré en paz, a ellos y a vos; pero si os negáis,   alimentaré las fauces de la muerte hasta que se  sacie incluso con vuestros seres más queridos. 

—¡Monstruo abominable…! —grité furiosamente—.  ¡Eres solo un demonio, y las torturas del   infierno son una venganza demasiado dulce para los  crímenes que has cometido! ¡Maldito demonio! ¡Y me   reprochas tu creación! ¡Ven, para que pueda apagar  la llama que encendí de un modo tan imprudente! 

Mi furia estaba desatada. Salté sobre él,  impelido por todos los sentimientos que   pueden armar a un ser contra la existencia  de otro. Él me esquivó fácilmente y dijo:  —¡Calmaos! Os suplico que me escuchéis,  antes de que descarguéis vuestro odio sobre  

Mi desventurada cabeza. ¿Acaso no he sufrido lo  suficiente, que aún deseáis aumentar mi desdicha?   Amo la vida, aunque solo sea para mí una  sucesión de angustias, y defenderé la mía.   Recordad que me habéis hecho más poderoso que  vos mismo: soy más alto que vos; mis miembros,  

Más ágiles. Pero no me dejaré arrastrar  por la tentación de enfrentarme a vos.   Soy vuestra criatura, y siempre seré fiel y  sumiso ante vos, mi señor natural y mi rey,   si vos cumplís también con vuestra parte, con  las obligaciones que tenéis para conmigo. ¡Oh,  

Frankenstein…! No seáis justo con todos los demás,  y me aplastéis a mí solo, a quien más debéis   vuestra clemencia, vuestro cariño. Recordad que  soy vuestra creación… yo debería ser vuestro Adán…   pero, bien al contrario, soy un ángel caído, a  quien privasteis de la alegría sin ninguna culpa;  

Por todas partes veo una maravillosa felicidad de  la cual solo yo estoy irremediablemente excluido.   Yo era afectuoso y bueno: la  desdicha me convirtió en un   malvado. ¡Hacedme feliz, y volveré a ser bueno…! —¡Apártate…! —contesté—. No te escucharé. No  

Puede haber nada entre tú y yo. Somos enemigos.  ¡Apártate de mí… o midamos nuestras fuerzas en   una lucha en la que uno de los dos deba morir…! —¿Cómo puedo conseguir que os apiadéis de mí?   —dijo aquel engendro—. ¿No habrá súplicas que  consigan que volváis vuestra benevolente mirada  

Hacia la criatura que implora vuestra bondad y  compasión…? Creedme, Frankenstein: yo era bueno…   mi alma rebosaba de amor y humanidad; pero…  ¿no estoy solo… miserablemente solo? Y vos,   mi creador, me aborrecéis. ¿Qué esperanza puedo  albergar respecto a vuestros semejantes, que no me  

Deben nada? Me desprecian y me odian. La montañas  desoladas y los lúgubres glaciares son mi refugio.   He vagado por estos lugares durante muchos días.  La grutas de hielo, a las que solo yo no temo, son   mi hogar, y el único lugar al que los hombres no  desean venir. Bendigo estos espacios tenebrosos,  

Porque son más amables conmigo que vuestros  semejantes. Si la humanidad entera supiera   de mi existencia, como vos, cogería las armas  para conseguir mi completa aniquilación. Así…   ¿no he de odiar a aquellos que me aborrecen? No  habrá tregua con mis enemigos. Soy desgraciado,  

Y ellos compartirán mi desdicha. Pero en  vuestra mano está recompensarme y librar   a todos los demás de un mal que solo espera a  que vos lo desencadenéis, y que no os engullirá   en los torbellinos de su furia solo a vos y a  vuestra familia, sino a muchísimos otros más.  

Permitid que se conmueva vuestra compasión y  vuestra justicia, y no me despreciéis. ¡Escuchad   mi historia! Cuando la hayáis oído, maldecidme o  apiadaos de mí, de acuerdo con lo que consideréis   que merezco. Pero escuchadme… Las leyes humanas  permiten a los reos, no importa lo sanguinarios  

Que sean, hablar en su propia defensa antes de ser  condenados. Escuchadme, Frankenstein… Me acusáis   de asesinato, y sin embargo destruiríais  gustosamente vuestra propia criatura. ¡Oh,   gloria a la eterna justicia del hombre! Pero no  os pido que me perdonéis; escuchadme y luego,  

Si podéis y así lo deseáis, destruid la  obra que nació de vuestras propias manos.  —¿Por qué me traes a la memoria hechos cuyo simple  recuerdo me hace estremecer, y de los cuales solo   yo soy la triste causa y razón? —grité—. ¡Maldito  sea el día en que viste la luz! ¡Y aunque me  

Maldiga a mí mismo, malditas sean las manos que  te crearon! ¡Me has hecho más desgraciado de lo   que nadie puede imaginar! ¡No me has dejado  la posibilidad de considerar si soy justo   contigo o no! ¡Apártate, apártate de mi vista! —Así lo haré, Creador, apartaré de vuestra vista a  

Aquel a quien aborrecéis —contestó y puso delante  de mis ojos sus espantosas manos, y yo las aparté   con violencia—; pero podéis seguir escuchándome y  concederme vuestra compasión. Por las virtudes que   tuve una vez, os lo ruego: escuchad mi historia.  Es larga y extraña, y la temperatura de este lugar  

No es adecuada para vuestra delicada sensibilidad;  venid a la cabaña de las montañas. El sol aún está   alto en el cielo; antes de que caiga y se oculte  tras aquellas montañas e ilumine otro mundo,   habréis escuchado mi historia y podréis decidir.  De vos depende si he de apartarme para siempre de  

Los lugares que ocupan los hombres y he de llevar  una vida tranquila, sin hacer daño a nadie, o he   de convertirme en el azote de vuestros semejantes  y en la causa de vuestra ruina inmediata.  Y diciendo aquello, emprendió la marcha por el  hielo. Lo seguí. Tenía el corazón destrozado y  

No le respondí; pero mientras avanzaba, sopesé  los distintos argumentos que había utilizado,   y al fin decidí escuchar su historia. En  parte me vi empujado por la curiosidad,   y la compasión terminó de inclinarme a ello.  Hasta entonces solo lo consideraba el asesino  

De mi hermano, y deseaba con ansiedad que  me confirmara o me negara aquella idea.   Por vez primera también, sentí que un  creador tenía deberes para con su criatura,   y que antes de quejarme por su maldad  debía conseguir que fuera feliz.  

Esos motivos me forzaron a aceptar su ruego.  Cruzamos los hielos, pues, y ascendimos por las   montañas que había al otro lado. El aire era frío,  y la lluvia comenzaba a caer de nuevo. Entramos en   la cabaña… el monstruo con aire de satisfacción,  yo con el corazón oprimido y con los ánimos  

Abatidos. Pero había decidido escucharle;  y, sentándome junto al fuego que encendió,   comenzó a contarme así su historia. **** VOLUMEN II CAPÍTULO 1 Solo con mucha dificultad recuerdo los  primeros instantes de mi existencia.   Todos los acontecimientos de aquel período se  me aparecen confusos e indistintos. Una extraña  

Sensación me embargaba. Veía, sentía, oía y olía  al mismo tiempo, y eso ocurría incluso mucho   tiempo antes de que aprendiera a distinguir  las operaciones de mis distintos sentidos.   Recuerdo que, poco a poco, una luz cada vez más  fuerte se apoderó de mis nervios de tal modo que  

Me obligó a cerrar los ojos. Luego la oscuridad  me envolvió y me angustió. Pero apenas había   sentido esto cuando, abriendo los ojos (o eso  supongo ahora), la luz se derramó sobre mí de   nuevo. Caminé, creo, y descendí; pero de repente  descubrí un gran cambio en mis sensaciones. Antes  

Estaba rodeado de cuerpos oscuros y opacos,  inaccesibles a mi tacto o a mi vista; y ahora   descubría que podía caminar libremente, y que no  había obstáculos que no pudiera superar o evitar.   La luz se hizo cada vez más opresiva y  como el calor me agotaba cuando caminaba,  

Busqué un lugar donde pudiera haber sombra. Fue  en el bosque que hay cerca de Ingolstadt; y allí,   junto a un arroyo, me tumbé durante unas horas y  descansé, hasta que sentí las punzadas del hambre   y la sed. Esto me obligó a levantarme y abandonar  mi sueño, y comí algunos frutos del bosque que  

Encontré colgando de los árboles o tirados por  el suelo. Sacié mi sed en el arroyo; y luego,   volviéndome a tumbar, me embargó el sueño. Ya era  de noche cuando me desperté; también sentí frío,   y se puede decir que instintivamente casi  me asusté al descubrirme completamente solo.  

Antes de abandonar vuestros aposentos, como tuve  sensación de frío, me había cubierto con algunas   ropas; pero eran insuficientes para protegerme de  los rocíos de la noche. Era un pobre desgraciado,   indefenso y miserable. Ni sabía ni podía  comprender nada; pero sintiendo que el  

Dolor invadía todo el cuerpo, me senté y lloré. Poco después, una hermosa luz fue cubriendo los   cielos poco a poco y tuve una sensación de placer.  Me levanté y observé una brillante esfera que se   elevaba entre los árboles. La miré maravillado.  Se movía lentamente; pero iluminaba mi camino,  

Y de nuevo fui a buscar frutos. Todavía estaba  aterido cuando, bajo uno de los árboles,   encontré una enorme capa con la cual me cubrí, y  me senté en la tierra. No había ideas claras en   mi mente; todo me resultaba confuso. Sentía  la luz, el hambre, la sed y la oscuridad;  

Innumerables sonidos tintineaban en mis oídos,  y por todas partes me llegaban distintos olores;   lo único que podía distinguir era la luna  brillante, y clavé mis ojos en ella con placer.   Transcurrieron varios días y noches, y la  esfera de la noche ya había menguado mucho  

Cuando comencé a distinguir unas sensaciones  de otras. Poco a poco empecé a discernir con   facilidad el arroyo claro que me proporcionaba el  agua y los árboles que me cubrían con su follaje.   Me encantó descubrir por vez primera aquel sonido  tan agradable que a menudo halagaba mis oídos, y  

Que procedía de las gargantas de pequeños animales  alados que a menudo la luz de mis ojos descubría.   También comencé a ver con más precisión las  formas que me rodeaban y a comprender las horas   de la radiante luz que se derramaba sobre mí. A  veces intentaba imitar las agradables canciones  

De los pájaros, pero me resultaba imposible.  A veces deseaba expresar mis sensaciones a   mi modo, pero el sonido desagradable e  incomprensible que salió de mi garganta   me aterró y me devolvió de nuevo al silencio. La luna había desaparecido de la noche y se volvió  

A mostrar de nuevo con una forma más pequeña  mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel   entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya  bastante claras y mi mente todos los días concebía   nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse  a la luz y a percibir los objetos con sus formas  

Precisas: ya distinguía a los insectos de las  plantas y, poco a poco, unas plantas de otras.   Descubrí que los gorriones apenas cantaban, salvo  unas notas toscas, mientras que las de los mirlos   eran dulces y encantadoras. Un día, cuando me  hallaba aterido de frío, encontré un fuego que  

Habían abandonado algunos mendigos vagabundos y  me embargó un gran placer cuando sentí su calor.   En mi alegría, alargué mi mano hacia las brasas  vivas, pero rápidamente la aparté con un grito   de dolor. Qué extraño, pensé, que la misma causa  produjera al mismo tiempo efectos tan contrarios.  

Estudié con detenimiento la composición  del fuego y, para mi alegría, descubrí   que salía de la madera. Rápidamente recogí  algunas ramas, pero estaban húmedas y no   prendieron. Me quedé triste por esto y volví  a sentarme para ver cómo funcionaba el fuego.  

La madera húmeda que había dejado cerca  se fue secando y luego empezó a arder.   Pensé en aquello; y tocando las distintas ramas,  descubrí la causa y me ocupé de recoger una gran   cantidad de madera que yo podría secar y  así tendría mucha reserva para el fuego.  

Cuando vino la noche y con ella trajo el sueño,  tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera apagarse.   Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas, y  luego puse más ramas húmedas; y luego, extendiendo   en el suelo mi capa, me tumbé y caí dormido. Por  la mañana me desperté, y mi primera preocupación  

Fue ver cómo estaba el fuego. Lo descubrí y una  leve brisa lo avivó y lo prendió. También me fijé   en eso y formé un abanico con ramas para avivar  las brasas cuando estuvieran a punto de apagarse.   Cuando vino la noche otra vez, vi con placer  que el fuego daba luz además de calor;  

Y el descubrimiento de este detalle me fue de  mucha utilidad también a la hora de comer, porque   vi que algunos restos de carne que los viajeros  abandonaban habían sido asados y resultaban mucho   más sabrosos que los frutos del bosque que yo  recogía. Así pues, intenté preparar mi comida de  

La misma manera, poniéndola en las brasas vivas.  Descubrí que los frutos se echaban a perder,   pero las nueces mejoraban mucho. La comida, de  todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba   todo el día buscando en vano algunas bellotas  con las que calmar las punzadas del hambre.  

Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar  el lugar en el que había vivido hasta entonces   y buscar otro en el que pudiera satisfacer con  más facilidad las pocas necesidades que tenía.   Al emprender este viaje, lamenté muchísimo  la pérdida de mi hoguera. La había conseguido  

Por medios ajenos y no sabía cómo volverla a  hacer. Pensé seriamente en este contratiempo   durante varias horas, pero me vi obligado a  renunciar a cualquier intento de hacer otra;   y, envolviéndome en mi capa, atravesé el  bosque y me dirigí hacia donde se pone el sol.  

Pasé tres días vagando por aquellos caminos y al  final encontré el campo abierto. La noche anterior   había caído una gran nevada, y los campos estaban  blancos y sin hollar; todo parecía desolado, y de   pronto comprobé que aquella sustancia blanca que  cubría los campos me estaba congelando los pies.  

Eran alrededor de las siete de la mañana y  yo solo suspiraba por conseguir un poco de   comida y abrigo. Al final vi una pequeña  cabaña que sin duda había sido construida   para acoger a algún pastor. Aquello era nuevo  para mí, y estudié la estructura de la cabaña  

Con gran curiosidad. Encontré la puerta abierta,  y entré. Había un anciano allí sentado, cerca de   la chimenea sobre la cual estaba preparándose el  desayuno. Se volvió al oír el ruido y, al verme,   dio un fuerte alarido y, abandonando la  cabaña, huyó corriendo por los campos  

Con una velocidad de la que nadie lo hubiera  creído capaz a juzgar por su frágil figura.   Su huida me sorprendió un tanto, pero yo estaba  encantado con la forma de aquella cabaña. Allí   no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia;  el suelo estaba seco; y aquello me parecía  

Un refugio tan excelente y maravilloso como les  pareció el Pandemónium a los señores del infierno   después de asfixiarse en el lago de fuego. Devoré  con avidez los restos del desayuno del pastor,   que consistían en pan, queso, leche y vino  del Rin… pero esto último, de todos modos,  

No me gustó. Entonces me invadió el cansancio,  me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.  Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por  el calor del sol, decidí reemprender mi viaje; y,   colocando los restos del desayuno del campesino en  un zurrón que encontré, continué avanzando por los  

Campos durante varias horas, hasta que llegué a  una aldea al atardecer. ¡Me pareció un verdadero   milagro…! Las cabañas, las casitas y las granjas,  tan ordenadas, y las casas de los hacendados,   unas tras otras, suscitaron toda mi admiración.  Las verduras en los huertos y la leche y el queso  

Que vi colocados en las ventanas de algunas  granjas me cautivaron. Entré en una de las   mejores casas, pero apenas había puesto el pie en  la puerta cuando los niños comenzaron a gritar y   una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo  se alarmó: algunos huyeron; otros me atacaron,  

Hasta que gravemente magullado por las piedras  y otras muchas clases de armas arrojadizas,   pude escapar a campo abierto y, aterrorizado, me  escondí en un pequeño cobertizo, completamente   vacío y de aspecto miserable, comparado con  los palacios que había visto en la aldea.  

Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo  a una casa de granjeros que parecía muy cuidada   y agradable, pero después de mi última  experiencia, que tan cara me había costado,   no me atreví a entrar en ella. El lugar de  mi refugio se había construido con madera,  

Pero el techo era tan bajo que solo con mucha  dificultad podía permanecer sentado allí dentro.   De todos modos, no había madera en el  suelo, como en la casa, pero estaba seco;   y aunque el viento se colaba por innumerables  rendijas, me pareció una buena protección  

Contra la nieve y la lluvia. Así pues, allí me  metí y me tumbé, feliz de haber encontrado un   refugio ante las inclemencias de la estación  y, sobre todo, ante la barbarie del hombre. CAPÍTULO 2 Tan pronto como despuntó la mañana, salí  arrastrándome del refugio para ver la casa  

Cercana y comprobar si podía permanecer en la  guarida que había encontrado. Mi cobertizo estaba   situado en la parte trasera de la casa y rodeado  a ambos lados por una pocilga y una charca de   agua limpia. También había una parte abierta,  por la que yo me había arrastrado para entrar;  

Pero entonces cubrí con piedras y leña todos  los resquicios por los que pudieran descubrirme,   y lo hice de tal modo que podía moverlo  para entrar y salir; la única luz que tenía   procedía de la pocilga, y era suficiente para mí. Habiendo dispuesto de ese modo mi hogar y después  

De haberlo alfombrado con paja, me oculté,  porque vi la figura de un hombre a lo lejos;   y recordaba demasiado bien el tratamiento  que me habían dado la noche anterior como   para fiarme de él. En todo caso, antes me  había procurado el sustento para aquel día,  

Que consistía en un mendrugo de pan duro que  había robado y un tazón con el cual podría beber,   mejor que con las manos, del agua limpia que  manaba junto a mi guarida. El suelo estaba un   poco alzado, de modo que se mantenía perfectamente  seco; y como al otro lado de la pared estaba  

La chimenea con el fuego de la cocina de la  granja, el cobertizo estaba bastante caliente.   Pertrechado de este modo, me dispuse a quedarme  en aquella choza hasta que ocurriera algo que   pudiera cambiar mi decisión. En realidad, era  un paraíso comparado con el inhóspito bosque  

(mi primera morada), con las ramas de los árboles  siempre goteando, y la tierra empapada. Di cuenta   de mi desayuno con placer y cuando iba a apartar  el tablazón para procurarme un poco de agua,   oí unos pasos, y, mirando a través de un  pequeño resquicio, pude ver a una muchacha  

Que llevaba un cántaro en la cabeza y pasaba por  delante de mi choza. La muchacha era muy joven y   de porte gentil, muy distinta a los granjeros y  criados que me había encontrado hasta entonces.   Sin embargo, iba vestida muy sencillamente, y una  tosca falda azul y una blusa de lino era toda su  

Indumentaria; tenía el pelo rubio, y lo llevaba  peinado en trenzas, pero sin adornos; parecía   resignada, y triste. Se marchó, pero un cuarto  de hora después regresó, llevando el cántaro,   ahora casi lleno de leche. Mientras iba caminando,  y parecía que apenas podía con el peso, un joven  

Le salió al encuentro, y su rostro mostraba un  abatimiento aún más profundo; profiriendo algunas   palabras con aire melancólico, cogió el cántaro  de la cabeza de la niña y lo llevó a la casa.   Ella fue detrás, y ambos desaparecieron. Casi  inmediatamente volví a ver al hombre joven  

Otra vez, con algunas herramientas en la mano,  cruzando el campo que había frente a la casa,   y la niña también estuvo trabajando: a  veces en la casa y a veces en el corral,   donde les daba de comer a las gallinas. Cuando  examiné bien mi choza, descubrí que una esquina  

De mi cobertizo antiguamente había sido parte de  una ventana de la casa, pero el hueco se había   cubierto con tablones. Uno de ellos tenía  una pequeña y casi imperceptible grieta,   a través de la cual solo podía penetrar la mirada;  a través de esa ranura se veía una pequeña sala,  

Encalada y limpia pero casi vacía de  mobiliario. En una esquina, cerca de   una pequeña chimenea estaba sentado un anciano,  apoyando la cabeza en la mano con un gesto de   desconsuelo. La muchacha joven estaba ocupada  intentando arreglar la casa; pero entonces sacó  

Algo de una caja que tenía en las manos y se sentó  junto al anciano, quien, cogiendo un instrumento,   comenzó a tocar y a emitir sonidos más dulces que  el canto del zorzal o el ruiseñor. Incluso a mí,   un pobre desgraciado que jamás había visto nada  hermoso, me pareció una escena encantadora. Los  

Cabellos plateados y la expresión bondadosa del  anciano granjero se ganaron mi respeto, mientras   que los gestos amables de la joven despertaron mi  amor. El anciano tocó una canción dulce y triste,   la cual, según descubrí, arrancaba lágrimas de los  ojos de su encantadora compañera, pero el anciano  

No se dio cuenta de ello hasta que ella dejó  escapar un suspiro. Entonces, él dijo algunas   palabras, y la pobre niña, dejando su labor, se  arrodilló a sus pies. Él la levantó y sonrió con   tal bondad y cariño que yo tuve sensaciones  de una naturaleza peculiar y abrumadora;  

Eran una mezcla de dolor y placer, como nunca  había experimentado antes, ni por el hambre ni por   el frío, ni por el calor o la comida; incapaz de  soportar esas emociones, me aparté de la ventana.  Poco después, el hombre joven regresó, trayendo  sobre los hombros un haz de leña. La niña lo  

Recibió en la puerta, le ayudó a desprenderse de  su carga y, metiendo un poco de leña en la casa,   la puso en la chimenea; luego, ella y el joven se  apartaron a un rincón de la casa, y él le mostró  

Una gran rebanada de pan y un pedazo de queso.  Ella pareció contenta y salió al huerto para   coger algunas raíces y plantas; luego las puso en  agua y, después, al fuego. Continuó después con   su labor, mientras el joven salía al huerto, donde  se ocupó con afán en cavar y sacar raíces. Después  

De trabajar así durante una hora, la joven fue a  buscarlo y volvieron a la casa juntos. Mientras   tanto, el anciano había permanecido pensativo;  pero, cuando se acercaron sus compañeros,   adoptó un aire más alegre, y todos se sentaron  a comer. La comida se despachó rápidamente;  

La joven se ocupó de nuevo en ordenar la casa;  el viejo salió a la puerta y estuvo paseando al   sol durante unos minutos, apoyado en el brazo del  joven. Nada podría igualar en belleza el contraste   que había entre aquellos dos maravillosos hombres;  el uno era anciano, con el cabello plateado y un  

Rostro que reflejaba bondad y amor; el joven era  esbelto y apuesto, y sus rasgos estaban modelados   por la simetría más delicada, aunque sus ojos y su  actitud expresaban una tristeza y un abatimiento   indecibles. El anciano regresó a la casa; y el  joven, con herramientas distintas de las que había  

Utilizado por la mañana, dirigió sus pasos a los  campos. La noche cayó repentinamente, pero, para   mi absoluto asombro, descubrí que los granjeros  tenían un modo de conservar la luz por medio   de velas, y me alegró comprobar que la puesta de  sol no acababa con el placer que yo experimentaba  

Viendo a mis vecinos. Por la noche, la muchacha  y sus compañeros se entretuvieron en distintas   labores que en aquel momento no comprendí, y el  anciano de nuevo cogió el instrumento que producía   los celestiales sonidos que me habían encantado  por la mañana. Tan pronto como hubo concluido,  

El joven comenzó, no a tocar, sino a proferir  sonidos que resultaban monótonos y en nada   recordaban la armonía del instrumento del anciano  ni las canciones de los pájaros; más adelante   comprendí que leía en voz alta, pero en aquel  momento yo no sabía nada de la ciencia de las  

Palabras y las letras. La familia apagó las luces  después y se retiró, o eso pensé yo, a descansar.  Yo me tumbé en la paja, pero no pude dormir.  Pensé en todo lo que había ocurrido durante el   día. Lo que me llamaba la atención principalmente  eran los amables modales de aquellas personas,  

Y anhelé unirme a ellos, pero no me atreví.  Recordaba demasiado bien el trato que había   sufrido la noche anterior por parte de  aquellos aldeanos bárbaros y decidí que,   cualquiera que fuera la conducta que pudiera  adoptar en el futuro, por el momento me quedaría  

Tranquilamente en mi cobertizo, observando e  intentando descubrir las razones de sus actos.  Los granjeros se levantaron a la mañana siguiente  antes de que saliera el sol. La joven aderezó la   casa y preparó la comida; y el joven, montado  en un animal grande y extraño, se alejó.  

Aquel día transcurrió con la misma rutina  que el día anterior. El hombre joven estuvo   todo el día ocupado fuera, y la muchacha se  entretuvo en varias ocupaciones y labores en   la casa. El anciano, pronto supe que era ciego,  empleaba sus largas horas de asueto tocando su  

Instrumento o pensando. Nada puede asemejarse  al cariño y al respeto que los jóvenes granjeros   le demostraban a aquel anciano venerable. Le  prodigaban toda la amabilidad imaginable esas   pequeñas atenciones del afecto y el deber, y él  las recompensaba con sus bondadosas sonrisas. 

Sin embargo, no eran completamente felices.  El hombre joven y su compañera a menudo se   apartaban a una esquina de su habitación común y  lloraban. Yo no conocía la causa de su tristeza,   pero aquello me afectaba profundamente.  Si aquellas criaturas tan encantadoras   eran desdichadas, resultaba menos extraño  que yo, un ser imperfecto y solitario,  

Fuera completamente desgraciado. Pero…  ¿por qué aquellos seres tan buenos eran   tan infelices? Tenían una casa preciosa (o, al  menos, lo era a mis ojos) y todos los lujos;   tenían una chimenea para calentarse cuando helaba  y deliciosos alimentos para cuando tenían hambre;  

Iban vestidos con ropas excelentes; y, aún más,  podían disfrutar de la compañía mutua y de la   conversación… y todos los días intercambiaban  miradas de cariño y afecto. ¿Qué significaban   entonces aquellas lágrimas? ¿Expresarían  realmente dolor? Al principio fui incapaz   de responder a estas preguntas, pero una  constante atención y el transcurso del  

Tiempo consiguieron explicarme muchas cosas  que al principio me parecieron enigmáticas. CAPÍTULO 3 Transcurrió un considerable período de  tiempo antes de que descubriera una de   las causas de la inquietud de aquella  encantadora familia. Era la pobreza…   y sufrían esa desgracia hasta unos límites  angustiosos. Su sustento solo constaba de pan,  

Las verduras de su huerto y la leche de una  vaca, que daba muy poca durante el invierno,   cuando sus dueños apenas podían encontrar  alimento para ella. Creo que a menudo sufrían muy   desagradablemente la punzada del hambre, sobre  todo los dos jóvenes granjeros, porque muchas  

Veces vi cómo le ponían al anciano la comida  delante, cuando ellos no tenían nada para sí.   Ese rasgo de bondad me conmovió profundamente.  Yo me había acostumbrado a robar parte de sus   viandas durante la noche, para mi propio sustento;  pero cuando descubrí que al hacerlo infligía aún  

Más sufrimiento a los granjeros, me abstuve  y me conformé con las bayas, nueces y raíces   que recolectaba en un bosque cercano. También  descubrí otros medios mediante los cuales podía   colaborar en sus trabajos. Comprobé que el joven  empleaba buena parte del día en recoger madera  

Para el hogar familiar; así que por la noche,  con frecuencia cogía sus herramientas (enseguida   aprendí cómo se utilizaban) y llevaba a la casa  leña suficiente para el consumo de varios días.  Recuerdo que la primera vez que hice eso, la  muchacha, que abrió la puerta por la mañana,  

Pareció absolutamente sorprendida al ver un  gran montón de madera en el exterior. Dijo   algunas palabras en voz alta, e inmediatamente  el joven salió, y también pareció sorprendido.   Observé con placer que aquel día no iba al  bosque, sino que lo empleaba en reparar la  

Granja y en cultivar el huerto. Poco a poco también hice otro   descubrimiento de mayor importancia para mí.  Comprendí que aquellas personas tenían un método   para comunicarse mutuamente sus experiencias y  sentimientos mediante ciertos sonidos articulados   que proferían. Me di cuenta de que las palabras  que decían a veces producían placer o dolor,  

Sonrisas o tristeza, en el pensamiento y  el rostro de quienes las oían. En realidad,   parecía una ciencia divina, y deseé ardientemente  adquirirla y conocerla. Pero todos los intentos   que hice al respecto resultaron fallidos.  Su pronunciación era muy rápida; y como las  

Palabras que emitían no tenían ninguna relación  aparente con los objetos visibles, yo no era   capaz de dar con la clave que me permitiera  desentrañar el misterio de su significado.   Esforzándome mucho, de todos modos, y después  de permanecer durante muchas revoluciones de  

La luna en mi cobertizo, descubrí los nombres que  daban a algunos de los objetos que más aparecían   en su hablar: aprendí y comprendí las palabras  «fuego», «leche», «pan» y «leña». También aprendí   los nombres de los propios granjeros. La joven y  su compañero tenían cada uno varios nombres, pero  

El anciano solo tenía uno, que era Padre. A la  muchacha la llamaban hermana o Agatha, y el joven   era Felix, hermano o hijo. No puedo explicar el  placer que sentí cuando aprendí las ideas que se   correspondían con cada uno de aquellos sonidos y  fui capaz de pronunciarlos. Distinguí muchas otras  

Palabras, aunque aún no era capaz de comprenderlas  o aplicarlas… como «bueno», «querido», «infeliz».  Así pasé el invierno. Las hermosas costumbres  y la belleza de los granjeros consiguieron   que me encariñara mucho con ellos. Cuando ellos  estaban tristes, yo me deprimía; y disfrutaba con  

Sus alegrías. Apenas vi a otros seres humanos con  ellos; y si ocurría que alguno entraba en la casa,   sus rudos modales y sus ademanes agresivos  solo me convencían de la superioridad de mis   amigos. El anciano, así pude percibirlo, a  menudo intentaba animar a sus hijos, porque  

Descubrí que de ese modo los llamaba a veces,  para que abandonaran su melancolía. Y entonces   hablaba en un tono cariñoso, con una expresión  de bondad que transmitía alegría, incluso a mí.   Agatha escuchaba con respeto; sus ojos a veces se  llenaban de lágrimas que intentaba enjugar sin que  

Nadie lo notara; pero yo generalmente comprobaba  que sus gestos y su hablar era más alegre después   de haber escuchado las exhortaciones de  su padre. Eso no ocurría con Felix. Este   siempre era el más triste del grupo; e incluso  para mis torpes sentidos, parecía que sufría  

Más profundamente que sus seres queridos.  Pero si su expresión parecía más apenada,   su voz era más animada que la de su hermana,  especialmente cuando se dirigía al anciano.  Podría mencionar innumerables ejemplos que, aunque  sean pequeños detalles, reflejan los caracteres  

De aquellos encantadores granjeros. En medio de  la pobreza y la necesidad, Felix amablemente le   llevó a su hermana las primeras flores blancas que  brotaron entre la nieve. Por la mañana temprano,   antes de que ella se levantara, él limpiaba  la nieve que cubría el camino de la vaquería,  

Sacaba agua del pozo, e iba a buscar la leña  al cobertizo donde, para su constante asombro,   siempre se encontraba con que una mano invisible  había repuesto la madera que iban gastando.   Por el día, yo creo que a veces trabajaba para  un granjero vecino, porque a menudo se iba y no  

Regresaba hasta la hora de la cena, y sin embargo  no traía leña. En otras ocasiones trabajaba en el   huerto; pero como había tan poco que hacer en la  temporada de los hielos, a menudo se ocupaba de   leerles al anciano y a Agatha. Al principio  aquellas lecturas me dejaron absolutamente  

Perplejo; pero, poco a poco, descubrí que cuando  leía profería los mismos sonidos que cuando   hablaba; así que pensé que él veía en el papel  ciertos signos que entendía y que podía decir,   y yo deseé fervientemente comprender aquello  también. ¿Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera  

Comprendía los sonidos para los cuales se habían  escogido aquellos signos? De todos modos, mejoré   bastante en esta disciplina, pero no lo suficiente  como para mantener ningún tipo de conversación,   aunque ponía toda el alma en el intento: porque yo  comprendía con toda claridad que, aunque deseara  

Vivamente mostrarme a los granjeros, no debería  ni siquiera intentarlo hasta que no dominara su   lenguaje; aquel conocimiento permitiría que no  se fijaran mucho en la deformidad de mi aspecto;   y de esto me había dado cuenta también por el  permanente contraste que se ofrecía a mis ojos. 

Yo admiraba las formas perfectas de mis granjeros…  su elegancia, su belleza, y la tersura de su piel:   ¡y cómo me horroricé cuando me vi reflejado en  el agua del estanque! Al principio me retiré   asustado, incapaz de creer que en realidad era  yo el que se reflejaba en la superficie espejada;  

Y cuando me convencí plenamente de  que realmente era el monstruo que soy,   me embargaron las sensaciones más amargas  de tristeza y vergüenza. ¡Oh… aún no conocía   bien las fatales consecuencias  de esta miserable deformidad…!  Cuando el sol comenzó a calentar un poco más, y  la luz del día duraba más, la nieve desapareció,  

Y entonces vi los árboles desnudos y la tierra  negra. Desde entonces Felix estuvo más ocupado;   y las conmovedoras señales del hambre  amenazante desaparecieron. Sus alimentos,   como supe más adelante, eran muy  burdos, pero bastante saludables;   y contaban con cantidad suficiente. Varias clases  nuevas de plantas brotaron en el huerto, y ellos  

Las preparaban y condimentaban para comerlas;  y aquellas señales de bienestar aumentaron   día a día, a medida que avanzaba la estación. El anciano, apoyado en su hijo, caminaba todos   los días a mediodía, cuando no llovía, pues, como  descubrí, así se dice cuando los cielos derraman  

Sus aguas. Esto ocurría frecuentemente; pero un  viento fuerte secaba rápidamente la tierra y la   estación se fue haciendo cada vez más agradable. Mi vida en el cobertizo era siempre igual. Por la   mañana espiaba los movimientos de los granjeros;  y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus  

Labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba  en observar a mis amigos. Cuando se retiraban a   descansar, si había luna, o la noche estaba  estrellada, me adentraba en los bosques y   recolectaba mi propia comida y leña para la  granja. Cuando regresaba, y a menudo era muy  

Necesario, limpiaba el camino de nieve, y llevaba  a cabo aquellas tareas que había visto hacer a   Felix. Más adelante descubrí que aquellas labores,  ejecutadas por una mano invisible, les asombraban   profundamente; y en aquellas ocasiones, una o dos  veces les oí pronunciar las palabras «espíritu  

Bueno», «prodigio»: pero en aquel momento no  comprendía el significado de esos términos.  Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más  activos, y deseaba fervientemente descubrir las   razones y los sentimientos de aquellas criaturas  encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber  

Por qué Felix parecía tan abatido, y Agatha tan  triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría   estar en mi poder devolver la felicidad a aquellas  personas que tanto la merecían. Cuando dormía,   o me ausentaba, se me aparecían las  imágenes del venerable padre ciego,  

De la adorable Agatha y del bueno de Felix.  Yo los consideraba como seres superiores,   que podrían ser dueños de mi destino futuro.  Tracé en mi imaginación mil modos de presentarme   ante ellos, y pensé cómo me recibirían. Imaginé  que sentirían asco, hasta que con mis amables  

Gestos y mis palabras conciliadoras consiguiera  ganarme su favor, y más adelante, su cariño.  Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me  obligaban a esforzarme con renovado interés en   el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta  era bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz  

Era muy distinta a la suave melodía de sus voces,  conseguía sin embargo pronunciar con bastante   facilidad aquellas palabras que comprendía.  Era como el burro y el perrillo faldero: y de   todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran  buenas, aunque sus modales fueran un tanto rudos,  

Merecía mejor trato que los golpes y los insultos. Las lluvias suaves y la adorable calidez de la   primavera cambió por completo el aspecto de la  tierra. Los hombres, que antes de este cambio   parecían haber estado escondidos en sus cuevas,  se dispersaron por todas partes y se ocuparon  

En las distintas artes de la agricultura. Los  pájaros cantaban con acentos más alegres y las   ramas comenzaron a echar brotes en los árboles.  ¡Mundo alegre y feliz…! ¡Morada apropiada para   los dioses, que muy poco tiempo antes estaba  yerma, húmeda y enferma! Me animé mucho ante  

El encantador aspecto de la Naturaleza; el  pasado se borró de mi memoria, el presente   era feliz y el futuro refulgía con brillantes  rayos de esperanza y promesas de alegría. CAPÍTULO 4 Me apresuro ahora a narrar la parte más  conmovedora de mi historia. Relataré sucesos  

Que grabaron sentimientos en mí que, de lo  que era, me han convertido en lo que soy.  La primavera adelantaba rápidamente;  el tiempo ya era muy agradable,   y los cielos estaban despejados. Me  sorprendió que lo que antes estaba   desierto y oscuro ahora estallara con las flores  más hermosas y con tanto verdor. Mil perfumes  

Deliciosos y mil escenas maravillosas  gratificaban y animaban mis sentidos.  Ocurrió uno de aquellos días, cuando mis  granjeros habían hecho una pausa en su   trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus  hijos lo escuchaban—; observé que el rostro de   Felix parecía más melancólico que nunca: suspiraba  constantemente; y entonces el padre dejó de tocar,  

Y por sus gestos supuse que preguntaba por la  razón de la tristeza de su hijo. Felix contestó   con un tono alegre, y el anciano volvió a tocar  la canción, cuando alguien llamó a la puerta.  Era una dama montada a caballo, acompañada por  un campesino que hacía de guía. La dama venía  

Vestida con un traje oscuro, y se cubría con  un tupido velo negro. Agatha hizo una pregunta;   la extranjera solo contestó pronunciando,  con un dulce acento, el nombre de Felix. Su   voz era muy musical, pero no se parecía nada  a la de mis amigos. Al oír aquella palabra,  

Felix se levantó y se acercó rápidamente  a la dama, quien, al verlo, retiró el   velo y mostró un rostro de belleza y expresión  angelicales. Tenía el pelo muy negro y brillante,   como el plumaje del cuervo, y curiosamente  trenzado; sus ojos eran oscuros, pero dulces,  

Aunque muy vivos; sus facciones eran regulares y  proporcionadas, y su piel maravillosamente blanca,   y las mejillas encantadoramente sonrosadas. Felix pareció sufrir un arrebato de alegría   cuando la vio, y cualquier rastro  de pena se desvaneció en su rostro,   que inmediatamente brilló con un éxtasis  de alegría, del cual apenas lo creía capaz;  

Sus ojos centellearon, y sus mejillas enrojecieron  de emoción; y en aquel momento pensé que era tan   hermoso como la extranjera. Ella parecía dudar  entre distintos sentimientos; secándose algunas   lágrimas en aquellos ojos encantadores, le tendió  la mano a Felix, que la besó apasionadamente,  

Y la llamó, por lo que pude distinguir, su dulce  árabe. Ella pareció no comprenderle bien, pero   sonrió. Él la ayudó a desmontar y, despidiendo  al guía, la condujo al interior de la casa.   Él y su padre intercambiaron algunas palabras;  y la joven extranjera se arrodilló a los pies  

Del anciano, y habría besado su mano, pero  él la levantó, y la abrazó cariñosamente.  Pronto me di cuenta de que aunque la extranjera  emitía sonidos articulados, y parecía tener un   lenguaje propio, ni los granjeros la entendían  ni ella los entendía a ellos. Hacían muchos  

Gestos que yo no entendía, pero vi que su  presencia llenaba de alegría toda la casa,   disipando la pena como el sol disipa las brumas  de la mañana. Felix parecía especialmente feliz,   y siempre se dirigía a su árabe con sonrisas  radiantes. Agatha, la siempre dulce Agatha,  

Besaba las manos de la encantadora extranjera; y,  señalando a su hermano, hacía gestos que querían   decir que él había estado triste hasta que ella  llegó, o eso me parecía a mí. Transcurrieron así   algunas horas; por sus rostros se entendía que  estaban contentos, pero yo no comprendía por qué.  

De repente me di cuenta, por la frecuencia con que  la extranjera pronunciaba una palabra ante ellos,   que de estaba intentando aprender su lengua; y la  idea que se me ocurrió instantáneamente fue que yo   podría utilizar los mismos métodos para alcanzar  el mismo fin. La extranjera aprendió cerca de  

Veinte palabras en la primera lección, la mayoría  de ellas, en realidad, eran aquellas que yo ya   había aprendido, pero me aproveché de otras. Cuando llegó la noche, Agatha y la árabe se   retiraron pronto. Cuando se separaron, Felix besó  la mano de la extranjera, y dijo: «Buenas noches,  

Dulce Safie». Él se quedó despierto mucho  más tiempo, conversando con su padre; y,   por la frecuente repetición de su nombre, supuse  que su encantadora invitada era el asunto de su   conversación. Deseaba ardientemente comprender  qué decían, y puse todos mis sentidos en ello,  

Pero me resultó completamente imposible. A la mañana siguiente, Felix se fue a trabajar;   y, después de que Agatha concluyera sus labores,  la árabe se sentó a los pies del anciano y,   cogiendo su guitarra, tocó algunas  canciones tan encantadoramente hermosas   que inmediatamente arrancaron de mis ojos  lágrimas de pena y placer. Ella cantaba,  

Y su voz fluía con una dulce cadencia, elevándose  o decayendo, como la del ruiseñor en los bosques.  Cuando terminó, le dio la guitarra a Agatha, que  al principio la rechazó. Luego tocó una canción   sencilla, y su voz entonó con dulces acentos,  pero muy distintos a la maravillosa melodía de  

La extranjera. El anciano parecía embelesado, y  dijo algunas palabras que Agatha intentó explicar   a Safie y mediante las cuales deseaba expresar  que le había encantado escuchar su canción.  Los días transcurrían ahora tan apaciblemente como  antes, con un único cambio: que la alegría había  

Ocupado el lugar de la tristeza en los rostros de  mis amigos. Safie estaba siempre alegre y feliz;   ella y yo mejoramos rápidamente en el  conocimiento de la lengua, de tal modo   que en dos meses comencé a comprender la mayoría  de las palabras que pronunciaban mis protectores. 

Mientras tanto, también la tierra negra se  cubrió de hierba, y las verdes laderas quedaron   salpicadas con innumerables flores, dulces para  el olfato y para la vista, estrellas de pálido   fulgor en medio de los bosques iluminados  por la luna; el sol empezó a calentar más,  

Las noches se hicieron claras y suaves; y mis  vagabundeos nocturnos eran un inmenso placer   para mí, aunque fueran considerablemente más  cortos debido a que la puesta de sol era muy   tardía y el sol amanecía muy pronto; porque nunca  me aventuré a salir a la luz del día, temeroso de  

Que me dieran el mismo trato que había sufrido  antaño en la primera aldea en la que entré.  Pasaba los días prestando la mayor atención,  porque así podía aprender el lenguaje con   más rapidez; y puedo presumir de que  avancé más rápidamente que la árabe,   que comprendía muy pocas cosas, y  hablaba con palabras entrecortadas,  

Mientras que yo comprendía y podía imitar  casi todas las palabras que se decían.  Mientras mejoraba mi forma de hablar,  también aprendí la ciencia de las letras,   mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto  me abrió todo un mundo de maravillas y placeres. 

El libro con el cual Felix enseñaba a  Safie era Las ruinas de los imperios,   de Volney. Yo no habría comprendido en absoluto  la intención del libro si no hubiera sido porque,   al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy  minuciosas. Había escogido esa obra, decía,  

Porque el estilo declamatorio se había elaborado  imitando a los autores orientales. A través   de esa obra yo obtuve algunos conocimientos  someros de historia y una visión general de   los diversos imperios que hubo en el mundo; me  proporcionó una perspectiva de las costumbres,  

Los gobiernos y las religiones de las distintas  naciones de la Tierra. Entonces supe de la   indolencia de los asiáticos, del genio insuperable  y de la actividad intelectual de los griegos,   de las guerras y la maravillosa virtud de los  primeros romanos… y de su posterior degeneración,  

Y del declive de aquel poderoso imperio,  de la caballería, de la Cristiandad,   y de los reyes. Supe del descubrimiento del  hemisferio americano, y lloré con Safie por el   desventurado destino de sus habitantes indígenas. Aquellas maravillosas narraciones me inspiraron   extraños sentimientos. ¿De verdad era el  hombre a un tiempo tan poderoso, tan virtuoso,  

Tan magnánimo y, sin embargo, tan vicioso y ruin?  En ocasiones se mostraba como un vástago del mal,   y otras veces como poseedor de todo lo que  puede concebirse de noble y divino. Ser un   hombre grande y virtuoso parecía el honor más  alto que pudiera recaer en un ser sensible;  

Ser ruin y vicioso, como ha quedado escrito que  fueron tantos hombres, parecía la degradación más   ínfima, una condición más abyecta que la  de los topos ciegos o los gusanos inmundos.   Durante mucho tiempo no pude comprender cómo  podía atreverse un hombre a matar a un semejante,  

Ni siquiera por qué eran necesarias las leyes o  los gobiernos; pero cuando conocí los detalles de   las maldades y los crímenes, ya nada me maravilló,  y desprecié todo aquello con asco y repugnancia.  Las conversaciones de los granjeros me descubrían  ahora nuevas maravillas. Mientras escuchaba  

Atentamente las lecciones con las que Felix  enseñaba a la árabe, fui aprendiendo el extraño   sistema de la sociedad humana. Entonces  supe del reparto de las riquezas, de las   inmensas fortunas y de la extrema pobreza, de las  familias, de los linajes y la nobleza de sangre. 

Las palabras me inducían a pensar sobre mí mismo.  Aprendí que las posesiones más apreciadas por   vuestros semejantes eran un linaje elevado e  inmaculado, unido a las riquezas. Un hombre   podría ganarse el respeto solo con una de esas  dos cosas; pero si no contaba al menos con una  

De ellas, excepto en casos muy raros, se  le consideraba un vagabundo y un esclavo,   destinado a emplear su vida en provecho de unos  pocos escogidos. ¿Y qué era yo? De mi creación y   de mi creador yo no sabía absolutamente nada;  pero sabía que no tenía ni dinero, ni amigos,  

Ni nada en propiedad. Además, se me había dado  una figura espantosamente deforme y repulsiva;   ni siquiera tenía la misma naturaleza que el  hombre. Yo era más ágil, y podía subsistir con   una dieta bastante más escasa; soportaba mejor los  calores y los fríos extremados sin que mi cuerpo  

Sufriera tantos daños; y mi estatura era muy  superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor,   no veía ni oía que hubiera nadie como yo. ¿Era  entonces un monstruo, un error sobre la Tierra,   un ser del que todos los hombres huían  y a quien todos los hombres rechazaban? 

No puedo explicaros la angustia que aquellas  reflexiones me producían; intenté olvidarlas,   pero el conocimiento solo logró aumentar mi  pesadumbre. ¡Oh…! ¡Ojalá me hubiera quedado   para siempre en mi bosque primero, sin saber ni  sentir nada más que el hambre, la sed o el calor…! 

¡Qué cosa más extraña es el conocimiento! Cuando  se ha adquirido, se aferra a la mente como el   liquen a la roca. A veces deseaba sacudirme  todas las ideas y todos los sentimientos;   pero aprendí que solo había un modo  de superar la sensación de dolor,  

Y era la muerte… un estado que temía, aunque no  lo comprendía. Admiraba la virtud y los buenos   sentimientos, y adoraba las amables costumbres  y las encantadoras cualidades de mis granjeros;   pero yo quedaba excluido de cualquier relación  con ellos, excepto a través de medios que yo me  

Procuraba a hurtadillas, cuando nadie me veía ni  sabía de mi existencia, y que, más que satisfacer,   aumentaban el deseo que tenía de ser uno más entre  mis amigos. Las amables palabras de Agatha y las   divertidas sonrisas de la encantadora árabe no  eran para mí. Los buenos consejos del anciano y  

La animada conversación del enamorado Felix no  eran para mí. ¡Miserable, infeliz desgraciado…!  Otras lecciones se quedaron grabadas en mí,  incluso más profundamente. Conocí la diferencia   de los sexos; y cómo nacen y crecen los niños; y  cómo el padre disfruta de las sonrisas de su hijo,  

Y de las alegres locuras de los muchachos  mayores; y cómo toda la vida y los cuidados   de la madre se depositan en esa preciosa  obligación; y cómo la mente de la juventud   se desarrolla y se adquieren conocimientos;  y supe de los hermanos, y las hermanas,  

Y todas las infinitas relaciones que unen a unos  seres humanos con otros mediante lazos mutuos.  Pero… ¿dónde estaban mis amigos y mis parientes?  Ningún padre había visto mis días de infancia,   ninguna madre me había bendecido con sonrisas y  caricias; y si existieron, toda mi vida pasada no  

Era ya más que una mancha, un vacío oscuro en el  cual me resultaba imposible distinguir nada. Desde   mi primer recuerdo yo había sido como era en esos  momentos, tanto en altura como en proporciones.   No había visto a nadie que se me pareciera, ni  que quisiera mantener ninguna relación conmigo.  

¿Qué era yo? La pregunta surgía una y otra  vez, y solo podía contestarla con lamentos.  Luego explicaré adónde me condujeron esas ideas;  pero permitidme ahora regresar a los granjeros,   cuya historia encendió en mí sentimientos  encontrados de indignación, placer y asombro,   pero todos terminaron finalmente en más  cariño y respeto hacia mis protectores…  

Porque así me gustaba llamarlos, engañándome a  mí mismo de un modo inocente y casi doloroso. CAPÍTULO 5 Transcurrió algún tiempo antes de que conociera  la historia de mis amigos. Era tal que no podía   dejar de producir una profunda impresión en mi  mente, pues desvelaba innumerables circunstancias,  

Todas especialmente interesantes y maravillosas  para alguien tan absolutamente ignorante como yo.  El nombre del anciano era De Lacey. Provenía de  una buena familia de Francia, donde había vivido   durante muchos años, en la riqueza, respetado por  sus superiores y amado por sus iguales. Su hijo  

Fue educado para servir a su país, y Agatha se  había relacionado con las damas más distinguidas.   Pocos meses antes de mi llegada, habían vivido en  una ciudad grande y esplendorosa llamada París,   rodeados de amigos y disfrutando de todos los  placeres que pueden proporcionar la virtud,  

El refinamiento intelectual y el  gusto, junto a una aceptable fortuna.  El padre de Safie había sido la causa de su  ruina. Era un mercader turco y había vivido   en París durante mucho tiempo, cuando, por alguna  razón que no pude comprender, se granjeó el odio  

De los gobernantes. Lo detuvieron y lo metieron  en la cárcel el mismo día en que Safie llegaba de   Constantinopla para reunirse con él. Fue juzgado  y condenado a muerte. La injusticia de aquella   sentencia era de todo punto evidente. Todo París  estaba indignado, y se consideró que habían sido  

Su religión y su riqueza, y en absoluto el crimen  del que se le acusó, las razones de su condena.   Felix estuvo presente en el juicio; no  pudo controlar su espanto e indignación   cuando oyó la decisión del tribunal.  En aquel momento hizo una promesa  

Solemne de liberarlo y luego se ocupó  de buscar los medios para conseguirlo.   Después de muchos intentos infructuosos  para conseguir acceder a la prisión,   descubrió una ventana sólidamente enrejada en una  parte poco vigilada del edificio, desde la cual se   veía la mazmorra del desafortunado mahometano, el  cual, cargado de cadenas, aguardaba desesperado la  

Ejecución de aquella bárbara sentencia. Felix  acudió a la ventana enrejada por la noche y   le hizo saber al prisionero sus intenciones de  liberarlo. El turco, asombrado y esperanzado,   intentó encender aún más el celo de su liberador  con promesas de recompensas y riquezas.  

Felix rechazó sus ofertas con desprecio. Sin  embargo, cuando vio a la encantadora Safie,   a la que le habían permitido visitar a su padre y  quien, por sus gestos, le demostraba su más viva   gratitud, el joven tuvo que admitir que el cautivo  poseía un tesoro que realmente podría recompensar  

El esfuerzo y el peligro que iba a correr. El turco inmediatamente percibió la impresión   que su hija había causado en el corazón de Felix,  e intentó asegurar su colaboración con la promesa   de concederle su mano en matrimonio. Felix era  demasiado noble como para aceptar aquella oferta,  

Aunque observaba aquella posibilidad  como la culminación de toda su felicidad.  A lo largo de los días siguientes, mientras  proseguían los preparativos para la fuga   del mercader, el entusiasmo de Felix se encendió  aún más por varias cartas que recibió de aquella  

Encantadora muchacha, que halló el medio para  expresar sus pensamientos en la lengua de su   amante con la ayuda de un anciano, un criado de su  padre que sabía francés. Le agradecía a Felix, en   los términos más vehementes, su bondadoso gesto, y  al mismo tiempo lamentaba discretamente su propio  

Destino. Tengo copias de aquellas cartas, porque  durante mi estancia en el cobertizo encontré   medios para procurarme recado de escribir, y a  menudo esas misivas estuvieron en manos de Felix   y Agatha. Antes de separarnos, os las entregaré;  así quedará probada la veracidad de mi historia;  

Pero por el momento, como el sol ya comienza a  declinar, solo tendré tiempo para repetiros lo   sustancial de las mismas. Safie le explicaba  que su madre era una árabe cristiana que había   sido apresada y convertida en esclava por los  turcos. Por su belleza, se ganó el corazón del  

Padre de Safie, que se casó con ella. La joven  muchacha hablaba en los términos más elogiosos   y entusiastas de su madre, pues, habiendo nacido  libre, despreciaba la esclavitud a la que ahora   se veía sometida. Instruyó a su hija en los  principios de su religión y le enseñó a aspirar  

A una altura intelectual y a una independencia de  espíritu superiores y prohibidas para las mujeres   que siguen a Mahoma. Aquella mujer murió, pero  sus enseñanzas quedaron impresas indeleblemente   en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea  de regresar de nuevo a Asia y ser enclaustrada  

Entre los muros de un harén, solo con permiso  para ocuparse en pueriles entretenimientos que se   acomodaban mal al temperamento de su alma, ahora  acostumbrada a las ideas elevadas y a la noble   emulación de la virtud. La perspectiva de casarse  con un cristiano y permanecer en un país donde  

A las mujeres se les permitía tener un puesto en  la sociedad le resultaba especialmente atractiva.  Se fijó el día para la ejecución del turco; pero  la noche anterior pudo escapar de la prisión y,   antes de que amaneciera, ya se encontraba  a muchas leguas de París. Felix se había  

Procurado pasaportes con el nombre de su padre,  de su hermana y de sí mismo. Le contó su plan   al primero, que colaboró en la añagaza  abandonando temporalmente su casa con el   pretexto de un viaje y se ocultó con su hija en  un lugar apartado de París. Felix condujo a los  

Fugitivos por toda Francia hasta Lyon y luego  cruzaron Mont-Cenis hasta llegar a Livorno,   donde el mercader había decidido esperar una  oportunidad favorable para pasar a África.   No pudo negarse a sí mismo el placer de  permanecer algunos días en compañía de la  

Árabe, que le manifestó el cariño más sencillo y  tierno. Hablaban con la ayuda de un intérprete,   y Safie le cantaba las celestiales melodías  de su país natal. El turco consintió aquella   relación y alentó las esperanzas de los jóvenes  enamorados, pero en realidad tenía otros planes  

Bien distintos. Le repugnaba la idea de que  su hija pudiera casarse con un cristiano,   pero temía las represalias de Felix si se mostraba  un tanto tibio, porque era consciente de que aún   se encontraba en manos de su libertador, ya que  podría denunciarlo a las autoridades de Italia,  

Donde se encontraban en aquel momento. Ideó  mil planes que le permitieran prolongar el   engaño hasta que ya no fuera necesario… y  entonces se llevaría a su hija a África.   Las noticias que llegaron de París  facilitaron enormemente sus planes. 

El gobierno de Francia estaba furioso por  la fuga del reo y no reparó en medios para   descubrir y castigar al liberador. El plan  de Felix se descubrió rápidamente y De Lacey   y Agatha fueron encarcelados. Tales noticias  llegaron a oídos de Felix y lo despertaron de  

Su placentero sueño. Su padre, anciano y ciego,  y su dulce hermana se encontraban ahora en una   maloliente mazmorra, mientras él disfrutaba de  la libertad y de la compañía de su enamorada.   Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco  que, si este último tenía la oportunidad de  

Huir antes de que Felix pudiera regresar a Italia,  Safie podría quedarse en calidad de huésped en un   convento de Livorno; y después, despidiéndose de  la encantadora árabe, se dirigió apresuradamente   a París y se puso en manos de la ley, esperando  de este modo liberar a De Lacey y a Agatha. 

Pero no lo consiguió. Permanecieron presos durante  cinco meses antes de que tuviera lugar el juicio,   y el fallo del mismo les arrebató su fortuna y  los condenó al exilio perpetuo de su país natal.  Encontraron un refugio miserable en una casa  de campo en Alemania, donde los encontré. Felix  

Supo que el turco traicionero, por el cual él y su  familia soportaba aquella incomprensible opresión,   al averiguar que su liberador había sido de aquel  modo reducido a la miseria y a la degradación,   había traicionado la gratitud y el honor,  y había abandonado Italia con su hija,  

Enviándole a Felix una insultante  cantidad de dinero para ayudarle,   como dijo, a conseguir algún  medio para subsistir en el futuro.  Tales eran los acontecimientos que amargaban el  corazón de Felix y que lo convertían, cuando lo vi   por vez primera, en el miembro más desgraciado de  su familia. Él podría haber soportado la pobreza;  

Y si esta humillación hubiera sido la vara  de medir su virtud, habría salido muy honrado   de ello. Pero la ingratitud del turco y la  pérdida de su adorada Safie eran desgracias   más amargas e irreparables. Ahora, la llegada  de la árabe infundía nueva vida en su alma. 

Cuando ella tuvo noticia de que Felix había  sido privado de su riqueza y su posición,   el mercader ordenó a su hija que no pensara más  en su enamorado y que se preparara para regresar   a su país natal con él. El generoso carácter  de Safie se indignó ante aquella orden. Intentó  

Protestar ante su padre, pero él la despidió  furiosamente, reiterando su tiránico mandato.  Pocos días después, el turco entró en los  aposentos de su hija y apresuradamente le dijo que   tenía razones para creer que se había difundido  que se encontraban en Livorno y que podría ser  

Entregado rápidamente al gobierno francés. Por  tanto, había alquilado un barco que lo llevaría   a Constantinopla, y hacia esa ciudad zarparía en  breves horas. Intentó dejar a su hija al cuidado   de un criado, para que partieran más adelante y  con más tranquilidad, junto a la mayor parte de  

Sus riquezas, que aún no habían llegado a Livorno. Safie pensó mucho y a solas qué podría hacer en   aquella terrible situación. La idea de vivir  en Turquía le resultaba odiosa; su religión   y sus sentimientos también se oponían a ello.  Por algunos documentos de su padre que cayeron  

En sus manos, supo del exilio de su enamorado y  memorizó de inmediato el lugar en el que vivía.   Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero al  final tomó una resolución. Llevando consigo   algunas joyas que le pertenecían y una pequeña  suma de dinero, abandonó Italia con una criada  

Natural de Livorno que sabía árabe, y partió  hacia Alemania. Llegó sin más inconvenientes   a una ciudad que se encontraba a unas veinte  leguas de la granja de los De Lacey; entonces,   su criada cayó gravemente enferma. Safie se ocupó  de ella con todo el cariño, pero la pobre muchacha  

Murió, y la árabe se quedó sola, sin conocer la  lengua del país e ignorando absolutamente de las   costumbres del mundo. En todo caso, cayó en buenas  manos. La italiana había mencionado el nombre del   lugar al que se dirigían; y, tras su muerte,  la mujer de la casa en la cual habían estado  

Se tomó la molestia de asegurarse de que Safie  llegara sana y salva a la granja de su enamorado. CAPÍTULO 6 Tal era la historia de mis queridos granjeros.  Me impresionó profundamente. Y a partir de la   descripción de la vida social que dejaba entrever  aprendí a admirar las virtudes y a despreciar  

Los vicios de la humanidad. Y, del mismo modo,  consideraba el crimen como un mal alejado de mí;   siempre tenía delante la bondad y la generosidad,  animándome a desear convertirme en un actor en el   alegre escenario donde se desarrollaban y se  mostraban tantas cualidades admirables. Pero  

Al dar cuenta de los avances de mi inteligencia,  no debo omitir una circunstancia que aconteció a   principios del mes de agosto de ese mismo año. Una noche, durante mi acostumbrada visita al   bosque cercano donde recolectaba mi propia  comida y desde donde llevaba a casa leña para  

Mis protectores, encontré en el suelo una bolsa  de cuero con varias prendas de vestir y algunos   libros. Inmediatamente me hice con el botín  y regresé con él a mi cobertizo. Los libros   afortunadamente estaban escritos en la lengua y  con las letras que había aprendido en la granja;  

Eran el Paraíso perdido, un libro con las Vidas  de Plutarco y las Desventuras de Werther. La   posesión de aquellos tesoros me proporcionó  un extraordinario placer; podría estudiar y   ejercitar constantemente mi intelecto en aquellas  historias cuando mis amigos estuvieran ocupados   en sus labores cotidianas. Apenas puedo  describiros el efecto de esos libros. Produjeron  

En mí una infinidad de imágenes e ideas, que  algunas veces me elevaban hasta el éxtasis pero   más frecuentemente me hundían en la más profunda  desolación. En las Desventuras de Werther,   además del interés de su sencilla y emocionante  historia, se proponían tantas opiniones y se  

Arrojaba luz sobre lo que hasta entonces habían  sido para mí asuntos completamente ignorados,   que encontré en ese libro una fuente  inagotable de reflexión y asombro.   Las costumbres amables y hogareñas que describía,  unidas a los delicados juicios y sentimientos   que se expresan sin ningún egoísmo, se  acomodaban perfectamente a mi experiencia  

Con mis protectores y a las necesidades que  siempre habían estado vivas en mi corazón.   Pero yo pensaba que el propio Werther era el ser  más maravilloso que yo hubiera visto o imaginado   jamás. Su carácter no era pretencioso, pero dejó  una profunda huella en mí. Las disquisiciones  

Sobre la muerte y el suicidio parecían pensadas  para asombrarme completamente. Yo no pretendía   juzgar los pormenores del caso; sin embargo,  me inclinaba por la opinión del protagonista,   cuya muerte lloré sin comprenderla del todo.  Mientras leía, sin embargo, comparaba las   historias con mis propios sentimientos y con  mi situación. Descubrí que era parecido y,  

Sin embargo, muy distinto a aquellas personas de  los libros, de cuyas conversaciones yo era solo un   observador. Simpatizaba con ellos y en parte los  comprendía, pero mi intelecto aún era inmaduro;   yo no dependía de nadie, ni estaba relacionado con  nadie. «El camino de mi partida estaba abierto»,  

Y no había nadie que lamentara mi muerte. Mi  aspecto era repugnante, y mi estatura, gigantesca.   ¿Qué significaba aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué  era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino?   Me hacía aquellas preguntas constantemente,  pero era incapaz de darles una respuesta. 

El libro de las Vidas de Plutarco que yo  tenía relataba las historias de los primeros   fundadores de la antigua república. Este libro  tuvo un efecto sobre mí bastante diferente al   de las cartas de Werther. De las imaginaciones  de Werther aprendí el abatimiento y la tristeza;  

Pero Plutarco me enseñó los nobles ideales: me  elevó sobre la miserable esfera de mis propias   reflexiones, para admirar y amar a los héroes  de las épocas pasadas. Muchas de las cosas que   leía sobrepasaban con mucho mi entendimiento  y mi experiencia. Adquirí una idea muy confusa  

De los reinos y de las extensiones de los países,  de los poderosos ríos y de los océanos infinitos.   Pero lo desconocía absolutamente todo de las  ciudades y de las grandes aglomeraciones humanas.   La granja de mis protectores había sido la  única escuela en la que yo había estudiado  

La naturaleza humana. Pero aquel libro presentaba  nuevas y formidables situaciones. Leí historias de   hombres que se dedicaban a gobernar los asuntos  públicos o a masacrar a sus semejantes. Sentí   que crecía en mí una gran pasión por la virtud  y un aborrecimiento por el vicio, al menos en  

La medida en que yo comprendía el significado de  aquellos términos, relativos únicamente al placer   y al dolor, pues en ese sentido los aplicaba.  Movido por aquellos sentimientos, desde luego   acabé admirando a los legisladores pacíficos, como  Numa, Solón y Licurgo, más que a Rómulo y Teseo.  

La vida familiar de mis protectores  consiguió que aquellas impresiones   quedaran firmemente arraigadas en mi mente; si  mi primer encuentro con la humanidad hubiera   sido junto a un joven soldado que ardiera en  deseos de gloria y sacrificio, podría haber   quedado imbuido por diferentes sentimientos. Pero el Paraíso perdido despertó emociones  

Distintas y bastante más profundas. Lo leí, como  había leído los otros libros que habían caído en   mis manos, como una historia verdadera. Sacudió en  mí todos los sentimientos de asombro y veneración   que era capaz de despertar la descripción de un  Dios omnipotente combatiendo contra sus criaturas.  

A menudo comparaba distintas situaciones conmigo  mismo, porque su similitud me sobrecogía. Como   Adán, yo fui creado aparentemente tal y como era,  pero no estaba unido por lazo alguno a ningún otro   ser vivo; y su situación era diferente de la mía  en otros muchos aspectos. Él había nacido de las  

Manos de Dios como una criatura perfecta, feliz,  próspera, y protegida por el amor incondicional   de su creador. Se le permitía hablar y adquirir  conocimientos de los seres de naturaleza superior;   pero yo era un desgraciado, y me encontraba  indefenso y solo. Muchas veces pensaba que  

En realidad pertenecía a la estirpe  de Satán; porque a menudo, como él,   cuando veía la dicha de mis protectores, la  amarga bilis de la envidia me invadía por dentro.  Otra circunstancia reforzó y confirmó  aquellos sentimientos. Poco después   de que llegara al cobertizo, descubrí  algunos papeles en el bolsillo de las  

Ropas que había cogido de vuestro estudio.  Al principio no les había prestado atención;   pero ahora que ya era capaz de descifrar los  signos en los que estaban escritos, comencé a   estudiarlos con interés. Era vuestro diario de  los cuatro meses que precedieron a mi creación.  

Vos describíais minuciosamente en aquellos  papeles cada paso que dabais en el proceso de   vuestro trabajo; esa historia estaba mezclada con  algunos apuntes de cuestiones familiares. Sin duda   recordáis esos papeles. Aquí están. En ellos se  relata todo lo concerniente a mi origen maldito;  

Todos los detalles de aquella serie de repulsivas  circunstancias que lo hicieron posible están ahí,   a la vista. La minuciosísima descripción de  mi odiosa y asquerosa persona se ofrece en un   lenguaje que describe vuestros propios horrores y  ha convertido los míos en una cicatriz imborrable.  

Enfermaba a medida que lo leía. «¡Odioso el día  en el que se me dio la vida!», grité desesperado.   «¡Maldito Creador! ¿Por qué disteis forma  a un monstruo tan espantoso que incluso vos   mismo me disteis la espalda asqueado? Dios, en su  piedad, hizo al hombre hermoso y atractivo. Yo soy  

Más odioso a la vista que las amargas manzanas  del infierno al gusto. Satán tenía compañeros,   otros demonios que lo admiraban y lo animaban;  pero yo estoy solo y todo el mundo me detesta.»  Esas eran mis reflexiones en mis horas de  abatimiento y soledad; pero cuando contemplaba las  

Virtudes de los granjeros, su amable y bondadoso  carácter, me convencía de que cuando conocieran mi   admiración por sus virtudes, tendrían piedad de mí  y pasarían por alto la deformidad de mi persona.   ¿Serían capaces de cerrarle la puerta a un ser  que, aun siendo monstruoso, imploraba su compasión  

Y amistad? Decidí al menos no desesperar, sino  prepararme en todos los sentidos para afrontar   un encuentro que decidiría mi destino. Pospuse  aquella tentativa algunos meses más, porque la   importancia de salir con bien de aquella situación  me inspiraba un horrible temor a fracasar. Además,  

Descubrí que mi comprensión mejoraba tanto con las  experiencias de cada día que no deseaba afrontar   aquella empresa hasta que no transcurrieran  algunos meses más y adquiriera más conocimientos.  Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en  la casa. La presencia de Safie irradiaba felicidad  

Entre los moradores, y yo también descubrí que  allí reinaba una mayor abundancia. Felix y Agatha   empleaban más tiempo divirtiéndose y conversando  y algunos criados les ayudaban en sus labores. No   parecían ricos, pero estaban contentos y felices.  Estaban tranquilos y en paz, mientras yo me sentía  

Cada día más miserable. El hecho de aumentar  mis conocimientos solo conseguía mostrarme   más claramente que era un monstruo proscrito.  Yo abrigaba una esperanza, es cierto, pero se   desvanecía cuando veía mi imagen reflejada en el  agua o incluso cuando observaba mi sombra a la  

Luz de la luna. Intenté apartar aquellos temores  y fortalecerme para la prueba que tenía previsto   llevar a cabo en el plazo de breves meses; y  algunas veces permitía que mis pensamientos,   sin el freno de la razón, vagaran por los jardines  del Paraíso, y me atrevía a imaginar seres amables  

Y encantadores que comprendían mis sentimientos  y consolaban mi tristeza. Sus rostros angelicales   me ofrecían sonrisas de compasión. Pero todo era  un sueño. No había ninguna Eva que mitigara mis   penas ni compartiera mis pensamientos. Estaba  solo. Recordé las súplicas de Adán a su creador,  

Pero… ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado,  y con toda la amargura de mi corazón, lo maldije.  Así transcurrió el otoño. Vi, con sorpresa y  temor, que las hojas amarilleaban y caían, y la   naturaleza de nuevo adquiría el aspecto mortecino  y desolado que tenía cuando por vez primera vi los  

Bosques y la adorable luna. No me importaban  los rigores del tiempo. Por mi constitución,   estoy más preparado para sufrir el frío que el  calor. Pero mis únicas alegrías consistían en   ver las flores y los pájaros, y todas las galas  del verano; cuando se me privó de todo aquello,  

Volví la mirada a los granjeros. Su felicidad  no había disminuido por el adiós del verano.   Se querían y se comprendían, y sus alegrías, que  dependían de las de los otros, no se interrumpían   por los acontecimientos que ocasionalmente  ocurrían a su alrededor. Cuanto más los observaba,  

Mayor era mi deseo de suplicarles protección y  comprensión. Mi corazón anhelaba que aquellas   encantadoras personas me conocieran y me  quisieran, y que sus dulces miradas se   dirigieran a mí con compasión. No me atrevía  a pensar que pudieran volverme la espalda con  

Desprecio u horror. A los pobres que se detenían  y llamaban a su puerta nunca se les despedía. Es   verdad que yo iba a pedir tesoros más preciosos  que un poco de pan o un lugar para descansar.   Iba a pedir comprensión y cariño, y no creía  que pudiera ser absolutamente indigno de ello.

CAPÍTULO 7 El invierno adelantaba y, desde que desperté a  la vida, ya se había cumplido todo un ciclo de   estaciones. En aquel entonces mi atención estaba  únicamente centrada en mi plan para presentarme   en casa de mis protectores. Le di mil vueltas  a innumerables planes, pero lo que finalmente  

Decidí fue entrar en su hogar cuando el anciano  ciego estuviera solo. Yo era lo suficientemente   inteligente para saber que la fealdad anormal  de mi persona había sido el principal motivo de   horror para aquellos que me habían visto antes.  Mi voz, aunque desagradable, no tenía nada de  

Terrible. Así pues, pensé que si podía ganarme la  benevolencia del anciano De Lacey, en ausencia de   sus hijos, podría tal vez de ese modo conseguir  que mis jóvenes protectores me aceptaran.  Un día, cuando el sol brillaba sobre las hojas  rojas que alfombraban la tierra y esparcía alegría  

Aunque negaba el calor, Safie, Agatha y Felix  salieron a dar un largo paseo por el campo, y el   anciano, por su propio gusto, se quedó solo en la  casa. Cuando sus hijos se marcharon, él cogió su  

Guitarra y tocó varias canciones tristes y dulces,  más dulces y tristes que todas las que le había   oído tocar hasta entonces. Al principio su rostro  parecía iluminado de placer, pero, a medida que   cantaba, fue adquiriendo un gesto meditabundo  y apesadumbrado; luego apartó el instrumento  

Y se quedó absorto en sus pensamientos. Mi corazón latía muy deprisa. Era la hora y   el momento definitivo, en el que se decidirían mis  esperanzas. Los criados se habían ido a una fiesta   que se celebraba en la vecindad. Todo estaba en  silencio, en el interior y alrededor de la casa.  

Era una ocasión excelente; sin embargo, cuando  iba a ejecutar mi plan, me fallaron las piernas   y me derrumbé en tierra. Me levanté de nuevo  y, reuniendo todo el valor del que fui capaz,   aparté los maderos que había colocado delante  de mi cobertizo para ocultarme. El aire fresco  

Me reanimó, y con renovada determinación  me aproximé a la puerta de la casa. Llamé.  —¿Quién es? —preguntó el anciano—. Adelante… Entré.  —Perdone esta intromisión —dije—. Soy un  viajero, y solo necesito descansar un poco.   Le estaría muy agradecido si me permitiera  quedarme unos momentos junto al fuego. 

—Pase —dijo De Lacey—, intentaré buscar el  modo de atenderle; pero, desgraciadamente,   mis hijos no están en casa y, como yo soy  ciego, me temo que me será muy difícil   encontrar algo para que pueda comer. —No se moleste, amable señor —contesté—.   Traigo comida; lo único que necesito  es un poco de calor y descanso. 

Me senté y se hizo el silencio. Sabía muy  bien que cada minuto era precioso para mí,   sin embargo, permanecí indeciso respecto  a la manera de comenzar la conversación,   cuando el anciano se dirigió a mí: —Por su modo de hablar, extranjero, supongo  

Que es usted compatriota mío… ¿Es usted francés? —No —contesté—, pero fui educado por una familia   francesa y solo conozco esa lengua. Ahora  voy a solicitar la protección de unos amigos,   a quienes aprecio sinceramente y en cuyo  favor he depositado todas mis esperanzas. 

—¿Son alemanes? —preguntó De Lacey. —No… son franceses. Pero hablemos de otra   cosa… Soy una persona desafortunada y abandonada.  Miro a mi alrededor y no tengo parientes ni amigos   en este mundo. Esas buenas gentes a quienes voy  a visitar nunca me han visto y saben muy poco de  

Mí. Me embargan mil temores; porque si fracaso,  ya siempre seré un desheredado en este mundo.  —No desespere —dijo el anciano—. Verdaderamente es  triste no tener amigos: pero los corazones de los   hombres, cuando no tienen prejuicios fundados en  el egoísmo, siempre están llenos de amor fraternal  

Y caridad. Así pues, tenga fe en sus esperanzas; y  si esos amigos son buenos y amables, no desespere.  —Son muy buenos —contesté—. Son las mejores  personas del mundo, pero, desgraciadamente,   están predispuestos contra mí. Yo tengo buenas  intenciones; amo la virtud y el conocimiento;  

Hasta ahora no he hecho daño a nadie y  en alguna medida he beneficiado a otros;   pero un prejuicio fatal nubla sus ojos; y,  donde deberían ver a un amigo sensible y bueno,   solo ven un monstruo detestable. —Es verdaderamente lamentable   —contestó De Lacey—, pero si usted es de  verdad inocente, ¿no puede desengañarlos? 

—Estoy a punto de intentar llevar a cabo  esa tarea. Y es por esa razón por la que   me siento abrumado por tantos temores.  Aprecio mucho a esos amigos; no lo saben,   pero durante muchos meses les he hecho  algunos favores en sus tareas cotidianas;  

Pero ellos creen que yo quiero hacerles  daño, y es ese prejuicio el que deseo vencer.  —¿Dónde viven esos amigos? —preguntó De Lacey. —Cerca de aquí… en este lugar.  El anciano se detuvo un instante y luego añadió: —Si usted quisiera confiarme abiertamente los  

Detalles, quizá podría intentar desengañarlos. Soy  ciego y no puedo juzgar su aspecto, pero hay algo   en sus palabras que me asegura que es usted  sincero. Yo soy pobre, y vivo en el exilio,   pero será para mí un verdadero placer ser  de alguna ayuda a cualquier ser humano. 

—¡Qué buen hombre! —exclamé—. Acepto  su ofrecimiento y se lo agradezco   mucho. Me infunde usted nuevos ánimos con su  amabilidad, y espero que no me aparten de la   compañía y la comprensión de mis semejantes. —¡Que el Cielo no lo permita…! Ni aunque usted  

Fuera un verdadero criminal… porque eso solo  podría conducirle a usted a la desesperación,   y no incitarlo a la virtud. También yo soy  desafortunado. Mi familia yo y hemos sido   condenados, aunque somos inocentes: juzgue,  pues, si no he de comprender sus infortunios.  —¿Cómo podría agradecérselo, mi mejor  y único benefactor…? Por vez primera  

Oigo de sus labios la voz de la comprensión  dirigida a mí. Siempre le estaré agradecido,   y su humanidad me asegura el éxito con los  amigos con los que estoy a punto de encontrarme.  —¿Puedo saber cuáles son los nombres de sus  amigos y dónde viven? —preguntó De Lacey. 

Guardé silencio. Aquel era el momento decisivo  en el que se me arrebataría o se me concedería   la felicidad para siempre. Luché en vano por  encontrar el valor suficiente para contestarle;   el esfuerzo acabó con todo el ánimo que me  quedaba; me hundí en la silla y sollocé.  

Y en aquel momento oí los pasos de mis jóvenes  protectores. No tenía tiempo que perder; pero,   aferrándome a la mano del anciano, grité… —¡Ahora es el momento…! ¡Sálveme! ¡Protéjame!   ¡Usted y su familia son los amigos que busco!  ¡No me abandonen en el momento decisivo…!  —¡Dios mío…! —exclamó el  anciano—. ¿Quién es usted? 

En aquel momento se abrió la puerta de la  casa, y entraron Felix, Safie y Agatha.   ¿Quién puede describir el horror y el asombro que  sintieron al verme? Agatha se desmayó, y Safie,   incapaz de ocuparse de su amiga, huyó de la  casa corriendo. Felix se adelantó rápidamente  

Y con una fuerza sobrenatural me apartó de su  padre, a cuyas rodillas yo me había aferrado.   En un arrebato de furia, me arrojó al suelo  y me golpeó violentamente con un palo. Vi que   estaba a punto de golpearme de nuevo cuando,  sobreponiéndome al dolor y a la angustia,  

Huí de la casa y, en medio de la confusión, escapé  sin que me vieran y me oculté en el cobertizo.  ¡Maldito, maldito Creador! ¿Por qué tuve que  vivir? ¿Por qué en aquel instante no apagaste   la llama de la existencia que caprichosamente  me diste? No lo sé… La desesperación aún no se  

Había apoderado de mí; solo tenía sentimientos  de rabia y venganza. Podría haber destruido con   placer la casa y haber matado a sus moradores… y  haber saciado mi furia con sus gritos y su dolor.   Cuando llegó la noche, salí de mi escondrijo y  vagué por el bosque. Ya no me retenía el miedo  

A que me descubrieran, y pude dar rienda suelta a  mi angustia con espantosos aullidos. Era como una   bestia salvaje atrapada en un lazo, destruyendo  todo lo que se le pone por delante y deambulando   por el bosque como un ciervo viejo. ¡Oh…! ¡Qué  noche más horrorosa pasé! Las gélidas estrellas  

Brillaban burlándose de mí, los árboles  desnudos me decían adiós con sus ramas,   y aquí y allá el dulce canto de un  pájaro rompía aquella absoluta quietud.   Todo, salvo yo, descansaba o se alegraba. Yo, como  el Demonio, albergaba un infierno en mi interior:  

Y puesto que no encontraba a nadie que me  comprendiera, deseé arrancar los árboles,   sembrar el caos y la destrucción, y luego  sentarme y disfrutar de aquel desastre.  Pero aquella fue una cascada de sensaciones  que no podía durar. Acabé agotado por el exceso  

De ejercicio físico y me derrumbé en la hierba  húmeda, con la impotencia de la desesperación.   Entre los miles y miles de hombres, no había  ni uno que sintiera compasión por mí o quisiera   ayudarme… ¿acaso debía yo tener alguna piedad  para con mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento  

Le declaré guerra eterna a la humanidad y, sobre  todo, a aquel que me había creado y que me había   arrojado a aquella insoportable humillación. Salió el sol. Oí las voces de los hombres y   supe que era imposible regresar a mi escondrijo  durante el día; de modo que me oculté en la  

Espesura del bosque, y decidí dedicar las horas  siguientes a reflexionar sobre mi situación.   Los rayos de sol y el aire puro del  día me devolvieron en parte la calma;   y cuando consideré lo que había ocurrido en  la granja, no pude evitar creer que me había  

Precipitado un tanto en mis conclusiones. Desde  luego, había actuado imprudentemente. Era evidente   que mi conversación había emocionado al padre y  que me había comportado como un necio al mostrar   mi figura y aterrorizar a sus hijos. Debería haber  familiarizado al viejo De Lacey conmigo y, poco a  

Poco, haberme ido mostrando al resto de la familia  cuando hubieran estado preparados para soportar mi   presencia. Pero no pensé que mis errores fueran  irreparables; y, después de pensarlo mucho,   decidí regresar a la casa, buscar al anciano y,  con mis ruegos y súplicas, ganarlo para mi causa. 

Aquellos pensamientos me tranquilizaron y,  por la tarde, me sumí en un profundo sueño;   pero la fiebre de mi sangre no me  permitió gozar de un descanso apacible.   La horrible escena del día anterior  constantemente pasaba ante mis ojos:  

Las mujeres huían y el furioso Felix me arrancaba  de los pies de su padre. Me desperté exhausto;   y descubriendo que ya era de noche, me arrastré  fuera de mi escondrijo y fui a buscar comida. CAPÍTULO 8 Cuando aplaqué mi hambre, dirigí mis pasos hacia  el camino bien conocido que conducía a la granja.  

Todo estaba en paz. Me arrastré hasta mi cobertizo  y permanecí allí, en silenciosa espera, hasta la   hora en que la familia solía levantarse. La hora  pasó, y el sol ya estaba muy alto en el cielo,   pero los granjeros no aparecían. Temblé  violentamente, sospechando alguna horrible  

Desgracia. El interior de la casa estaba oscuro  y no se oía movimiento alguno. No puedo describir   la angustia que sentí en aquellos momentos. Entonces, dos campesinos pasaron por allí;   pero, deteniéndose cerca de la casa, comenzaron  a hablar, gesticulando mucho. No entendí lo que  

Dijeron, porque su lengua era distinta a la de  mis protectores. De todos modos, poco después,   Felix apareció con otro hombre. Me  sorprendió, porque yo sabía que él no   había salido de la casa aquella mañana,  y esperé con inquietud para descubrir,   por sus palabras, el significado  de aquellas extraños sucesos. 

—¿Se da cuenta usted de que va a pagar tres  meses de renta —le dijo el hombre que iba con   él— y que perderá lo que dé el huerto? No  quiero aprovecharme injustamente de usted,   así que le ruego que se tome algunos  días para pensar bien su decisión… 

—Es completamente inútil —contestó Felix—, no  podremos volver jamás a esta casa. La vida de   mi padre está en gravísimo peligro debido a  la horrorosa circunstancia que le he contado.   Mi mujer y mi hermana nunca olvidarán  ese espanto. Le ruego que no insista.  

Aquí tiene usted su propiedad, y permita  que me vaya inmediatamente de este lugar.  Felix temblaba horrorosamente mientras decía  aquello. Él y su acompañante entraron en la   casa, en la cual permanecieron algunos  minutos, y luego se despidieron. Nunca  

Volví a ver a nadie de la familia De Lacey. Permanecí en mi cobertizo durante el resto   del día, en un estado de inconcebible y estúpida  desesperación. Mis protectores se habían ido y   habían roto el único lazo que me unía al mundo.  Por primera vez, los sentimientos de venganza  

Y odio embargaron mi pecho, y no me esforcé en  controlarlos; al contrario, dejándome arrastrar   por la corriente, dejé que mi pensamiento  se inclinara hacia la violencia y la muerte.   Cuando pensaba en mis amigos… en la amable voz  de De Lacey, en los encantadores ojos de Agatha,  

Y en la exquisita belleza de la árabe,  aquellos pensamientos se desvanecían, y   las copiosas lágrimas me calmaban un tanto. Pero,  de nuevo, cuando pensaba que me habían rechazado   y abandonado, regresaba la furia; y como no podía  golpear a ningún ser humano, volvía mi ira contra  

Cualquier objeto inanimado. Cuando se hizo de  noche, coloqué mucha leña alrededor de la casa;   y, después de haber destruido todos los frutos del  huerto, esperé con obligada paciencia hasta que la   luna se escondió para comenzar el trabajo. Con  la noche adelantada, se levantó un fuerte viento  

Desde el bosque y rápidamente dispersó las nubes  que habían cubierto los cielos… Aquel vendaval se   hizo más y más violento hasta convertirse en un  poderoso huracán y produjo una especie de locura   en mi ánimo que rompió todas las ataduras con la  razón y la reflexión. Encendí una rama seca de un  

Árbol y dancé con furia alrededor de aquella casa  adorada, con los ojos aún clavados en el horizonte   de occidente, el lugar por donde la luna iba a  ponerse. Parte de su esfera finalmente se ocultó,   y yo agité mi rama ardiendo; desapareció  la luna, y con un alarido, prendí la paja  

Y el heno seco que había colocado. El viento  inflamó el fuego, y la casa inmediatamente   quedó envuelta en llamas que la abrazaban y la  lamían con sus afiladas y destructivas lenguas.   En cuanto estuve seguro de que nada podría salvar  ni la más mínima parte de aquella construcción,  

Abandoné el lugar y busqué refugio en el bosque. Y ahora, con el mundo ante mí, ¿hacia dónde   encaminaría mis pasos? Decidí huir lejos del  escenario de mis desgracias. Pero para mí,   odiado y despreciado, todos los  países iban a ser igual de espantosos.  

Al final, un pensamiento cruzó mi mente: vos.  Por vuestros papeles supe que vos habíais sido   mi creador; ¿y a quién podría recurrir con más  justicia, sino a quien me había dado la vida?   Entre las lecciones que Felix le había enseñado  a Safie, no había faltado la geografía. Por eso  

Sabía cómo se encontraban dispuestos los  diferentes países del mundo. Vos habíais   mencionado Ginebra, el nombre de vuestra ciudad  natal, y hacia ese lugar decidí encaminarme.  Pero… ¿cómo iba a orientarme? Yo sabía que debía  viajar en dirección suroeste para alcanzar mi  

Destino, pero el sol era mi único guía. No  conocía los nombres de las ciudades por las   que tendría que pasar, ni podía pedir  información a ningún ser humano. Pero   no desesperé. De vos solo podía esperar auxilio,  aunque hacia vos no tuviera otro sentimiento que  

Odio. ¡Creador insensible y despiadado…!  Me otorgasteis sensaciones y pasiones,   y luego me arrojasteis al mundo para  desprecio y horror de la humanidad.   Pero solo a vos podía dirigir mis  súplicas, y solo en vos decidí buscar   la justicia que en vano intenté encontrar  en cualquier otro ser de apariencia humana. 

Mis viajes fueron penosos, y los sufrimientos  que tuve que soportar, amargos. Ya estaba muy   adelantado el otoño cuando abandoné la región  en la que durante tanto tiempo había vivido.   Viajaba solo por la noche, temeroso de encontrarme  con algún rostro humano. La naturaleza se marchitó  

A mi alrededor y el sol ya no calentaba; la  lluvia y la nieve me atormentaban continuamente,   y no encontraba refugio alguno… ¡Oh, Tierra!  ¡Cuán a menudo maldije a quien me dio el ser!   La bondad de mi naturaleza había desaparecido, y  todo en mi interior se tornó rencor y amargura.  

Cuanto más me acercaba al lugar donde vos  vivíais, más profundamente sentía que el   espíritu de la venganza se había convertido en  dueño de mi corazón. La nieve cayó a mi alrededor,   y las aguas se endurecieron, pero yo no descansé.  Algunas señales, aquí y allá, me guiaron en la  

Buena dirección, pero a menudo me desviaba mucho  del buen camino. La agonía de mi dolor no me daba   descanso. Y nada ocurría de lo que mi rabia y  mi desgracia no pudieran extraer su alimento.   Pero una circunstancia que aconteció  cuando llegué a los confines de Suiza,  

Cuando el sol ya había recuperado parte de  su calor y la tierra de nuevo comenzaba a   mostrarse verde, confirmó de un modo particular  la amargura y el horror de mis sentimientos.  Generalmente descansaba durante el día y viajaba  solo por la noche, cuando estaba seguro de  

Hallarme lejos del alcance de los hombres. Sin  embargo, una mañana, descubriendo que mi camino   discurría por un bosque profundo, me aventuré  a continuar mi viaje después de que ya hubiera   amanecido. El día, que era uno de los primeros de  la primavera, incluso consiguió animarme con la  

Belleza de los rayos del sol y la dulzura de  la brisa. Sentí que revivían en mí emociones   de bondad y placer que parecían haber muerto;  casi sorprendido por aquellas nuevas emociones,   me dejé arrastrar por ellas y, olvidando mi  soledad y mi deformidad, me atreví a sentirme  

Feliz. Lágrimas de bondad de nuevo abrasaron mis  mejillas, e incluso elevé con agradecimiento mis   ojos humedecidos hacia el maravilloso sol  que derramaba aquella alegría sobre mí.  Continué serpenteando por los caminos  del bosque hasta que llegué al final,  

Donde lo bordeaba un río profundo y rápido, en el  cual muchos árboles dejaban caer sus ramas, ahora   llenas de brotes de la reciente primavera. Allí me  detuve, sin saber exactamente qué camino seguir,   cuando oí voces que me obligaron a esconderme bajo  la sombra de los cipreses. Apenas estaba oculto  

Cuando una niña vino corriendo hasta el lugar  donde estaba escondido, riendo y jugando como   si huyera para escapar de alguien. Continuó  su carrera junto al borde cortado del río,   cuando de repente su pie resbaló, y cayó en los  rápidos. Salí inmediatamente de mi escondrijo y,  

Con un inmenso esfuerzo contra la corriente del  río, la salvé y la arrastré de nuevo a la orilla.   Estaba sin sentido; e intenté por todos los  medios y con todas mis fuerzas reanimarla,   cuando de repente me vi sorprendido por la llegada  de un campesino, que probablemente era la persona  

De quien la niña huía jugando. Al verme, se  abalanzó sobre mí, arrebatándome a la niña de   los brazos, y huyendo hacia lo más profundo del  bosque. Lo seguí rápidamente, apenas sé por qué;   pero cuando el hombre vio que lo seguía de cerca,  me apuntó con un arma que llevaba y disparó.  

Me desplomé en la tierra y él, aún  más deprisa, se internó en el bosque.  Aquella fue la recompensa a mi bondad. Había  salvado a un ser humano de la muerte y,   como recompensa, ahora me retorcía entre  horribles dolores por un disparo que me  

Había destrozado la carne y el hueso.  Los sentimientos de bondad y amabilidad   que había albergado solo unos instantes antes  dieron lugar a una furia infernal y al rechinar   de dientes… inflamado por el dolor, juré  odio eterno y venganza a toda la humanidad.  

Pero el dolor que me causaba la herida me  venció, mi pulso se detuvo y me desmayé.  Durante algunas semanas llevé una vida miserable  en aquellos bosques, intentando curarme la herida   que había recibido. La bala me había perforado  el hombro, y yo no sabía si aún permanecía allí  

O lo había traspasado; en cualquier caso, no  tenía medios para sacarla. Mis sufrimientos   aumentaron también por el opresivo sentimiento  de injusticia e ingratitud que aquellos dolores   suponían. Mis juramentos diarios clamaban  venganza… una venganza absoluta y mortal,   porque solo así podría compensar los  ultrajes y el dolor que había sufrido. 

Después de algunas semanas, mi herida curó,  y continué mi viaje. Ni el brillo del sol   ni las suaves brisas de la primavera pudieron  aliviar ya los trabajos que tuve que soportar;   toda alegría no era sino una burla para  mí, que insultaba mi estado de desolación,  

Y me hacía sentir más dolorosamente que  yo no estaba hecho para la felicidad.   Pero mis sufrimientos ya se acercaban  a su conclusión, y dos meses después   llegué a los alrededores de Ginebra. Era casi de noche cuando llegué a  

Las afueras de la ciudad, y me aparté a un  lugar escondido en los campos que la rodean,   para pensar en el modo de dirigirme a vos. Me  encontraba abatido por el cansancio y el hambre,   y me sentía demasiado desgraciado para disfrutar  de las dulces brisas del atardecer o las vistas  

Del sol poniéndose tras las imponentes montañas  del Jura. En aquel momento, me alivió un ligero   sueño, el cual fue perturbado por la aparición de  un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo   corriendo con la juguetona alegría de la infancia.  De repente, cuando lo miré, una idea se apoderó de  

Mí… que aquella pequeña criatura seguramente  no tendría prejuicios y que había vivido muy   poco tiempo como para haberse imbuido del horror  hacia la deformidad. Así pues, si pudiera hacerme   con él y educarlo como mi compañero y amigo, no me  encontraría tan solo en este mundo lleno de gente.  

Apremiado por aquel impulso, agarré al  muchacho cuando pasó y lo atraje hacia mí.   En cuanto vio mi figura, puso las manos delante de  los ojos y profirió un agudo chillido. Le aparté   las manos de la cara por la fuerza y le dije: —Muchacho, ¿qué haces…? No pretendo   hacerte daño; escúchame… Él luchaba ferozmente. 

—¡Déjame! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Monstruo horrible!  ¡Quieres devorarme y destrozarme en mil pedazos…!   ¡Eres un ogro! ¡Déjame, o llamaré a mi papá…! —Chico… —le dije—, jamás volverás a ver a tu   padre… Vas a venir conmigo. Estalló en gritos furiosos:  —¡Monstruo espantoso…! ¡Déjame, déjame!  Mi papá es magistrado… Es el señor  

Frankenstein… ¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme…! —¡Frankenstein! —exclamé—. Entonces perteneces   a mi enemigo, a aquel por quien he jurado  venganza eterna… y tú serás mi primera víctima.  El muchacho aún porfiaba y me insultaba  con gritos que solo conseguían llevar  

La desesperación a mi corazón. Lo cogí por  la garganta para intentar que se callara,   y un instante después yacía muerto a mis pies. Observé a mi víctima, y una alegría y un triunfo   infernal embargaron mi corazón…  y mientras aplaudía, exclamé: 

—Yo también puedo sembrar la desolación. Mi  enemigo no es invulnerable; esta muerte lo   hundirá en la desesperación, y miles y miles  de desgracias lo atormentarán y lo destruirán.  Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que  brillaba en su pecho. Lo cogí. Era el retrato de  

Una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel  retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante   unos breves instantes observé con deleite sus ojos  oscuros y profundos, y sus adorables labios, pero   de inmediato volvió a invadirme la ira: recordé  que me habían privado para siempre de los placeres  

Que criaturas como aquella podrían proporcionarme;  y que aquella cuyo rostro contemplaba, si me   mirara, habría cambiado aquel aire de divina  bondad por un gesto de horror y repugnancia.  ¿Acaso os sorprende que semejantes  pensamientos me volvieran loco de rabia?  

Yo solo me maravillo de que en aquel momento,  en vez de dar al viento mis emociones mediante   inútiles exclamaciones y dolor, no me precipitara  contra la humanidad y pereciera en mi deseo de   destruirla. Mientras me sentía embargado por  aquellos sentimientos, abandoné el lugar en  

El que había cometido el asesinato y busqué un  escondrijo más apartado. En aquel momento vi a   una mujer que pasaba cerca… Era joven, ciertamente  no tan hermosa como la del retrato que yo tenía,   pero de agradable aspecto y en la encantadora  flor de la juventud y de la salud. Y pensé que  

Allí iba una de aquellas sonrisas que se  entregan a todo el mundo, excepto a mí.   «No escapará a mi venganza; gracias a las  lecciones de Felix y a las sanguinarias   leyes de los hombres, he aprendido cómo hacer  el mal.» Me acerqué a ella sin ser notado y  

Coloqué el retrato a buen recaudo en  uno de los bolsillos de su vestido.  Durante algunos días estuve merodeando por el  lugar en el que se habían desarrollado aquellos   acontecimientos, a veces deseando poder veros,  y a veces decidido a abandonar el mundo y sus  

Miserias para siempre. Al final me dirigí hacia  estas montañas y he recorrido todas esas grutas   inmensas, consumido por una ardiente pasión que  solo vos podéis calmar. Y no podemos despedirnos   hasta que me hayáis prometido cumplir con mis  peticiones. Estoy solo y soy muy desgraciado.  

Nadie querrá estar conmigo, pero una mujer tan  deforme y horrible como yo no me rechazaría.   Ese es el ser que debéis crear para mí. CAPÍTULO 9 La criatura terminó de hablar y clavó su mirada  en mí, esperando una respuesta. Pero yo estaba  

Desconcertado y perplejo, y era incapaz de ordenar  mis ideas lo suficiente como para comprender el   significado de su propuesta. Él añadió: —Debéis crear una compañera para mí,   una mujer con la que pueda vivir, que me  comprenda y a la que yo pueda comprender,  

Para poder existir. Solo vos podéis hacerlo, y  lo exijo como un derecho que no debéis negarme.  Cuando dijo aquello, no pude contener  la ira que ardía en mi interior.  —¡Pues claro que me niego! —contesté—, y por  nada del mundo conseguirás que acceda a ello.  

Puedes convertirme en el hombre más desgraciado  de la Tierra, pero no conseguirás que me rebaje   y me convierta en un ser despreciable ante mí  mismo. ¿Es que debo crear otro ser como tú,   para que vuestra maldita alianza destruya  el mundo? ¡Apártate de mí! Ya te he  

Contestado. Puedes matarme, pero no lo haré. —Estáis equivocado —replicó—; y, en vez de   amenazaros, estoy dispuesto a razonar con vos. Soy  malvado porque soy desgraciado. ¿O no me desprecia   y me odia toda la humanidad? Vos, mi creador, me  destrozaríais en mil pedazos y os preciaríais de  

Semejante triunfo. Recordad eso… y decidme  por qué debería apiadarme de un hombre que   no tiene piedad de mí. Si me arrojaseis a una de  esas grietas de hielo y destruyerais mi cuerpo,   obra de vuestras propias manos, ni siquiera  lo llamaríais asesinato. ¿Debo respetar a  

Un hombre que me condena? Mejor será que  convivamos y colaboremos amablemente, y,   en vez de daños, derramaría sobre vos todos los  beneficios imaginables, con lágrimas de gratitud.   Pero eso no puede ser; las emociones humanas son  barreras infranqueables para nuestra alianza. Pero  

No me someteré como un esclavo abyecto. Vengaré  mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor,   causaré terror; y principalmente a vos, mi enemigo  supremo, porque sois mi creador, os he jurado odio   eterno. Me esforzaré en destruiros, y no daré  por terminada mi tarea hasta que arrase vuestro  

Corazón y maldigáis la hora de vuestro nacimiento. Una ira diabólica animó su rostro cuando dijo   aquello; su cara se contraía en  muecas demasiado horribles para   que un ser humano pudiera tolerarlas;  pero inmediatamente se calmó y continuó.  —Intentaba razonar… Esta obsesión me perjudica,  porque no comprendéis que solo vos sois la única  

Causa de su fuego. Si alguien fuera capaz de  ser bondadoso conmigo, yo devolvería entonces   esa bondad doblada cien y cien veces; solo  por una criatura así, sería capaz de hacer   las paces con toda la humanidad. Pero ahora estoy  fantaseando con sueños que nunca podrán cumplirse.  

Lo que os pido es razonable y justo. Solo exijo  una criatura de otro sexo, pero tan espantosa   como yo. Es un consuelo pequeño, pero eso es  todo lo que puedo recibir, y será suficiente   para mí. Es verdad que seremos monstruos y que  estaremos apartados del mundo, pero precisamente  

Por eso nos sentiremos más unidos el uno con el  otro. No seremos felices, pero no haremos mal a   nadie y no sufriremos la desdicha que ahora  siento yo. ¡Oh… mi creador! Hacedme feliz;   permitidme que sienta gratitud hacia vos por ese  único acto de bondad para conmigo. Permitidme  

Comprobar que soy capaz de inspirar la comprensión  de otra criatura. No me neguéis esta petición.  Me sentí conmovido. Temblaba cuando pensaba  en las posibles consecuencias de aceptar,   pero creí que había una parte de justicia en su  argumentación. Su relato y los sentimientos que  

Ahora expresaba demostraban que era una criatura  de emociones delicadas; y yo, como su hacedor,   ¿no debía proporcionarle toda la felicidad que  estuviera en mi mano concederle? Él percibió   el cambio en mis sentimientos y continuó. —Si consentís, ni vos ni ninguna criatura  

Humana nos volverá a ver jamás. Me iré a  las vastas selvas de América. Mi alimento   no es como el de los hombres; yo no mato a  un cordero ni a un cabrito para saciar mi   apetito. Las bellotas y las bayas me proporcionan  suficiente alimentación. Mi compañera será de la  

Misma naturaleza que yo y se contentará con lo  mismo. Haremos nuestro lecho con hojas secas;   el sol nos iluminará como a todos los  hombres y madurará nuestros alimentos.   Estás emocionado. El cuadro que os presento  es amable y humano, y debéis sentir que  

Solo os podríais negar haciendo uso de una  tiranía y una crueldad caprichosas. Aunque   habéis sido despiadado conmigo, veo compasión  en vuestros ojos. Permitidme que aproveche este   momento favorable y os persuada para que me  prometáis lo que tan ardientemente deseo. 

—Has prometido que os apartaréis de los lugares  donde habitan los hombres —contesté— e iréis a   vivir a las selvas desiertas donde las bestias  del monte serán vuestra única compañía. ¿Cómo   vas a poder mantener esa promesa de exilio, tú,  que ansias tanto el cariño y la comprensión del  

Hombre? Volverías, y buscarías su comprensión,  y volverías a encontrarte con su desprecio;   tus malvadas pasiones se reavivarían,  y entonces contarías con una compañera   que te ayudaría a cumplir tus deseos de  destrucción. Apártate… No puedo aceptar.  El monstruo contestó con vehemencia: —¡Qué inconstantes son vuestros sentimientos…!  

Solo hace un momento parecíais conmovido por mis  súplicas: ¿por qué volvéis a endureceros ante mis   quejas? Os juro, por la tierra que piso, y por  vos, que me habéis creado, que con la compañera   que me concedáis me alejaré de la presencia de los  hombres y viviré, si es necesario, en los lugares  

Más salvajes. Mis malas pasiones desaparecerán,  porque habré encontrado la comprensión. Mi vida   transcurrirá apaciblemente, alejada de todo, y  en el momento de morir no maldeciré a mi hacedor.  Sus palabras tuvieron un extraño efecto en  mí. Me compadecí de él y, por un momento,  

Sentí el impulso de consolarlo; pero cuando lo  miraba, cuando veía aquella masa inmunda que   se movía y hablaba, mi corazón enfermaba y mis  sentimientos se transformaban en horror y odio.   Intenté sofocar esas emociones. Pensaba que,  aunque no pudiera apreciarlo en absoluto, no tenía  

Derecho a negarle la pequeña porción de felicidad  que estaba en mi mano poder proporcionarle.  —Juras no hacer daño a nadie —dije—, pero  ¿no has demostrado ya tu implacable maldad?   ¿No debería desconfiar de ti? ¿No será esto  una trampa para engrandecer tu victoria? ¿No   estaré proporcionándote más  ocasiones para tu venganza? 

—¿Cómo…? —exclamó—. Pensaba que os habíais  compadecido de mí y, sin embargo, aún os   negáis a concederme el único bien que aplacaría  mi corazón y me convertiría en un ser inofensivo.   Si no tengo relaciones ni afectos, me entregaré al  odio y a la maldad. El amor de otro ser destruirá  

La razón de mis crímenes y me convertiré en algo  de cuya existencia nadie sabrá. Mis maldades son   hijas de una soledad forzada que aborrezco, y  mis virtudes florecerán necesariamente cuando   reciba la comprensión de un igual. Sentiría  el afecto de un ser vivo y me convertiría  

En un eslabón en la cadena del ser y de los  acontecimientos de los que ahora estoy excluido.  Me detuve algún tiempo a reflexionar en todo lo  que había dicho y a meditar los argumentos que   había empleado. Pensé en las prometedoras virtudes  que había mostrado al principio de su existencia;  

Y en la subsiguiente ruina de todos aquellos  amables sentimientos, por culpa del desprecio y   el espanto que sus protectores habían manifestado  hacia él. En mis cálculos no olvidé ni su fuerza   ni sus amenazas: una criatura que podía vivir  en las grutas de hielo de los glaciares y podía  

Ocultarse de sus perseguidores en las aristas de  precipicios inaccesibles era un ser que poseía   facultades a las que era imposible hacer frente.  Después de una larga pausa para meditar, concluí   que la justicia debida tanto a él como a mis  semejantes me obligaba a acceder a sus peticiones.  

Así pues, volviéndome hacia él, le dije: —Accedo a tu petición, con la siguiente condición:   que me prometas solemnemente que abandonarás  Europa, y cualquier otro lugar donde haya seres   humanos, tan pronto como ponga en tus manos  la hembra que te acompañará en tu exilio. 

—¡Lo juro —gritó—, por el sol y por los cielos  azules del Paraíso, que mientras existan jamás   volveréis a verme! Marchad, entonces, a vuestra  casa y comenzad los trabajos. Observaré vuestros   avances con incontenible ansiedad, y, descuidad,  que cuando todo esté preparado, yo apareceré. 

Y diciendo aquello, rápidamente se alejó de  mí, temeroso quizá de que cambiara de opinión.   Le vi descender la montaña más veloz que el  vuelo del águila y rápidamente lo perdí de   vista entre las ondulaciones del mar de hielo. Su relato había durado todo el día, y el sol ya  

Estaba sobre la línea del horizonte cuando él  partió. Yo sabía que debía comenzar a descender   inmediatamente hacia el valle, pues muy pronto me  vería envuelto en una completa oscuridad. Pero mi   corazón estaba apesadumbrado, y avanzaba con pasos  lentos. El esfuerzo de ir serpenteando por los  

Pequeños senderos, y fijando mis pies firmemente  mientras avanzaba, me agotaba, absorto como estaba   en las emociones que los acontecimientos  de aquel día habían despertado en mí.   Ya era muy de noche cuando llegué a un lugar de  descanso que hay a mitad de camino y me senté  

Junto a la fuente. Las estrellas brillaban de  tanto en tanto, a medida que las nubes pasaban por   delante de ellas. Los pinos oscuros se elevaban  frente a mí, y por todas partes, aquí y allá, los   árboles quebrados yacían en tierra; era un paisaje  de maravillosa solemnidad que encendió extraños  

Pensamientos en mi interior. Lloré amargamente  y, retorciéndome las manos de dolor, exclamé:  —¡Oh, estrellas, y nubes, y viento… todos os  burláis de mí! ¡Si realmente tenéis piedad   de mí, aplastadme y destruidme! ¡Y si no,  alejaos; alejaos y dejadme en la oscuridad!  Eran pensamientos enloquecidos y  desesperados, pero no puedo describir  

Hasta qué punto el eterno centellear de las  estrellas me abrumaba, y cómo esperaba cada   ráfaga de viento como si fuera un espantoso y  turbio viento del sur dispuesto a consumirme.  Ya había amanecido cuando llegué a la aldea de  Chamonix; pero mi aspecto, macilento y extraño,  

Apenas pudo calmar los temores de mi  familia, que había estado angustiada   toda la noche, esperando mi regreso. Al día siguiente regresamos a Ginebra. La   intención de mi padre con aquel viaje había sido  distraer mi mente y restaurar mi tranquilidad   perdida. Pero la medicina había resultado fatal;  e, incapaz de comprender aquella tristeza excesiva  

Que yo parecía estar sufriendo, se apresuró a  regresar a casa, esperando que la tranquilidad y   la calma de la vida familiar aliviara poco a poco  mis sufrimientos, cualquiera que fuera su causa.  Por mi parte, apenas participé en todos sus  preparativos, y el amable cariño de mi amada  

Elizabeth no servía para arrancarme de las  profundidades de mi desesperación. La promesa   que le había hecho a aquel demonio pesaba en mi  espíritu como las capas de hierro que llevaban   los infernales hipócritas de Dante. Todos  los placeres de la tierra y del cielo pasaban  

Ante mí como en un sueño, y solo aquel único  pensamiento poseía la capacidad para mostrarse   como la verdadera realidad de la vida. ¿Es que  alguien puede admirarse de que en ocasiones   sufriera una especie de locura, o de que viera  en torno a mí una multitud de espantosas bestias  

Infligiéndome incesantes heridas que a menudo  me hacían proferir gritos y amargos lamentos?  Sin embargo, poco a poco, aquellos sentimientos se  calmaron. Volví a adentrarme en la vida cotidiana,   si no con interés, al menos  con un tanto de tranquilidad. CAPÍTULO 10 Día tras día, semana tras semana fueron  transcurriendo tras mi regreso a Ginebra,  

Y no reuní el valor suficiente para comenzar  el trabajo. Temía la venganza del demonio si lo   defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer  mi repugnancia a emprender la tarea. También   descubrí que era incapaz de componer una mujer  sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y  

Laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo  inglés había hecho algunos descubrimientos,   cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y  en ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre   para visitar Inglaterra con esa intención; pero  me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo  

Y no me decidí a interrumpir mi tranquilidad  recuperada. Mi salud, que hasta entonces se había   resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo  impedía el recuerdo de mi desgraciada promesa,   me encontraba bastante animado. Mi padre observó  aquel cambio con placer y constantemente buscaba  

El mejor método para erradicar los restos de  la melancolía que de vez en cuando regresaba   y me atacaba con su feroz oscuridad,  ensombreciendo el anhelado amanecer.   En aquellos momentos me refugiaba en la más  absoluta soledad: pasaba días enteros en el  

Lago, solo, en un pequeño bote, mirando las  nubes y escuchando el murmullo de las olas,   en silencio y en completa indiferencia. Pero  el aire fresco y el sol brillante con mucha   frecuencia conseguían devolverme en alguna  medida la compostura; y cuando regresaba,  

Respondía a los saludos de mis amigos con una  sonrisa más dispuesta y un espíritu más afectuoso.  Fue después de volver de una de esas  excursiones cuando mi padre, llamándome   aparte, se dirigió a mí del siguiente modo: —Mi querido hijo, me alegra mucho comprobar  

Que has vuelto a tus antiguos placeres y parece  que vuelves a ser tú mismo. Y, sin embargo,   aún estás triste y rehúyes nuestra compañía.  Durante un tiempo he estado completamente perdido   al respecto y no podía ni siquiera imaginar cuál  podría ser la causa de esto; pero ayer se me  

Ocurrió una idea, y si está bien fundada, te ruego  que me la confirmes. En este punto, la discreción   no solo sería completamente inútil, sino que  contribuiría a triplicar nuestras tribulaciones.  Temblé visiblemente cuando terminó  aquella introducción, y mi padre continuó: 

—Te confieso, hijo mío, que siempre he considerado  el matrimonio con tu prima como el fundamento   de nuestra felicidad familiar y el báculo de mi  ancianidad. Os conocéis desde que érais muy niños;   estudiabais juntos y parecía, por vuestros  caracteres y gustos, que estabais hechos  

El uno para el otro. Pero los hombres a veces  estamos tan ciegos… y lo que yo creía que podía   ser lo mejor para encauzar mi plan puede haberlo  arruinado por completo; tal vez solo la mires como  

A una hermana, sin que haya en ti ningún deseo  de convertirla en tu esposa. Es más, seguro que   has encontrado a otra de la que estás enamorado;  y, considerando que has comprometido tu honor en   el futuro matrimonio con tu prima, ese sentimiento  puede causar el punzante dolor que pareces sentir. 

—Querido padre, tranquilízate. Quiero a mi prima  de todo corazón y sinceramente. No he conocido a   ninguna mujer que me inspirara, como Elizabeth,  la admiración y el cariño más profundo. Mis   esperanzas y mis perspectivas de futuro se basan  enteramente en la expectativa de nuestra unión. 

—Mi querido Victor, la confirmación de tus  sentimientos en este asunto me produce una   alegría mayor que la que me haya podido  proporcionar cualquier otra cosa desde hace   mucho tiempo. Si es eso lo que sientes, seremos  felices con toda seguridad, por mucho que las  

Circunstancias actuales puedan arrojar alguna  tristeza sobre nosotros. Pero es esa tristeza que   se ha apoderado con tanta fuerza de tu espíritu  la que querría desterrar. Dime, pues, si tienes   alguna objeción a una inmediata celebración formal  de vuestro matrimonio. Hemos sido muy desdichados,  

Y los recientes acontecimientos nos han arrebatado  esa tranquilidad familiar que mis años y mis   achaques precisan. Eres joven; sin embargo,  disponiendo de una notable fortuna, no creo   que un matrimonio temprano pueda interferir en  cualquier proyecto futuro que hayas planeado, sea  

En la universidad o en la administración pública.  En cualquier caso, no creas que deseo imponerte   la felicidad, o que un retraso por tu parte me  causaría ninguna inquietud seria. Interpreta   mis palabras con sencillez y respóndeme,  te lo ruego, con confianza y sinceridad. 

Escuché a mi padre en silencio y durante unos  momentos permanecí sin dar contestación alguna.   Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de  pensamientos e intenté llegar a una conclusión.   ¡Dios mío…! La idea de una boda inmediata con mi  prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba  

Comprometido por una solemne promesa que aún no  había cumplido y que no me atrevía a romper; y   si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos  podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia!   ¿Acaso podía celebrar un banquete con aquel peso  mortal colgando de mi cuello y arrastrándome  

Por el suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo  así conseguiría que el monstruo se fuera con su   compañera antes de que yo pudiera permitirme  disfrutar de un matrimonio en el cual tenía   depositadas todas mis esperanzas de paz. Recordé  también la necesidad perentoria en que me hallaba,  

Bien de viajar a Inglaterra, bien de entablar una  larga correspondencia con los filósofos de ese   país, cuyos conocimientos y descubrimientos me  resultaban indispensables en semejante empresa.   Esta última forma de conseguir la información  precisa era lenta y enojosa; además, cualquier  

Cambio me sentaría bien, y estaba encantado con  la idea de pasar uno o dos años en otro lugar   y con otras ocupaciones, lejos de mi familia;  durante ese período de tiempo podría ocurrir algo   que me devolviera la paz y la felicidad. Podría  cumplir mi promesa y el monstruo podría partir;  

O tal vez podría acontecer algún accidente que  acabara con él y pusiera fin a mi esclavitud   para siempre. Aquellos sentimientos dictaron  la respuesta que le di a mi padre. Expresé mi   deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las  verdaderas razones de aquella petición, disfracé  

Mis intenciones con la máscara de un supuesto  deseo de viajar y ver mundo antes de instalarme   para siempre entre los muros de mi ciudad natal. Presenté mi ruego con toda formalidad,   y mi padre muy pronto accedió a mi petición…  Creo que no ha habido un padre más indulgente  

O menos tiránico en el mundo. Nuestro plan se  dispuso de inmediato. Viajaría a Estrasburgo,   donde me reuniría con Clerval, y luego bajaríamos  juntos por el Rin. Pasaríamos algún tiempo, poco,   en las ciudades de Holanda, y la mayor  parte de nuestro periplo lo pasaríamos  

En Inglaterra. Regresaríamos por Francia.  Se acordó que este viaje duraría dos años.  Mi padre se contentó con la idea  de que me casaría con Elizabeth   inmediatamente después de mi regreso a Ginebra. —Estos dos años —dijo— pasarán rápidamente,   y será el único retraso que se oponga a tu  felicidad. Y, en realidad, deseo fervientemente  

Que llegue el tiempo en que todos estemos  juntos y que ni las esperanzas ni los temores   consigan alterar nuestra tranquilidad familiar. —Estoy de acuerdo —contesté—. Para entonces,   Elizabeth y yo seremos más maduros, y espero que  más felices, de lo que somos en este momento. 

Suspiré, pero mi padre amablemente evitó  hacerme ninguna pregunta más respecto a   la razón de mi tristeza. Él esperaba que  los paisajes nuevos y el entretenimiento   del viaje me devolvieran la tranquilidad. Luego hice los preparativos para el viaje,  

Pero se apoderó de mí un sentimiento que me llenó  de temor y angustia. Durante mi ausencia, debería   dejar a mis familiares solos, inconscientes de la  existencia de un enemigo, y desprotegidos ante sus   ataques, pues tal vez se enfurecería al ver que  yo me iba. Pero había prometido seguirme allá  

Donde quisiera que yo fuera: ¿no vendría tras  de mí a Inglaterra? Esa suposición era desde   luego aterradora, pero tranquilizadora en tanto en  cuanto significaba que mi familia estaría segura.   Me amargaba la idea de que pudiera ocurrir  lo contrario. Pero durante todo el tiempo  

En el que fui esclavo de mi criatura, solo me  dejé guiar por los impulsos de cada instante;   y mis sensaciones en aquel momento me  aseguraban con toda certeza que aquel   demonio me seguiría y que mi familia quedaría  al margen del peligro de sus maquinaciones. 

Fue muy a finales de agosto cuando partí  de Ginebra, dispuesto a vivir dos años en   el extranjero. Elizabeth aceptó las razones de  mi viaje, y solo lamentaba que ella no tuviera   las mismas oportunidades para ampliar sus  conocimientos y cultivar su inteligencia.  

De todos modos, lloró al despedirse y me  pidió que regresara feliz y tranquilo.  —Todos te necesitamos —dijo—; y si tú estás  triste, ¿cuáles serán nuestros sentimientos?  Me metí en el carruaje que iba a alejarme de  allí, sin saber apenas adónde me dirigía y  

Sin importarme lo que sucedía a mi alrededor.  Solo recuerdo, y pensé en ello con la angustia   más amarga, que ordené que empaquetaran mi  instrumental químico para llevármelo. Porque   decidí cumplir mi promesa mientras estuviera  en el extranjero y regresar, si era posible,  

Como un hombre libre. Abrumado por todas aquellas  visiones terribles, atravesé muchos paisajes   maravillosos y majestuosos, pero mis ojos  estaban clavados en el vacío y no veían nada;   solo podía pensar en la finalidad de mi viaje y  en el trabajo que iba a ocuparme mientras durara.  

Después de algunos días en los que  estuve sumido en una indolente apatía,   durante los cuales recorrí muchas leguas,  llegué a Estrasburgo, donde permanecí dos   días esperando a Clerval. Finalmente, vino; ¡Dios  mío! ¡Qué enorme contraste había entre ambos!   Él siempre estaba atento a todo; disfrutaba  cuando veía la belleza del sol al atardecer,  

Y aún se alegraba más cuando lo veía amanecer y  comenzaba un nuevo día. Me señalaba los cambiantes   colores del paisaje y las tonalidades del cielo. —¡Esto sí que es vivir! —exclamaba—. ¡Me encanta   vivir! Pero tú… mi querido Frankenstein,  ¿por qué estás triste y apenado?  En efecto, estaba muy ocupado  en mis sombríos pensamientos,  

Y ni veía la aparición de la estrella vespertina  ni los dorados amaneceres reflejados en el Rin;   y usted, amigo mío, seguramente se divertiría  mucho más con el diario de Clerval,   que observaba el paisaje con mirada sentimental  y gozosa, que escuchando mis reflexiones… yo,  

Un pobre desgraciado atrapado en una maldición  que me cerraba todos los caminos de la alegría.  Habíamos acordado bajar el Rin en barco, desde  Estrasburgo a Rotterdam, donde podríamos coger   un navío hacia Londres. Durante aquel viaje  pasamos junto a pequeñas islas y visitamos  

Algunas hermosas ciudades. Pasamos un día  en Mannheim y, cinco días después de nuestra   partida de Estrasburgo, llegamos a Maguncia. El  curso del Rin, a partir de Maguncia, es mucho más   pintoresco. El río desciende rápidamente  y serpentea entre colinas, no muy altas,  

Pero escarpadas, y con hermosísimas formas. Vimos  muchos castillos en ruinas, asomándose al borde de   altos e inaccesibles precipicios, rodeados por  bosques oscuros. Esta parte del Rin, en efecto,   presenta un paisaje singularmente variopinto.  En cierto punto, uno puede observar colinas   escarpadas, castillos en ruinas asomándose  a tremendos precipicios, con el oscuro Rin  

Precipitándose en el fondo… Y de repente, a la  vuelta de un promontorio, florecen los viñedos   y surgen populosas ciudades, y los meandros de un  río con suaves riberas verdes se hacen dueños del   paisaje. Viajábamos en la época de la vendimia y  oímos las canciones de los trabajadores mientras  

Avanzábamos río abajo. Incluso yo, con el espíritu  abatido y el ánimo continuamente perturbado por   sentimientos sombríos, incluso yo pude disfrutar  de aquello. Me tumbaba en la barcaza, y, mientras,   miraba el cielo azul sin nubes, y me embriagaba  con una paz que durante mucho tiempo me había sido  

Esquiva. Y si aquellas eran mis sensaciones, ¿cómo  describir las de Henry? Parecía que se hubiera   trasladado al país de las hadas y gozaba de una  felicidad que rara vez disfrutan los hombres.  —He visto los paisajes más hermosos de mi país  —decía—. He estado en los lagos de Lucerna y de  

Uri, donde las montañas nevadas se desploman casi  verticalmente sobre el agua, proyectando sombras   negras e impenetrables que los hacen tétricos  y lúgubres, si no fuera por los islotes verdes   que tranquilizan la vista con su alegre aspecto.  He visto esos lagos agitados por la tempestad,  

Cuando el viento arranca remolinos de agua y  advierte cómo debe de ser una tromba marina   en el océano abierto… y he visto romper las  olas con furia en la base de las montañas,   donde el cura y su amante quedaron sepultados por  una avalancha y donde se dice que aún se escuchan  

Sus voces moribundas en medio de las ventiscas  nocturnas. He visto las montañas de La Valais y   del Pays de Vaud, pero esta región, Victor,  me gusta más que todas aquellas maravillas.   Las montañas de Suiza son majestuosas y  extraordinarias, pero en las orillas de este  

Divino río hay encantos como no he visto jamás.  Mira aquel castillo colgado en aquel precipicio;   y aquel otro también, en la isla, casi oculto  entre el follaje de aquellos encantadores árboles;   y ahora, mira aquel grupo de trabajadores  que vuelven de sus viñedos; y aquella aldea,  

Medio escondida en la quebrada de la montaña…  ¡Oh, seguramente el espíritu que habita y   protege este lugar tiene un alma más piadosa  con los hombres que aquellos que se esconden   en los glaciares o viven en los inaccesibles  picos de las montañas de nuestra tierra! 

Sonreí ante el entusiasmo de mi amigo y recordé  con un suspiro aquella época en la que mis ojos   habrían brillado con alegría al contemplar los  paisajes que entonces veíamos. Pero el recuerdo   de aquellos días era demasiado doloroso;  debía acallar cualquier pensamiento para  

Disfrutar de un poco de paz, y aquella idea ya  era suficiente para emponzoñar cualquier placer.  Desde Colonia bajamos a las llanuras de Holanda,  y decidimos continuar en diligencia el resto de   nuestro camino, porque el viento era contrario  y la corriente del río era demasiado lenta como  

Para arrastrar el barco. Ahora llegábamos  a un territorio muy distinto. La tierra era   arenosa y las ruedas se hundían frecuentemente  en ella. Las ciudades en este país constituían   la parte más agradable del paisaje. Los  holandeses son extremadamente ordenados,  

Pero a menudo nos sorprendía lo poco práctico que  resultaba su orden. Recuerdo que en cierto lugar   había un molino de viento colocado de tal modo que  el postillón se vio obligado a llevar el carruaje   por un extremo del camino para evitar el giro de  las aspas. El camino a menudo discurría entre dos  

Canales, donde no había espacio más que para que  pasara un carruaje; y cuando nos encontrábamos   otro vehículo, lo cual ocurría con frecuencia,  nos veíamos obligados a ir hacia atrás durante   casi una milla, hasta que encontrábamos uno de los  puentes levadizos que conducen a los sembrados,  

Donde bajábamos con el carruaje y esperábamos  a que pasara el otro. También empapan el lino   en el barro de sus canales y lo cuelgan de los  árboles, a lo largo de los caminos, para secarlo.   Y cuando hace mucho calor, no es fácil soportar  el hedor que desprende. Sin embargo, los caminos  

Son magníficos y los prados, maravillosos. Desde Rotterdam navegamos hasta Inglaterra.   Fue una mañana despejada de los últimos  días de septiembre cuando vi por primera   vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las  riberas del Támesis ofrecían un paisaje nuevo;   eran llanas pero fértiles, y casi todas las  ciudades tenían una historia curiosa. Vimos  

Tilbury Fort, y recordamos la Armada Española;  Gravesend, Woolwich, Greenwich… lugares de los   que ya había oído hablar en mi país. Al final  vimos las numerosísimas agujas de Londres,   con San Pablo elevándose sobre todas las demás,  y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra. CAPÍTULO 11

Así pues, Londres era nuestro lugar de destino;  decidimos permanecer algunos meses en aquella   ciudad famosa y maravillosa. Clerval deseaba  conocer a hombres de genio y talento que estaban   en auge en aquellos años; pero para mí aquella era  una cuestión secundaria; yo estaba principalmente  

Preocupado por los medios con los que conseguir  la información necesaria para cumplir mi promesa,   y rápidamente despaché algunas cartas  de presentación que llevaba conmigo,   dirigidas a los más distinguidos filósofos de  la naturaleza. Si aquel viaje hubiera tenido   lugar durante mis días de estudio y felicidad,  me habría proporcionado un indescriptible placer.  

Pero sobre mi vida había caído una maldición,  y solo visité a aquellas personas con el fin   de recabar la información que me pudieran ofrecer  sobre el asunto en el que estaba tan profundamente   interesado. La relación con otras personas me  resultaba odiosa; cuando estaba solo, podía  

Dejar volar mi imaginación hacia donde más me  complaciera; y la voz de Henry me tranquilizaba,   y así podía engañarme con una paz transitoria.  Pero los rostros curiosos, amables y alegres   despertaban una negra desesperación en mi corazón.  Veía un muro infranqueable situado entre mis  

Semejantes y yo; aquel muro se había levantado  con la sangre de William y Justine, y pensar en   aquellos sucesos llenaba mi alma de angustia.  Pero en Clerval veía la imagen de lo que yo   había sido antaño; era curioso y estaba deseando  adquirir nuevas experiencias y conocimientos.  

Las diferencias en las costumbres que observaba  eran para él una fuente infinita de observación   y entretenimiento. Siempre estaba ocupado,  y lo único que enturbiaba su felicidad era   mi tristeza y mi semblante apesadumbrado.  Yo intentaba ocultarlo todo lo posible,   puesto que no debía arrebatarle los  placeres naturales a una persona que,  

Alejada de preocupaciones o de recuerdos amargos,  está adentrándose en los nuevos horizontes que le   ofrece la vida. A menudo me negaba a acompañarlo,  alegando otros compromisos, y así podía quedarme   solo. Entonces comencé también a reunir los  materiales necesarios para mi nueva creación,  

Y aquello fue para mí como una tortura, como gotas  de agua que continuamente caen sobre la cabeza.   Cada pensamiento que dedicaba a ello  me causaba una inmensa angustia,   y cada palabra que decía al respecto hacía  temblar mis labios y palpitar mi corazón. 

Después de estar algunos meses en Londres,  recibimos una carta de una persona que vivía en   Escocia, que nos había visitado antaño en Ginebra.  Mencionó las bellezas de su país natal y nos   preguntó si aquello no tenía encanto suficiente  para inducirnos a prolongar nuestro viaje hacia  

El norte, hasta Perth, donde vivía. Clerval,  entusiasmado, deseaba aceptar aquella invitación;   y yo, aunque detestaba cualquier relación con  otras personas, deseaba volver a ver montañas   y torrentes y todas las maravillosas obras que  la naturaleza dispone en sus rincones favoritos.   Habíamos llegado a Inglaterra a principios  de octubre y ya estábamos en febrero;  

Así que decidimos emprender nuestro viaje  hacia el norte a finales del mes siguiente.   En aquel periplo no teníamos intención de ir por  el camino real de Edimburgo, sino visitar Windsor,   Oxford, Matlock, y los lagos de Cumberland,  de modo que alcanzaríamos el punto final de  

Este viaje hacia finales de julio. Empaqueté mi  instrumental químico y los materiales que había   recabado, y decidí completar los trabajos  en algún rincón apartado, en el campo.  Partimos de Londres el 27 de marzo y permanecimos  algunos días en Windsor, donde paseamos por su  

Precioso bosque. Para nosotros, hombres de la  montaña, aquel paisaje era completamente nuevo;   para nosotros todo era una novedad: los  majestuosos robles, la abundancia de la caza,   y las manadas de encantadores ciervos. Desde  allí nos trasladamos a Oxford. Nos encantó   la ciudad. Los edificios universitarios eran  antiguos y pintorescos, las calles, anchas,  

Y el paisaje se ordenaba maravillosamente en  torno al encantador Isis, que se detiene en una   amplia y plácida balsa de agua y luego corre  hacia el sur de la ciudad. Teníamos cartas de   presentación para varios profesores, que nos  recibieron con gran amabilidad y cordialidad.  

Descubrimos que las costumbres de esa universidad  habían mejorado mucho desde los tiempos de Gibbon,   pero en la moda aún hay mucha intolerancia y una  devoción por las normas establecidas que constriñe   la inteligencia de los estudiantes y conduce a  la esclavitud y a una gran estrechez de miras  

En la concepción de la vida. Aún se cometen  muchas barbaridades, y aunque puedan ser motivo   de risa para un extranjero, se observaban en el  mundo universitario como cuestiones de la mayor   importancia. Algunos caballeros se empeñaban  obstinadamente en vestir pantalones claros  

Cuando la norma de la universidad era vestir  con ropa oscura: los maestros estaban irritados,   pero sus alumnos se mantenían firmes, de  tal modo que durante nuestra estancia dos   estudiantes estuvieron a punto de ser expulsados  por esta precisa cuestión. Aquella severa amenaza  

Obligó a un notable cambio en el vestuario  de los caballeros durante algunos días.  Así pues, para nuestro infinito asombro, nos  encontramos con que aquel era el principal   asunto de conversación cuando llegamos a la  ciudad. Nuestros espíritus se colmaron con  

Los recuerdos de los acontecimientos que habían  tenido lugar allí casi un siglo y medio antes.   Fue allí donde Carlos I había reunido sus  huestes; aquella ciudad le había sido fiel   cuando toda la nación le había abandonado para  unirse a la causa del parlamento y la libertad.  

Cuando entramos en la ciudad, el recuerdo de  aquel desafortunado rey, el amistoso Falkland   y el insolente Goring ocuparon todos nuestros  pensamientos, y nos extrañó cuando descubrimos   que estaba llena de togados y estudiantes  que tenían en mente cualquier cosa salvo   aquellos acontecimientos. Sin embargo, hay algunos  vestigios que recuerdan al viajero los antiguos  

Tiempos; entre otros, admiramos con curiosidad  la editorial fundada por el autor de la historia   de los conflictos. También nos enseñaron el  edificio en el que había vivido fray Bacon,   el descubridor de la pólvora, y del cual se decía  que se vendría abajo cuando entrara allí un hombre  

Más sabio que aquel filósofo. El profesor bajito,  de cara redonda y parlanchín que nos acompañaba   se negó a pasar el umbral, aunque nosotros nos  aventuramos en el interior con toda seguridad,   y él probablemente podría haber hecho lo mismo. Matlock, que era nuestra siguiente etapa,  

Recordaba en gran medida el paisaje de Suiza;  pero todo está en una escala menor, y a las   verdes colinas les falta la corona de los lejanos  Alpes blancos, que siempre asoman por encima de   las montañas cubiertas de pinos en nuestro país.  Visitamos la maravillosa gruta y los pequeños  

Gabinetes de historia natural, donde las muestras  están dispuestas del mismo modo que aparecen en   las colecciones de Servox y Chamonix. Este último  nombre me hizo temblar cuando lo pronunció Henry,   y me apresuré a abandonar Matlock, donde todo  parecía tan relacionado con nuestro país. 

Desde Derby, aún viajando hacia el norte, pasamos  dos meses en Cumberland y Westmoreland. En aquel   lugar, casi podía imaginarme a mí mismo en las  montañas suizas. Los pequeños neveros que aún   persistían en la cara norte de las montañas, los  lagos, y el fragor de los torrentes pedregosos  

Me resultaban paisajes familiares y queridos. Allí  también conocimos a personas que casi consiguieron   hacerme creer que era feliz. La alegría de  Clerval era considerablemente mayor que la mía;   su inteligencia se crecía cuando se encontraba  en compañía de hombres de talento, y descubrió  

En sí mismo una capacidad y unas emociones  superiores a las que habría sospechado cuando   se encontraba con personas menos inteligentes. —Podría pasarme la vida aquí —me decía—,   y entre estas montañas apenas  echaría de menos Suiza y el Rin.  Pero descubrió que la vida de un viajero, entre  sus encantos, esconde también muchos pesares.  

Sus sentimientos siempre están en tensión; y  cuando comienza a acostumbrarse, se encuentra   con que tiene que partir en busca de algo nuevo  que una vez más exige su atención y que también   deberá abandonar por otras novedades. Apenas  habíamos ido a ver los muchos lagos de Cumberland  

Y Westmoreland, y apenas habíamos empezado a  encariñarnos con algunos de sus habitantes cuando   tuvimos que despedirnos de ellos para continuar  nuestro viaje, pues ya estaba muy próxima la fecha   del encuentro con nuestro amigo escocés. Por mi  parte, no lo lamenté. Había descuidado mi promesa  

Durante algún tiempo, y temía las consecuencias  si el monstruo se ponía furioso. Tal vez se había   quedado en Suiza y había desatado su venganza  contra mis familiares; aquella idea me perseguía   y me atormentaba en todos aquellos momentos  que, en otras circunstancias, podría haber  

Disfrutado del descanso y la paz. Esperaba las  cartas con febril impaciencia: si se retrasaban,   me sentía abatido y abrumado por mil temores; y  cuando llegaban, y veía el remite de Elizabeth   o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas, por  temor a confirmar aquellas desgracias. Otras veces  

Pensaba que aquel ser diabólico me seguía y podía  recordarme la promesa asesinando a mi compañero.   Cuando me acosaban esos pensamientos,  no me apartaba de Henry ni un momento,   y lo seguía como una sombra para protegerlo  de la imaginaria furia de aquel asesino.  

Me sentía como si hubiera cometido un enorme  crimen, cuyos remordimientos no me dejaran vivir.   Yo era inocente, pero la realidad era que  había lanzado sobre mí mismo una horrible   maldición, tan mortal como la de un crimen. Visité Edimburgo con mirada y espíritu lánguidos,  

Aunque aquella ciudad podría haber cautivado el  interés del ser más desdichado. A Clerval no le   gustó tanto como Oxford, porque la antigüedad de  esta última ciudad le encantaba. Pero la belleza   y la regularidad de la nueva ciudad de Edimburgo  le maravilló; sus alrededores son también los más  

Bonitos del mundo: el Trono de Arturo, el Pozo  de San Bernardo, y las Pentland Hills. Pero yo   estaba impaciente por llegar al destino final del  viaje. Una semana después abandonamos Edimburgo,   pasamos por Cupar, St Andrews y bordeamos las  orillas del Tay hasta Perth, donde nos esperaba  

Nuestro amigo. Pero yo no estaba de humor para  reír y conversar con extraños, ni compartir sus   sentimientos o sus ideas con el buen humor que se  espera de un invitado; así pues, le dije a Clerval   que deseaba hacer un viaje por Escocia yo solo. —Disfruta —le dije—; nos volveremos a encontrar  

Aquí. Estaré fuera un mes o dos, pero  no te preocupes por mí, te lo ruego;   déjame tranquilo y solo durante un tiempo, y  cuando regrese, espero traer el corazón aliviado,   y más acorde con tu estado de ánimo. Henry quiso disuadirme, pero al verme  

Tan convencido, dejó de insistir.  Me pidió que le escribiese a menudo.  —Preferiría acompañarte en tus  excursiones solitarias —dijo—,   en vez de quedarme con estos escoceses, a  quienes no conozco; pero vete, mi querido amigo,   y vuelve para que pueda sentirme como en casa,  lo cual me resulta imposible si no estás. CAPÍTULO 12

Habiéndome despedido de mi amigo, decidí  visitar algunos lugares remotos de Escocia   y terminar mi trabajo en soledad. No dudaba de  que el monstruo me seguía y se me presentaría   delante cuando hubiera concluido, para poder  recoger a su compañera. Con esa decisión tomada,  

Crucé las tierras altas del norte y elegí una de  las islas Orcadas para finalizar mi trabajo. Era   un lugar muy apropiado para aquella tarea, porque  apenas iba más allá de ser una roca cuyas orillas   eran acantilados constantemente batidos por las  olas. La tierra era baldía, y apenas proporcionaba  

Pasto para unas cuantas vacas famélicas y un  poco de avena para los habitantes, que no eran   más de cinco personas, cuyos cuerpos demacrados  y esqueléticos daban prueba de su triste destino.   Las verduras y el pan, cuando se podían permitir  semejantes lujos, e incluso el agua dulce,  

Procedían de tierra firme, que se encontraba a  unas cinco millas de distancia. En toda la isla   no había más que tres cabañas miserables, y una de  ellas estaba vacía cuando llegué. La alquilé. No   tenía más que dos habitaciones, y ambas mostraban  toda la escasez de la penuria más miserable. La  

Techumbre se había hundido, los muros no estaban  enyesados y la puerta bailaba fuera de los goznes.   Ordené que la repararan un poco, puse algunos  muebles, y me instalé allí… un hecho que sin duda   habría provocado alguna sorpresa si no hubiera  sido porque todos los sentidos de los campesinos  

Estaban entumecidos por la necesidad y la extrema  pobreza. En todo caso, pude vivir sin que nadie   me observara ni me molestara, y apenas si me  agradecieron la comida y las ropas que les di:   hasta ese punto el sufrimiento debilita incluso  las emociones más primitivas de los hombres. 

En aquel retiro, dediqué las mañanas  al trabajo, pero por la tarde,   cuando el tiempo me lo permitía, paseaba  por la playa pedregosa junto al mar,   para contemplar las olas que rugían y rompían a  mis pies. Era un paisaje monótono y, sin embargo,  

Siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan  distinta a aquel desolado y aterrador lugar. Sus   colinas están cubiertas de viñedos y sus granjas  salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos   lagos reflejan un cielo azul y delicado; y cuando  los vientos azotan sus tierras, no parece más que  

El juego de un niño travieso en comparación con  los aterradores bramidos del inmenso océano.  De aquel modo distribuía mi tiempo cuando  llegué; pero a medida que avanzaba en mi trabajo,   este se me hizo cada día más horrible y más  detestable. A veces ni siquiera tenía valor  

Para entrar en el laboratorio durante varios días,  y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día   y noche con la única idea de terminarlo de una  vez. Verdaderamente, estaba inmerso en una tarea   asquerosa. Durante mi primer experimento, una  especie de frenesí de entusiasmo me había cegado  

Ante el horror del trabajo que estaba llevando a  cabo; mi mente estaba absorta en los resultados   de mi labor y mis ojos permanecían cerrados ante  lo horroroso de mi proceder. Pero ahora lo estaba   haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo  enfermaba ante lo que estaban haciendo mis manos. 

En aquella situación, entregado al trabajo  más detestable, en una soledad donde nada   podía reclamar mi atención, aparte de lo que  me traía entre manos, mis nervios comenzaron a   resentirse. Siempre estaba inquieto y atemorizado.  A cada paso temía encontrarme con aquel ser que me  

Acosaba. Algunas veces me quedaba quieto con los  ojos clavados en el suelo, temiendo levantarlos,   no fuera a encontrarme con aquello que tanto me  aterrorizaba tener que ver. Temía alejarme de   mis semejantes, no fuera a ser que cuando  estuviera solo, viniera a exigirme a su  

Compañera. Mientras tanto, seguía trabajando, y  mi trabajo ya estaba considerablemente adelantado.   Observaba con placer la idea de darlo por  terminado, sin embargo, la liberación de aquella   maldición que estaba sufriendo era una alegría  en la que nunca me atreví a confiar del todo. 

Una tarde estaba sentado en mi taller; el sol ya  se había puesto y la luna estaba saliendo en ese   momento tras el mar. No tenía luz suficiente  para trabajar, y me senté allí sin hacer nada,   preguntándome si debería dejar la tarea por  aquella noche o apresurarme a terminarlo sin cejar  

En ello ni un instante. Mientras permanecía allí,  la concatenación de ideas me condujo a considerar   las consecuencias de lo que estaba haciendo.  Tres años antes, me había enfrascado del mismo   modo y había creado un monstruo cuya violencia  inconcebible había destruido mi corazón y lo  

Había anegado para siempre con los remordimientos  más amargos. Y ahora estaba a punto de crear   otro ser cuyo carácter también desconocía por  completo. Aquella cosa podría ser diez mil veces   más perversa y malvada que su compañero y podría  deleitarse en el asesinato y en la villanía. Él  

Me había jurado que se apartaría de los hombres y  que se ocultaría en los desiertos, pero ella no;   y ella, que se convertiría probablemente en un  animal pensante y racional, podría negarse a   cumplir un pacto acordado antes de su creación.  Puede que incluso se odiaran. La criatura que ya  

Vivía aborrecía su propia deformidad, ¿acaso no  experimentaría un aborrecimiento aún mayor cuando   la viera reflejada ante sus ojos en forma de una  hembra? También puede que ella le volviera la   espalda ante la belleza superior del hombre. Puede  que se apartara de él, y así volvería a estar  

Solo, y enloquecería ante la nueva provocación de  verse despreciado por uno de su propia especie.  Aunque ellos abandonaran realmente Europa y  fueran a vivir a los desiertos del nuevo mundo,   tendrían la intención de engendrar hijos y  así se propagaría sobre la tierra una raza de  

Demonios cuya figura y mente sumiría al hombre  en el terror. ¿Es que tenía yo algún derecho,   solo por mi propio beneficio, a infligir esta  maldición a las generaciones futuras? Me había   dejado convencer por los sofismas del ser que  había creado; me había dejado convencer por sus  

Diabólicas amenazas; y ahora, por vez primera,  el horror de mi promesa se presentó claramente   ante mí. Me recorrió un escalofrío al pensar  que los siglos futuros me maldecirían como si   fuera la peste, y dirían que, por egoísmo, no  había dudado en comprar mi propia tranquilidad  

A un precio que tal vez ponía en peligro la  pervivencia de la especie humana. Temblé,   y se me paralizó el corazón cuando levanté  la mirada y vi al demonio junto a la ventana,   iluminado por la luz de la luna. Una mueca  fantasmal le retorcía los labios mientras miraba  

Hacia donde yo me encontraba. Sí, me había seguido  en mis viajes; se había detenido en los bosques,   se había escondido en las cuevas o se había  refugiado en los vastos páramos desiertos; y ahora   venía a ver mis adelantos y exigía el cumplimiento  de mi promesa. Cuando lo miré, su rostro pareció  

Expresar la más inconcebible maldad y traición.  Pensé con una sensación de locura en mi promesa   de crear otro ser como él y, temblando de ira,  hice pedazos la cosa en la que estaba trabajando.   El monstruo me vio destruir la criatura  en la cual había fundado la felicidad  

De su futura existencia y, con un alarido de  diabólica desesperación y venganza, se alejó.  Salí de la habitación y, cerrando la puerta,  me juré de todo corazón no volver jamás a   emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos  temblorosos, busqué mi alcoba. Estaba solo. No  

Había nadie cerca de mí para disipar la tristeza  y consolarme ante aquellas terribles pesadillas.   Transcurrieron varias horas, y permanecí junto a  la ventana observando el mar. Casi estaba inmóvil,   porque los vientos guardaban silencio, y toda la  naturaleza descansaba bajo la mirada de la luna  

Callada. Solo algunos barcos de pesca moteaban el  agua, y aquí y allá una dulce brisa traía los ecos   de las voces cuando los pescadores se llamaban  unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas   era consciente de su asombrosa profundidad,  hasta que de repente llegó a mis oídos el  

Chapoteo de unos remos cerca de la orilla, y una  persona saltó a tierra cerca de mi casa. Pocos   minutos después oí el chirrido de mi puerta,  como si alguien estuviera intentando abrirla   muy despacio. Estaba temblando de la cabeza a  los pies. Tuve el presentimiento de quién podía  

Ser y pensé en avisar a alguno de los campesinos  que vivían en una casa no muy lejos de la mía.   Pero me encontraba aturdido por esa sensación  de impotencia que tan a menudo se vive en las   pesadillas, cuando uno trata en vano de huir de un  peligro inminente y le resulta imposible moverse.  

Entonces oí el sonido de unas pisadas en el  pasillo, la puerta se abrió y el engendro al   que tanto temía apareció. Cerrando la puerta,  se aproximó a mí y dijo con una voz ahogada:  —Has destruido la obra que comenzaste… ¿qué es lo  que pretendes? ¿Te atreves a romper tu promesa?  

He soportado calamidades y miserias. Abandoné  Suiza detrás de ti; me arrastré a lo largo de   las orillas del Rin, entre sus pequeños islotes y  por las cumbres de sus colinas. He vivido durante   muchos meses en los páramos de Inglaterra y en  los solitarios bosques de Escocia. He soportado  

Un cansancio que no puedes imaginar, y frío y  hambre. ¿Y te atreves a destruir mis esperanzas?  —¡Apártate de mí! —contesté—. ¡Rompo mi  promesa! ¡Nunca crearé otro ser como tú,   igual de deforme e igual de criminal! —Esclavo… —dijo el engendro—, ya intenté  

Razonar contigo una vez, pero has demostrado ser  indigno de mi condescendencia. Recuerda que yo   tengo el poder; tú crees que eres miserable, pero  yo puedo hacerte tan desgraciado que incluso la   luz del día podría resultarte odiosa. Tú eres  mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme! 

—Monstruo… —dije—, la hora de mi debilidad ha  pasado, y el tiempo de tu poder ha concluido.   Tus amenazas no pueden obligarme a cometer  un acto de maldad, sino que me confirman   en la decisión de no crear para ti una  compañera en el crimen. ¿O es que debo,  

A sangre fría, arrojar al mundo otro demonio  cuyo único placer consiste en sembrar muerte   y destrucción? ¡Vete! ¡No cambiaré de opinión, y  tus palabras solo conseguirán aumentar mi furia!  El monstruo vio la determinación en  mi rostro e hizo rechinar los dientes   en la impotencia de su ira. —Cada hombre tiene su mujer,  

Y cada animal tiene una compañera… ¿y  yo tendré que estar solo? —gritó—. Tenía   sentimientos de cariño, y todo lo que  me devolvieron fue desprecio. Hombre:   tú puedes odiarme, ¡pero ten cuidado! Tus  horas transcurrirán entre el terror y el dolor,  

Y muy pronto caerá sobre ti el rayo que te  arrebatará la felicidad para siempre. ¿O es   que piensas que vas a ser feliz mientras yo  me arrastro en mi insoportable sufrimiento?   Tú puedes negarme todos mis deseos, pero la  venganza permanecerá… la venganza, más amada  

Que la luz o los alimentos. Y puedo morir, pero  antes tú, mi tirano y mi verdugo, maldecirás el   sol que verá tu miseria. ¡Ten cuidado, porque no  tengo miedo y, por tanto, soy poderoso! Estaré   observando, con la astucia de una serpiente,  para morderte e inocularte el veneno. ¡Hombre:  

Te arrepentirás del daño que infliges! —¡Maldito demonio! —grité—. ¡Cállate,   y no emponzoñes el aire con tus malvadas  amenazas! ¡Ya te he dicho cuál es mi decisión,   y no soy ningún cobarde para asustarme por  unas palabras! ¡Déjame! ¡Está decidido!  —Muy bien —dijo—. Me iré. Pero recuerda:  ¡estaré contigo en tu noche de bodas!

CAPÍTULO 13 Avancé decidido hacia él y grité: —¡Miserable! ¡Antes de que firmes mi sentencia de   muerte, asegúrate de que tú mismo estás vivo! Lo habría atrapado, pero me esquivó,   y abandonó la casa precipitadamente… unos  instantes después lo vi subir a una barca,  

Que cruzó las aguas con la suavidad de una  saeta y pronto se perdió en medio de las olas.  Todo volvió a quedar en silencio; pero  sus palabras resonaban en mis oídos.   Ardía en deseos furiosos de perseguir al  asesino de mi tranquilidad y hundirlo en  

El océano. Caminé arriba y abajo en mi  habitación, nervioso y conmocionado;   mi imaginación conjuraba ante mí miles de imágenes  que solo conseguían atormentarme y zaherirme. ¿Por   qué no lo había perseguido y había entablado  con él una lucha a muerte? Bien al contrario,  

Le había permitido escapar, y había  dirigido sus pasos hacia tierra firme.   Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando imaginé  quién podría ser la siguiente víctima sacrificada   a su insaciable venganza. Y entonces volví a  pensar en sus palabras: «¡Estaré contigo en tu  

Noche de bodas!» Así pues… ese era el plazo  fijado para el cumplimiento de mi destino.   En aquel momento, moriría y por fin aquel  monstruo podría satisfacer y aplacar su maldad.   Aquella perspectiva no me infundió temor; sin  embargo, cuando pensé en mi amada Elizabeth…  

En sus lágrimas y en su infinita pena cuando  comprobara que se le había arrebatado a su   amante de un modo tan cruel… las lágrimas, las  primeras que había derramado en muchos meses,   anegaron mis ojos, y decidí no caer ante  mi enemigo sin entablar una batalla feroz. 

La noche pasó, y el sol asomó tras el  océano. Mis sentimientos se calmaron,   si puede llamarse calma a ese estado en que la  furia violenta se hunde en las profundidades de   la desesperación. Abandoné la casa, el espantoso  escenario de la lucha de la noche anterior,  

Y caminé por la playa junto al mar, y lo miré casi  como la insuperable barrera que me separaba de mis   semejantes. Más aún, cruzó mi mente el deseo  de que semejante hecho se hiciera realidad;   deseé poder pasar la vida en aquella roca yerma;  desalentador, es cierto, pero al menos viviría  

Ajeno a cualquier golpe fortuito de la desdicha.  Si regresaba, era para ser sacrificado… o para   ver morir a aquellos que más quería bajo la  garra de un demonio que yo mismo había creado.   Vagué por la isla como un alma en pena, lejos de  todo lo que amaba y amargado por tal separación.  

A mediodía, cuando el sol ya estaba muy  alto, me tumbé en la hierba y me venció   un profundo sueño. Había estado despierto  toda la noche anterior: tenía los nervios   destrozados y los ojos inflamados por la vigilia  y el dolor. El sueño en que me sumí me hizo bien;  

Y cuando me desperté, sentí como si de nuevo  perteneciera a la especie de los seres humanos,   y comencé a reflexionar con más serenidad sobre  lo que había ocurrido. Sin embargo, las palabras   de aquel ser diabólico continuaban resonando en  mis oídos, como una campana que tocara a muerto;  

Aquellas palabras aparecían como un sueño,  aunque claras y apremiantes como la realidad.  El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía  sentado en la orilla, saciando mi apetito,   que se había tornado voraz, con una galleta de  avena, cuando vi que un barco de pescadores tocaba  

Tierra cerca de donde yo me encontraba, y uno de  los hombres me trajo un paquete; traía cartas de   Ginebra, y otra de Clerval, instándome a reunirme  con él. Me decía que ya había transcurrido casi   un año desde que salimos de Suiza y aún no  habíamos visitado Francia. Así pues, me pedía  

Que abandonara mi isla solitaria y me reuniera  con él en Perth al cabo de una semana, y entonces   podríamos planear nuestros siguientes pasos.  Aquella carta me devolvió de nuevo a la vida y   decidí abandonar mi isla al cabo de dos días. Sin embargo, antes de partir había una tarea  

Que tenía que llevar a cabo, y en la cual me daba  escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental   químico; y con ese propósito debía volver a entrar  en la habitación que había sido el escenario de mi   odioso trabajo; y debía manipular los utensilios,  cuando la sola visión de los mismos me ponía  

Enfermo. Al día siguiente, al amanecer, reuní el  valor suficiente y abrí la puerta del taller. Los   restos de la criatura a medio terminar, que yo  había destruido, yacían dispersos por el suelo,   y casi sentí como si hubiera destrozado la carne  viva de un ser humano. Me detuve un instante para  

Recobrarme y luego entré en la sala. Con manos  temblorosas, fui sacando los aparatos fuera de   la habitación; pero pensé que no debía dejar  los restos de mi obra allí, porque aquello   horrorizaría y haría sospechar a los campesinos,  así que lo puse todo en una cesta, junto a una  

Buena cantidad de piedras y, apartándola a un  lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche;   y, mientras tanto, volví a la playa y estuve  limpiando y ordenando mi instrumental químico.  Nada podía ser más absoluto que el cambio que  había tenido lugar en mis sentimientos desde  

La noche en que apareció el demonio. Antes  había considerado mi promesa con una sombría   desesperación, como algo que debía cumplirse,  cualesquiera que fueran las consecuencias;   pero ahora me sentía como si me hubieran quitado  una venda de los ojos y, por vez primera, pudiera  

Ver con claridad. La idea de volver a mi  trabajo ni siquiera se me pasó un instante   por la cabeza. La amenaza que había escuchado  pesaba en mis pensamientos, pero no creía que   pudiera hacer nada para apartarla de mi cabeza.  Había decidido conscientemente que crear otro  

Ser diabólico como aquel que ya había hecho  sería un acto del más vil y atroz egoísmo,   y aparté de mi mente cualquier pensamiento que  pudiera conducirme a una conclusión diferente.  Entre las dos y las tres de la madrugada salió  la luna, y entonces, colocando la cesta en el  

Interior de un pequeño bote de vela, me adentré  unas cuatro millas en el mar. El lugar estaba   absolutamente solitario; solo algunas barcas  regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme   de ellas. Me sentía como si fuera a cometer algún  espantoso crimen y, con temblorosa ansiedad, evité  

Cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces,  la luna, que hasta entonces había estado clara,   se cubrió repentinamente con una espesa nube, y  aproveché el momento de oscuridad para arrojar   la cesta al mar. Escuché el burbujeo mientras  se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El  

Cielo se había nublado; pero el aire era puro,  aunque venía helado por la brisa del noreste que   se estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó  de sensaciones tan agradables que decidí prolongar   mi estancia en el agua y, fijando el timón,  me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes  

Ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo  podía oír el sonido del barco cuando la quilla   cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y  poco después me quedé profundamente dormido.  Yo no sé cuánto tiempo permanecí en  esa situación, pero cuando me desperté,  

Descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se  había desatado un fuerte viento y las olas   constantemente amenazaban la seguridad de mi  pequeño bote. Comprobé que el viento era del   noreste y que debía de haberme alejado bastante de  la costa en la que había embarcado. Intenté variar  

El rumbo, pero de inmediato supe que si volvía  a intentarlo de nuevo, el barco se llenaría de   agua al momento. En semejante situación,  mi única solución era navegar a favor del   viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No  llevaba brújula y estaba muy poco familiarizado  

Con la geografía de aquella parte del mundo, así  que el sol era lo único que podía ayudarme. El   viento podría arrastrarme al Atlántico abierto y  sucumbir a todas las penalidades de la inanición…   o podrían tragarme las aguas insondables que  rugían y se levantaban amenazantes a mi alrededor.  

Ya llevaba muchas horas en el bote y comenzaba  a sentir las punzadas de una sed ardiente… un   preludio de mayores sufrimientos. Miré a los  cielos, que aparecían cubiertos con nubes que   volaban con el viento solo para ser reemplazadas  por otras. Observé el mar. Iba a ser mi tumba. 

—¡Maldito demonio! —exclamé—.  ¡Tu deseo se ha cumplido!  Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval…  y me sumí en una ensoñación tan desesperada y   aterradora que incluso ahora, cuando el  mundo está a punto de cerrarse ante mí   para siempre, tiemblo al recordarla. Así transcurrieron algunas horas.  

Pero poco a poco, a medida que el sol  iba descendiendo hacia el horizonte,   el viento se fue transformando en una ligera  brisa, y el mar se vio libre de grandes olas;   pero aquello dio paso a una fuerte marejada; me  sentí enfermo y apenas capaz de sostener el timón,  

Cuando de repente vi el perfil de tierra firme  hacia el sur. Casi agotado por el cansancio y el   sufrimiento, aquella repentina esperanza de vivir  me embargó el corazón como una cálida alegría,   y mis ojos derramaron abundantes lágrimas.  ¡Qué mudables son nuestros sentimientos, y cuán  

Extraño es ese apego tenaz que tenemos a la vida  incluso cuando estamos sufriendo horriblemente!   Preparé otra vela con parte de mi indumentaria  e intenté poner rumbo a tierra con ansiedad.   La orilla tenía un aspecto rocoso, pero  a medida que me fui aproximando más,  

Vi claramente señales de cultivos. Vi  algunos barcos cerca de la orilla y de   repente me vi transportado de nuevo junto a la  civilización humana. Recorrí con inquietud las   formas del terreno y descubrí con alegría un  campanario, el cual vi elevarse a lo lejos,  

Tras un pequeño promontorio. Como me encontraba  en un estado de extrema debilidad después de tanto   esfuerzo, decidí dirigirme directamente  hacia la ciudad, porque sería el lugar   donde podría procurarme algún alimento más  fácilmente. Por fortuna, llevaba dinero.  Al rodear el promontorio, descubrí un  pequeño pueblecito, y un puerto en el  

Que entré, con el corazón rebosante de  alegría ante mi inesperada salvación.  Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y  arriando las velas, varias personas se congregaron   en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi  aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda,  

Susurraban y hacían gestos que en cualquier  otro momento podrían haberme producido una   leve sensación de alarma. Pero en tales  circunstancias, simplemente observé que   hablaban inglés y, por tanto, me dirigí a ellos: —Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de  

Decirme cómo se llama este pueblo… y dónde estoy? —Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—.   Puede que haya llegado a un lugar que al final  no le guste mucho. Pero no le van a preguntar   dónde le apetece alojarse, se lo aseguro. Yo estaba extraordinariamente sorprendido  

Al recibir una respuesta tan desapacible  por parte de un extraño, y también me   quedé perplejo al ver los rostros ceñudos y  enojados de las personas que lo acompañaban.  —¿Por qué me contesta con tanta  brusquedad? —repliqué—. Desde luego,   no es costumbre de los ingleses recibir a  los extranjeros de un modo tan poco amistoso. 

—No sé cuáles son las costumbres de los  ingleses —dijo aquel hombre—, pero la costumbre   de los irlandeses es detestar a los criminales. Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo,   me di cuenta de que rápidamente aumentaba el  número de personas congregadas. Sus rostros  

Expresaban una mezcla de curiosidad y enfado  que me molestaba y en cierta medida me asustaba.   Pregunté por dónde se iba a la posada, pero  nadie me contestó. Entonces di un paso adelante,   y un murmullo se elevó entre la gente mientras  me seguían y me rodeaban… y entonces un hombre  

De aspecto desagradable, adelantándose, me  dio unas palmadas en el hombro y me dijo:  —Vamos, señor, sígame a casa del señor  Kirwin; tendrá que darle explicaciones.  —¿Quién es el señor Kirwin? —dije—. ¿Y  por qué tengo que darle explicaciones?   ¿Acaso no es este un país libre? —Claro, señor —contestó el hombre—,  

Lo suficientemente libre para la gente honrada.  El señor Kirwin es el magistrado, y usted debe   dar cuenta de la muerte de un caballero que  apareció asesinado aquí la pasada noche.  Aquella respuesta me asombró, pero  inmediatamente me recobré. Yo era inocente,  

Y podía probarlo fácilmente. Así pues, seguí a  aquel hombre en silencio y me condujo a una de   las mejores casas del pueblo. Estaba a punto  de sucumbir al cansancio y al hambre; pero,   estando rodeado por una multitud, pensé que lo  mejor sería hacer acopio de todas mis fuerzas,  

No fuera que tomaran mi debilidad física  como prueba de mi temor o mi culpabilidad.   Poco podía imaginar la calamidad que pocos  instantes después se iba a abatir sobre mí,   ahogando en horror y desesperación todo temor a  la ignominia y a la muerte. Debo detenerme aquí,  

Porque preciso toda mi fortaleza para traer  a mi memoria las horrorosas imágenes de los   acontecimientos que voy a  relatar con todo detalle. CAPÍTULO 14 Inmediatamente me condujeron ante el  magistrado, un hombre anciano y benévolo   de gestos tranquilos y afables. De todos modos,  me observó detenidamente con cierta severidad;  

Y luego, dirigiéndose a las personas que me  habían llevado hasta allí, preguntó quiénes   habían sido testigos en aquella ocasión. Alrededor  de una docena de hombres dieron un paso al frente;   y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo  que había estado toda la noche anterior pescando  

Con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que  entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que   se levantaba una fuerte marejada del norte, y que,  por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una noche   muy oscura, porque no había luna; no atracaron  en el puerto, sino, como era su costumbre,  

En una cala que se encontraba unas dos millas  más abajo. Él se adelantó llevando parte de los   aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían  a cierta distancia. Mientras iba caminando por   la arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo  lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle  

Y a la luz de los faroles descubrieron que se  había caído sobre el cuerpo de un hombre que,   según todas las apariencias, estaba muerto. Su primera suposición fue que se trataba del   cadáver de alguna persona que se había ahogado  y que había sido arrojado a la orilla por las  

Olas. Pero, después de examinarlo, descubrieron  que las ropas no estaban mojadas y que el cuerpo   ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo  llevaron a casa de una anciana que vivía cerca   del lugar e intentaron, en vano, devolverle la  vida. Parecía un joven apuesto, de unos veinte  

Años de edad. Al parecer había sido estrangulado,  porque no había señales de violencia, excepto la   marca negra de unos dedos en su cuello. La primera parte de aquella declaración   no tenía el menor interés para mí; pero  cuando se mencionó la marca de los dedos,  

Recordé el asesinato de mi hermano y me puse  muy nervioso; comencé a temblar y se me nubló   la vista, lo cual me obligó a apoyarme en una  silla para sostenerme; el magistrado me observó   con mirada penetrante y, desde luego, extrajo  una impresión desfavorable de mi comportamiento. 

El hijo confirmó el relato del padre. Pero cuando  se le preguntó a Daniel Nugent, este juró con toda   seguridad que, justo antes de que se cayera su  compañero, vio un barco con un hombre solo en él,  

A corta distancia de la orilla; y, por lo que  pudo ver a la luz de las estrellas, era el   mismo barco en el que yo había llegado a tierra. Una mujer declaró que vivía cerca de la playa  

Y que estaba a la puerta de su casa esperando  el regreso de los pescadores; alrededor de una   hora antes de que supiera del descubrimiento  del cuerpo, vio un barco, con un hombre solo,   que se alejaba de la parte de la costa donde  posteriormente se había encontrado el cadáver. 

Otra mujer confirmó el relato según el cual  era cierto que los pescadores habían llevado   el cuerpo a su casa. No estaba frío, y lo  pusieron en una cama y le dieron friegas,   y Daniel fue al pueblo a buscar al  boticario, pero el joven ya estaba sin vida. 

Se preguntó a otros hombres a propósito de mi  llegada, y todos estuvieron de acuerdo en que,   con el fuerte viento del norte que se había  levantado durante la noche, era muy probable   que yo hubiera estado zozobrando durante  muchas horas y, finalmente, me hubiera visto  

Obligado a regresar al mismo punto del que había  salido. Además, señalaron que parecía como si yo   hubiera traído el cadáver de otro lugar; y era muy  probable que, como al parecer no conocía la costa,   pudiera haber entrado en el puerto sin saber la  distancia que había desde el pueblo de *** hasta  

El lugar donde había abandonado el cadáver. El señor Kirwin, al oír aquella declaración,   ordenó que me llevaran a la sala donde habían  depositado el cuerpo provisionalmente, para que   pudiera observarse qué efecto me causaba la visión  del mismo. Probablemente el gran nerviosismo que  

Yo había mostrado cuando se había descrito cómo  se había cometido el asesinato fue la razón por la   que se propuso semejante procedimiento. Así pues,  el magistrado y algunas personas más me condujeron   a la posada. No pude evitar sorprenderme ante  las extrañas coincidencias que habían tenido  

Lugar durante aquella azarosa noche; pero sabiendo  que, a la hora en que se había hallado el cuerpo,   yo había estado hablando con varias personas  en la isla en la que estaba viviendo,   me encontraba perfectamente tranquilo  respecto a las consecuencias del caso. 

Entré en la sala donde yacía el  cadáver y me condujeron hasta el ataúd.   ¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento  morir de horror, y no puedo siquiera pensar en   aquel terrible momento sin sentir escalofríos  y una horrible angustia que solo ligeramente me  

Recuerda los espantosos tormentos que sufrí  cuando lo reconocí. El juicio, la presencia   del magistrado y los testigos pasaron como un  sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida   de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando  aire; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé: 

—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado  la vida mis criminales maquinaciones? Ya he   matado a dos personas; otras víctimas esperan su  turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…  Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el  agónico sufrimiento que estaba soportando y me  

Sacaron de la sala entre horribles convulsiones. La fiebre vino después. Durante dos meses estuve   al borde de la muerte. Mis delirios, como supe  después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo   de ser el asesino de William, de Justine y de  Clerval. A veces les pedía a mis cuidadores  

Que me ayudaran a destruir al ser diabólico  que me atormentaba; y, en otras ocasiones,   sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a  mi garganta y daba alaridos de angustia y terror.   Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua  natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme.  

Pero mis gestos y mis alaridos de amargura fueron  suficientes para aterrorizar a los otros testigos.  ¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más  desgraciado que ningún hombre lo fue jamás;   entonces, ¿por qué no me hundí en el  silencio y en el olvido? La muerte  

Arrebata a muchos niños en la flor de la  vida, las únicas esperanzas de sus padres,   que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes  amantes han estado un día rebosantes de salud   y esperanza y al siguiente eran ya víctimas  de los gusanos y de la putrefacción de la  

Tumba! ¿De qué materia estaba hecho yo para que  pudiera resistir de aquel modo los golpes que,   como el constante girar de una rueda,  continuamente renovaban mi tortura?  Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses  después me encontré como si estuviera despertando  

De un sueño, en una prisión, tendido en  un camastro miserable y rodeado de rejas,   candados, cerrojos, y todo el desdichado aparato  de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo,   cuando me desperté en aquel estado. Había olvidado  los detalles de lo que había ocurrido y solo  

Me sentía como si una gran desgracia se hubiera  abatido sobre mí. Pero cuando miré a mi alrededor   y vi las ventanas enrejadas y la estrechez de la  celda donde me encontraba, todo lo sucedido cruzó   mi memoria y lloré amargamente. Aquellos gemidos  despertaron a una vieja que estaba durmiendo en  

Una silla, a mi lado. Era una cuidadora a  sueldo, la mujer de uno de los carceleros,   y su aspecto reflejaba todas esas malas cualidades  que a menudo caracterizan a esa clase de personas.   Su rostro era duro e implacable, como el de las  personas acostumbradas a contemplar el dolor sin  

Mostrar comprensión ninguna. Su voz expresaba una  absoluta indiferencia. Se dirigió a mí en inglés,   y en sus palabras pude reconocer la voz  que había oído durante mi enfermedad.  —¿Ya está mejor, señor? —dijo. Contesté en el mismo idioma, con una voz débil. 

—Creo que sí; pero si todo esto es  verdad, si no estoy en realidad soñando,   lamento estar aún vivo para seguir  sintiendo este sufrimiento y este horror.  —Si es por eso —replicó la vieja—, si  lo dice usted por el caballero que mató,  

Creo que sería mejor que estuviera usted muerto,  porque me parece a mí que lo va a pasar muy mal.   Lo van a colgar a usted cuando se celebren  las próximas sesiones judiciales en el pueblo;  

De todos modos, no es asunto mío. Me han dicho  que lo cuide y ya está usted bien. Cumplo con mi   deber y tengo la conciencia tranquila; mejor  nos iría si todo el mundo hiciera lo mismo.  Le di la espalda con repugnancia a aquella mujer  que podía hablarle de aquel modo absolutamente  

Insensible a una persona que se acababa de  salvar, habiendo estado al filo de la muerte;   pero me sentí débil e incapaz de pensar en todo  lo que había acontecido. Todas las escenas de mi   vida aparecían como en un sueño. A veces dudaba  y pensaba que tal vez todo aquello no era verdad,  

Porque los hechos nunca adquirían en  mi mente toda la fuerza de la realidad.  A medida que las imágenes que flotaban ante mí se  fueron haciendo más nítidas, me subió la fiebre;   la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a  nadie cerca para consolarme con la voz amable  

Del cariño; ninguna mano querida me confortaba.  Vino el médico y me prescribió algunas medicinas,   y la vieja me las preparó; pero se  dejaba ver perfectamente una absoluta   indiferencia en el primero, y una mueca  de crueldad parecía firmemente impresa  

En el gesto de la segunda. ¿Quién podría  estar interesado en el destino de un asesino,   sino el verdugo que se iba a ganar el sueldo? Aquellos fueron mis primeros pensamientos,   pero pronto supe que el señor Kirwin me había  dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que  

Prepararan para mí la mejor celda de la prisión  (en efecto, era miserable, pero era la mejor),   y había sido él quien había procurado el médico  y las personas que me atendieron. Es verdad que   apenas vino a verme, porque, aunque deseaba  ardientemente aliviar los sufrimientos de  

Cualquier ser humano, no deseaba presenciar las  agonías y los espantosos delirios de un asesino.   Así pues, vino algunas veces para comprobar  que no estaba desatendido, pero sus visitas   fueron cortas y muy de vez en cuando. Un día, cuando ya me iba restableciendo  

Poco a poco, me sentaron en una silla, con los  ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas   como las de un muerto. Me encontraba abrumado  por la tristeza y el dolor, y a menudo pensaba   si no debía buscar la muerte en vez de esperar  allí, miserablemente encerrado, solo a que me  

Soltaran en un mundo atestado de desgracias. En  alguna ocasión consideré si no debería declararme   culpable y sufrir el castigo de la ley, el cual,  arrebatándome la vida, me proporcionaría el único   consuelo que era capaz de admitir. Tales eran  mis pensamientos, cuando se abrió la puerta  

De la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro  dejaba entrever comprensión y amabilidad: acercó   una silla a la mía y se dirigió a mí en francés. —Me temo que este lugar no le hace mucho bien.   ¿Puedo hacer algo para que se encuentre mejor? —Gracias —contesté—, pero ya nada importa;  

No hay nada en el mundo que pueda  conseguir que me encuentre mejor.  —Ya sé que la comprensión de un extraño no es  de mucha ayuda para una persona como usted,   abatido por una tragedia tan extraña… Pero  espero que pronto abandone este desgraciado  

Lugar… porque, sin duda, se podrán encontrar  fácilmente pruebas que permitan liberarlo de   los cargos criminales que se le imputan… —Eso es lo último que me preocupa… Debido   a una sucesión de extraños acontecimientos, me he  convertido en el más desgraciado de los mortales.  

Perseguido y atormentado como estoy, y como he  estado… ¿puede la muerte hacerme algún daño?  —En efecto, nada puede ser más desagradable  y triste que las extrañas circunstancias que   han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente  casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas,   bien conocidas por su hospitalidad. Fue  apresado inmediatamente y acusado de asesinato,  

Y lo primero que se le presentó a sus  ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado   de ese modo atroz, y que algún malvado  colocó, como si dijéramos… en su camino.  Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar  de la agitación que sufría con el relato de  

Mis sufrimientos, también me sorprendió  considerablemente el conocimiento que   parecía tener respecto a mí. Imagino que mi  rostro no dejó de mostrar cierto asombro,   porque el señor Kirwin se apresuró a decir: —No fue hasta un día o dos después de su   enfermedad cuando pensé que debía examinar  sus ropas, para descubrir alguna pista que  

Me permitiera enviar a sus familiares una  nota en la que explicara su desgracia y su   enfermedad. Encontré varias cartas, entre  otras, una que, por su encabezamiento,   enseguida comprendí que sería de su padre.  Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han   pasado casi dos meses desde que envié la  carta. Pero… está usted enfermo… está usted  

Temblando… Parece usted indispuesto  para tolerar cualquier emoción…  —No saber lo que ha ocurrido es mil  veces peor que el acontecimiento más   horrible. Dígame qué nueva escena de muerte  ha tenido lugar y a qué muerto debo llorar.  —Su familia se encuentra toda perfectamente bien  —dijo el señor Kirwin con amabilidad—, y alguno,  

Alguien que le quiere, va a venir a visitarle. No sé qué asociación de ideas se produjo en mi   mente, pero instantáneamente se me pasó por la  cabeza que el monstruo había venido a burlarse   de mi desgracia y a reírse de mí por la muerte  de Clerval, como una nueva forma de instigarme  

A cumplir sus diabólicos deseos. Me cubrí  los ojos con las manos y grité de angustia…  —¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por  el amor de Dios, no le deje entrar…!  El señor Kirwin me miró con gesto contrariado.  No pudo evitar pensar que mi exclamación  

Podía entenderse como una confirmación de mi  culpabilidad, y dijo en un tono bastante severo:  —Hubiera creído, joven, que la presencia  de su padre sería bienvenida, en vez de   producirle una aversión tan violenta. —Mi padre… —dije, mientras cada rasgo  

Y cada músculo de mi cuerpo pasaba de la  angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido   mi padre? ¡Mi buen padre, mi buen padre…! Pero…  ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a venir…?  El cambio de mi comportamiento  sorprendió y agradó al magistrado;  

Quizá pensó que mi anterior exclamación era una  momentánea recaída en el delirio. Y entonces,   inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia.  Se levantó y abandonó la celda con la enfermera,   y un instante después, entró mi padre. En aquel momento, nada podría haberme  

Alegrado tanto como la presencia de mi padre.  Le tendí y le estreché la mano y exclamé:  —Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest? Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos   estaban bien y diciéndome que no le había dicho  a mi prima que yo estaba encarcelado; simplemente  

Le había mencionado que estaba enfermo. —¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió,   observando lúgubremente las ventanas enrejadas  y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas   para buscar la felicidad, pero la fatalidad  parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.  El nombre de mi desafortunado amigo  asesinado me causó una agitación  

Demasiado grande como para que mi debilidad  pudiera soportarlo. Prorrumpí en llanto.  —Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún  espantoso destino pende sobre mí,   y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro  modo, habría muerto sobre el ataúd de Henry. CAPÍTULO 15

No se nos permitió conversar durante mucho tiempo,  dado que el precario estado de mi salud exigía   tomar todas las precauciones necesarias  que pudieran asegurar mi tranquilidad.   El señor Kirwin entró e insistió en que mis  fuerzas no deberían agotarse en demasiadas  

Emociones. Pero la presencia de mi padre  era para mí como la de un ángel bueno,   y poco a poco recobré la salud. A  medida que la enfermedad me abandonaba,   me iba invadiendo una melancolía negra y lúgubre  que nada podía disipar. Siempre tenía delante la  

Imagen fantasmal de Clerval asesinado. En  más de una ocasión, el nerviosismo al que   me conducían aquellos recuerdos hizo temer a mis  amigos que podría sufrir una peligrosa recaída.  ¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una  vida tan mísera y detestable? Fue seguramente para  

Que yo pudiera cumplir mi destino, del cual  estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto,   la muerte acallará estos latidos de mi corazón  y me liberará de esta pesada carga de angustia   que me hunde en el cieno; y, cuando se haya  ejecutado la sentencia de la justicia, yo también  

Podré entregarme al descanso. En aquel entonces la  presencia de la muerte aún me resultaba distante,   aunque el deseo de morir siempre estaba presente  en mis pensamientos; y a menudo permanecía   durante horas enteras sin moverme y sin hablar,  deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera  

Acabar conmigo y, en semejante destrucción,  arrastrara también a la causa de mis desdichas.  Las sesiones judiciales de la región se  aproximaban. Ya llevaba tres meses en prisión;   y, aunque aún estaba débil y corría un permanente  peligro de recaída, me obligaron a viajar casi  

Cien millas hasta la capital del condado, donde  tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se   encargó de reunir con mucho cuidado a todos los  testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la   vergüenza de aparecer públicamente como un  criminal, puesto que el caso no se presentó  

Ante el tribunal que decide la pena de muerte.  El gran jurado rechazó la acusación pues quedó   probado que yo me encontraba en las islas Orcadas  a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi   amigo. Y solo quince días después de mi traslado,  me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó mucho  

Al verme absuelto de los humillantes cargos  de asesinato y al comprobar que nuevamente se   me permitía respirar el aire puro y regresar a mi  país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos,   porque para mí los muros de una mazmorra o los de  un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la  

Vida estaba envenenado para siempre; y aunque el  sol brillaba sobre mí, y sobre aquellos de corazón   alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor  más que una densa y aterradora oscuridad   que ningún resplandor podía penetrar, salvo la  luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran  

Los alegres ojos de Henry, languideciendo en la  muerte, con las negras pupilas casi cubiertas   por los párpados y las largas pestañas que los  ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos   turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi  por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt. 

Mi padre intentó despertar en mí sentimientos  de afecto. Hablaba de Ginebra, a la que pronto   volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus  palabras solo conseguían arrancarme profundos   suspiros. Algunas veces, en realidad, tenía  deseos de ser feliz, de volver junto a mi  

Adorada prima y regresar al lago azul que me  había sido tan querido desde mis primeros años;   pero el estado habitual de mis emociones  era la apatía, para la cual una prisión es   lo mismo que un palacio en el paisaje más  hermoso que pueda pintar la naturaleza;  

Y semejante estado a menudo se veía interrumpido  por ataques de angustia y desesperación.   En esos momentos, a menudo intenté  poner fin a la existencia que detestaba,   y ello hizo precisas una constante atención y  vigilancia, para impedir que cometiera algún  

Horrible acto de violencia. Recuerdo que, cuando  me sacaron de la prisión, oí a un hombre decir:   «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo  que es seguro es que tiene mala conciencia.»  Aquellas palabras me conmocionaron.  ¡Mala conciencia! Sí, con toda   seguridad: tenía mala conciencia. William, Justine y Clerval habían  

Muerto debido a mis infernales maquinaciones. —¿Y qué muerte pondrá fin a esta tragedia?   —clamaba—. ¡Ah, padre…! ¡Salgamos  de este maldito país! ¡Llévame donde   pueda olvidarme de mí mismo, donde pueda  olvidar mi existencia y a todo el mundo…!  Mi padre de inmediato accedió a mis deseos; y,  después de habernos despedido del señor Kirwin,  

Nos encaminamos rápidamente a Dublín. Cuando el  carguero partió de Irlanda con viento favorable   y abandoné para siempre aquel país que había sido  para mí el escenario de tanto dolor, me sentí como   si me hubieran quitado de encima una pesada  carga. Era medianoche, mi padre dormía abajo,  

En el camarote, y yo permanecía en cubierta  mirando las estrellas y escuchando el rumor   de las olas. Agradecí la presencia de aquella  oscuridad que apartaba a Irlanda de mi vista,   y mi pulso latió con febril alegría cuando  pensé que pronto volvería a ver Ginebra.  

El pasado me pareció entonces una espantosa  pesadilla; sin embargo, el barco en el que   me encontraba, el viento que soplaba desde las  odiosas costas de Irlanda y el mar que me rodeaba   me aseguraban, ciertamente, que no había sufrido  visiones engañosas y que Clerval, mi amigo y mi  

Más querido compañero, había muerto, víctima de  mis actos y del monstruo que yo había creado.  Hice memoria de toda mi vida: la apacible  felicidad cuando vivía con mi familia en Ginebra,   la muerte de mi madre, y mi partida hacia  Ingolstadt. Recordé con un escalofrío  

El enloquecido entusiasmo que me había  impulsado a la creación de mi odioso enemigo,   y traje a mi mente la noche en la cual  recibió la vida. Fui incapaz de seguir   el hilo de mis razonamientos. Mil emociones  me embargaron, y rompí a llorar amargamente. 

Desde que me recuperé de las fiebres, había  adquirido la costumbre de tomar todas las   noches una pequeña cantidad de láudano, porque  solo gracias a esta droga era capaz de descansar   lo suficiente para seguir viviendo. Angustiado  por el recuerdo de mis desgracias, tomé una  

Dosis doble y pronto caí dormido profundamente.  Pero, Dios mío, el sueño no consiguió liberarme   de la memoria y del dolor; mis sueños se  poblaban de mil cosas que me aterrorizaban.   Hacia el amanecer tuve una especie de pesadilla.  Sentí la garra de aquel demonio aferrada a mi  

Garganta y no podía librarme de ella. Gritos  y lamentos resonaban en mis oídos. Mi padre,   que siempre me vigilaba, notando mi inquietud,  me despertó y señaló el puerto de Holyhead,   en el cual ya estábamos entrando. Habíamos decidido no ir a Londres, sino  

Cruzar el país hacia Portsmouth… y desde allí,  embarcar hacia Le Havre. Yo prefería este plan,   principalmente, porque temía ver de nuevo aquellos  lugares en los que había disfrutado de unos breves   días de sosiego con mi querido Clerval. Y pensaba  con horror en la posibilidad de ver a aquellas  

Personas que habíamos conocido juntos y que, sin  duda, harían preguntas respecto a un suceso cuyo   simple recuerdo me hacía sentir de nuevo todo  lo que había sufrido cuando vi su cuerpo inerme.  Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos  y todos sus esfuerzos se destinaban a verme  

De nuevo restablecido tanto en la salud como  en la paz de espíritu. Aunque su cariño y sus   atenciones eran constantes, mi dolor y mi tristeza  eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En   ocasiones pensaba que yo me sentía profundamente  avergonzado por haberme visto obligado a responder  

De una acusación de asesinato, e intentaba  demostrarme la inutilidad del orgullo.  —¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco  me conoces…! Los seres humanos,   sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían  efectivamente si un desgraciado como yo   pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e  infeliz Justine, era tan inocente como yo,  

Y fue acusada por lo mismo… murió por ello.  Y yo fui el culpable… yo la maté. William,   Justine y Henry… los tres murieron por mi culpa. Mi padre me había oído a menudo hacer la misma   afirmación durante mi encarcelamiento. Cuando me  acusaba de aquel modo, a veces parecía desear que  

Le diera una explicación; y en otras ocasiones  probablemente consideraba que era consecuencia   de mi delirio, y que durante mi enfermedad  alguna idea de ese tipo se había grabado   en mi imaginación, y que el recuerdo de la  misma aún permanecía vivo en la convalecencia.  

Yo evité dar una explicación; mantuve un  permanente silencio respecto al engendro   que había creado. Tenía la sensación de que me  tomarían por loco, y esto encadenó para siempre   mi lengua, cuando en realidad habría dado un  mundo por poder confesar aquel secreto fatal.  

En una de esas ocasiones, mi padre me dijo  con una expresión de indecible sorpresa:  —¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás  loco…? Querido hijo, te ruego que   no vuelvas a decir esas cosas tan raras… —¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los  

Cielos que me han visto actuar pueden atestiguar  que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas   víctimas absolutamente inocentes… ¡Y murieron por  mis maquinaciones! Mil veces habría derramado mi   propia sangre, gota a gota, por haber salvado  sus vidas. Pero no podía… padre, de verdad,  

No podía sacrificar a toda la raza humana… La conclusión de aquella conversación persuadió   a mi padre de que estaba trastornado; así  que cambió inmediatamente de conversación   para intentar alterar el hilo de mis pensamientos.  Deseaba, en la medida de lo posible, borrar de mi  

Memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás  volvió a aludir a ellas ni me permitió hablar de   mis desgracias. A medida que fue transcurriendo  el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba   en mi corazón, pero ya no volví a hablar de  aquel modo incoherente respecto a mis crímenes;  

Era suficiente para mí tener conciencia de ellos.  Con una insoportable represión, dominé la voz   imperiosa de la desdicha, que a veces deseaba  mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento   se tornó más tranquilo y más contenido que antes,  como lo era antes de mi excursión al mar de hielo.  

Incluso mi padre, que me vigilaba como el  pájaro a su polluelo, estaba engañado y   pensaba que la negra melancolía que me había  angustiado se estaba alejando para siempre,   y que mi país natal y la compañía de mis seres  queridos me restablecería por completo y me  

Devolvería la salud y mi antigua alegría. Llegamos a Le Havre el 8 de mayo e   inmediatamente viajamos a París, donde mi  padre tenía que resolver algunos asuntos   que nos detuvieron allí algunas semanas. En esa  ciudad recibí la siguiente carta de Elizabeth.  PARA VICTOR FRANKENSTEIN Ginebra, 18 de mayo de 17** 

Mi queridísimo amigo: Me dio muchísima alegría   recibir una carta de mi tío fechada en París.  Ya no te encuentras a una distancia tan enorme,   y puedo confiar en verte antes de quince días. ¡Mi  pobre primo! ¡Cuánto debes de haber sufrido! Me  

Temo que te voy a encontrar incluso más enfermo  que cuando partiste de Ginebra. Hemos pasado un   invierno terrible; pero, aunque la felicidad no  brilla en nuestra mirada desde hace muchos meses,   espero ver sosiego en tu semblante y  comprobar que tu corazón no se encuentra  

Completamente privado de paz y tranquilidad. Sin embargo, temo que persistan los mismos   sentimientos que te hacían tan desgraciado  hace un año, y que incluso hayan aumentado   con el tiempo. No querría importunarte en estos  momentos, cuando tantas desdichas te oprimen,  

Pero una conversación que tuve con mi tío antes  de su partida me obliga a darte una explicación   necesaria antes de que nos encontremos. «¿Una explicación?», probablemente te dirás,   «¿qué puede tener que explicar Elizabeth?». Si  de verdad piensas eso, mis preguntas ya se han  

Respondido, y no tengo más que hacer que firmar  con un «Tu prima que te quiere». Pero estamos   muy lejos, y es posible que temas y, sin embargo,  agradezcas esta explicación; y, teniendo en cuenta   la posibilidad de que tal sea el caso, no me  atrevo a posponer más lo que, durante tu ausencia,  

He deseado comentarte muy a menudo y para lo  cual nunca he reunido el suficiente valor.  Tú sabes bien, Victor, que mis tíos siempre  pensaron en nuestra unión, incluso desde nuestra   infancia. Así se nos dijo cuando éramos jóvenes  y nos enseñaron a considerar ese futuro como un  

Acontecimiento que sin duda tendría lugar. Fuimos  cariñosos compañeros de juegos durante nuestra   niñez y, creo, buenos y sinceros amigos cuando  crecimos. Pero del mismo modo que un hermano y   una hermana mantienen una cariñosa relación sin  desear una unión más íntima, ¿no puede ser este  

También nuestro caso? Dime, querido Victor…  Contéstame, y te lo pido por nuestra felicidad   mutua, con una sencilla verdad: ¿amas a otra? Has viajado; has pasado varios años de tu   vida en Ingolstadt; y te confieso, amigo mío,  que cuando te vi tan triste el otoño pasado,  

Huyendo del contacto con la gente y buscando solo  la soledad y la tristeza, no pude evitar suponer   que tal vez te arrepentías de nuestro compromiso  y que te sentías obligado, por honor, a cumplir   con la voluntad de nuestros padres, aunque se  opusiera a tus verdaderos deseos. Pero este es  

Un razonamiento falso. Te confieso, primo mío,  que te amo y que en los castillos en el aire que   he imaginado para mi futuro tú has sido mi amante  fiel y mi compañero. Pero solo deseo tu felicidad,   y también la mía, cuando te digo que nuestro  matrimonio haría de mí una persona absolutamente  

Desgraciada a menos que fuera el resultado de los  dictados de nuestra propia decisión libre. Incluso   ahora lloro al pensar que, acosado como estás por  las más crueles desgracias, puedas echar a perder,   por tu palabra de honor, todas las esperanzas de  amor y felicidad, que son las únicas que podrían  

Conseguir que volvieras a ser lo que fuiste. Yo,  que siento hacia ti un cariño tan desinteresado,   podría estar aumentando mil veces tu desdicha si  me convirtiera en un obstáculo a tus deseos. Ah,   Victor, puedes estar seguro de que tu prima y  compañera siente un amor demasiado verdadero  

Por ti como para hacerte desgraciado. Sé feliz,  amigo mío; y si atiendes a esta mi única petición,   puedes estar seguro de que nada en el mundo  podrá jamás perturbar mi tranquilidad.  No permitas que esta carta te incomode. No  la contestes mañana, ni al día siguiente,  

Ni siquiera hasta que vengas, si ello  te causa algún dolor. Mi tío me dará   noticias sobre tu salud; y si veo siquiera  una sonrisa en tus labios cuando nos veamos,   sea por esta carta o por cualquier otra cosa mía,  no necesitaré nada más para ser feliz. Tu amiga,   que te quiere, ELIZABETH LAVENZA.

CAPÍTULO 16 Esta carta reavivó en mi memoria lo que ya había  olvidado, la amenaza del engendro diabólico cuando   me visitó en las islas Orcadas: «Estaré contigo  en tu noche de bodas.» Tal fue mi sentencia, y esa   noche aquel demonio emplearía todas las artimañas  para destruirme y arrebatarme aquel atisbo  

De felicidad que prometía, al menos en parte,  consolar mis sufrimientos. Aquella noche había   decidido culminar sus crímenes con mi muerte. ¡Muy  bien, que así fuera! Entonces, con toda seguridad,   tendría lugar una lucha a muerte en la que,  si él salía victorioso, yo descansaría en paz,  

Y su poder sobre mí habría terminado. Si vencía  yo, sería un hombre libre. ¡Cielos…! ¡Qué extraña   libertad —la que soporta el campesino cuando  su familia ha sido masacrada ante sus ojos,   su granja ha sido incendiada, sus tierras asoladas  y se convierte en un hombre perdido, sin casa,  

Sin dinero, y solo—, pero libertad al fin! ¡Así  sería mi libertad, salvo que en mi Elizabeth   al menos tendría un tesoro, Dios mío, que  compensaría los horrores del remordimiento y la   culpabilidad que me perseguirían hasta la muerte! ¡Dulce y querida Elizabeth! Leí y releí su carta,  

Y algunos sentimientos de ternura se  apoderaron de mi corazón y se atrevieron   a susurrarme paradisíacos sueños de amor y  alegría. Pero ya había mordido la manzana,   y el brazo del ángel ya me mostraba que debía  olvidarme de cualquier esperanza. Sin embargo,  

Daría mi vida por hacerla feliz; si el monstruo  cumplía su amenaza, la muerte era inevitable.   Sin embargo, volví a pensar que tal vez mi  matrimonio precipitaría mi destino una vez que   el demonio hubiera decidido matarme. En efecto,  mi muerte podría adelantarse algunos meses; pero  

Si mi perseguidor sospechara que yo posponía mi  matrimonio por culpa de sus amenazas, seguramente   encontraría otros medios, y quizá más terribles,  para ejecutar su venganza. Había jurado que   estaría conmigo en mi noche de bodas. Sin embargo,  esa amenaza no le obligaba a quedarse quieto hasta  

Que llegara ese momento… porque, como si quisiera  demostrarme que no se había saciado de sangre,   había asesinado a Clerval inmediatamente después  de haber proferido sus amenazas. Así pues,   concluí que si mi inmediata boda con mi prima  iba a procurar su felicidad o la de mi padre,  

Las amenazas de mi adversario contra mi  vida no deberían retrasarla ni una hora.  En este estado de ánimo escribí a Elizabeth.  Mi carta era sosegada y cariñosa. «Me temo,   mi adorada niña», le decía, «que queda  poca felicidad en este mundo para nosotros,  

Sin embargo, toda la que yo pueda disfrutar  reside en ti. Aleja de ti temores infundados.   Solo a ti he consagrado mi vida y mis  deseos de felicidad. Tengo un secreto,   Elizabeth, un secreto terrible. Te  horrorizará hasta helarte la sangre;  

Y luego, lejos de sorprenderte por mis desgracias,  simplemente te asombrará que aún siga con vida.   Te revelaré esta historia de sufrimientos y  terror al día siguiente a nuestra boda… porque, mi   querida prima, debe existir una confianza absoluta  entre ambos. Pero hasta entonces, te lo ruego,  

No lo menciones ni aludas a ello. Te lo pido  con todo mi corazón, y sé que me lo concederás».  Alrededor de una semana después de  la llegada de la carta de Elizabeth,   regresamos a Ginebra. Elizabeth me dio la  bienvenida con mucho cariño; sin embargo,  

Había lágrimas en sus ojos cuando vio mi  cuerpo maltrecho y mi rostro febril. Yo   también descubrí un cambio en ella. Estaba más  delgada y había perdido buena parte de aquella   maravillosa alegría que antaño me había encantado.  Pero su dulzura y sus amables miradas de compasión  

La convertían en la mujer más apropiada  para un ser condenado y miserable como yo.  De todos modos, la tranquilidad de que gozaba yo  en aquel momento no duró mucho. Los recuerdos me   volvían loco. Y cuando pensaba en lo que había  ocurrido, una verdadera locura se apoderaba  

De mí. Algunas veces me enfurecía y estallaba  con ataques de rabia, y otras me derrumbaba y   me sentía abatido. Ni hablaba ni veía, sino que  permanecía inmóvil, abrumado por la cantidad de   desdichas que se cernían sobre mí. Solo Elizabeth  tenía poder para sacarme de esos pozos de  

Abatimiento. Su dulce voz me tranquilizaba cuando  estaba furioso, y me infundía sentimientos humanos   cuando me sumía en la apatía. Ella lloraba  conmigo y por mí. Cuando recobraba la razón,   me reconvenía dulcemente e intentaba infundirme  resignación. Ah, sí… es necesario que los  

Desdichados se resignen. Pero para los culpables  no hay paz: las angustias de los remordimientos   envenenan ese placer que se halla en ocasiones,  cuando uno se entrega a los excesos de la pena.  Poco después de mi llegada, mi padre habló  de mi inmediato matrimonio con mi prima.  

Yo permanecí en silencio. —Entonces… —dijo mi padre—,   ¿estás enamorado de otra mujer? —En absoluto. Amo a Elizabeth y   pienso en nuestra futura boda con sumo placer.  Fija la fecha, y ese día consagraré mi vida   y mi muerte a la felicidad de mi prima. —Mi querido Victor… no hables así. Graves  

Desgracias han caído sobre nosotros, pero lo  único que debemos hacer es mantenernos unidos   a lo que nos queda, y el amor que sentíamos por  aquellos que perdimos debemos entregárselo ahora   a los que aún viven. Nuestra familia es pequeña,  pero está muy unida por lazos de cariño y de  

Desdichas compartidas. Y cuando el paso del tiempo  haya mitigado tu desesperación, nuevas y amadas   preocupaciones nacerán para reemplazar a aquellos  de los que tan cruelmente hemos sido privados.  Tales eran los consejos de mi padre, pero  los recuerdos de la amenaza volvieron a  

Obsesionarme. Y no puede sorprender a nadie que,  omnipotente como se había mostrado aquel engendro   diabólico en sus crímenes sanguinarios,  casi lo considerara invencible; y que,   puesto que había pronunciado las palabras «estaré  contigo en tu noche de bodas», considerara aquel  

Destino amenazador como algo inevitable. Pero la  muerte no era una desgracia para mí, si no fuera   porque acarreaba la pérdida de Elizabeth; y, así  pues, con gesto sonriente e incluso alegre, me   mostré de acuerdo con mi padre en que la ceremonia  tuviera lugar, si mi prima consentía, al cabo de  

Diez días… y así sellé mi destino, o eso creía. ¡Dios bendito…! Si por un instante hubiera   imaginado cuáles podrían ser las diabólicas  intenciones de mi enemigo infernal,   habría preferido abandonar para siempre mi país,  y haber vagado como un despreciable desheredado  

Por el mundo, antes que consentir aquel desdichado  matrimonio. Pero, como si tuviera poderes mágicos,   el monstruo me había ocultado sus verdaderas  intenciones; y cuando yo pensaba que únicamente   preparaba mi propia muerte, solo conseguí  precipitar la de una víctima que amaba mucho más. 

A medida que se acercaba la fecha de nuestro  matrimonio, tal vez por cobardía o por un mal   presentimiento, me sentí cada vez más abatido.  Pero oculté mis sentimientos bajo la apariencia   de una alegría que dibujó sonrisas de gozo en  el rostro de mi padre, aunque difícilmente pude  

Engañar a la mirada más atenta y perspicaz de  Elizabeth. Ella observaba nuestra futura unión   con sosegada alegría, aunque no sin cierto  temor, debido a las pasadas desgracias,   y tenía miedo de que lo que ahora parecía una  felicidad cierta y tangible pudiera desvanecerse  

De pronto en un sueño etéreo, y no dejara ni una  huella, salvo una amargura profunda y eterna.  Se hicieron los preparativos para el  acontecimiento. Recibimos a las visitas,   que nos felicitaron, y todo parecía adornado  con las galas más halagüeñas. En lo que me  

Fue posible, oculté en lo más profundo del  corazón la ansiedad que me consumía y acepté   con aparente sinceridad todo lo que proponía mi  padre, aunque todo aquello no podía servir sino   como decorado de mi tragedia. Se adquirió  una casa para nosotros, cerca de Cologny:  

Así podríamos disfrutar de los placeres del campo  y, sin embargo, estaríamos lo suficientemente   cerca de Ginebra como para ir a visitar a mi  padre todos los días, pues él seguiría viviendo   en el interior de la ciudad, por Ernest, para que  pudiera continuar sus estudios en la universidad. 

Mientras tanto, yo adopté todas las precauciones  para defenderme en caso de que aquel engendro   quisiera atacarme. Siempre llevaba pistolas y  una daga, y estaba siempre alerta para evitar   emboscadas, y así conseguí gozar en alguna  medida de cierta tranquilidad. Y, en realidad,  

Conforme se aproximaba la fecha, la amenaza  comenzó a parecer más bien una locura que no   valía la pena tener en cuenta, pues probablemente  no sería capaz de perturbar mi tranquilidad,   mientras que la felicidad que esperaba de mi  matrimonio iba adquiriendo poco a poco una  

Apariencia de verdadera realidad a medida  que se acercaba el día de la ceremonia,   y oía hablar de ella como un acontecimiento  que ningún incidente podría impedir.  Elizabeth parecía contenta ante el cambio que  vio en mí, y cómo había pasado de una risa  

Forzada a una serena alegría. Pero el día en  que se iban a cumplir mis deseos y mi destino,   ella estaba melancólica; un mal presentimiento la  embargaba, y quizá también pensaba en el terrible   secreto que yo había prometido revelarle  al día siguiente. Mi padre en cambio estaba  

Rebosante de felicidad y, con el ajetreo de los  preparativos, solo vio en la melancolía de su   sobrina la pudorosa timidez de una novia. Después de celebrar la ceremonia,   tuvo lugar una gran fiesta en casa de  mi padre; pero se acordó que Elizabeth y  

Yo deberíamos pasar aquella tarde y aquella  noche en Evian, y que a la mañana siguiente   regresaríamos. Hacía un buen día; y, como el  viento era favorable, decidimos ir en barco.  Aquellos fueron los últimos momentos de  mi vida durante los cuales disfruté del   sentimiento de felicidad. Navegábamos muy  deprisa; el sol calentaba, pero nosotros  

Íbamos protegidos por una especie de dosel,  mientras disfrutábamos de la belleza del paisaje:   unas veces nos girábamos hacia a un extremo  del lago, donde veíamos el Monte Salêve,   las encantadoras orillas de Montalegre y, en  la distancia, elevándose sobre todo lo demás,  

El magnífico Mont Blanc y todo el grupo de  montañas nevadas que intentaban alcanzarlo.   En otras ocasiones, bordeando la ribera  opuesta, veíamos el majestuoso Jura,   retando con sus oscuras laderas la ambición  de quien deseara abandonar su país natal y   mostrándose como una barrera infranqueable  al conquistador que pretendiera invadirlo. 

Cogí la mano de Elizabeth. —Estás triste —le dije—. ¡Ay, mi amor,   si supieras lo que he sufrido y lo que tal vez aún  tenga que soportar, procurarías dejarme saborear   la tranquilidad y la ausencia de desesperación  que al menos me permite disfrutar este único día! 

—Sé feliz, mi querido Victor —contestó Elizabeth—;  confío en que no haya nada que te inquiete; y   puedes estar seguro de que mi corazón está feliz,  aunque no veas en mi rostro una alegría excesiva.   Algo me dice que no deposite muchas esperanzas en  las perspectivas que se abren ante nosotros, pero  

No quiero escuchar esas voces siniestras. Mira qué  deprisa navegamos y cómo las nubes, que a veces   oscurecen y a veces se elevan sobre la cúpula del  Mont Blanc, consiguen que este maravilloso paisaje   sea aún más hermoso. Mira también los innumerables  peces que nadan en estas límpidas aguas,  

Donde se pueden ver claramente todas las piedras  que yacen en el fondo. ¡Qué día más hermoso…!   ¡Qué feliz y serena parece toda la naturaleza! Así era como Elizabeth intentaba distraer sus   pensamientos y los míos de cualquier  reflexión sobre asuntos melancólicos,  

Pero su ánimo era muy voluble. La alegría brillaba  durante unos breves instantes en su mirada,   pero la felicidad constantemente dejaba  paso a la tristeza y al ensimismamiento.  En el cielo, el sol se iba poniendo; pasamos  frente al río Drance y observamos su curso a  

Través de los abismos de las montañas y las  cañadas de las colinas más bajas. Los Alpes,   aquí, se acercan mucho al lago, y nosotros  nos aproximábamos al anfiteatro de montañas   que forman su extremo oriental. La aguja  de Evian se recortaba brillante sobre los  

Bosques que la rodeaban, y sobre la cordillera de  montañas y montañas en la cual estaba suspendida.  El viento, que hasta ese preciso instante  nos había llevado con asombrosa rapidez,   se convirtió al atardecer en una agradable  brisa; el airecillo apenas conseguía erizar  

El agua y producía un encantador movimiento en  los árboles. Cuando nos aproximamos a la orilla,   flotaba en el aire un delicioso perfume  de flores y heno. El sol se puso tras el   horizonte cuando saltamos a tierra; y cuando  pisé la orilla, sentí que las preocupaciones  

Y los temores renacían en mí, y que pronto  me iban a atrapar y a marcarme para siempre. CAPÍTULO 17 Eran las ocho en punto cuando desembarcamos;  caminamos durante un breve trecho junto a la   orilla, disfrutando de las cambiantes luces del  atardecer, y luego nos retiramos a la posada,  

Y contemplamos el encantador paisaje  de aguas, montañas y bosques que se   iban ocultando en la oscuridad, y, sin embargo,  aún dejaban ver sus negros perfiles. El viento,   que casi había desaparecido por el sur, se  levantó ahora con gran violencia por el oeste;  

La luna había alcanzado su cénit en el  cielo y estaba comenzando a descender;   las nubes barrían el cielo por delante  de ella con más premura que el vuelo del   buitre y enturbiaban su luz, mientras el lago  reflejaba el conmocionado paisaje de los cielos,  

Y lo agitaba aún más con las inquietas olas  que estaban comenzando a erizarse. De repente,   se desató una violenta tormenta de lluvia. Yo había estado tranquilo durante todo el día;   pero tan pronto como la noche comenzó a enturbiar  los perfiles de las cosas, mil temores se  

Adueñaron de mi mente. Estaba angustiado y alerta,  mientras con la mano derecha me aferraba a una   pistola que tenía escondida en el pecho. Cada  ruido me aterrorizaba, pero decidí que vendería   cara mi vida y no evitaría el enfrentamiento  que tenía pendiente hasta que mi propia vida,  

O la de mi adversario, se extinguiera. Elizabeth, tímida y temerosa, observó   en silencio mi inquietud durante  unos instantes. Al final, dijo:  —¿Por qué estás nervioso, mi querido  Victor? ¿De qué tienes miedo?  —¡Oh, tranquila, tranquila, mi amor…! —le  contesté—. Espera que pase esta noche,  

Y ya podremos estar seguros… Pero esta noche es  horrible, esta noche es espantosamente horrible…  Pasé una hora en aquel estado de nervios, y  entonces, de repente, pensé cuán horroroso   sería para mi esposa presenciar el combate que  de un momento a otro imaginaba que tendría lugar;  

Y por eso le rogué con vehemencia que se  retirara a dormir, decidido a no ir con   ella hasta que no supiera algo de mi enemigo. Elizabeth me dejó solo, y durante algún tiempo   estuve yendo de un lado a otro por los  pasillos de la casa, inspeccionando cada  

Esquina que pudiera servir de escondrijo a mi  enemigo. Pero no vi ni rastro de él, y comencé a   considerar la posibilidad de que algún afortunado  acontecimiento hubiera tenido lugar y hubiera   impedido la ejecución de su amenaza, cuando  de repente oí un grito y un espantoso alarido.  

Procedía de la habitación a la que Elizabeth  se había retirado. Cuando oí aquel grito,   lo comprendí todo… Mis brazos cayeron rendidos  y el movimiento de cada músculo y cada fibra   de mi cuerpo se detuvo; podía sentir la sangre  reptando por mis venas y hormigueando en mis pies.  

Aquel estado no duró más que un instante, el  grito se repitió y corrí precipitadamente hacia   la habitación. ¡Dios mío! ¿Porqué no me mataste  entonces? ¿Por qué estoy aquí para describir la   destrucción de mi esperanza más anhelada y la  muerte de la criatura más buena del mundo? Allí  

Estaba, sin vida e inerte, tendida de lado a lado  en la cama, con la cabeza colgando, con su rostro   pálido y deformado, medio cubierto por su cabello.  No importa dónde mire… siempre veo la misma   imagen: sus brazos exánimes y su cuerpo muerto  arrojado por el asesino sobre el ataúd nupcial.  

¿Cómo pude ver aquello y seguir viviendo?  ¡Dios mío! La vida es obstinada… se aferra   con más fuerza allí donde más se odia. Entonces,  solo sé que perdí el conocimiento… y me desmayé.  Cuando me recobré, me encontré en medio de  la gente de la posada. Sus rostros expresaban  

Claramente un espantoso terror, pero el horror  de los demás solo me parecía una pequeña farsa,   una sombra de los sentimientos que me atenazaban  a mí. Me abrí camino entre ellos hasta la alcoba   donde yacía el cuerpo de Elizabeth… mi amor… mi  esposa… Solo unos instantes antes estaba viva…  

Mi querida… mi preciosa… La habían cambiado de  postura y ya no se encontraba como yo la había   visto; y ahora, tal y como estaba tendida, con la  cabeza sobre un brazo y un pañuelo cubriéndole el   rostro y el cuello, podría haber pensado que  estaba dormida. Corrí hacia ella y la abracé  

Con locura, pero la mortal frialdad de su cuerpo  me recordó que lo que estaba sosteniendo en mis   brazos ya había dejado de ser la Elizabeth que  yo había amado y adorado; la marca de las garras   asesinas de aquel demonio aún permanecían en  el cuello, y sus labios ya no tenían aliento. 

Mientras aún la tenía en mis brazos, en la  agonía de la desesperación, se me ocurrió   levantar la mirada. La alcoba había quedado casi  a oscuras, y sentí una especie de terror pánico   al ver cómo la pálida luz de la luna iluminaba  la habitación. Los postigos se habían abierto y,  

Con una sensación de horror que no se puede  describir, vi por la ventana abierta aquella   figura odiosa y aborrecible. Había una  sonrisa burlona en el rostro del monstruo;   parecía reírse de mí mientras, con su diabólico  dedo, señalaba el cadáver de mi esposa.  

Me abalancé hacia la ventana y, sacando la  pistola de mi pecho, disparé… pero consiguió   esquivarme, huyó de un salto y, corriendo a  la velocidad de un rayo, se arrojó al lago.   Al oír el estallido de la pistola, muchas  personas acudieron a la habitación. Les  

Indiqué por dónde había huido, y lo perseguimos  con barcos y redes, pero todo fue en vano; y,   tras pasar varias horas en su busca, regresamos  desesperanzados; la mayoría de los que me   acompañaban creyeron que aquella figura solo había  sido fruto de mi imaginación. De todos modos,  

Después de regresar a tierra, comenzaron a buscar  por el campo, y se formaron distintas partidas que   se dispersaron en diferentes direcciones por  los bosques y los viñedos. Yo no los acompañé.  Estaba agotado; un velo me nublaba la  vista; y mi piel ardía con el calor de la  

Fiebre. En aquel estado me tumbé en una cama,  apenas consciente de lo que había ocurrido,   y mis ojos vagaron por la habitación como si  estuvieran buscando algo que hubiera perdido.   Al final pensé que mi padre esperaría con  ansiedad mi regreso y el de Elizabeth, y que  

Regresaría yo solo. Aquella reflexión hizo brotar  las lágrimas en mis ojos, y lloré durante mucho   tiempo. Pensé en mis desgracias y en su causa,  y me vi envuelto en una nube de estupefacción   y horror. La muerte de William, la ejecución  de Justine, el asesinato de Clerval y, ahora,  

El de mi esposa… en aquel momento ni siquiera  podía saber si la familia que aún me quedaba   estaría a salvo de la maldad de aquel engendro;  mi padre podía estarse debatiendo en aquel momento   bajo la garra asesina, y Ernest podría estar  muerto a sus pies. Aquellas ideas me hicieron  

Sentir escalofríos y me devolvieron a la realidad.  Me levanté de inmediato y decidí regresar a   Ginebra tan deprisa como me fuera posible. No  había caballos de los que pudiera disponer,   y tuve que volver por el lago; pero el viento era  desfavorable y la lluvia caía torrencialmente.  

De todos modos, apenas había amanecido y  seguramente podría llegar a casa al anochecer.   Contraté a unos cuantos hombres para remar, y yo  mismo cogí un remo, porque el ejercicio físico   siempre ha producido en mí cierto alivio de los  sufrimientos emocionales. Pero el insoportable  

Dolor que sentía y la terrible agitación  que sufría me imposibilitaron cualquier   esfuerzo. Dejé caer el remo y, sujetándome la  cabeza entre las manos, me abandoné a todas   las siniestras ideas que quisieron asaltarme.  Si levantaba la mirada, veía paisajes que me  

Resultaban familiares, de mis tiempos felices y  que había estado contemplando solo un día antes,   en compañía de aquella que ahora no era más que  una sombra y un recuerdo. Las lágrimas anegaron   mis ojos. Miré el lago, la lluvia había cesado un  momento, y vi cómo los peces jugaban en las aguas,  

Del mismo modo que los había visto solo  unas horas antes… Elizabeth los había estado   viendo. Nada es tan doloroso para la mente  humana como un cambio violento y repentino.   El sol podía brillar, o las nubes podían cubrir el  cielo… nada sería ya como el día anterior. Un ser  

Diabólico me había arrebatado de un zarpazo  toda esperanza de felicidad futura. Ninguna   criatura había sido jamás tan desgraciada  como yo; y unos sucesos tan espantosos   eran absolutamente insólitos en este mundo. Pero… ¿por qué tendría que recrearme en los   sucesos que siguieron a esta insoportable  tragedia? La mía ha sido una historia de  

Horror. Ya he alcanzado el punto culminante; y  lo que puedo relatar de aquí en adelante puede   resultarle tedioso, ahora que ya he narrado  cómo aquellos a quienes quería me fueron   arrebatados uno tras otro, y yo quedé  hundido en la desolación más profunda.  

Estoy muy cansado, y solo puedo describir en pocas  palabras lo que queda de mi espantosa historia.  Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún estaban  vivos, pero el primero fue incapaz de soportar   las dolorosísimas noticias que yo les llevaba.  Puedo verlo ahora… era un anciano venerable  

Y maravilloso. Su mirada se perdió en el vacío,  porque había perdido a la persona que era su razón   de vivir y su alegría: su sobrina, que era más  que una hija para él, a la cual había entregado  

Todo el cariño de un hombre que, en el ocaso  de su vida, y teniendo pocas personas queridas,   se aferra con más fervor a aquellas que aún  le quedan. Maldito, maldito sea el demonio que   derramó el dolor sobre sus canas y lo condenó  a terminar sus días sumido en la desdicha.  

No pudo vivir rodeado de los espantos  que se habían acumulado a su alrededor.   Sufrió un ataque de apoplejía y, pocos  días después, murió en mis brazos.  ¿Qué fue entonces de mí? No lo sé. Era incapaz de  sentir nada, y las únicas cosas que podía ver eran  

Cadenas y oscuridad. En realidad, algunas veces  soñaba que paseaba con los amigos de mi juventud   por prados llenos de flores y encantadores  valles; pero me despertaba y me encontraba en   una mazmorra. Después me invadió la melancolía,  pero poco a poco fui obteniendo una idea clara  

De mis desdichas y mi situación, y entonces me  sacaron de allí. Porque me habían dado por loco;   y durante muchos meses, como supe después, había  estado ocupando una celda solitaria. Pero la   libertad hubiera sido una concesión inútil para  mí si al mismo tiempo que despertaba a la razón no  

Hubiera despertado a la venganza. Al tiempo que el  recuerdo de mis pasados infortunios me angustiaba,   comencé a pensar en su causa… el monstruo que yo  había creado, el miserable demonio que yo había   arrojado al mundo para mi propia destrucción.  Me invadía una furia enloquecida cuando pensaba  

En él… y deseaba y rogaba ardientemente  poder atraparlo para poder desatar un feroz   e imborrable rencor sobre su maldita cabeza. Desde luego, mi odio no pudo reducirse durante   mucho tiempo a un deseo inútil; comencé a pensar  en cuáles podrían ser los mejores medios para  

Cazarlo; y con ese propósito, aproximadamente  un mes después de que me soltaran, acudí a un   juez de lo criminal de la ciudad y le dije que  tenía una acusación que hacer, que yo conocía al   asesino de mi familia y que le pedía que ejerciera  toda su autoridad para aprehender al asesino. 

El magistrado me escuchó  con atención y amabilidad.  —Puede estar seguro, señor —dijo—: por mi parte  no se ha reparado en esfuerzos, ni se reparará   en medios, para descubrir a ese malvado. —Gracias —contesté—; escuche, pues,  

La declaración que tengo que hacer. En realidad es  un relato tan extraño que me temo que usted no me   creería si no fuera porque hay algo en la verdad  que, aunque resulte asombrosa, siempre convence de   su realidad. La historia está demasiado bien  trenzada como para confundirla con un sueño,  

Y yo no tengo ningún motivo para mentir. Mis gestos, mientras decía aquello,   eran vehementes pero tranquilos; había tomado  la decisión íntima de perseguir a mi enemigo   hasta la muerte; y aquel propósito aplacaba  mi angustia y, al menos provisionalmente,   me reconciliaba con la vida. En aquel momento  relaté mi historia brevemente, pero con firmeza  

Y precisión, señalando fechas con seguridad y sin  dejarme arrastrar por invectivas o exclamaciones.   Al principio el magistrado parecía absolutamente  incrédulo, pero a medida que avanzaba mi relato,   se mostró más atento e interesado. Algunas  veces le vi estremecerse de horror; y otras,   una absoluta sorpresa sin mezcla de  incredulidad se pintaba en su rostro.  

Cuando hube concluido mi narración, dije: —Ese es el ser al que acuso y al que le pido   que detenga y castigue con toda su fuerza. Ese es  su deber como magistrado, y creo y espero que sus   sentimientos como ser humano no le permitan  desertar de esas funciones en esta ocasión. 

Aquella petición produjo un notable cambio  en la fisonomía de mi interlocutor. Había   escuchado mi historia con aquella especie de  credulidad a medias que se le concede a los   cuentos de espíritus y fantasmas; pero cuando se  le instó a actuar oficialmente y en consecuencia,  

Recuperó de inmediato toda su incredulidad.  En todo caso, me respondió con amabilidad.  —De buena gana le prestaría toda la ayuda  posible; pero la criatura de la que usted me   habla parece tener poderes capaces de desafiar  todos mis esfuerzos. ¿Quién puede perseguir  

A un animal que puede cruzar el mar de hielo y  vivir en grutas y cuevas donde ningún hombre se   aventuraría a entrar? Además, han transcurrido  ya algunos meses desde que se cometieron los   crímenes y nadie puede ni siquiera imaginar adónde  puede haber ido o en qué lugares vivirá ahora. 

—No tengo la menor duda —contesté— de que anda  rondando cerca de donde yo vivo. Y si en efecto   se hubiera refugiado en los Alpes, podrían  cazarlo como a una gamuza y abatirlo como   a una bestia de presa. Pero ya sé lo que  está pensando: no da crédito a mi relato,  

Y no tiene ninguna intención de perseguir  a mi enemigo y castigarlo como merece.  Mientras hablaba, la ira centelleaba  en mis ojos. El magistrado se arredró:  —Está usted equivocado —dijo—; lo intentaré;  y si está en mi poder atrapar al monstruo,  

Puede estar seguro usted de que recibirá el  castigo que merecen sus crímenes. Pero me temo   que será imposible, por lo que usted mismo ha  descrito a propósito de sus características; y,   mientras se toman todas las medidas pertinentes,  debería usted intentar prepararse para el fracaso. 

—¡Eso es imposible! —dije furioso—. Pero  todo lo que pueda decir no servirá de mucho.   Mi venganza no le importa nada a usted; sin  embargo, aunque admito que es una obsesión,   confieso que es la única pasión que me devora  el alma; mi furia es indescriptible cuando  

Pienso que aún existe el asesino a quien yo  mismo arrojé a este mundo. Usted rechaza mi   justa petición. No tengo más que un camino, y me  dedicaré, vivo o muerto, a intentar destruirlo.  Temblé de nerviosismo al decir aquello; había  un frenesí en mi conducta y algo, no lo dudo,  

De aquel orgulloso valor que, según dicen,  tenían los mártires de la Antigüedad. Pero   para un magistrado ginebrino, cuyo pensamiento se  ocupaba en cuestiones muy distintas a la devoción   y el heroísmo, aquella grandeza de espíritu se  parecía bastante a la locura. Intentó calmarme  

Como una niñera intenta tranquilizar a un niño,  y achacó mi relato a los efectos del delirio.  —¡Hombres…! —grité—. ¡Qué ignorantes sois y  cuánto os enorgullecéis de vuestra sabiduría!   ¡Cállese! ¡No sabe usted lo que dice…! Salí precipitadamente de la casa y,   furioso y enloquecido, me fui a  meditar algún otro modo de actuar.

CAPÍTULO 18 En aquel momento, mi situación era tal que  todos los pensamientos razonables se consumían y   desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo  la venganza me proporcionaba fuerza y serenidad.   Modelaba mis sentimientos y me permitía pensar  con frialdad y estar tranquilo en períodos en los  

Que de otro modo el delirio o la muerte se habrían  apoderado de mí. Mi primera decisión fue abandonar   Ginebra para siempre. Mi país, al que amaba cuando  era feliz y querido… ahora, en la adversidad,   se convirtió en un lugar odioso. Me hice con una  pequeña suma de dinero, junto con algunas joyas  

Que habían pertenecido a mi madre, y partí. Y entonces comenzó mi peregrinación,   que no terminará hasta que muera. He recorrido  vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas   las penurias que suelen afrontar los aventureros  en los desiertos y en otros territorios salvajes.  

Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas  veces me he derrumbado, con mi cuerpo rendido,   sobre la misma tierra, agotado y sin nadie que  me socorriera, y he rogado que me llevara la   muerte. Pero la venganza me mantenía vivo. No  me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo. 

Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue  obtener alguna clave mediante la cual pudiera   seguir el rastro de los pasos de mi diabólico  enemigo. Pero mi plan no dio resultado; y vagué   durante muchas horas por los alrededores de la  ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino  

Debería seguir. Al caer la noche, me encontré a  la entrada del cementerio donde reposaban William,   Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a  las estelas que marcaban sus sepulturas. Todo   permanecía en silencio, excepto las hojas de los  árboles, que se agitaban suavemente con la brisa.  

Era casi noche cerrada, y el escenario habría  resultado conmovedor y solemne incluso para   un observador desinteresado. Me parecía que los  espíritus de los que se habían ido vagaban por el   aire, a mi alrededor, y proyectaban una sombra que  se sentía, pero no se veía, en torno a la cabeza  

De aquel que los lloraba. El profundo dolor que  esta escena me produjo al principio inmediatamente   dio paso a la rabia y la desesperación. Ellos  estaban muertos, y yo aún vivía. También vivía   su asesino y, para destruirlo, yo debía alargar  mi agotadora existencia. Me arrodillé en la  

Tierra y con labios temblorosos exclamé: —Por la tierra sagrada en la que estoy   arrodillado, por estas sombras que me rodean,  por el profundo y eterno dolor que sufro,   ¡lo juro! ¡Y por vos, oh, Noche, y por los  espíritus que te pueblan, juro perseguir a  

Ese diabólico ser que causó este sufrimiento,  hasta que él o yo perezcamos en combate mortal!   Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para  ejecutar la ansiada venganza, volveré a ver el   sol y pisaré la hierba verde de la tierra,  que de otro modo apartaría de mi vista para  

Siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos,  y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza,   que me ayudéis y me guieis en esta tarea! ¡Que  ese maldito monstruo infernal beba hasta las   heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la  desesperación que ahora me atormenta a mí! 

Yo había comenzado mi juramento con una  solemnidad y un temor reverencial que casi me   aseguraban que las sombras de mis seres queridos  estaban escuchando y aprobaban mi promesa.   Pero las furias se apoderaron de mí cuando  terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En  

La quietud de la noche, una carcajada ruidosa  y diabólica fue la única respuesta que obtuve.   Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las  montañas repitieron su eco, y sentí como si el   mismísimo infierno me rodeara, burlándose y  riéndose de mí. Seguramente en aquel momento  

Me habría dejado llevar por la locura y habría  acabado con mi miserable existencia, pero ya había   lanzado mi juramento y mi vida se había consagrado  definitivamente a la venganza. La carcajada se fue   desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien  conocida se dirigió a mí en un audible susurro: 

—Me alegro… pobre desgraciado: has  decidido vivir, y yo me alegro.  Corrí hacia el lugar de donde procedía la  voz, pero el demonio pudo escapar. De repente,   el enorme disco lunar se iluminó y brilló  sobre su fantasmal y deforme figura,   mientras huía a una velocidad sobrehumana. Lo perseguí; y durante muchos meses esta  

Persecución ha sido mi único objetivo. Guiado por  una pista muy leve, lo seguí por los meandros del   Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al  Mediterráneo, y por una extraña casualidad vi cómo   el engendro subía una noche a un barco que iba  a zarpar hacia el mar Negro y se ocultaba allí.  

Fui tras él —yo sabía cuál era el barco en el  que se había escondido—, pero se me escapó, no   sé cómo. En las tierras inexploradas de Tartaria  y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme,   ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los  campesinos, aterrorizados por su espantosa figura,  

Me informaban de cuál era su camino; en otras  ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que   si yo le perdía el rastro, podría desesperar y  morir, me dejaba algunas señales para guiarme.   La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su  tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted,  

Que apenas está comenzando su vida, y las  preocupaciones son nuevas para usted y la   angustia, desconocida, ¿cómo puede comprender  lo que he sentido y lo que aún siento? El frío,   las necesidades y el cansancio fueron los males  menores que tuve que soportar. Me maldijo algún  

Demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno  eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me   seguía y guiaba mis pasos, y cuando más lamentaba  mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me   parecían dificultades insalvables. En ocasiones,  cuando mi cuerpo, abrumado por el hambre,  

Se desplomaba en el agotamiento, encontraba  una comida reparadora en el desierto, que me   devolvía las fuerzas y me animaba. La comida era  tosca, como la que suelen comer los campesinos de   aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello  lo habían dispuesto los espíritus que yo había  

Invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando  todo estaba seco, y no había nubes en el cielo,   y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían  el firmamento y dejaban caer algunas gotas de   lluvia que me reanimaban, y luego se desvanecían. Cuando me era posible, seguía los cursos de los  

Ríos; pero el monstruo principalmente los evitaba,  porque es en esos lugares donde generalmente se   asientan las poblaciones del campo. En otras  regiones apenas se veían seres humanos,   y en esas zonas generalmente subsistía con los  animales salvajes que se cruzaban en mi camino.  

Tenía algún dinero y me granjeaba la amistad de  los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la   carne de algún animal que hubiera cazado, la  cual, después de coger para mí una pequeña   porción, se la regalaba a aquellos que me  proporcionaban fuego y utensilios para cocinar.  

Así transcurría mi vida, de un modo  que realmente me resultaba odioso,   y solo durante el sueño me sentía un  poco mejor. ¡Oh, bendito sueño! A menudo,   cuando más miserable me sentía, me sumía en el  descanso y mis sueños me calmaban casi hasta el  

Éxtasis. El ángel que me guardaba seguramente  me proporcionaba aquellos momentos o, más bien,   aquellas horas de felicidad en las que podía  reunir fuerzas para continuar mi peregrinación.   Privado de estos instantes de alivio, habría  sucumbido a mis sufrimientos. Así, durante el  

Día me sostenían y animaban las esperanzas de  la noche: porque durante el sueño veía a mis   seres queridos, a mi esposa, y mi amado país;  volvía a ver el rostro de mi bondadoso padre,   oía la argentina voz de mi Elizabeth y podía ver  a Clerval, rebosante de vida y juventud. A menudo,  

Cuando me encontraba exhausto tras una agotadora  marcha, me convencía de que estaba soñando,   y de que la noche llegaría y entonces disfrutaría  realmente en brazos de mis seres queridos.   ¡Qué anhelo tan angustioso sentía por ellos!  ¡Cómo intentaba abrazar aquellas amadas figuras  

Cuando se me aparecían a veces, incluso en  las visiones que tenía durante la vigilia,   y llegaba a convencerme de que aún estaban vivos!  En aquellos momentos, la venganza que ardía en mi   interior se apagaba en mi corazón, y seguía mi  camino en pos de la destrucción del engendro  

Demoníaco más como una tarea que agradaba a  los cielos, como si fuera un impulso mecánico   de algún poder del cual yo no tenía conciencia,  que por un verdadero y ardiente deseo de mi alma.  ¿Qué sentía aquel a quien perseguía? No puedo  saberlo. En efecto, en ocasiones dejaba señales  

Escritas en las cortezas de los árboles o grabadas  en la piedra, que me guiaban y aguzaban mi furia.   «Mi reinado aún no ha terminado», se podía leer  en una de aquellas inscripciones; «Vives, y por   eso mi poder es absoluto. ¡Sígueme…! Voy en busca  de los hielos eternos del norte, donde sentirás el  

Dolor del frío y el hielo, ante los cuales yo no  me inmuto. Muy cerca de aquí, si no te retrasas   mucho, encontrarás una liebre muerta; cómela y así  te repondrás. ¡Vamos, enemigo mío…! Lucharemos a   muerte, pero antes de que llegue ese momento,  te esperan largas horas de sufrimiento y dolor». 

¡Así te burlas, maldito demonio! Vuelvo a jurar  venganza, vuelvo a prometer, miserable engendro,   que te haré sufrir y te mataré; nunca abandonaré  esta persecución, hasta que uno de los dos   perezca. Y entonces, con qué placer me uniré a mi  Elizabeth y a aquellos que ya preparan para mí la  

Recompensa de mi penosa y horrible peregrinación. A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte,   las nieves se hicieron más abundantes, y aumentó  el frío hasta extremos que apenas era posible   resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus  cabañas y solo un puñado de los más atrevidos se  

Aventuraban a salir para cazar animales a los  que solo la inanición había obligado a salir   para buscar algo que comer. Los ríos bajaban  cubiertos de hielo, y no había modo de pescar   nada. El triunfo de mi enemigo se engrandecía con  la penuria de mis trabajos. Otra inscripción que  

Dejó decía lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus  sufrimientos solo están comenzando ahora!   Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida,  porque pronto comenzaremos un viaje en el que   tus sufrimientos colmarán mi odio eterno.» Mi  valor y mi perseverancia se reforzaron ante esas  

Dificultades; decidí no cejar en mi propósito;  e invocando al cielo para que me ayudara,   avancé con irremisible pasión y crucé inmensas  regiones desiertas, hasta que el océano apareció   en la distancia y dibujó la última frontera  del horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los  

Mares azules del sur! Cubierto con hielos,  solo se podía distinguir de la tierra porque   estaba más desolado y era más accidentado. Los  griegos lloraron cuando vieron el Mediterráneo   desde las colinas de Asia, y celebraron con febril  alegría el final de sus sufrimientos. Yo no lloré;  

Pero me arrodillé y agradecí a mi ángel de la  guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado   sano y salvo hasta el lugar donde, a pesar de las  amenazas de mi enemigo, esperaba encontrarlo y   abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento  me había procurado un trineo y perros, y así  

Pude surcar las nieves a una gran velocidad. Yo no  sé si el engendro contaba con el mismo vehículo;   pero descubrí que, así como antes había ido  perdiendo diariamente ventaja en mi persecución,   ahora se la ganaba a él con tanta celeridad que,  cuando vi por vez primera el océano, apenas me  

Sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder  alcanzarlo pronto. Así pues, con renovado valor   continué sin desfallecer y dos días después llegué  a una miserable aldea junto a la orilla del mar.   Pregunté si habían visto a aquel engendro  y conseguí alguna información. Un monstruo  

Gigantesco, dijeron, había llegado allí la noche  anterior. Armado con un rifle y muchas pistolas,   y poniendo en fuga a los habitantes de una granja  solitaria, atemorizándolos con su terrorífica   apariencia, les había arrebatado todas las  provisiones que tenían para el invierno;  

Y poniéndolas en un trineo, había enganchado al  mismo un buen número de perros adiestrados… y la   misma noche, para alegría de los conmocionados y  aterrorizados aldeanos, había proseguido su viaje   por el mar helado, en dirección a ninguna parte; y  pensaron que no tardaría en morir en una grieta de  

Hielo o congelado en aquellos glaciares eternos. Al escuchar aquella información, sufrí un pasajero   ataque de desesperación. Se me había escapado; y  ahora debía comenzar un viaje casi interminable y   peligrosísimo por las montañas de hielo que  se alzan en el océano… en medio de un frío  

Que pocos seres humanos de aquella parte pueden  soportar durante mucho tiempo y en el cual yo,   un hombre nacido en un clima amable y soleado,  seguramente no sobreviviría. Sin embargo,   ante la idea de que aquel demonio pudiera  vivir y salir triunfante, mi rabia y mi  

Venganza retornaron, como una poderosa oleada,  imponiéndose sobre cualquier otro sentimiento.   Después de un ligero descanso, durante el cual  los espíritus de los muertos me rodearon y me   animaron a continuar en pos de la destrucción  y la venganza, me preparé para el viaje. 

Cambié mi trineo de tierra por otro preparado  para las quebradas del océano helado; y,   tras hacer un buen acopio de provisiones, abandoné  tierra firme. No sé cuántos días han transcurrido   desde entonces, pero he soportado sufrimientos  que nada podría haberme capacitado para resistir,  

Salvo el eterno sentimiento de una justa venganza  ardiendo en mi corazón. A menudo inmensas y   escarpadas montañas de hielo me impedían el paso,  y a menudo oía las sacudidas y los estallidos   del suelo marino al quebrarse, que amenazaba con  destruirme, pero enseguida caía una nueva helada  

Y los caminos del mar volvían a ser seguros.  A juzgar por la cantidad de provisiones que   he consumido, diría que han transcurrido tres  semanas de viaje. El desaliento y el dolor con   frecuencia arrancaban amargas lágrimas de mis  ojos. En realidad, la desesperación casi había  

Hecho presa en mí y pronto me habría sumido en la  más completa miseria. Pero entonces, después de   que los pobres animales que me arrastraban  alcanzaran, con un increíble sufrimiento,   la cima de una montaña de hielo, y se detuvieran  para descansar —y uno, incapaz de avanzar, agotado  

Por el esfuerzo, murió—, pude ver angustiado la  enorme extensión de hielo que se abría delante de   mí; cuando, de repente, mi mirada se detuvo en  un punto oscuro en la llanura sombría, agudicé   la vista para averiguar qué podría ser y proferí  un alarido salvaje de placer cuando distinguí un  

Trineo, perros, y las deformes proporciones de  un ser bien conocido. ¡Oh, con qué llamarada de   emoción la esperanza volvió a arder en mi corazón!  Cálidas lágrimas enturbiaron mis ojos, pero las   aparté rápidamente para que no me impidieran ver  a aquel engendro. Continué… pero aún las lágrimas  

Me impedían ver bien, hasta que, liberando las  emociones que me oprimían, prorrumpí en llanto.  Pero no era momento de entretenerse. Desembaracé  a los perros de su compañero muerto, les di una   generosa porción de comida y, después de descansar  una hora —lo cual era absolutamente necesario y,  

Sin embargo, amargamente enojoso—, continué  mi camino. El trineo aún era visible;   no volví a perderlo de vista, excepto en los  momentos en que, durante unos breves instantes,   alguna quebrada de hielo me lo ocultaba con  sus importunas aristas. Era evidente que estaba  

Ganándole terreno al objeto de mi persecución. Y  después de otra jornada de viaje aproximadamente,   me vi a no más de media milla de distancia. Mi  corazón latía poderosamente en mi interior. Pero   entonces, cuando parecía tener casi a mi alcance  al monstruo, mis esperanzas se desvanecieron  

Súbitamente, y perdí cualquier rastro de él,  absolutamente, como jamás me había ocurrido   antes. Se oyó entonces el mar… El rugido de su  avance, a medida que las aguas se levantaban y   crecían las olas bajo mis pies, se hacía a cada  paso más espantoso y aterrador. Procuré continuar,  

Pero fue en vano. Se levantó una ventisca; el  mar rugía; y, con la violentísima sacudida de   un terremoto, la superficie helada se quebró y se  despedazó con un estallido terrible y abrumador.   Pronto concluyó todo: en pocos minutos,  un imponente océano se abrió entre mi  

Enemigo y yo. Y yo me quedé flotando en un  fragmento de hielo desprendido que a cada   paso se hacía más pequeño y me advertía  de ese modo de una espantosa muerte.   Así transcurrieron varias horas: varios de mis  perros murieron; y yo mismo estaba a punto de  

Sucumbir ante tantas penurias, cuando vi este  barco anclado, que me hizo mantener alguna   esperanza de obtener socorro y poder salvar la  vida. No sabía que los barcos navegaran tan al   norte y verdaderamente me asombró semejante  visión. Rápidamente rompí parte de mi trineo  

Para construir remos y con esos medios pude, con  un esfuerzo infinito, mover mi navío de hielo   en dirección a su barco. Había decidido que, si  ustedes se dirigían al sur, me encomendaría a la   piedad de los mares antes que abandonar mi  propósito. Esperaba ser capaz de convencerles para  

Que me prestaran un bote y algunas provisiones  con las cuales aún podría seguir buscando a mi   enemigo. Pero iban ustedes al norte. Me subieron a  bordo cuando todas mis fuerzas estaban exhaustas,   y pronto habría sucumbido ante el peso de mis  múltiples desgracias, y me habría entregado a una  

Muerte que aún temo, porque mi objetivo aún no se  ha cumplido. ¡Oh…! ¿Cuándo mi espíritu guardián,   guiándome hacia él, me concederá el descanso que  tanto ansío? ¿O debo morir, y él vivir? Si muero,   júreme, Walton, que no escapará, que usted lo  buscará y cumplirá mi venganza y lo matará.  

Pero… ¿cómo me atrevo a pedirle que se haga cargo  de mi peregrinación, que soporte los sufrimientos   que yo he sobrellevado? No, no soy tan egoísta;  sin embargo, cuando esté muerto, si él apareciera,   si los heraldos de la venganza lo condujeran hacia  donde usted se encuentra, jure que no vivirá… jure  

Que no saldrá victorioso ante todas mis desdichas…  y que no vivirá para hacer a otra persona tan   desgraciada como yo. ¡Oh…! Es elocuente y  persuasivo, y en una ocasión sus palabras incluso   tuvieron algún poder en mi corazón… pero no confíe  en él. Su alma es tan infernal como su aspecto,  

Podrido de traición y de una maldad diabólica…  no le escuche. Invoque a los manes de William,   Justine, Clerval, Elizabeth, de mi padre y  del desgraciado Víctor; y hunda su espada   en lo más profundo de su corazón. Yo estaré  a su lado y le mostraré el camino al acero. Prosigue la narración de Walton

Día 26 de agosto Ya has leído esta   extraña y aterradora historia, Margaret, ¿y no  sientes que se te hiela la sangre de horror,   como se me congela incluso a mí en este preciso  instante? A veces, atrapado en un repentino ataque  

De angustia, no podía continuar su relato; en  otras ocasiones, su voz, quebrada y emocionada,   profería las palabras que he transcrito.  Sus hermosos y encantadores ojos ahora se   encendían de indignación, ahora se apagaban hasta  el abatimiento más penoso y una infinita desdicha.  

A veces podía dominar sus gestos y su expresión, y  relataba los incidentes más horribles con una voz   tranquila, evitando cualquier rastro de conmoción…  y entonces, de pronto, estallaba como un volcán,   su rostro repentinamente se demudaba y adquiría  una expresión de furia salvaje cuando lanzaba esas  

Maldiciones sobre el monstruo que lo acosaba. Su historia es coherente y la contaba de tal   modo que parecía sencillamente la verdad; sin  embargo, reconozco, hermana, que las cartas de   Felix y Safie, que me mostró, y la aparición  del monstruo, que vimos desde el barco,  

Me convencieron más de la verdad de su historia  que todas sus afirmaciones, por muy vehementes   y coherentes que fueran. Ese monstruo es real,  desde luego; no puedo dudarlo; sin embargo, estoy   un poco confuso, y me debato entre el asombro y  la admiración. A veces intentaba que Frankenstein  

Me contara los particulares de su creación, pero  en este punto era inflexible. «¿Está usted loco,   amigo mío?», me decía; «¿Adónde pretende llegar  con su insensata curiosidad? ¿Acaso también desea   usted engendrar un demonio infernal para sí  mismo y para el mundo… o qué pretende con esas  

Preguntas? Tranquilo, tranquilo… Aprenda de mis  desdichas, y no pretenda aumentar las suyas».  Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía  notas relativas a su historia; me pidió verlas,   y él mismo las corrigió y las aumentó en  muchos lugares, pero principalmente se ocupó  

De dar vida y fuerza a las conversaciones que  mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado   usted algunas notas», dijo, «no querría que  la historia pasara mutilada a la posteridad».  Así ha transcurrido una semana, mientras he  estado escuchando el relato más extraño que  

Imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi  huésped ha conseguido que mis emociones y   todos los sentimientos de mi alma hayan quedado  prendidos de su historia, un interés que él mismo   ha ido animando con su relato y la gentileza  de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo,  

¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo  a alguien tan miserable, tan desprovisto   de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La  única alegría que podrá disfrutar será la que goce   cuando prepare sus trastornados sentimientos  para el descanso y la muerte. Sin embargo,  

Sí disfruta de una pequeña alegría, fruto de la  soledad y el delirio: cree que cuando mantiene   conversaciones con sus seres queridos en sueños,  y obtiene de esos encuentros algún consuelo para   sus desgracias o coraje para su venganza, esas  figuras no son creaciones de su imaginación,  

Sino los seres reales que lo visitan desde las  regiones del más allá. Semejante fe confiere   cierta solemnidad a sus delirios, que me resultan  casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.  Nuestras conversaciones no siempre se reducen a  su propia historia y sus desdichas. Demuestra un  

Notabilísimo conocimiento de la literatura y una  inteligencia rápida y perspicaz. Su elocuencia   es vehemente y conmovedora: desde luego, no  soy capaz de escucharlo sin lágrimas en los   ojos cuando narra un acontecimiento patético  o cuando pretende excitar las pasiones de la  

Piedad o el amor. ¡Qué extraordinaria persona  tuvo que haber sido en sus buenos tiempos,   si estando en la miseria se muestra así  de noble y bondadoso! Parece intuir lo   mucho que vale y la grandeza de su  caída. «Cuando era joven», me dijo,  

«me sentía como si estuviera destinado a alguna  gran empresa. Mis sentimientos eran muy intensos,   pero poseía un juicio tan equilibrado que se me  prometían notables triunfos. Este sentimiento de   valía respecto a mí mismo me animaba en aquellos  momentos en los que otros se hubieran hundido,  

Pues consideraba un crimen desperdiciar  en inútiles lamentos aquellos talentos que   podrían resultar útiles a mis semejantes. Cuando  reflexioné sobre el trabajo que había realizado,   nada menos que la creación de un animal sensible  y racional, no me pude considerar uno más entre  

Todos los demás científicos. Pero ese sentimiento  que entonces me animó ahora solo me sirve   para sumergirme aún más en el fango. Todas mis  fantasías y esperanzas han quedado en nada; y como   aquel arcángel que aspiraba a la omnipotencia,  ahora me veo encadenado en un infierno eterno.  

Mi imaginación era viva, pero también tenía una  gran capacidad para el estudio… y gracias a la   conjunción de ambas cualidades pude concebir la  idea y ejecutar la creación de un hombre. Incluso   ahora, no puedo recordar sin emoción mis delirios  cuando el trabajo aún estaba incompleto: tocaba el  

Cielo en mis sueños… unas veces exultante por mi  inteligencia, y otras, orgulloso ante la idea de   sus consecuencias. Desde la infancia concebí  las más altas esperanzas y las más elevadas   ambiciones, ¡y ahora estoy hundido…! ¡Oh, amigo  mío! Si me hubiera conocido usted como fui un día,  

No me reconocería en este estado de degradación.  El desánimo casi nunca visitaba mi corazón;   parecía esperarme un gran porvenir… hasta que caí,  y… ¡oh… nunca, nunca jamás volví a levantarme!».  ¿Voy a perder a este ser admirable? He  suspirado por un amigo; he buscado uno que  

Pudiera comprenderme y apreciarme. Y ya ves,  en estos océanos desiertos lo he encontrado;   pero me temo que he ganado a un amigo solo para  conocer su valía y perderlo. Querría reconciliarlo   con la vida, pero rechaza esa idea. «Se lo  agradezco, Walton», dijo; «le agradezco que tenga  

Tan buenas intenciones para con un desgraciado  tan miserable; pero cuando usted habla de nuevas   relaciones y nuevos afectos, ¿piensa que hay algo  que pueda reemplazar a aquellos que se fueron? ¿Es   que algún hombre puede ser lo que fue Clerval  para mí? ¿O es que alguna mujer puede ser otra  

Elizabeth? Y aunque los afectos no se deban  especialmente a cualidades extraordinarias,   los compañeros de nuestra infancia siempre  poseen cierta influencia en nuestro espíritu:   una influencia que difícilmente otro amigo  posterior puede conseguir. Ellos conocen nuestros   sentimientos de la infancia, los cuales, aunque  puedan modificarse más adelante, nunca desaparecen  

Del todo; y pueden juzgar nuestros actos con más  ecuanimidad. Una hermana o un hermano nunca puede   sospechar que el otro lo engaña o le miente, a  no ser que efectivamente esos rasgos se hayan   dado en uno de ellos previamente; mientras que  otro amigo, aunque nos tenga en gran aprecio,  

Puede sentir, aun a pesar suyo, la punzada de la  sospecha. Pero yo tuve amigos, a los que quise no   solo por las relaciones de parentesco, sino por sí  mismos… y, dondequiera que esté, la dulce voz de   mi Elizabeth o la conversación de Clerval siempre  están susurrando en mis oídos. Están muertos,  

Y en esta horrible soledad solo un sentimiento  puede convencerme de que conserve la vida. Si   estuviera comprometido en una noble tarea o en  un proyecto que fuera de gran utilidad para mis   semejantes, entonces podría vivir para llevarlo  a cabo. Pero ese no es mi destino. Debo perseguir  

Y destruir al ser al que di vida; entonces  mi objetivo estará cumplido, y podré morir».  Día 2 de septiembre Mi querida hermana:  Te escribo cercado por el peligro y no sé si el  destino me permitirá alguna vez volver a ver mi  

Querida Inglaterra y a los queridos amigos que  viven allí. Estoy rodeado por montañas de hielo   que no nos permiten movernos y a cada momento  amenazan con aplastar el barco. Mis valientes   hombres, a los que convencí para que fueran mis  compañeros, me miran pidiéndome ayuda, pero no  

Tengo nada que ofrecer. Hay algo terriblemente  espantoso en nuestra situación… Sin embargo,   mi valor y mi confianza no me abandonan. Podemos  sobrevivir; y si no, volveré a leer las enseñanzas   de mi Séneca y moriré con buen ánimo. Pero, Margaret, ¿cómo te encontrarás  

Tú? No sabrás de mi muerte, y esperarás  angustiada mi regreso. Pasarán los años,   y a veces caerás en la desesperación y, sin  embargo, aún acariciarás esperanzas. ¡Oh,   mi querida hermana…! La dolorosa desilusión de  tus afectuosas esperanzas me parecen ahora más  

Terribles que mi propia muerte. Pero tienes un  marido y unos hijos adorables; y vas a ser feliz.   ¡Que el Cielo te bendiga, y permita que lo seas! Mi desafortunado huésped me observa con   comprensión, intenta darme esperanzas y habla como  si la vida fuera algo que amara verdaderamente.  

Me recuerda cuán a menudo estos incidentes le  han ocurrido a otros navegantes que han surcado   los mismos mares. A pesar de mí mismo, me anima  con los mejores augurios. Incluso los marineros   notan el benéfico influjo de su elocuencia  —cuando habla, se mitiga su desesperanza—;  

Reanima su valor, y acaban creyendo que estas  tremendas montañas de hielo son pequeñas colinas   que se desvanecerán ante la decidida voluntad  del hombre. Sin embargo, todo esto es pasajero,   y cada día de esperanza frustrada no hace sino  infundirles miedo; y empiezo a temer que la  

Desesperación desemboque en un motín. Día 5 de septiembre  Ha ocurrido algo tan extraño que, aunque sea  muy probable que estas cartas nunca te lleguen,   mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo  aquí. Aún estamos rodeados por montañas de hielo,  

Aún estamos en constante peligro de ser aplastados  en medio de su fragor. El frío es espantoso,   y muchos de mis desafortunados camaradas ya  han encontrado la muerte en medio de este   escenario de desolación. Frankenstein cada  día está más enfermo; un fuego febril aún  

Centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si  decide realizar algún esfuerzo, inmediatamente   cae de nuevo en un completo estupor. Mencionaba en mi última carta los temores   que tenía a propósito de un amotinamiento. Esta  mañana, mientras me encontraba vigilando el pálido  

Rostro de mi amigo, sus ojos medio cerrados y  sus brazos colgando exánimes, me interrumpieron   media docena de marineros que deseaban que  los recibiera en el camarote. Entraron,   y su jefe se dirigió a mí. Me dijo que él y sus  compañeros habían sido elegidos por los otros  

Marineros para venir en comisión con el fin de  exigirme lo que en justicia no les podría negar.   Estábamos atrapados entre muros de hielo y  probablemente jamás saldríamos vivos de allí;   pero ellos temían que si el hielo se descongelaba,  cosa que podía ocurrir, y se abría un canal,  

Yo fuera lo bastante temerario como para  proseguir mi viaje y conducirlos a nuevos   peligros después de haber podido superar  felizmente este. Así pues, querían que yo   hiciera una promesa solemne: que si el barco se  liberaba, inmediatamente pondría rumbo a Arkangel. 

Aquella conversación me preocupó. Yo aún no  había perdido la esperanza, ni había pensado   en absoluto en regresar, si el hielo nos liberaba.  Sin embargo, en justicia, ¿podía, aunque estuviera   en mi mano, negarles aquella petición? Dudé  antes de responder, cuando Frankenstein,  

Que al principio había permanecido en silencio y,  en realidad, parecía que apenas tenía fuerzas para   escuchar, se incorporó. Sus ojos centelleaban,  y sus mejillas se inflamaron con un momentáneo   vigor. Volviéndose hacia los hombres, dijo: —¿Qué queréis decir? ¿Qué le estáis pidiendo a  

Vuestro capitán? ¿De modo que abandonáis con esta  facilidad vuestro trabajo? ¿No decíais que esta   expedición era gloriosa? ¿Y por qué iba a ser  gloriosa? Desde luego, no porque la ruta fuera   sencilla y plácida como en un mar del sur, sino  porque estaba atestada de peligros y horrores…  

Porque a cada nueva dificultad se exigiría más  de vuestra fortaleza, y se mostraría vuestro   coraje… porque cuando la muerte y el peligro os  rodearan, vosotros demostraríais vuestro valor y   todo lo superaríais. Por eso era una expedición  gloriosa… por eso era una empresa de honor. A  

Partir de aquí, todo el mundo os saludaría como  benefactores de la humanidad… vuestros nombres   serían honrados como los de hombres valientes  que se enfrentaron a la muerte con honor y por   el beneficio de la humanidad. ¡Y miraos ahora…!  A la primera señal de peligro… o, si lo preferís,  

Ante la primera prueba importante y aterradora  a la que se somete vuestro valor… retrocedéis y   preferís abandonar como hombres que no tuvieran  fortaleza para soportar el frío y el peligro.   Muy bien, pobres de espíritu: «¡Tenían frío  y volvieron al calor de sus chimeneas…!»  

¡Vaya! ¡Para ese viaje no necesitábamos tantos  preparativos! No necesitabais venir hasta tan   lejos, ni arrastrar a vuestro capitán a la  vergüenza de un fracaso, para demostrar que   sois unos cobardes. ¡Oh…! ¡Sed hombres… o sed más  que hombres! Sed fieles a vuestros compromisos y  

Firmes como la roca. Este hielo no está hecho  de la misma materia que vuestros corazones;   es débil, y no puede derrotaros, si vosotros  decís que no va a derrotaros. No volváis junto   a vuestras familias con el estigma de la derrota  marcada en vuestras frentes; volved como héroes  

Que han luchado y han conquistado y no han  sabido qué es volver la espalda al enemigo.  Dijo aquello con un espíritu tan adecuado a  los distintos sentimientos que expresaba en   su arenga, y con una mirada cargada  de elevados propósitos y heroísmo,  

Que no fue maravilla que aquellos hombres se  conmovieran. Se miraban los unos a los otros,   y eran incapaces de contestar. Hablé. Les dije  que se retiraran y que pensaran en todo lo que   se había dicho: que no los llevaría más al norte  si verdaderamente deseaban lo contrario; pero que  

Esperaba que lo pensaran bien y que pudieran  recobrar el valor. Se fueron y me volví hacia   mi amigo, pero se había sumido en un profundo  estupor y casi le había abandonado la vida.  No sé en qué terminará todo esto. Pero preferiría  morir antes que regresar vergonzosamente,  

Sin cumplir mi objetivo. Sin embargo, creo que tal  será mi destino. Los hombres que no sienten con   fervor las ideas de gloria y honor jamás tienen  voluntad para seguir soportando penalidades.  Día 7 de septiembre La suerte está echada.   He aceptado regresar si no perecemos  antes. Así se malogran mis esperanzas,  

Por la cobardía y la falta de arrojo. Regresaré a  casa sin haber descubierto nada y desilusionado.   Se precisa más filosofía de la que sé para  soportar con buen ánimo esta humillación.  Día 12 de septiembre Todo ha acabado. Regresamos a Arkangel.  

He perdido cualquier esperanza de ser útil  a los demás y de alcanzar la fama… y he   perdido a mi amigo. Pero intentaré describirte  detalladamente estos amargos acontecimientos,   mi querida hermana. Y si los vientos me llevan a  Inglaterra y a ti, no seré del todo desgraciado. 

Día 9 de septiembre: el hielo comenzó a  ceder, y los bramidos del mar, como truenos,   se oían en la distancia, a medida que las  islas se desprendían y se resquebrajaban en   todas direcciones. Estábamos corriendo un extremo  peligro. Pero como lo único que podíamos hacer era  

Permanecer pasivos, dediqué todas mis atenciones  a mi desdichado huésped, cuya enfermedad se agravó   hasta tal punto que siempre permanecía en cama.  El hielo se resquebrajó por detrás de nosotros   y los témpanos fueron arrastrados rápidamente  hacia el norte. Una brisa se levantó desde ese  

Preciso cuadrante… y el día 11 se abrió un  paso hacia el sur y el barco quedó liberado.   Cuando los marineros lo vieron, y comprobaron  que el regreso a sus pueblos estaba prácticamente   asegurado, estallaron en gritos de incontenible  alegría… que duró mucho tiempo. Frankenstein,  

Que estaba adormilado, se despertó y preguntó  la razón de aquella algarabía. Era incapaz   de contestarle. Preguntó de nuevo… «Gritan»,  dije, «porque pronto regresarán a Inglaterra».  «Entonces… ¿de verdad regresa usted?» «¡En fin… sí! No puedo oponerme a   sus peticiones. No puedo conducirlos al  peligro si no quieren, y debo regresar» 

«Hágalo si quiere, pero yo no. Puede usted  abandonar su propósito, pero el mío me lo asignó   el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil,  pero seguramente los espíritus que me ayudan en   mi venganza me concederán la fuerza suficiente…» Y al decir eso, intentó levantarse de la cama,  

Pero el esfuerzo fue demasiado para  él; se derrumbó hacia atrás y perdió   la consciencia. Transcurrió mucho  tiempo antes de que se recobrara;   a menudo pensaba que la vida le había abandonado  por completo. Al final abrió los ojos, pero  

Respiraba con dificultad y era incapaz de hablar.  El doctor le dio una medicina reconstituyente y   nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces  me dijo que con toda seguridad a mi amigo   no le quedaban muchas horas de vida. Así se pronunció su sentencia, y yo solo  

Podía lamentarlo y resignarme. Me senté junto  a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados,   y yo creí que dormía. Pero entonces me llamó con  un débil susurro y, rogándome que me acercara,   me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba  me han abandonado; sé que voy a morir pronto,  

Y él, mi enemigo y mi acosador, aún  puede estar con vida. No crea, Walton,   que en los últimos instantes de mi existencia  siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo   de venganza que un día le conté; pero tengo  derecho a desear la muerte del monstruo.  

Durante estos últimos días he estado examinando mi  conducta en el pasado… y no creo que sea culpable.   En un ataque de apasionada locura creé  una criatura racional y me vi obligado a   proporcionarle, en lo que me fuera posible,  felicidad y bienestar. Ese era mi deber,  

Pero había un deber aún mayor que ese. Mis  obligaciones respecto a mis semejantes tenían   más fuerza porque de ellas dependían a su vez  la felicidad o la desgracia para muchos otros.   Apremiado por esta perspectiva, me negué, e hice  bien en negarme, a crear una compañera para la  

Primera criatura. Él demostró una maldad  insólita. Acabó con mis seres queridos… se   consagró a la destrucción de seres que gozaban  de una sensibilidad, una alegría y una sabiduría   maravillosas. Y no sé dónde puede acabar esa  sed de venganza. Miserable como es, para que  

No pueda hacer desgraciados a otros, debe morir.  La tarea de su destrucción me correspondía a mí,   pero he fracasado. En cierta ocasión, cuando  actuaba por egoísmo y por ansias de venganza,   le pedí que completara mi trabajo inacabado;  y ahora renuevo mi petición, cuando solo me  

Veo inducido a ello por la razón y la virtud. »Sin embargo, no le puedo pedir que renuncie   a su país y a sus seres queridos para  llevar a cabo esta tarea. Y ahora que   usted va a regresar a Inglaterra, tendrá pocas  posibilidades de encontrarse con él. Pero le  

Dejo a usted la consideración de esos detalles  y la tarea de evaluar lo que usted puede estimar   como sus verdaderos deberes. Mi razón y mis  ideas ya no están claros por la cercanía de   la muerte. No me atrevo a pedirle que  haga lo que yo creo que es correcto,  

Porque aún puedo estar perturbado por la pasión. »Me enloquece pensar que él pudiera seguir   viviendo para ser instrumento del mal,  y más en esta hora, cuando de un momento   a otro espero mi liberación, la única hora de  felicidad que he gozado desde hace tantos años.  

Ya puedo ver las imágenes de mis seres queridos  muertos a mi alrededor, y deseo apresurarme a   abrazarlos. Adiós, Walton. Busque la felicidad en  la tranquilidad y evite la ambición, aunque sea   la ambición aparentemente inocente de sobresalir  en las ciencias y los descubrimientos. Pero… ¿por  

Qué digo eso? Yo mismo he fracasado en semejantes  esperanzas, pero quizá otro pueda tener éxito…»  Su voz se debilitó aún más; y, exhausto por aquel  esfuerzo, se sumió en el más profundo silencio.   Alrededor de media hora después intentó hablar de  nuevo, pero no pudo; apretó mi mano débilmente,  

Y sus ojos se cerraron mientras una  amable sonrisa se dibujó en sus labios.  Margaret… ¿qué puedo decir? ¿Puedo hacer  algún comentario acerca de este hombre   asombroso? ¡Dios mío! Todo lo que puedo  decir sería inapropiado y vulgar. Las   lágrimas corren por mi rostro. Pero ya viajo hacia  Inglaterra, y quizá allí encuentre algún consuelo. 

Me interrumpen. ¿Qué significan esos ruidos?  Es medianoche, la brisa sopla suavemente,   y el vigía del puente apenas se  mueve. Otra vez he vuelto a oír   ese ruido… y procede del camarote donde  aún permanecen los restos mortales de   Frankenstein. Debo levantarme e ir a ver  qué ocurre. Buenas noches, hermana mía. 

¡Dios mío! ¡No sabes lo que acaba de ocurrir!  Aún estoy aturdido ante el recuerdo de lo que he   visto. Apenas sé si tendré fuerzas para contártelo  con precisión; sin embargo, lo intentaré, porque   el relato que he transcrito hasta aquí estaría  incompleto sin este episodio final y asombroso. 

Entré en el camarote donde yacían los restos  de mi desdichado huésped. Sobre él se inclinaba   una figura para cuya descripción no tengo  palabras… de una estatura gigantesca, pero   desproporcionado y deforme. Como estaba inclinado  hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por  

Largos mechones de pelo desgreñado; pero su  mano extendida parecía como la de las momias,   porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele  en color y textura. Cuando escuchó un ruido y me   vio entrar, interrumpió sus exclamaciones  de dolor y se apartó hacia la ventana.  

Jamás vi una cosa tan espantosa como su  rostro, tan asquerosa y tan aterradora.   Cerré los ojos involuntariamente mientras  le gritaba que se quedara quieto. Se detuvo.   Mirándome con asombro y volviéndose luego  hacia la figura exánime de su creador,   pareció olvidar mi presencia, aunque todos sus  movimientos y sus gestos parecían movidos por la  

Ira más violenta. «Esta es también mi víctima»,  exclamó. «Con su asesinato culmino mis crímenes.   ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser generoso y abnegado…!  ¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo,   que os maté porque maté a aquellos que vos más  queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!» 

Su voz pareció ahogada; y mi primer impulso,  que había sido obedecer la petición de mi   amigo moribundo y acabar con su enemigo, ahora  parecía atenazado por una mezcla de curiosidad   y compasión. Me aproximé a él, aunque no  me atrevía a mirarlo: había algo demasiado  

Aterrador y sobrehumano en su horrenda fealdad.  Intenté decir algo, pero las palabras murieron   en mis labios. El monstruo continuó culpándose y  reprochándose locuras e incoherencias. Al final,   dije: «De nada sirve ya tu arrepentimiento. Si  hubieras sentido la punzada de los remordimientos  

Antes de haber llevado tu diabólica venganza hasta  este extremo, Frankenstein aún estaría vivo.»  «¿Es que piensa que yo era insensible  a la angustia y a los remordimientos?»,   dijo aquel ser demoníaco. «Él»,  añadió, señalando el cadáver,   «él no ha sufrido más en la consumación  de los hechos que yo en su ejecución.  

Un espantoso egoísmo me animaba, al tiempo que mi  corazón sufría la más dolorosa angustia. ¿Acaso   cree que los gemidos de Clerval eran música para  mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el amor   y la comprensión; y, cuando las desgracias me  empujaron hacia la maldad y el odio, no soporté  

La violencia del cambio sin un sufrimiento  tal que usted sería incapaz de imaginar.   Cuando murió Clerval, regresé a Suiza, con  el corazón destrozado y vencido. Sentía   compasión por Frankenstein y por sus amargos  sufrimientos; mi piedad se tornó en horror;  

Me aborrecía a mí mismo. Pero cuando vi que de  nuevo se atrevía a tener esperanzas de felicidad…   que mientras amontonaba desdichas y desesperación  sobre mí, buscaba su propia alegría en los amables   sentimientos y las pasiones que a mí me estaban  absolutamente vedados, de nuevo me asaltó la  

Indignación y la sed de venganza. Recordé mi  amenaza y decidí ejecutarla. Y cuando ella   murió… no, en aquel momento no lo lamenté…  abandoné cualquier sentimiento y cualquier   angustia. Disfruté enloquecidamente en mi absoluta  desesperación; y habiendo llegado tan lejos,   decidí concluir mi diabólico plan. Y ya  ha concluido. He aquí mi última víctima». 

Me conmovieron los lamentos por sus desdichas,  pero recordé lo que Frankenstein me había dicho   a propósito de su elocuencia y su capacidad de  persuasión; y, cuando de nuevo volví la mirada   a los restos de mi amigo, mi indignación se  encendió: «¡Miserable!», grité. «¡Muy bien:  

Así que vienes aquí a lloriquear sobre las  desgracias que has causado…! Arrojas una   antorcha en medio de una aldea, y cuando ha  quedado destruida, te sientas en mitad de las   ruinas y lamentas que se hayan quemado… ¡Maldito  hipócrita! Si el hombre por quien gimoteas aún  

Viviera, lo seguirías acosando y persiguiendo  con tu maldita sed de venganza. No es compasión   lo que sientes… ¡solo es la pena porque se  ha terminado tu excusa para causar el mal!»  «No es eso…», dijo el engendro demoníaco,  «y sin embargo, tal debe de ser la impresión  

Que usted tenga de mí, porque tal parece haber  sido el sentido de mis actos. Pero no busco a   nadie que entienda mi desgracia… lo sé absoluta y  perfectamente, ni busco una comprensión que nunca   podré encontrar. Cuando la busqué, al principio,  solo deseaba participar del amor al bien y de los  

Sentimientos de felicidad y alegría. Pero ahora  que la virtud no es para mí más que una sombra,   y la felicidad y la alegría se han tornado  desesperación, ¿dónde tendría que buscar   comprensión? No… Me conformo con sufrir solo,  mientras tenga que sufrir. Y cuando muera,  

Aceptaré que el odio y el oprobio descansen sobre  mi memoria. En cierta ocasión mi imaginación se   deleitó en sueños de virtud, de fama, y alegría.  En cierta ocasión confié en encontrar a alguien   que, ignorando mi aspecto externo, me apreciaría  por las excelentes cualidades que sin duda poseía.  

En aquel tiempo estaba embargado por los altos  ideales del honor y de la abnegación. Pero ahora   la vileza me ha hundido hasta convertirme en una  alimaña bestial… No hay crímenes que se asemejen   a los míos; y, cuando repaso la horrenda  nómina de mis actos, apenas puedo creer que  

Yo sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una  vez animados por las sublimes y trascendentes   visiones del amor y la belleza. Pero así es. El  ángel caído se convierte en un demonio maligno.   Pero él… incluso él, el enemigo del hombre, tuvo  amigos y compañeros. Yo estoy absolutamente solo. 

»Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece  saber algo de mis crímenes y mis desdichas. Pero,   en el relato que él tal vez le ha hecho de  mis sufrimientos, no ha podido contar las   horas y los meses de miseria que he soportado  mientras mi alma ardía de furia e impotencia.  

Porque cuando destruí su futuro,  no satisfice mis propios deseos,   que eran tan ardientes y devoradores como  siempre. Aún deseaba amor y compañía,   y siempre me despreciaban. ¿Acaso esto no era  una injusticia? ¿Y soy yo el único criminal,  

Cuando toda la humanidad ha pecado contra mí?  ¿Por qué no odia usted a Felix, que expulsó de   su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O por  qué no odia usted al hombre que deseaba matar a   quien salvó a su hija? No, desde luego: ellos son  seres virtuosos e inmaculados… mientras que yo,  

El miserable y el pisoteado, ¡solo soy  un aborto que debe ser despreciado y   apaleado y odiado! Incluso ahora me hierve la  sangre cuando recuerdo semejante injusticia…  »Pero es verdad que soy un miserable. He destruido  todo lo bello y lo indefenso. He cazado a los  

Inocentes mientras dormían y he estrangulado  hasta la muerte el cuello de quien jamás me hizo   daño. He conducido a mi creador al sufrimiento  y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia,   pero su aborrecimiento ni siquiera puede  compararse al que yo siento por mí mismo.  

Miro las manos que han cometido esos  actos, pienso en el corazón que los planeó,   y me detesto. No tema: no volveré a hacer  ningún mal; mi tarea está a punto de concluir.   No necesito de usted ni de nadie para consumarla,  me basto yo solo. Y no crea que tardaré en llevar  

A cabo el sacrificio. Abandonaré su barco;  y, en el témpano que me trajo hasta aquí,   buscaré el extremo de tierra más septentrional  que pueda tener el globo. Yo mismo levantaré mi   pila funeraria y me consumiré en cenizas,  para que mis restos no puedan sugerir a  

Ningún desgraciado curioso e ingenuo que  puede ser capaz de crear a otro como yo.   Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia  que me consume, ni seré presa de sentimientos   insatisfechos y, sin embargo, eternos. Quien me  creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo  

De mí morirá para siempre. Ya no volveré a ver  el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento   en el rostro. La luz, los sentimientos y la  razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad.   Hace algunos años, cuando las imágenes del  mundo se mostraron abiertamente ante mí,  

Cuando sentía la alegre calidez del verano y  oía el murmullo de las hojas y el gorjeo de   los pájaros, y aquello era todo para mí, habría  lamentado morir; pero ahora la muerte es mi único   consuelo. Enfangado en el crimen y corroído  por los remordimientos más amargos, ¿dónde  

Podré encontrar descanso, sino en la muerte? »Adiós. Me voy, usted será el último hombre   que vean mis ojos. ¡Y adiós, Frankenstein! Si en  la muerte aún os restara algún deseo de venganza,   esta se vería más satisfecha si siguiera  viviendo que con mi muerte. Pero eso no ocurrirá.  

Deseabais mi absoluta destrucción para que no  pudiera causar mayores sufrimientos a otros,   y ahora no desearíais sino que viviera para que  siguiera sufriendo. Aunque estabas destrozado,   mi agonía es mayor que la tuya, porque los  remordimientos son la amarga punzada que atormenta  

Mis heridas y me tortura hasta la locura. »Pero pronto moriré», dijo, entrelazando   las manos, «y lo que siento ahora ya no lo  sentiré; pronto estos pensamientos… estas   dolorosas heridas… ya no existirán.  Levantaré triunfal mi pira funeraria,   y las llamas que consuman mi cuerpo  concederán la alegría y la paz a mi espíritu». 

Y tras decir aquello, saltó por la  ventana del camarote y cayó sobre   un témpano de hielo que permanecía junto al  barco; y apartándose con fuerza de la nave,   las olas lo alejaron, y muy pronto se perdió  de vista en la oscuridad y la distancia.  

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