Este cuento de Leonid Andréiev (1871-1919) mezcla el relato fantástico, sobrenatural y una dosis de ironía y humor. Andréiev fue …
La nada es una obra del autor ruso Leonid Andréiev, que se publicó en 1905. Esta obra maestra de la literatura rusa ofrece una profunda reflexión sobre el sentido de la vida, la soledad y el vacío interior del ser humano.
El audiolibro completo de La nada, narrado con voz real humana, nos sumerge en la mente atormentada del protagonista, un hombre que se enfrenta a la desesperación y la falta de propósito en su existencia. A lo largo de la historia, Andreiev nos lleva a explorar los rincones más oscuros de la psique humana, mostrando las luchas internas y la búsqueda de significado en un mundo frío y despiadado.
La voz real humana que narra este audiolibro logra transmitir con gran intensidad las emociones y la angustia de los personajes, sumergiéndonos en la atmósfera densa y desoladora que impregna la obra. La narración cuidadosa y emotiva nos permite adentrarnos por completo en la mente del protagonista, experimentando de primera mano su dolor, su desesperación y su lucha por encontrar un propósito en un mundo que parece carecer de sentido.
La nada es una obra que desafía al lector a reflexionar sobre la condición humana, llevándonos a explorar los abismos de la soledad y el vacío existencial. Con su narración con voz real humana, este audiolibro completo nos sumerge en un viaje emocional y psicológico que nos lleva a cuestionar nuestras propias creencias y la naturaleza de nuestra existencia. La nada, un relato de LEONID ANDRÉIEV. Yo soy “La voz que te cuenta”. Agonizaba un alto funcionario. Era ya un hombre viejo, poderoso, y amaba profundamente la vida. Le daba una gran tristeza saber que iba a morir. No creía en Dios ni podía comprender por qué habría
De marcharse de este mundo; estaba aterrorizado y daba pena verlo sumido en tal sufrimiento. Su vida era plena, rica y llena de intereses; tanto su mente como su espíritu estaban siempre ocupados en asuntos importantes y esto le producía grandes satisfacciones.
Pero su vida interior estaba exhausta, igual que su cuerpo, cada vez más frío y entumecido. También estaban cansados sus ojos y sus oídos, habituados a convivir con la belleza; este mismo placer ya pesaba demasiado en su viejo corazón. Antes de llegar a la agonía, solía pensar en la muerte,
A veces con cierto deleite. Imaginaba el descanso que experimentaría, libre por fin de aquellos que lo visitaban para mostrarle su aprecio, para abrazarlo y animarlo, lo cual le resultaba un verdadero fastidio. Entonces la muerte le parecía un alivio; pero ahora, mucho más
Cercana, su alma se hundía en un profundo horror. Deseaba vivir todavía un poco más, tal vez hasta el siguiente lunes o miércoles o jueves… Pero le era imposible saber cuál de los siete días de la siguiente semana sería la fecha verdadera de su muerte.
Y ocurrió justamente que en ese día imprevisible un diablo tosco y vulgar, ordinario como hay muchos, se le presentó de repente. Apareció en su casa con disfraz de sacerdote; pero el anciano se dio cuenta de inmediato de quién se trataba y de que su visita no era casual. Se sintió feliz.
«Si el diablo existe —pensó—, no hay muerte y la inmortalidad es real. Aun cuando la inmortalidad no exista, el alma puede ser vendida en excelentes condiciones para prolongar la vida.» Era obvio; tuvo la certeza de que era así. El diablo parecía indiferente, hasta
Cansado y aburrido. Durante un tiempo no pronunció palabra algu-na, y miraba el cuarto con desagrado, como si le disgustara estar allí. Daba la sensación de que había ido a parar al lugar equivocado. Tal comportamiento preocupó al viejo; enseguida le ofreció asiento en un confortable
Sillón para que se sintiera cómodo y se animara un poco. Sin embargo, el diablo, después de sentarse, seguía manteniendo su expresión de desagrado y tedio. Mientras tanto, guardaba silencio. «¡Vaya! Resulta que éste es el aspecto que tienen —reflexionó el anciano, observándolo con
Curiosidad—. ¡Caramba, qué hocico tan feo…, ni en el mismo infierno lo considerarán buen mozo!» —No me lo imaginaba a usted así —le dijo al diablo. —¿Cómo? —preguntó el visitante. —… que no me lo imaginaba así. —¡Qué tontería! Era lo que escuchaba
De todos los mortales cuando lo conocían, y estaba harto de esa clase de comentarios. El viejo, inquieto y temeroso de haberlo molestado, se dijo: «Ni siquiera puedo ofrecerle algo de tomar, porque quizá no sepa beber.» —En fin, usted ya está muerto —dijo el diablo, con tono frío e impenetrable.
—¿Qué está usted diciendo? —respondió el funcionario, en voz alta y dominado por la ira—. ¡Es evidente que estoy vivo todavía! —¡Bobadas! —continuó el demonio—. Usted está bien muerto y es tiempo de tomar una decisión sobre qué vamos a hacer ahora. Éste es un asunto muy serio.
—Pero… ¿cómo puede decirme que estoy muerto, si le estoy hablando? —¡Ay, Dios mío! ¡Qué paciencia hay que tener! Dígame, si usted va a tomar un tren, ¿acaso no tiene que pasar primero por la estación? Bueno, en este momento se encuentra usted en la estación… —¿En la estación? —Así es.
—Entiendo… pero, entonces, ¿dónde está mi cuerpo? Es decir, yo, ¿dónde estoy yo? —En el cuarto de al lado. Lo están preparando y vistiendo para el funeral. El funcionario sintió un profundo pudor al pensar en su cuerpo envejecido y desagradable, con el vientre abultado de grasa. Para colmo, siempre eran mujeres las que se
Ocupaban de limpiar y vestir a los muertos. A la vergüenza le siguió un sentimiento de furia. —¡Esas estúpidas costumbres! —dijo, encolerizado. —Eso no es asunto mío —objetó el diablo, con impaciencia—. No hay tiempo que perder, y dediquémonos a lo nuestro. Sobre todo teniendo en
Cuenta que empieza usted a despedir muy mal olor. —¿Cómo dice? ¿De qué manera? —De la más común. ¿Qué supone usted? Su cuerpo ya empezó a descomponerse. ¿Cómo quiere que huela? Pues de un modo muy horrible. Pero ¡basta ya de tantas preguntas! Mi paciencia se agota:
Vamos al grano y escúcheme con atención, porque no pienso volver a explicarle nada. El diablo, malhumorado y con el tono de aburrimiento de quien se ve obligado a repetir siempre lo mismo, expuso al anciano sus opciones. El anciano tenía dos posibilidades:
Morir definitivamente era una; la otra implicaba aceptar un tipo de vida algo peculiar que podía crear desconfianza. Era libre de elegir una de las dos. La primera era la nada, el silencio, el vacío eterno… «Dios mío —pensó el funcionario—, eso es
Justamente lo que me llenaba siempre de terror.» —Se trata del eterno descanso —dijo el diablo, observando con curiosidad los ornamentos del cielo raso y los dinteles—, del final absoluto, que no deja ningún rastro. Usted no hablará, no pensará, ni deseará cosa alguna; tampoco sentirá nada, jamás pronunciará la palabra «yo»…, sencillamente, se extinguirá.
—¡No! ¡No! —gritó desesperado el viejo. —Pero, sin duda, eso sería el reposo, y no carece de valor. No es imaginable un descanso tan perfecto. —¡No quiero el reposo eterno! —exclamó el funcionario con voz segura y tono firme, mientras que su cuerpo y su corazón agotados clamaban por descansar.
El diablo se encogió de hombros —que eran estrechos y peludos— y siguió hablando con una fatiga similar a la de un viajante de comercio al fin de un largo día de trabajo. —Voy a explicarle ahora la segunda opción; se trata de la vida eterna… —¿Eterna, de verdad? —Así es. En el infierno. No
Es el tipo de vida que a usted le hubiera gustado, pero es vida al fin. No le faltarán distracciones, podrá conocer algunas cosas interesantes, mantener conversaciones con otros y, más que nada, conservará su «yo». De eso se trata la vida eterna. —¿Y el sufrimiento? —¡Bah! Tanta preocupación por el dolor… —dijo
El demonio, con una mueca de hastío—. Cualquier padecimiento deja de serlo cuando se convierte en hábito. Y, en verdad, es precisamente de eso de lo que se queja la gran mayoría en el infierno. —¿Hay mucha gente allí? —De sobra…, y sus quejas han ido
En aumento, al punto de haber creado serios conflictos en reclamos de nuevos tormentos. Como si fueran tan fáciles de encontrar. Pero siguen chillando y protestando contra la rutina. —¡Qué absurdo! —Sí, estoy de acuerdo. Pero conseguir que sean razonables, en fin, no es tan fácil… Afortunadamente,
Nuestro Maestro… —Y al decir esto se levantó en señal de respeto, y su expresión se tornó solemne, afeando más su rostro enrojecido. El anciano, acobardado, lo imitó para demostrar su veneración y congraciarse con el extraño personaje. »Nuestro Maestro —continuó el diablo— les ha sugerido que inventen ellos mismos sus propias torturas.
—Les ha otorgado una suerte de independencia —comentó con un dejo de ironía el funcionario. —Algo así… Y ahora son ellos, los pecadores, los que sufren devanándose los sesos en busca de nuevos y mejores martirios, más originales… Pero basta ya de charla inútil. Tiene usted que decidirse. El anciano se puso a pensar,
Pero como ya se sentía en confianza con el diablo, se atrevió a preguntarle: —¿Qué me sugiere usted? El diablo frunció el ceño: —Ah, no…, no espere eso de mí; no acostumbro dar consejos. —Si es así, no quiero ir al infierno. —Muy bien, es su decisión. Sólo
Tiene que firmar aquí. Extendió frente al viejo un papel grasiento y arrugado, más parecido a un pañuelo sucio que a un documento tan relevante. —Ponga su firma aquí —le indicó con su garra—. Ah, no, disculpe, aquí no; este espacio es para los que eligen el infierno. Para la muerte eterna, en cambio,
Se firma aquí. —Y señaló otra línea punteada. El funcionario, ya con la pluma en la mano, la dejó repentinamente sobre el escritorio. Entre suspiros y reproches, dijo: —Claro, para usted es muy fácil, un simple trámite, pero para mí… Por favor, oriénteme.
¿Con qué se atormenta en el infierno? ¿Con fuego? —Pues sí, aunque no sólo con fuego —le respondió el diablo con total seriedad—. Y también tenemos días libres. —¡Qué maravilla! —dijo el anciano, con expresión de felicidad. —Seguro. También vale el asueto para los domingos y días feriados, y hemos adoptado la
Modalidad inglesa para los sábados: se trabaja sólo de diez de la mañana hasta el mediodía. —Pero ¡qué bien! ¿Y en las fiestas, decía usted…? —No se trabaja en Navidad, hay tres días libres en las Pascuas, y un mes de vacaciones en verano.
—Vaya, qué generosos que son. Nunca lo hubiera imaginado —dijo contento el viejo—. Pero…, y le ruego encarecidamente que me conteste: ¿es un mal lugar?, ¿es muy espantoso? —¡Pavadas! —replicó el diablo. El funcionario se sintió turbado. El diablo estaba de notorio mal humor. Tal vez había pasado una mala noche,
O simplemente estaba harto de su tarea, de viejos muriéndose, pobres o ricos, de la nada, de la vida eterna… Observó restos de lodo en una de las piernas del diablo. «No parece muy limpio», pensó. —Entonces —dijo el anciano, en voz alta—, ¿es la nada o la vida eterna?
—La nada o la vida eterna —dijo el diablo, como un eco. El anciano reflexionaba. En la habitación contigua, el servicio fúnebre en su honor había terminado, pero él seguía meditando. Los que prestaban honores alrededor de su lecho mortuorio observaban su rostro, solemne y rígido, sin imaginar los insólitos y
Extraordinarios pensamientos que circulaban por su mente. Tampoco veían al diablo. La habitación estaba impregnada de aroma a incienso, olor a cirios y a algo más… En eso, oyó la voz del diablo. Parecía pensativo y entrecerraba los ojos: —Me han pedido (¡ay, tantas veces!) que describa la vida eterna. Suponen, seguramente,
Que no sé expresarme con claridad. Pero son unos imbéciles. ¿Acaso ellos entienden de qué se trata? —¿Se refiere a mí? —preguntó el anciano. —No, no me refiero sólo a usted. Estoy hablando de todos, sin excepción. Si uno se pone a pensar en esto… Parecía desesperado. El funcionario se compadeció de él:
—No sabe cómo lo entiendo. Es obvio que su trabajo es muy doloroso. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarlo, no tenga reparos en pedírmelo. El diablo se puso furioso: —¡Por favor, no se meta con mi vida privada, o yo mismo lo mandaré al
Infierno! Me tiene harto. ¡Uf! Sólo tiene que decidirse: ¿la vida eterna o la muerte? El viejo seguía meditando, sin poder tomar ninguna decisión. Por un lado, pensaba que tal vez sería mejor la vida eterna, quizá porque se le ablandaba el cerebro o porque nunca había sido muy
Consistente. «¿Qué importa el dolor? —se decía—. ¿Acaso no he sufrido siempre?» Pero sentía un gran amor por la vida. No le tenía miedo al suplicio. Sin embargo, su espíritu estaba exhausto; su corazón le pedía reposo, más y más descanso… En eso, vio que lo conducían al cementerio.
Cuando pasaron delante del ministerio donde había desempeñado el cargo de director, los empleados, compungidos, le dieron el último adiós. Los curas ya habían empezado el oficio de difuntos. ¡Cómo llovía! Se abrieron los paraguas. El agua se deslizaba a torrentes por los paraguas
Y formaba grandes charcos en el pavimento. «Mi corazón está agotado. Ya ni siquiera le importan las alegrías», seguía pensando mientras lo llevaban a la tumba. «Sólo quiere descansar, descansar, descansar. Tal vez mi alma sea pequeña, pero realmente estoy muy cansado.»
Quizá le convendría la muerte definitiva. Estaba a punto de optar por la nada. En ese momento se acordó de un pequeño suceso. Ocurrió poco tiempo antes de que se enfermara. Había visitas en su casa y todos reían con alegría. Él también reía a carcajadas y se
Le salían las lágrimas de tanto reír. Pero, de pronto, cuando se sentía absolutamente feliz, lo asaltó un deseo violento, un irrefrenable impulso de estar solo. Y no se le ocurrió nada mejor que esconderse en un rincón alejado, como un niño que tiene miedo al castigo.
—¡Hable de una vez! —lo interrumpió el diablo, entre molesto y disgustado—. ¡El fin está cerca! No debió decir esa palabra. El funcionario ya casi se había decidido por la muerte definitiva, pero la palabra «fin» lo llenó de espanto y quiso alargar su vida a toda costa. Le
Exigió al diablo que le diera la solución, pues estaba perdido en sus reflexiones y se sentía incapaz de comprender lo que le pasaba. —¿Puedo firmar con los ojos cerrados? —preguntó, débilmente. Los ojos bizcos del diablo lo miraron con odio, y le respondió: —¡Ya basta, basta de estupideces!
Pobre, seguramente estaba aburrido de pedir firmas, de ir de un lado a otro con esos contratos. El diablo se quedó mudo un segundo, dio un profundo suspiro y le volvió a poner el papel grasiento y arrugado, parecido a un pañuelo sucio, delante de los ojos cerrados. El viejo
Tomó la pluma, sacudió la tinta sobre el papel secante, puso un dedo sobre el documento y…, no bien hubo firmado, abrió los ojos y miró: —¡Ay, qué hice! —gritó horrorizado, y arrojó la pluma al piso. —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —le contestó el diablo, haciéndole eco otra vez. Hasta en las paredes reverberó el lamento.
El diablo lanzó una sonora carcajada y se marchó. Y cuanto más se alejaba, más fuertes eran las carcajadas, como si fueran truenos de una feroz tormenta. En ese preciso instante se llevaba a cabo el entierro del alto funcionario. Trozos de tierra
Húmeda caían toscamente sobre el cajón. Hacían un ruido hueco, tan hueco, que podía llegar a creerse que no había ningún cadáver debajo de la gruesa tapa…, como si el ataúd estuviera vacío… Gracias por haber compartido este momento de lectura en «La Voz que
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