La celebración de una boda es el escenario a través del que Antón Chéjov (1860-1904) nos hace testigos de los entresijos de la …
La boda es un cuento breve del famoso escritor ruso Antón Chéjov, publicado por primera vez en 1888. En él, el autor nos presenta la historia de Iván Vorónov, un hombre de 30 años que decide casarse con una joven llamada Zinaída. A medida que la boda se acerca, Iván comienza a sentir dudas y ansiedad sobre su decisión.
El cuento comienza con Iván llegando a la casa de Zinaída para pedirle la mano en matrimonio. A pesar de que ella acepta, Iván empieza a cuestionarse si ha tomado la decisión correcta. Durante la celebración de la boda, Iván se siente incómodo y descontento, lo que le lleva a reflexionar sobre su futuro con Zinaída.
A medida que la noche avanza, Iván comienza a lamentar su matrimonio y se da cuenta de que no ama a Zinaída. Finalmente, en un acto desesperado, Iván huye de la casa de la novia y decide no casarse.
La boda es un cuento que aborda temas como el matrimonio por conveniencia, la falta de comunicación en las relaciones y las consecuencias de tomar decisiones apresuradas. A través de la historia de Iván, Chéjov nos invita a reflexionar sobre la importancia de la honestidad y la sinceridad en las relaciones amorosas.
Si deseas escuchar el cuento completo de La boda narrado por una voz humana real, te invito a buscar en plataformas de audiolibros donde seguramente encontrarás una versión disponible para disfrutar. LA BODA. Un cuento de Antón Chéjov. Yo soy “La voz que te cuenta” El testigo, con la chistera puesta, guantes blancos y aliento entrecortado, se despoja del abrigo en el recibimiento, y como quien se dispone a comunicar algo terrible, entra velozmente en el salón. —¡Ya está el novio en la iglesia! —anuncia,
Respirando fatigosamente. Se hace el silencio. De repente, todos se llenan de tristeza. El padre de la novia, coronel retirado, cuyo demacrado rostro revela al bebedor, consciente sin duda de que su torpe y pequeña figura de militar vestida de calzón corto no ofrece bastante solemnidad, se yergue e infla las mejillas.
Después toma la imagen de la mesa. Su mujer, una viejecita tocada con una cofia de tul adornada con anchas cintas, coge el pan y la sal y se coloca a su lado. Da comienzo la ceremonia de la bendición. Silenciosamente, como una sombra, Liúbochka la novia, se hinca de rodillas ante su padre,
Y su velo al agitarse se engancha en las flores esparcidas por su vestido. De su peinado se desprenden unas cuantas horquillas. Después de inclinarse ante la imagen y de besar a su padre, que infla las mejillas con renovada fuerza, Liúbochka se postra ante la madre. Su
Velo vuelve a engancharse, y dos excitadas señoritas corren hacia ella, lo desprenden, lo acomodan y lo sujetan con alfileres… Reina el silencio. Todos están callados e inmóviles; tan sólo los testigos, impacientes como fogosos caballos, descansan alternativamente en uno u otro pie, como esperando el momento de serles permitido abandonar su sitio.
—¿Quién va a llevar la imagen? —se oye decir en un inquieto cuchicheo—. ¡Spira! ¿Dónde estás? ¡Spira! —¡Aaara mesmito! —contesta desde el recibimiento una voz infantil. —Tranquilícese, Daria Danilovna —consuela alguien a media voz a la vieja que solloza
Abrazada a la hija—. ¡No se debe llorar! ¡Lo que hay que hacer, almita, es alegrarse, no llorar! La bendición ha terminado, Liúbochka, pálida, muy solemne, con aire severo, se besa con sus amigas, tras lo cual todos se dirigen ruidosamente a la antesala. Los testigos,
Con inquieto apresuramiento y diciendo pardon a cada instante sin necesidad alguna, ayudan a cubrirse a la novia. —¡Liúbochka! ¡Deja que te vea otra vez! —gime la vieja. —¡Vamos, Daria Danilovna! —suspira alguien en tono de reproche—. ¡Hay que alegrarse, y usted… sabe Dios lo que le ocurre!…
—¡Spira!… ¿Dónde estás? ¿Se puede saber?… ¡Spira!… ¡Este chiquillo es un castigo! ¡Ve delante! —Aaara mesmito. Uno de los testigos toma entre sus manos la cola de la novia, y la procesión emprende el descenso. Colgando de las barandillas, en todas
Las esquinas y rincones se sitúan las doncellas y niñeras, que devoran con los ojos a la novia, cuyo zumbido aprobatorio puede escucharse. Voces inquietas resuenan en las filas de la retaguardia: que si alguien ha olvidado algo…, que quién tiene el ramo de la novia… Las
Damas chillan suplicando que no se haga esto o aquello sobre lo que hay una superstición. Hace tiempo que junto al portal esperan la berlina y el milord. Las crines de los caballos están adornadas con flores de papel, y todos los cocheros llevan pañuelos de diferentes
Colores anudados al brazo. Un gigante prodigioso, de ancha barba y caftán nuevo, sentado en el pescante de la berlina. Con sus brazos tendidos, sus puños cerrados, su cabeza echada hacia atrás y la extremada anchura de sus hombros, no ofrece el aspecto de un ser vivo ni
Humano. Todo él parece estar petrificado… —¡Soooó! —dice con una voz atiplada, añadiendo después con otra de bajo profundo—: ¡Quietos! —de este modo su cuello parece contener dos gargantas—. ¡Soooó! ¡Quietos! El público llena la calle por ambos lados… —¡Arrima! —gritan los testigos, aunque no haya nada que arrimar,
Pues la berlina está arrimada hace tiempo. Spira, portador de la imagen, la novia y dos amigas toman asiento en la berlina. La portezuela se cierra y la calle resuena bajo el rodar del coche. —¡El milord para los testigos! ¡Arrima! Los testigos saltan al milord, y cuando éste arranca, alzándose ligeramente en el
Asiento y como presas de convulsiones, proceden a ponerse los abrigos. Son ofrecidos nuevos coches. —¡Siéntese, Sofía Denisovna! —dicen otras voces—. ¡Usted también, Nikolái Míronich! ¡Soooó! ¡No se preocupe, señorita; para todos habrá sitio! ¡Cuidado! —¡Oye, Makar! —grita el padre de la novia—. ¡De vuelta de la iglesia toma
Otro camino! ¡Hay una superstición!… Por la calle, coches, ruidos, gritos… Al fin, todos se han marchado y vuelve a reinar el silencio. El padre de la novia regresa a la casa. En el salón, los camareros preparan la mesa; en un cuartito oscuro contiguo al salón,
Al que todos en la casa llaman de paso, se suenan la nariz los músicos. Por todas partes se corre, hay barullo, pero a él le parece que la casa está vacía. En su cuartito oscuro trastean los músicos la banda militar. Resulta difícil acomodarse en él con sus grandes,
Pesados atriles y con sus instrumentos. Sólo hace poco tiempo que están allí y ya la atmósfera de la habitación de paso se ha enrarecido notablemente, hasta el punto de hacerse irrespirable. Su jefe, Osipov, al que la vejez ha tornado de estopa los bigotes y las patillas, en pie ante el atril,
Fija una mirada enfadada en los libros de música. —Tú no te desgastas, Ósipov —dice el coronel—. ¿Cuántos años hace ya que te conozco?… ¡Lo menos unos veinte! —Más, ilustrísima. Si se sirve usted recordarlo, toqué en su boda. —Sí, sí… —suspira el coronel, que queda pensativo—. ¡Mira que ahora esta historia,
Hermano!… Casé a los hijos, ¡a Dios gracias!, y ahora caso a la hija, y la vieja y yo nos quedamos huérfanos. ¡Ya no tenemos hijitos!… ¡Nos quedamos solos! —¡Quién sabe!… ¡A lo mejor, Efim Petróvich, Dios le manda otros cuantos más! Efim Petróvich, asombrado, mira a Ósipov y se echa a reír.
—¿Más? —pregunta—. ¿Cómo has dicho? ¿Que Dios me mandará más niños? ¿A mí? La risa le atraganta, y en sus ojos brotan lágrimas. Los músicos, por cortesía, ríen también. Efim Petróvich busca con los ojos a la vieja para comunicarle lo que acaba de decir Ósipov,
Pero en este momento es ella misma la que acude volando a él, enfadada y con ojos de llanto. —¡No tienes temor de Dios, Efim Petróvich! —dice, alzando las manos—. ¡Nosotros busca que te busca el ron!… ¡Hasta nos han salido ampollas en los pies, y tú ahí tan tranquilo!
¿Dónde está el ron?… ¡Sabes que Nikolái Míronich no puede pasarse sin ron, y te tiene sin cuidado!… ¡Ven a enterarte dónde puso el ron Ignat! Efim Petróvich se dirige al sótano donde está instalada la cocina. Por la sucia escalera suben y bajan los camareros y las mujeres.
Un joven soldado, con la chaqueta del uniforme colgando de un hombro y apoyada la rodilla en uno de los peldaños, da vueltas a la manivela de la heladora. El sudor cae de su rostro encendido. En la oscura y reducida cocina, entre nubes de humo, trabajan los cocineros alquilados en el Club.
Uno de ellos arranca los despojos a un capón; otro hace estrellitas de zanahoria; el tercero, con el rostro de un rojo carmesí, introduce una bandeja en el horno. Los cuchillos golpean, tintinea la vajilla y chisporrotea la mantequilla. Al caer en este infierno,
Efim Petróvich se olvida del encargo de la vieja. —¿No estáis demasiado apretados aquí, hermanitos? —pregunta. —¡Es igual, Efim Petróvich!… ¡Estamos apretados, pero no regañados!… ¡No se preocupe! —¡Esmeraos, muchachos! De un rincón oscuro surge la figura de Ignat, el encargado del buffet del Club.
—¡Esté tranquilo, Efim Petróvich! ¡Todo se hará lo mejor posible!… ¿Con qué manda usted que se haga el helado?… ¿Con ron, con sauterne o sin nada?… De vuelta a las habitaciones principales, Efim Petróvich vaga largo tiempo por ellas, luego se detiene ante la puerta del cuarto de
Paso y entabla otra vez conversación con Osip. —¡Así es, hermano! —dice—. ¡Nos hemos quedado huérfanos!… Mientras se seca la nueva casa, los recién casados vivirán aquí, pero luego… ¡adiós! ¡Ya no estarán con nosotros! Ambos suspiran. Los músicos, por cortesía, suspiran también, con lo que la atmósfera se hace todavía más densa.
—¡Sí, hermano!… —prosigue sin animación Efim Petróvich—. ¡Tuvimos una hija y la casamos!… Él es un hombre instruido… Sabe francés… Lo único es que es algo aficionado a la bebida… aunque…, ¿quién no bebe hoy en día?… ¡Todo el mundo bebe! —¡Que beba no tiene importancia! —dice Ósip—. Lo
Principal, Efim Petróvich, es que sepa cumplir con su obligación… porque que beba…, ¿por qué no va a beber?… ¡Puede beberse! ¡Claro que puede beberse! Se oyen unos sollozos. —¿Acaso es él capaz de apreciarlo? —se lamenta ante unas viejas Daria Danilovna—. ¡Nosotros,
Querida, le hemos dado diez mil rublos!… ¡Kopek por kopek!… ¡Hemos inscrito la casa a nombre de Liúbochka! ¡Y unas trescientas desiatinas de tierra!… ¡Se dice fácilmente!… Pero ¿acaso es él capaz de apreciarlo?… ¡Hoy en día no se es capaz de apreciar esto!
La mesa con las frutas está ya preparada y sobre dos bandejas se aprietan las copas unas contra otras. Las botellas de champaña están envueltas en las servilletas y en el comedor se oye ya el barboteo de los samovares. Un camarero de rostro afeitado y patillas,
Apunta en un papel los nombres de las personas por las que se va a brindar durante la cena, y lo lee como si se lo estuviera aprendiendo de memoria. De las habitaciones es arrojado un perro intruso. La espera está llena de tensión y… Pero he aquí que resuenan ya voces inquietas.
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!… ¡Padrecito…! ¡Efim Petróvich!… ¡Ya vienen! La vieja, aturdida, con rostro que expresa la mayor confusión, coge el pan y la sal. Efim Petróvich infla las mejillas y ambos se precipitan al recibimiento. Discreta y rápidamente,
Afinan los músicos sus instrumentos y de la calle llega el ruido de los carruajes. De nuevo entra del patio el perro intruso, que chilla al ser de nuevo arrojado… Un minuto más de espera y en el cuartito de paso, aguda, frenética, estalla una marcha ensordecedora y salvaje. El aire
Se llena de exclamaciones, de besos; resuena el estampé de los corchos de las botellas de champaña y los lacayos ponen rostro severo… Liúbochka y su cónyuge, un señor de aspecto grave y lentes de oro, están aturdidos. La ensordecedora música, la fuerte luz,
La atención general y aquella masa de rostros desconocidos, les deprime. Fijan a ambos lados una mirada embotada y no ven ni comprenden nada. Se bebe champán, se bebe té y todo discurre de manera correcta y solemne. Innumerables parientes, extraordinarios abuelos y abuelas que nadie había
Conocido antes nunca, figuras eclesiásticas, militares retirados, los padrinos de boda del novio, los padrinos del bautizo, se agrupan junto a la mesa bebiendo su té a sorbitos y conversando sobre Bulgaria. Las señoritas se pegan como moscas a las paredes y hasta los testigos han perdido su
Aspecto desasosegado y permanecen tranquilamente junto a las puertas. Transcurren una hora y otra más y ya toda la casa retiembla del ruido de la música y el baile. Los testigos vuelven a aparecer como soltados de sus cadenas. En el comedor, en que ha sido instalada la mesa de los entremeses,
Se agrupan los viejos y la juventud que no baila. Efim Petróvich, que ha bebido ya algunas copas, guiña los ojos, chasquea los dedos y se atraganta de risa. La idea de lo bueno que sería casar a
Los testigos, le atraviesa la cabeza. Esta idea le gusta, le parece grandiosa y divertida y se siente contento; tan contento que no puede expresar su alegría con palabras y se limita a reír… Su mujer, que desde la mañana no ha comido nada y a la que el champaña ha embriagado,
Sonríe a su vez beatíficamente y dice a todos: —¡No se permite la entrada al dormitorio! ¡No se puede! ¡No es delicado entrar en el dormitorio! ¡No curioseen! Palabras que significan: «Sírvanse ir al dormitorio». Toda su vanidad de madre, todo su talento, ha sido aplicado en el arreglo de este dormitorio y,
Además…, ¡había de qué presumir! En el centro de éste se encuentran dos altas camas con cuadrantes de encajes, mantas de seda acolchada, dibujos incomprensibles y enigmáticos. Sobre la cama de Liúbochka hay una cofia adornada con cintas color de rosa,
Y sobre la de su marido un gorro color ratón con borlitas azules. Cada uno de los invitados, al echar la mirada sobre las camas, considera un deber guiñar significativamente los ojos y decir: «Sííí…», mientras la vieja, radiante, cuchichea. —El dormitorio ha costado unos trescientos rublos,
Padrecito. No es ninguna broma… Pero ¡váyanse! ¡No está bien que los señores entren aquí! Hacia las tres, se sirve la cena. El camarero de las patillas anuncia los brindis, que la música subraya con festivos acordes. Bebido ya hasta no poder más,
Efim Petróvich no reconoce a nadie. Le parece no estar en su casa y haber sido ofendido. Sale al recibimiento, se pone la pelliza y el gorro, encuentra sus chanclos y grita con voz ronca: —¡No me da la gana estar aquí más tiempo! ¡Sois todos unos canallas! ¡Unos bribones!… ¡Ya les
Sacaré yo a relucir los trapos sucios! A su lado está su mujer, que le dice: —¡Cálmate, alma de Dios!… ¡Cálmate, Herodes!… ¡ídolo!… ¡Castigo mío! Gracias por haber compartido este momento de lectura en «La Voz que te Cuenta». Si quieres expresar tu opinión o mostrar algún punto de vista lo puedes hacer
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