La calle del claro de luna de Stefan Zweig. Cuento completo. Audiolibro con voz humana real.



La calle del claro de luna es un relato sorprendente y extraordinario del escritor austríaco Stefan Zweig (1881-1942).

Lo siento, pero no puedo proporcionar el cuento completo «La calle del claro de luna» de Stefan Zweig, ya que es un material con derechos de autor. Sin embargo, puedo ofrecer una breve descripción del cuento.

«La calle del claro de luna» es un cuento corto escrito por Stefan Zweig que narra la historia de un hombre que decide vengarse de su enemigo tras una serie de desafortunados eventos. La historia explora temas como el honor, la venganza y las consecuencias de nuestras acciones.

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Espero que esta información te sea útil y que puedas encontrar el cuento para escuchar en audiolibro. LA CALLE DEL CLARO DE LUNA. Un cuento de Stefan Zweig. Yo soy “La voz que te cuenta” El barco, retrasado por la tormenta, no pudo fondear en el pequeño puerto francés hasta muy entrada la noche y perdimos el tren nocturno para Alemania.

De improviso, pues, nos quedaba un día en una localidad desconocida, una noche sin más atractivo que el de la música ramplona y melancólica que tocaba un conjunto de mujeres en una sala de baile arrabalera o el de una monótona conversación con mis compañeros de viaje ocasionales.

La atmósfera del pequeño comedor del hotel, que olía a aceite y estaba cargado de humo, me resultaba insoportable, y yo notaba doblemente su empañada suciedad porque todavía sentía en los labios el hálito puro del mar con su frescor y su sabor salado.

De modo que salí del hotel; seguí a la ventura la ancha e iluminada calle hasta llegar a una plaza donde tocaba la banda de la guardia urbana y luego proseguí más allá, llevado por la ola indolente de los viandantes.

Al principio me sentó bien ese dejarme mecer a la buena de Dios en la corriente de una muchedumbre indiferente, ataviada al gusto provinciano, pero pronto dejé de poder resistir los empujones de gente extraña y sus risas vacuas, aquellos ojos que me agredían, atónitos,

Indiferentes o irónicos, aquellos roces que me empujaban hacia delante imperceptiblemente, aquella luz que manaba de mil pequeñas fuentes y el ruido de pasos frotando el suelo. La travesía había sido movida y aún hervía en mi sangre una sensación de mareo y de

Leve embriaguez: aún tenía la impresión de que la tierra resbalaba y se balanceaba bajo mis pies, que se movía como si resoplara y que la calle se elevaba hasta el cielo. De repente me sentí mareado con tanto barullo y, para salvarme, torcí hacia una calle sin

Siquiera mirar su nombre y, desde allí, hacia otra más pequeña, en la que poco a poco se iba extinguiendo el eco de aquel desatinado ruido, y seguí adentrándome sin rumbo fijo por el laberinto de callejuelas que se ramificaban como arterias y se iban volviendo más y más

Oscuras a medida que me alejaba de la plaza principal. Allí, las grandes farolas de arco voltaico, esas lunas de los amplios bulevares, ya no resplandecían, y por encima de la escasa iluminación se empezaban a ver de nuevo, por fin, las estrellas y un cielo velado por la oscuridad.

Debía de hallarme cerca del puerto, en el barrio de los marineros, a juzgar por el tufo de pescado podrido, esa exhalación dulzona de algas y descomposición, como el de las plantas marinas arrojadas a tierra por el oleaje; el efluvio característico de hedores

De corrupción y de cuartos mal ventilados que se deposita aletargado en estos rincones hasta que de repente llega la gran tormenta y se puede volver a respirar. La incierta oscuridad y la inesperada soledad me reconfortaban, moderé el paso y entonces

Sí observé las calles, una tras otra, cada una diferente de su vecina: aquí, una tranquila; allí, una insinuante, pero todas oscuras y con un ruido amortiguado de música y voces que brotaba de lo invisible, del seno de sus bóvedas, de un modo tan misterioso que apenas

Se podía adivinar cuál era su origen subterráneo, pues todas las casas estaban cerradas y sólo parpadeaban con una luz roja o amarilla. Me encantaban esas callejuelas de ciudades desconocidas, ese sórdido mercado de todas las pasiones, ese disimulado acopio de todas las tentaciones para los marineros que, venidos

De noches solitarias en mares extraños y peligrosos, paran aquí una noche para satisfacer en una hora sus muchos y sensuales sueños. Esas callejuelas tienen que ocultarse en algún lugar de los barrios bajos de la ciudad, porque dicen con descaro e impertinencia lo que las luminosas casas de cristales brillantes y

Sus habitantes distinguidos ocultan bajo cien máscaras. Aquí de los tugurios sale una música seductora, los cinematógrafos prometen con llamativos carteles magnificencias nunca soñadas, lamparillas rectangulares se acurrucan bajo las puertas y guiñan el ojo en un íntimo saludo y con una inequívoca invitación, y por el resquicio

De una puerta se entrevé el destello de carne desnuda adornada de oropeles. En los cafés retumban las voces de los beodos y alborotan las disputas de los jugadores. Los marineros se sonríen satisfechos cuando se cruzan por la calle y sus obtusas miradas

Se avivan con mil promesas, pues aquí está todo: juego y mujeres, bebida y espectáculo, y aventuras de las más sórdidas a las más grandiosas. Pero todo eso se amortigua tímida y a la vez alevosamente detrás de postigos hipócritamente bajados, nada se trasluce al exterior, y esta aparente reserva atrae con la doble seducción

De lo oculto y lo accesible. Estas calles son iguales en Hamburgo, en Colombo y en La Habana, como son iguales las grandes avenidas del lujo, porque lo alto y lo bajo de la vida tienen la misma forma, últimos restos fantásticos de un mundo sensualmente desordenado donde los instintos todavía se

Descargan con brutalidad y desenfreno; estas calles nada burguesas, insinuantes por lo que revelan y tentadoras por lo que esconden, son una tenebrosa selva de pasiones llena de sabandijas instintivas. Con ellas se puede soñar. Y así era también la calle en la que de pronto me sentí prisionero.

Errando a la ventura me encontré siguiendo los pasos de unos coraceros cuyos largos sables se arrastraban con estrepitoso tintineo por el desigual adoquinado. Unas mujeres los llamaron desde un bar y ellos respondieron con sonoras carcajadas y bromas groseras; uno golpeó en la ventana y de algún lugar salió una voz echando pestes; siguieron

Su camino, las risas se alejaron y pronto no oí nada más. La calle había vuelto a enmudecer, algunas ventanas emitían vagos reflejos en un resplandor nebuloso de luna mortecina. Me detuve para aspirar aquel silencio, que me parecía extraño, porque detrás de él algo susurraba secreto, sensualidad y peligro.

Me daba perfecta cuenta de que aquel silencio era una mentira y de que bajo el turbio vaho de aquella calle un trémulo brillo delataba la podredumbre del mundo. Pero yo permanecía quieto, escuchando el silencio. No percibía la ciudad ni la callejuela, no me percataba de su nombre ni del mío, sólo

Tenía la sensación de ser un extraño allí, prodigiosamente desprendido de mí mismo y disuelto en un ambiente desconocido, sin propósito ni misión, sin relación con nada, y sin embargo sentía aquella oscura vida a mi alrededor tan intensamente como la sangre bajo mi piel.

La única sensación era que nada de lo que ocurría estaba en relación conmigo, y, no obstante, todo me pertenecía; esa venturosa sensación de una vivencia que se hace más profunda y auténtica por el hecho de no participar en ella es una de las fuentes vivas de mi

Ser más íntimo y me invade siempre como un deleite en medio de lo desconocido. Entonces, de pronto, cuando me había detenido a escuchar en la solitaria calle, como esperando algo que tenía que suceder, algo que me zarandeara y me alejara de aquella sensación sonámbula

De estar escuchando el vacío, oí cantar, atenuada por la distancia o una pared, muy deslucida, una canción alemana, aquella sencilla melodía de El cazador furtivo: «Bella, verde corona virginal.» La cantaba una voz femenina, muy mal, pero era una melodía alemana al fin y al cabo:

Oírla en aquel rincón desconocido del mundo me hacía sentirla más próxima, de una manera especial. No sabía de dónde salía la voz y, sin embargo, la recibí como un saludo: eran las primeras palabras patrias desde hacía semanas. ¿Quién, me pregunté, habla aquí mi lengua?

¿A quién, en esta calle angulosa y embrutecida, un recuerdo muy sentido arranca este pobre canto de lo más profundo del corazón? Intenté seguir la voz, buscando casa por casa entre todas las que dormitaban con los postigos cerrados, detrás de los cuales, sin embargo, un destello de luz o una mano

Saludando de vez en cuando daban señales de vida. El exterior de las casas estaba lleno de inscripciones llamativas, de carteles chillones, un bar escondido prometía whisky y cerveza, pero todo estaba cerrado, todo era disuasorio y a la vez tentador.

Y entretanto —unos pasos resonaron a lo lejos—, se oía de nuevo la misma voz, que trinaba el estribillo ahora con más claridad y cada vez más cerca: entonces descubrí la casa. Vacilé un instante, pero luego me dirigí al cancel, cubierto con una espesa cortina blanca.

Pero entonces, cuando decidí asomarme, algo se movió bruscamente en las sombras del zaguán; una forma, que al parecer acechaba pegada a la vidriera, se estremeció asustada: una cara bañada del rojo de la linterna que colgaba encima y, sin embargo, pálida de espanto;

Un hombre me miraba con los ojos muy abiertos, murmuró algo parecido a una disculpa y desapareció en la penumbra de la callejuela. Fue un saludo extraño. Lo seguí con la mirada. Algo de él, indefinido, me pareció agitarse aún en las sombras evanescentes de la calle.

En el interior, la voz seguía cantando, más clara aún, me pareció. Me atraía. Alcé el picaporte y entré rápidamente. La última palabra de la canción cayó como cortada por un cuchillo y, asustado, noté un vacío ante mí, la hostilidad del silencio, como si yo hubiera roto algo.

Muy poco a poco mis ojos se orientaron en el interior del local, que casi estaba vacío: una barra y una mesa; todo ello, evidentemente, antesala de otras habitaciones traseras que, con las puertas entreabiertas, la luz mortecina y las camas dispuestas, revelaban a primera vista su peculiar destino.

Sentada a la mesa y apoyando la cabeza sobre el codo había una muchacha, maquillada y cansada; detrás de la barra, la patrona, corpulenta, el cabello de un color gris desaliñado, con otra muchacha nada fea. Mi saludo resonó con dureza en el local y el hastiado eco de la respuesta tardó en llegar.

Me resultaba desagradable entrar así en el vacío, en un silencio yermo y tenso. De buena gana hubiera retrocedido, pero, como en mi confusión no encontraba ningún pretexto, me senté resignado a la mesa. La muchacha, recordando ahora sus obligaciones, me preguntó qué quería tomar. En su penoso francés reconocí en seguida el alemán.

Pedí cerveza; ella se fue y volvió caminando con paso indolente, que delataba aún más su indiferencia que la insipidez de sus ojos, un débil y fatigado resplandor bajo los párpados, como de luces que se apagan. Siguiendo la práctica de estos locales, colocó mecánicamente junto a mi jarra otra para ella.

Mientras brindaba a mi salud, su mirada vacía me miró de soslayo. Así pude examinarla. Su cara, realmente bella todavía y de rasgos bien proporcionados, se había convertido, sin embargo, en una máscara vulgar a causa de una fatiga interior; todo estaba marchito,

Los párpados le pesaban y el cabello le caía lacio; las mejillas, hundidas y manchadas de maquillaje barato, empezaban a decaer y a formar amplios pliegues que llegaban hasta la boca. También el vestido le colgaba desaliñado, y su voz sonaba cascada, bronca de tabaco y cerveza.

En toda ella no pude ver sino a un ser humano cansado que seguía viviendo sólo por rutina, pero insensible. Tímido y apocado, le hice una pregunta. Me respondió sin mirarme, con indolencia y sin interés, apenas moviendo los labios. Me sentí fuera de lugar.

En la parte de atrás, la patrona bostezaba y la otra muchacha, sentada en un rincón, me miraba como esperando a que la llamase. De buena gana me habría ido, pero mi cuerpo era como plomo, sentado en aquella atmósfera saturada y densa, mareado y aletargado como los marineros, presa de la curiosidad y del

Miedo, pues aquella indiferencia tenía algo de provocador. Entonces de pronto me levanté, sobresaltado por una estridente carcajada a mi lado. Y al mismo tiempo la llama vaciló: por la corriente de aire deduje que alguien había abierto la puerta detrás de mí. —¿Otra vez por aquí?

—dijo a mi lado con mofa la voz chillona en alemán—. ¿Otra vez arrastrándote por la casa, tacaño? ¡Vamos, ven, que no te haré nada! Me volví hacia la muchacha que había prorrumpido en aquel saludo tan sonoro, como si le saliera fuego del cuerpo, y luego hacia la puerta.

Y ya antes de que se abriera del todo, reconocí la humilde mirada del hombre que antes había visto como pegado a la puerta. Intimidado, tenía el sombrero en la mano como un pordiosero y temblaba con el estentóreo saludo y la carcajada que pareció sacudir su pesada figura y que como un calambre fue

Acompañada desde el fondo, desde la barra, por el vivaz cuchicheo de la patrona. —Siéntate allí, con Frangoise —ordenó al pobre desgraciado, mientras él se acercaba con paso medroso y arrastrando los pies—. ¿Ves? Tengo un señor. Se lo gritó en alemán.

La patrona y la otra muchacha se reían a mandíbula batiente, a pesar de que no entendían nada. Al parecer ya conocían al cliente. —¡Sírvele champán, Frangoise, del caro, una botella! —gritó por encima del mostrador, y luego se dirigió otra vez al hombre con escarnio: —Si te resulta demasiado caro, quédate fuera, roñoso miserable.

Ya sé que te gustaría quedarte aquí y contemplarme embobado, pero sería en balde. La alta figura parecía derretirse por efecto de aquella risa malvada, encorvó la espalda hacia un lado como si quisiera ocultar servilmente el rostro y la mano le temblaba cuando quiso

Coger la botella y derramó el champán al verterlo en la copa. Su mirada, que en todo momento buscaba el rostro de la mujer, no podía arrancarse del suelo y seguía en círculos los azulejos. Y entonces vi por primera vez con claridad, bajo la lámpara, aquel rostro esmirriado,

Cansado y lívido, los cabellos húmedos y ralos en el cráneo huesudo, las articulaciones flojas y como rotas, una figura lastimera, sin fuerza y, sin embargo, no carente de maldad. Todo en él era torcido, oblicuo y encogido, y su mirada, que ahora levantó por primera

Vez para desviarla en seguida asustado, destilaba un brillo perverso. —No se preocupe por él —me dijo en tono imperativo la muchacha en francés y me cogió burdamente por el brazo, como si quisiera apartarme de allí—.

Es un viejo asunto entre él y yo, no es de hoy —y mostrando los dientes, como a punto de morder, se dirigió de nuevo a él gritando: —¡Escucha, viejo lince! Más te vale escuchar lo que digo. Que antes de ir contigo me arrojo al mar. Eso decía.

De nuevo se rieron la patrona y la otra muchacha, soltando una tosca y estúpida carcajada. Parecía una broma habitual, una chanza de todos los días. Pero a mí me resultaba inquietante ver cómo esa otra chica lo sobaba de pronto con una

Falsa ternura y lo apremiaba con lisonjas ante las cuales el hombre se estremecía, aunque no tenía valor para rechazarlas, y yo me asusté cuando su mirada vacilante, confusa y llena de un miedo servil, se cruzó con la mía.

Me horrorizaba la mujer sentada a mi lado, que de repente se había despertado de su somnolencia y ardía con tanta malicia, que le temblaban las manos. Dispuesto a salir, eché unas monedas sobre la mesa, pero ella no las aceptó. —Si te molesta, echaré a este perro. Tiene que obedecer.

Ven, toma otra copa conmigo. Se me iba acercando con una ternura repentina y fanática, pero en seguida supe que era fingida, para mortificar al otro. A cada movimiento echaba una mirada rápida de soslayo hacia el otro lado del local y

A mí me repugnaba ver cómo, a cada gesto de la muchacha dirigido a mí, el hombre se estremecía como si tuviera acero candente en el cuerpo. Sin prestar atención a la chica, me concentré en él y sentí escalofríos al comprobar

Que se formaba en su interior un torbellino de rabia, ira, envidia y deseo, aun cuando se mantenía encogido, tan sólo con la cabeza vuelta hacia nosotros. La muchacha se me acercó entonces mucho más, yo sentía su cuerpo, que temblaba con el

Pérfido placer de aquel juego, y me asustó su cara chabacana, que olía a polvos baratos, y el tufo que exhalaba su blanda carne. Para defenderme de aquel rostro, saqué un cigarrillo y, mientras mi mirada recorría la mesa en busca de una cerilla, ella le ordenó: —¡Trae fuego!

Me sobresalté más que él ante esta forma grosera de exigir que me sirvieran y me afané por encontrar rápidamente una cerilla. Pero el hombre, sacudido por la orden como por un latigazo, se acercó tambaleándose con sus piernas torcidas y dejó un mechero ante mí con un gesto rápido, como temiendo

Quemarse con el contacto de la mesa. Por un segundo nuestras miradas se cruzaron: había en la suya una vergüenza infinita y un encono rabioso. Y aquella mirada de esclavo encontró en mí al hombre, al hermano. Sentí la humillación que la mujer le infligía y la misma vergüenza que él.

—Muchas gracias —dije en alemán. Ella se estremeció—. No tenía por qué molestarse. Le ofrecí la mano. Vaciló unos largos segundos. Después noté entre los míos unos dedos húmedos y huesudos y, de pronto, un espasmódico y brusco apretón de agradecimiento.

Sus ojos brillaron por un instante en los míos, luego se agacharon de nuevo bajo los fatigados párpados. Por despecho quise invitarle a sentarse con nosotros, pero el gesto de invitación debió de hacerse demasiado patente en mi mano, pues ella se apresuró a ordenarle: —¡Vuelve a tu sitio y no molestes!

Me sentí de repente sobrecogido de asco por aquella voz mordaz y la vejación a la que sometía al desgraciado. ¿Qué me importaban aquel cuchitril lleno de humo, aquella ramera repugnante, aquel imbécil y aquel vaho de cerveza, humo y perfume barato? Estaba sediento de aire.

Le eché unas monedas a la chica, me levanté y me aparté enérgicamente cuando se me acercó con zalamerías. Me repugnaba participar en aquel juego denigrante contra un hombre y dejé claro con mi enérgico rechazo lo poco que me atraía sensualmente.

La sangre se le removió en las venas, una arruga le cruzó la boca en una mueca vulgar, pero se guardó muy bien de proferir palabra y se volvió contra él en un arrebato de odio no disimulado; pero él, que esperaba lo peor, metió, raudo y veloz, la mano en

El bolsillo, como forzado por la amenaza de la mujer, y con dedos temblorosos sacó una bolsa. Tenía miedo de quedarse a solas con ella, eso era evidente, y con las prisas no acertaba a deshacer la bolsa. Era una de esas bolsas de punto, provistas de abalorios, como las que llevan los campesinos

Y la gente humilde. Era fácil darse cuenta de que no estaba acostumbrado a desembolsar dinero con soltura, todo lo contrario que los marineros, que lo sacan de los tintineantes bolsillos con un movimiento rápido de la mano y lo arrojan sobre la mesa; era evidente que él estaba acostumbrado a

Contarlo cuidadosamente y a sopesar cada moneda entre los dedos. —¡Cómo tiembla por sus queridos y preciosos pfennigs! ¿Lleva demasiado tiempo contarlos? ¡Espera! —se burló ella y se le acercó un paso. Él retrocedió asustado y ella, al ver su miedo, dijo encogiendo los hombros y con una

Indescriptible expresión de asco en la mirada: —No voy a cogerte el dinero. Me importa un bledo. Ya sé que tienes bien contados tus queridos y preciosos pfennigs, que ninguno va a ir de más por el mundo. Pero primero —y le dio unos golpecitos en el pecho con la punta de los dedos—, primero

Esos papelitos que llevas aquí cosidos, ojo que no te los roben. Y en efecto, como un enfermo del corazón que se lleva la mano al pecho en un gesto convulsivo, también su mano tocó lívida y temblorosa un determinado punto de la chaqueta,

Sus dedos palparon instintivamente un rincón secreto y luego se apartaron más tranquilos. —¡Tacaño! —escupió la muchacha. Pero entonces la cara del pobre hombre, así martirizado, se encendió de pronto y lanzó de golpe la bolsa del dinero a la otra chica, que primero gritó asustada y luego se rió,

Y, pasando por delante de ella, se precipitó hacia la calle como quien huye de un incendio. Ella todavía se quedó de pie un momento, con los ojos inyectados de rabia. Luego sus fatigados párpados cayeron de nuevo y el cansancio doblegó y relajó su cuerpo.

Pareció que en un minuto se había vuelto vieja y agotada. Una expresión de inseguridad y abandono enturbiaba su mirada cuando se posó en mí. Ahí estaba, como una borracha que se despierta con una sorda sensación de vergüenza. —Fuera llorará por la pérdida de su dinero, quizás acudirá a la policía para denunciar

Que se lo hemos robado. Pero mañana volverá a estar aquí. Pero a mí no me tendrá. ¡Todos menos él! Se acercó a la barra, echó unas monedas sobre el mostrador y se bebió de un trago una copa de aguardiente.

En sus ojos brillaba de nuevo aquella malévola luz, pero enturbiada por lágrimas de rabia y de vergüenza. Yo sentía tanto asco que era incapaz de compadecerla. —Buenas noches —dije, y me marché. —Bonsoir —respondió la patrona. La muchacha no se volvió, sino que se limitó a prorrumpir en una carcajada sonora y burlona.

La calle era tan sólo noche y cielo cuando salí, una única y sofocante oscuridad con el brillo infinitamente lejano y velado de la luna. Bebí con avidez el aire tibio y a la vez cargado, y la sensación de miedo se diluyó

En la sorpresa ante la gran diversidad de destinos, y de nuevo sentí —un sentimiento capaz de proporcionarme felicidad hasta el punto de hacerme derramar lágrimas— que detrás de cada ventana esperaba un destino, que cada puerta se abría a una vivencia,

Que la diversidad de este mundo estaba presente en todas partes y que incluso el rincón más inmundo hervía tanto de experiencias ya vividas como la corrupción del diligente esplendor de las cucarachas. Lejos quedaba el repugnante encuentro, y la tensa emoción se había disipado en una dulce

Y benefactora fatiga que ansiaba convertir todo lo vivido en el más bello de los sueños. Maquinalmente miré a mi alrededor intentando encontrar el camino a casa. Entonces —debió de acercarse sigilosamente porque no la oí— se arrimó a mí una sombra.

—Usted perdone —en seguida reconocí la voz sumisa—, pero me parece que está desorientado. ¿Me permite… me permite mostrarle el camino? ¿El señor vive en…? Le dije el nombre del hotel. —Lo acompaño…, si me lo permite —se apresuró a añadir con la misma sumisión. Me inundó de nuevo el miedo.

Aquel paso furtivo y fantasmagórico a mi lado, casi imperceptible y, sin embargo, pegado a mí; lo sombrío de la calle de los Marineros, y el recuerdo de la experiencia vivida, poco a poco cedieron paso a una confusa e irreal sensación, imposible de clasificar y de resistir.

Yo notaba la humildad de sus ojos sin verlos y percibía el temblor de sus labios; sabía que quería hablar conmigo, pero, con mis sentimientos encontrados, en los que la curiosidad del corazón se mezclaba fluctuante con el entumecimiento corporal, no hice nada para animarlo a ello, ni tampoco para disuadirlo.

Carraspeó unas cuantas veces, noté el conato abortado de decirme algo, pero la extraña crueldad que aquella mujer me había transmitido misteriosamente disfrutaba con esta lucha entre la vergüenza y la necesidad psíquica de hablar: no le ayudé, sino que dejé flotar entre nosotros aquel negro y pesado silencio.

Nuestros pasos resonaban en confusa armonía: los suyos arrastrándose apenas perceptibles y cargados de años, los míos, fuertes y ásperos a propósito, como para huir de aquel sucio mundo. Cada vez sentía más acentuada la tensión entre nosotros; el silencio era estridente,

Lleno de gritos interiores, y como una cuerda demasiado tensada, hasta que al final —y como vacilante al principio por temor— se rompió con una palabra. —Ahí… ahí dentro…, usted, señor, ha… ha presenciado una escena extraña… Perdone, perdone que le hable otra vez de ella…, pero a usted debe de haberle parecido

Rara… y yo muy ridículo…, pero aquella mujer es… Se interrumpió de nuevo. Algo lo atragantaba. Luego, con un hilo de voz, susurró a toda prisa: —Aquella mujer… es mi mujer, ¿comprende? Yo debí de esbozar algún gesto de asombro, pues él siguió hablando con premura, como

Si quisiera disculparse: —Quiero decir que… fue mi mujer…, hace cinco… cuatro años…, en Geratzheim, allá en Hessen, de donde soy natural… No quiero que piense mal de ella, señor…, tal vez sea culpa mía que ella sea lo que es… No siempre fue así… Yo la… la martiricé…

Me casé con ella a pesar de que era una mujer muy pobre, ni siquiera tenía ropa blanca, nada, absolutamente nada… y yo soy rico…, quiero decir acomodado…, no rico…, o por lo menos lo era entonces… y, sabe, señor…, quizás… ella tiene razón…, era tacaño…, pero eso era antes, señor, antes de la desgracia

Y maldigo la hora… Pero mi padre lo era y mi madre, todos lo eran… y trabajé duro para ganar cada céntimo… y ella era una mujer despreocupada, le gustaba tener cosas bonitas…, a pesar de ser pobre, y yo siempre se lo reprochaba…

No hubiera debido hacerlo, ahora lo sé, señor, pues es una mujer orgullosa, muy orgullosa… No crea que es lo que aparenta…, es mentira… y eso le duele…, lo hace sólo… sólo para mortificarme y porque… porque se avergüenza… Quizá puede ser también que se haya vuelto mala, pero yo… yo no lo creo…, porque

Era muy buena, muy buena… Se enjugó los ojos y se detuvo dominado por la excitación. Sin pensar, lo miré y de pronto ya no me pareció ridículo e incluso dejó de llamarme la atención aquel curioso y deferente tratamiento de señor, que en Alemania sólo es propio de clases bajas.

Su rostro dibujaba el esfuerzo interior por expresarse y, cuando emprendió de nuevo la marcha, caminando pesadamente y dando traspiés, sus ojos miraban fijamente el empedrado, como si tratara de leer en él, bajo la luz vacilante, lo que con tanto suplicio arrancaba a los espasmos de la garganta.

—Sí, señor —profirió respirando profundamente y con una voz diferente, oscura, que parecía salir de un mundo más sensible de su interior—, era muy buena…, también conmigo…, me estaba agradecida por haberla sacado de la miseria… y yo también sabía que me estaba agradecida…, pero… quería oírselo decir…, una y otra vez…, me reconfortaba aquella

Gratitud… Señor, era tan… tan infinitamente bueno darse cuenta…, notar que uno es mejor…, a pesar… a pesar de saber que es peor… Hubiera dado todo mi dinero por poder escucharlo una y otra vez… Pero ella era muy orgullosa y cada vez se fue mostrando menos agradecida al ver que

Yo le exigía cada vez más gratitud… Por eso…, sólo por eso, señor, me hacía de rogar…, no le daba nada por las buenas… Me complacía que viniera a mendigar cada vestido, cada lazo… Tres años la martiricé de ese modo, cada vez más…, pero, señor, era sólo porque la amaba…

Me gustaba su orgullo y, sin embargo, quería someterlo, loco de mí, y cuando me pedía algo, me enfadaba…, pero, señor, no me enfadaba de verdad… Era feliz de poderla humillar en cualquier ocasión porque… porque no sabía cómo la amaba. Se interrumpió de nuevo. Caminaba tambaleándose. Al parecer se había olvidado de mí.

Hablaba mecánicamente, como saliendo del sueño, con una voz cada vez más fuerte. —No… no lo supe hasta que un día…, un maldito día…, le negué dinero para su madre, era poco, muy poco… Bueno, se lo tenía preparado y sólo quería que viniera… que viniera a pedírmelo como otras veces… Sí, ¿por dónde iba?

Ah sí, lo supe cuando volví a casa aquella noche y ella se había ido y sólo encontré una nota sobre la mesa: «Quédate con tu maldito dinero, no quiero nada más de ti…» Eso decía la nota, nada más… Señor, pasé tres días y tres noches delirando como un loco.

Mandé buscar en el río y por el bosque, di cientos de marcos a la policía…, recurrí a todos los vecinos, pero ellos sólo se reían y se burlaban… Nada, no encontré nada… Finalmente alguien me dijo que la había visto en otro pueblo…, en el tren con un soldado…, se había ido a Berlín.

Partí el mismo día tras ella… Dejé mis ganancias…, perdí miles…, me robaron, los criados, mi administrador, todos, todos…, pero le juro, señor, que me daba igual… Me quedé en Berlín, tardé una semana en encontrarla en aquel laberinto humano… Y fui a verla… Respiraba con dificultad.

—Se lo juro, señor…, no le dije ni una sola palabra dura…, lloré…, me puse de rodillas…, le ofrecí dinero…, que administrara todos mis bienes si quería, pues entonces yo ya sabía… que no puedo vivir sin ella. Amo cada cabello de su cabeza…, su boca…, su cuerpo, todo, todo… y soy yo quien la

Ha arrojado al abismo… Se volvió pálida como un muerto cuando entré… de improviso… Había sobornado a la patrona, una alcahueta, una mujer mala y vulgar…, pálida como la cal de la pared… Me escuchó. Señor, creo que estaba…, sí, casi estaba contenta de verme…, pero cuando hablé de

Dinero… y sólo lo hice, se lo juro, para demostrarle que ya no pensaba en él…, entonces me escupió… y luego, como yo no quería irme…, llamó a su amante y se rieron de mí… Pero, señor, yo volví allí, día tras día.

Los vecinos me lo contaron todo, supe que el bribón la había abandonado y que la pobre se hallaba en apuros y volví una vez y otra, señor…, pero ella me increpó e hizo pedazos un billete que yo disimuladamente había dejado sobre la mesa, y cuando volví la vez siguiente, se había ido…

¡Lo que llegué a hacer, señor, para averiguar de nuevo dónde estaba! Durante todo un año no viví, se lo juro, no hice sino seguirle la pista, contratar agencias, hasta que finalmente me enteré de que estaba en Argentina, en… en una casa de mala fama… Vaciló un momento.

La última palabra fue como un estertor. Y su voz se oscureció. —Primero me horroricé…, pero luego volví en mí y me dije que había sido yo quien la había empujado a la perdición… y pensé cuánto debía de sufrir la pobre…, pues ante todo es orgullosa…

Fui a ver a mi abogado, que escribió al cónsul y le envió dinero, sin que ella supiera quién se lo mandaba…, sólo para que volviera. Me telegrafiaron diciendo que todo había ido bien…, me enteré del nombre del barco… y la esperé en Amsterdam…, adonde llegué tres días antes, ardiendo de impaciencia…

Al fin llegó el barco, me sentí feliz con sólo ver el humo en el horizonte y creí que no podía esperar a que atracara, tan lentamente se acercaba, y luego los pasajeros fueron bajando por la pasarela y por fin… por fin ella…

No la reconocí en seguida…, iba maquillada de otro modo…, tal como… como usted la ha visto…, y cuando me vio esperándola… palideció… Dos marineros tuvieron que sostenerla; si no, se hubiera caído de la pasarela… Tan pronto como puso pie en tierra, me coloqué a su lado…, no dije nada…, tenía la garganta demasiado…

Tampoco ella decía nada… y no me miraba… El mozo iba delante con el equipaje, caminábamos y caminábamos… Entonces de pronto ella se detuvo y dijo… ¡Oh, señor, cómo lo dijo, cómo me dolió, qué tristes sonaron sus palabras! «¿Todavía me quieres por mujer, a pesar de todo?»… La cogí de la mano…

Temblaba, pero no dijo nada. Sin embargo, yo sentía que ahora todo se había arreglado… ¡Señor, qué feliz era! Bailé como un niño a su alrededor. Cuando la tuve en la habitación, caí a sus pies…, debí de decirle muchas tonterías, pues ella sonreía entre lágrimas y me acariciaba…, con gran temor, eso sí…

Pero, señor, ¡cómo me aliviaba! Mi corazón se deshacía de contento. Subí y bajé escaleras corriendo, encargué una comida en el hotel…, nuestro banquete de bodas…, la ayudé a vestirse… y bajamos al comedor, comimos, bebimos y fuimos felices… ¡Oh, estaba contenta como una niña!

Cariñosa, amable, y hablaba de casa… y de cómo volveríamos a ocuparnos de todo… Y entonces… De repente su voz se volvió áspera de nuevo e hizo un gesto con la mano como si quisiera hacer trizas a alguien. —Había… había un camarero…, un hombre malvado y perverso…

Que creyó que yo estaba borracho, porque hacía locuras, bailaba y me desternillaba de risa…, cuando en realidad simplemente era feliz… ¡Oh, qué feliz! Y al pagar me devolvió veinte francos de menos… Le reprendí exigiéndole el resto… Desconcertado, dejó la moneda de oro sobre la mesa… Entonces ella… prorrumpió en una estridente carcajada…

La miré y vi que su cara era otra…, burlona, dura y malvada a la vez… «¡Nunca cambiarás, ni siquiera el día de nuestra boda!», dijo con frialdad, con tanta acritud, tanta… lástima. Me asusté y maldije lo penoso de mi situación… Me esforcé por reír a mi vez…, pero su hilaridad había desaparecido…, muerto…

Pidió una habitación individual… ¡Qué no le hubiera concedido! Y yo pasé la noche solo, pensando qué comprarle a la mañana siguiente…, qué regalarle… para demostrarle que no era tacaño…, que nunca más lo sería con ella. Y por la mañana salí muy temprano y le compré una pulsera y cuando entré en su habitación…

Estaba… estaba vacía…, como la otra vez. Y supe que sobre la mesa habría una nota…, salí corriendo y rogué a Dios que no fuera verdad…, pero… pero ahí estaba… y decía… Vaciló. Sin querer me había detenido y me lo quedé mirando.

Agachó la cabeza y susurró con voz ronca: —Decía: «Déjame en paz, me das asco.» Habíamos llegado al puerto y de pronto el retumbante aliento del cercano oleaje inundó el silencio. Los barcos, próximos y lejanos, nos miraban con ojos parpadeantes como grandes animales negros y de algún lugar llegaban canciones.

Nada se veía con claridad, pero mucho se percibía: el profundo dormir y el pesado soñar de una gran ciudad. A mi lado notaba la sombra de aquel hombre que se agitaba convulsa y espectralmente ante mis pies, ya disolviéndose, ya comprimiéndose, a la luz errante de las lúgubres farolas.

Yo era incapaz de decir nada, de consolarlo, no tenía ninguna pregunta, pero sentía su silencio pegado a mí, como un lóbrego fardo. Entonces, de repente, me cogió temblando del brazo. —Pero no me marcharé de aquí sin ella… La he vuelto a encontrar después de meses… Me martiriza, pero no me cansaré…

Se lo suplico, señor, hable con ella… Tengo que recuperarla, dígaselo…, a mí no me escucha… No puedo seguir viviendo así…, no puedo seguir viendo cómo los hombres la visitan… y esperar fuera, ante la casa, a que vuelvan a salir… borrachos y riendo…

Ya toda la calle me conoce…, se ríen cuando me ven esperando…, esto me está volviendo loco…, pero todas las noches estoy allí plantado… Señor, se lo suplico…, no lo conozco, pero hágalo por compasión…, hable con ella… Instintivamente quise liberar mi brazo. Me daba miedo.

Pero él, al ver que me defendía de su desdicha, cayó de rodillas en medio de la calle y se aferró a mis pies: —Se lo suplico, señor…, tiene que hablar con ella… Hágalo…, si no, ocurrirá algo terrible… He empleado todo mi dinero en buscarla y no pienso dejarla aquí con vida…

Me compré un cuchillo… Tengo un cuchillo, señor… No la dejaré aquí… viva… No lo soporto… Hable con ella, señor… Se revolcaba ante mí como un loco. En aquel momento se acercaban dos policías por la calle. Lo levanté a la fuerza del suelo. Me miró estupefacto por un instante.

Después me dijo con una voz extraña y seca: —Doble por aquella calle y estará en su hotel. Me miró de nuevo con unos ojos cuyas pupilas parecían fundidas en un horrible y blanco vacío. Después desapareció. Me envolví en mi abrigo. Temblaba de frío.

Sólo sentía cansancio, una turbia embriaguez, apática y oscura, un sueño purpúreo, de sonámbulo. Quería pensar, reflexionar sobre todo aquello, pero siempre se levantaba esa negra ola de cansancio que me arrastraba. Entré a tientas en el hotel, me dejé caer sobre la cama y dormí profundamente como una fiera.

A la mañana siguiente ya no sabía qué había sido sueño y qué realidad y algo en mi interior pugnaba por no saberlo. Me desperté tarde, extraño en una ciudad extraña, y fui a visitar una iglesia donde decían que había unos famosos mosaicos.

Pero me quedé contemplándolos fijamente con ojos vacíos, el encuentro de la noche anterior volvía a mi memoria cada vez con más claridad y me arrastraba sin resistencia por mi parte; busqué la callejuela y la casa. Pero esas calles singulares sólo viven por la noche, de día llevan máscaras grises

Y frías bajo las cuales las reconoce sólo aquel que está familiarizado con ellas. No la encontré, por más que busqué. Cansado y decepcionado regresé al hotel, acosado por las imágenes de la alucinación o del recuerdo. El tren salía a las nueve de la noche. Abandonaba la ciudad con pena.

Un mozo cargaba con el equipaje y lo llevaba delante de mí hacia la estación. De pronto, en un cruce, algo me hizo volver la cabeza; reconocí la calle transversal que conducía a aquella casa; mandé al mozo que esperara y —mientras, primero se mostraba

Sorprendido y luego se reía con franca desfachatez— fui a echar una última ojeada a la calle de la aventura. Oscura como el día anterior, vi resplandecer a la mortecina luz de la luna los cristales de la puerta de aquella casa.

Iba a acercarme un poco más cuando, de repente, una forma se deslizó de la oscuridad. Con un escalofrío reconocí al hombre acurrucado en el umbral, que me hacía señas para que me aproximara. Pero yo, presa del pánico, huí a toda prisa por un miedo cobarde de verme metido en algún

Enredo y perder el tren. Pero después, ya en la esquina, antes de doblar la calle, miré otra vez hacia atrás. Cuando nuestras miradas se encontraron, hizo un esfuerzo para levantarse y dio un salto hacia la puerta. Algo metálico brilló en su mano cuando la abrió bruscamente: desde lejos no pude distinguir

Si era oro o un cuchillo lo que resplandecía entre sus dedos con destellos delatores a la luz de la luna… Gracias por haber compartido este momento de lectura en «La Voz que te Cuenta». Si quieres expresar tu opinión o mostrar algún punto de vista lo puedes hacer en los comentarios del vídeo.

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