Siddhartha s una de las novelas más luminosas y llenas de sabiduría del escritor y Premio Nobel Hermann Hesse (1877-1962).
Descripción Sobre Siddhartha de Hermann Hesse. Audiolibro completo. Voz humana real. Siddhartha. Una novela de Hermann Hesse. Yo soy “La voz que te cuenta”. PRIMERA PARTE Comienza con una carta del propio Hermann Hesse.Apreciado Romain Rolland: Desde el otoño de 1914, en que yo también sentí de pronto la profunda crisis de la vida espiritual que había estallado poco antes y ambos
Nos dimos la mano desde orillas remotas, con la fe puesta en la misma necesidad de crear contactos supranacionales, desde entonces he tenido el deseo de ofrecerle algún signo exterior de mi estima que fuera a la vez una muestra de mi quehacer creativo y le permitiera echar una mirada sobre mi propio
Ideario. Le ruego aceptar, pues, la dedicatoria de la primera parte de mi obra de tema hindú, aún inconclusa. Hermann Hesse El hijo del brahmán A la sombra de la casa y bajo el sol, a la orilla del río y junto a las barcas, a la sombra del bosque de sauces
Y el huerto de higueras, creció Siddhartha, el hermoso hijo del brahmán, el joven halcón, en compañía de Govinda, amigo suyo y también hijo de un brahmán. El sol, a la orilla del río, fue bronceando sus claras espaldas durante el baño, las abluciones sagradas y los sacrificios
Religiosos. La sombra se fue infiltrando en sus negros ojos bajo el bosquecillo de mangos, en el curso de sus juegos infantiles, al escuchar el canto de su madre, durante los sacrificios religiosos, al seguir las enseñanzas de su padre, el sabio, y las pláticas de los maestros.
Hacía ya tiempo que Siddhartha participaba en las discusiones de los sabios y se ejercitaba con Govinda en la oratoria polémica, en el arte de la contemplación y en el ritual del ensimismamiento. Ya sabía pronunciar en silencio el Om, la palabra por excelencia. Podía enunciarla sigilosamente
En su interior, al aspirar, y, siempre en silencio, emitirla luego al exhalar el aire, en un recogimiento total y con la frente aureolada por los resplandores del espíritu reflexivo. En lo más hondo de su ser sabía encontrar ya el Atmán, indestructible y Uno con el universo.
Y el corazón del padre se alegraba al ver a ese hijo tan inteligente y deseoso de aprender, en quien adivinaba a un futuro gran sabio y sacerdote, a un príncipe entre los brahmanes. Y el pecho de la madre se henchía de satisfacción al verlo caminar, sentarse e incorporarse: a él,
Siddhartha, el joven hermoso y fuerte, de esbeltas piernas, que la saludaba con perfecta gracia. Y el amor agitaba el joven corazón de las hijas de los brahmanes cuando Siddhartha, el joven de luminosa frente, mirada real y gráciles caderas, se paseaba por las callejas de la ciudad.
Pero más que todos ellos lo quería Govinda, su amigo, el hijo del brahmán. Amaba los ojos y la dulce voz de Siddhartha, su manera de andar y la gracia perfecta de sus movimientos, amaba todo cuanto el amigo hacía y decía, y por encima de todo apreciaba su espíritu,
Sus ideas vigorosas y elevadas, su ardiente voluntad y su vocación sublime. Pues Govinda pensaba: «Este nunca será un brahmán común y corriente, un indolente sacrificador, un ávido mercader de ensalmos, un orador vacuo y vanidoso, un sacerdote maligno y astuto, ni
Tampoco uno de esos corderos bonachones y necios que integran el gran rebaño». No, y tampoco él, Govinda, deseaba ser así, uno más entre la enorme grey de los brahmanes: quería seguir a Siddhartha, el amado, el magnífico. Y el día en que Siddhartha llegara a ser un dios, el día en que
Se incorporase al número de los Gloriosos, Govinda estaba dispuesto a seguirlo en calidad de amigo, acompañante, criado, escudero y sombra. Todos querían, pues, a Siddhartha, que era la alegría y el placer de todos. Pero él no hallaba, en cambio, placer ni
Alegría alguna en sí mismo. Ya deambulara por los senderos floridos del huerto de higueras o bien se sentara en la sombra azulina del bosquecillo de la Contemplación; ya lavara sus miembros en el baño expiatorio de cada día u ofreciera sacrificios en el sombrío bosque de mangos,
Él, cuyos gestos eran de una gracia y armonía perfectas, y a quien todos querían y se alegraban de ver, no encerraba dicha alguna en su corazón. Las aguas del río le aportaban sueños y un flujo incesante de ideas. Pero también el titilar de las estrellas nocturnas, los rayos del sol,
El humo de los sacrificios y el hálito de los versos del «Rig-Veda», destilados por las enseñanzas de los viejos brahmanes, producíanle extraños sueños y agitaban constantemente su alma. Siddhartha había empezado a acumular descontento en su interior. Comenzó a sentir que el cariño de
Su padre, el amor de su madre y el aprecio de su amigo Govinda no lo harían feliz toda la vida ni lo calmarían ni satisfarían sus aspiraciones. Empezó a intuir que su venerable padre y sus otros maestros, los sabios brahmanes, le habían ya comunicado la mayor y más excelsa parte de su
Sabiduría, que ya habían trasvasado lo mejor de sí mismos a su alma, vaso expectante, y el vaso no estaba colmado, ni el espíritu satisfecho, ni el alma tranquila, ni el corazón sosegado. Las abluciones eran buenas, pero no eran sino agua: no lavaban el pecado, ni saciaban la sed del
Espíritu, ni suprimían la angustia del corazón. Excelentes eran asimismo los sacrificios y la innovación de los dioses…, pero ¿lo eran todo? ¿Aportaban felicidad los sacrificios? ¿Y qué cabía esperar de los dioses? ¿Era realmente Prajapati el creador del mundo? ¿No lo era acaso el Atmán,
Él, el Único e Indivisible? ¿No eran los dioses criaturas como tú y yo, sometidas al tiempo y perecederas? ¿Y era acaso un acto justo y noble ofrecer sacrificios a los dioses? ¿Tenía algún sentido? ¿A quién inmolar víctimas y demostrar veneración si no era a Él, el Único, el Atmán?
¿Y dónde encontrar al Atmán? ¿Dónde moraba? ¿Dónde latía su eterno corazón? ¿Dónde sino en nuestro propio Yo, en lo más hondo, en aquel reducto indestructible que todos llevamos dentro? Mas ¿dónde, dónde se hallaba este Yo, este Interior, este Último? No era carne ni hueso,
No era pensamiento ni conciencia, según enseñaban los más sabios. ¿Dónde, pues, se encontraba? Y para acceder hasta él, al Yo, a sí mismo, al Atmán, ¿existía acaso otro camino que valiera la pena buscar? Mas nadie podía mostrárselo, nadie lo conocía: ni su padre, ni los sabios y maestros,
Ni los cánticos propiciatorios. Todo lo sabían aquellos brahmanes y sus libros sagrados. Conocían todo y se habían interesado por todo eso y mucho más: por la creación del mundo, por el origen del lenguaje y de los alimentos, de la aspiración y espiración, por la jerarquía de los sentidos y
Los hechos de los dioses… Pero ¿servía de algo conocer todo eso si se ignoraba lo Uno y Único, lo más Importante, lo único Importante? Cierto es que muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los «Upanishads» de Samaveda, hablaban de ese espacio interior y absoluto:
¡versos magníficos! «Tu alma es todo el Universo», se leía en ellos. Y también estaba escrito que el hombre, al caer en un sueño profundo, penetra hasta lo más recóndito de su interior y mora en el Atmán. ¡Qué prodigiosa sabiduría la de estos versos! Todo el conocimiento de los grandes
Sabios se hallaba resumido en esas mágicas palabras, puras como la miel de las abejas. No: era imposible desdeñar el ingente cúmulo de conocimientos almacenado y preservado allí por innumerables generaciones de sabios brahmanes. Mas ¿dónde estaban los brahmanes y los sacerdotes,
Los sabios y los penitentes que habrían logrado no solo conocer toda esa ciencia, sino también vivirla? ¿Dónde hallar al iniciado capaz de prolongar aquella familiaridad con el Atmán del sueño a la vigilia, capaz de integrarla en su vida,
De sentirla a cada paso y en cada palabra o hecho? Siddhartha conocía a muchos venerables brahmanes y, sobre todo, a su padre, el puro, el sabio, el más digno de veneración. Admirable era ese padre de talante noble y sereno, vida casta y prudencia en el hablar,
Bajo cuya frente habitaban pensamientos generosos y sutiles. Pero él, que sabía tanto, ¿era feliz acaso? ¿Tenía paz interior? ¿No era también un buscador, consumido por la misma sed de verdad? ¿Y no necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas, calmar su sed en los sacrificios, en
Los libros, en los diálogos con otros brahmanes? ¿Por qué justamente él, el Irreprochable, tenía que purificarse a diario de sus pecados, someterse a sus abluciones cotidianas sin interrupción? ¿No estaba el Atmán dentro de él? Y aquella fuente primordial ¿no fluía acaso en su propio corazón?
¡Había que encontrarla, descubrir ese manantial en el propio Yo y poseerlo! Todo lo demás no era sino búsqueda vana, extravío, confusión. Tales eran los pensamientos de Siddhartha; tales sus afanes y tribulaciones. A menudo se recitaba las palabras de uno de los «Chadogya-Upanishads»: «En verdad,
El nombre de Brahma es Satyam; y quien esto sabe puede entrar cada día en el mundo celestial». Muchas veces tuvo la impresión de estar muy cerca de ese mundo celestial. Pero nunca lo había alcanzado totalmente, jamás había calmado su sed última. Y ni uno solo entre todos los grandes
Sabios que conocía, y de cuyas enseñanzas disfrutaba, había alcanzado tampoco el mundo celestial ni calmado del todo su sed eterna. —Govinda —dijo un día Siddhartha a su amigo—, Govinda querido, ven conmigo bajo el árbol de los banianos. Entreguémonos a la meditación.
Y fueron juntos bajo el árbol de los banianos y se sentaron. Primero Siddhartha, y veinte pasos más allá, Govinda. Y al sentarse dispuesto a pronunciar el Om, Siddhartha repitió, murmurando, los versos: Om es el arco, el alma es la flecha, y Brahma es el blanco al cual has de apuntar, impertérrito.
Cuando hubo concluido el tiempo habitualmente consagrado y la meditación, Govinda se levantó. La tarde ya había llegado, y con ella la hora de realizar la ablución vespertina. Llamó a Siddhartha por su nombre, mas este no respondió. Ensimismado, con la mirada fija en una meta muy
Lejana y la punta de la lengua asomando por entre los dientes, Siddhartha parecía no respirar. Y así permaneció, absorto, pensando en el Om y con el alma lanzada hacia Brahma, cual una flecha. Por el pueblo de Siddhartha pasaron un día tres samanas. Eran ascetas en peregrinación,
Hombres enjutos y apagados, ni jóvenes ni viejos, con las espaldas cubiertas de sangre y polvo, casi desnudos y curtidos por el sol. Siempre solitarios, extraños y hostiles frente al mundo, más parecían tres intrusos: tres magros chacales perdidos en medio de los hombres. A su paso iban
Dejando un cálido aliento de pasión silenciosa, de entrega destructora, de implacable renuncia. Por la noche, tras la hora consagrada a la contemplación, Siddhartha dijo a Govinda: —Mañana a primera hora, amigo mío, Siddhartha se unirá a los samanas. Él también será un samana.
Govinda palideció al oír tales palabras y leer en el rostro inmóvil de su amigo esta decisión, inalterable como la trayectoria de la flecha una vez lanzada por el arco. Y al punto cayó en la cuenta: «Este es el comienzo —se dijo—. Siddhartha inicia ahora su camino, ahora empieza a florecer
Su destino… y también el mío». Y su rostro tomó el color de una cáscara de plátano reseca. —¡Siddhartha! —exclamó—, ¿te lo permitirá tu padre? Siddhartha lo miró como alguien que sale de un sueño. Con la celeridad de una flecha leyó en el alma de Govinda, adivinando su angustia y su resignación.
—¡Oh, Govinda! —replicó en voz baja—; no malgastemos palabras. Mañana, al despuntar el alba, empezaré mi vida de samana. Y no me hables más del tema. Siddhartha entró en la habitación donde su padre se hallaba sentado sobre una esterilla de esparto, avanzó por detrás y se detuvo, permaneciendo inmóvil hasta que
El padre sintió que a sus espaldas había alguien. El brahmán preguntó entonces: —¿Eres tú, Siddhartha? ¡Dime lo que has venido a decir! Y Siddhartha respondió: —Con tu permiso, padre. He venido a decirte que mañana deseo abandonar tu casa y marcharme con los ascetas. Mi deseo es convertirme
En samana. Y ojalá mi padre no se oponga. El brahmán guardó silencio. Y permaneció tanto tiempo silencioso que las estrellas dibujaron nuevas formas al desplazarse por la ventanita sin que el silencio se alterara en la habitación. Mudo e inmóvil permaneció ahí el hijo,
Con los brazos cruzados; mudo e inmóvil también, el padre se quedó sentado en su esterilla. Y en el cielo, los astros prosiguieron su curso. De pronto habló el padre: —Es indigno de un brahmán expresarse en términos airados o violentos. Pero el
Enojo agita mi corazón. No quisiera que tu boca formulase por segunda vez este deseo. El brahmán se incorporó lentamente. Siddhartha, mudo, continuó en el mismo sitio con los brazos cruzados. —¿Qué esperas? —preguntó el padre. Y Siddhartha respondió: —Tú lo sabes.
El padre salió de la habitación, enojado; enojado buscó su lecho y se tendió en él. Al cabo de una hora, viendo que el sueño no acudía a sus ojos, el brahmán se levantó, empezó a pasearse de un extremo a otro de su alcoba y, por último, abandonó la casa. Al mirar
Por la ventanita de la habitación vio a Siddhartha de pie, imperturbable y con los brazos cruzados. Su túnica clara lanzaba pálidos destellos. Con el corazón inquieto, volvió el padre a su lecho. Al cabo de otra hora, y como el sueño aún no le cerraba los ojos, el brahmán se levantó de nuevo,
Volvió a recorrer su alcoba de un extremo a otro, salió de la casa y observó que la luna ya se había levantado. Miró hacia dentro por la ventanita de la habitación y vio a Siddhartha de pie, imperturbable y con los brazos cruzados. La luz de la luna jugueteaba sobre sus pantorrillas
Desnudas. Acongojado, el padre volvió a su lecho. Y regresó al cabo de otra hora, y de dos horas más. Y al mirar por la ventanita volvía a ver a Siddhartha, de pie bajo la luz de la luna, al resplandor de las estrellas, en la oscuridad. Siguió saliendo cada hora, en silencio, a mirar
Por la ventanita, y lo veía ahí de pie, inmóvil. Y su corazón se fue llenando alternativamente de ira, de inquietud, de inseguridad y de pena. En la última hora de la noche, poco antes de que despuntara el día, volvió nuevamente, entró en la habitación, vio al joven de pie
Y lo encontró más grande y algo extraño. —Siddhartha —le preguntó—, ¿qué esperas? —Tú lo sabes. —¿Seguirás esperando así, de pie, hasta que se haga de día, llegue el mediodía y caiga la noche? —Me quedaré de pie, esperando. —Te cansarás, Siddhartha. —Me cansaré. —Te quedarás dormido, Siddhartha. —No me quedaré dormido.
—Te morirás, Siddhartha. —Me moriré. —¿Y prefieres morir que obedecer a tu padre? —Siddhartha siempre ha obedecido a su padre. —¿De modo que piensas renunciar a tu proyecto? —Siddhartha hará lo que su padre le diga. La primera luz del día entró en la habitación. El brahmán advirtió que las rodillas de Siddhartha
Temblaban ligeramente. Su rostro, en cambio, permanecía firme, con la mirada perdida en la lejanía. Entonces cayó en la cuenta de que el joven ya no estaba a su lado ni vivía en el mismo país: comprendió que lo había abandonado. Posó el padre una mano en el hombro de Siddhartha.
—Irás al bosque —le dijo— y te convertirás en samana. Si encuentras la felicidad en el bosque, vuelve y enséñamela. Si encuentras el desengaño, vuelve y seguiremos sacrificando juntos a los dioses. Ahora ve, besa a tu madre y dile adonde te diriges.
A mí me toca ya bajar al río y realizar mi primera ablución. Retiró la mano del hombro de su hijo y salió. Siddhartha se tambaleó al intentar ponerse en movimiento. Pero dominó sus miembros, hizo una venia a su padre y se dirigió a ver a su madre,
Para hacer lo que le habían ordenado. Al despuntar el alba abandonó Siddhartha la ciudad aún dormida, a paso lento y con las piernas entumecidas. Y una sombra acuclillada en la última cabaña se irguió de pronto para unirse al peregrino: era Govinda. —Has venido —le dijo Siddhartha, sonriendo. —He venido —respondió Govinda.
Con los samanas Al anochecer de ese mismo día alcanzaron a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron aceptados. En el camino, Siddhartha regaló su túnica a un brahmán pobre, quedándose solo con el taparrabos
Y un jubón descosido de color tierra. No tomaba sino una comida diaria, y nunca alimentos cocidos. Ayunó durante quince días, que al final se convirtieron en veintiocho. La carne desapareció de sus muslos y mejillas. Sueños ardientes llameaban en sus pupilas dilatadas; en sus dedos
Resecos fueron creciendo, largas, las uñas, y su barbilla fue poblándose de una pelambre hirsuta y seca. Su mirada tornábase de hielo cuando recaía en mujeres; su boca destilaba desprecio cuando, al atravesar una ciudad, veía gente bien vestida. Vio negociar a muchos mercaderes, vio príncipes
Que iban de cacería, gente enlutada que lloraba a sus muertos, prostitutas que se ofrecían, médicos que curaban enfermos, sacerdotes que fijaban el día de la siembra, amantes que se amaban, madres que amamantaban a sus hijos… Y encontró todo aquello indigno de su mirada. Todo mentía,
Todo era hediondo, todo rezumaba engaño y simulaba tener sentido, felicidad y belleza, cuando no era más que podredumbre encubierta. El mundo tenía un gusto amargo. Una tortura era la vida. Solo una meta se perfilaba ante Siddhartha: quedarse vacío, despojarse de su sed,
De sus deseos, de sus sueños, de sus penas y alegrías. Deseaba morir para sí mismo, no ser más él, hallar paz y tranquilidad en su corazón vacío, permanecer abierto al milagro despersonalizando el pensamiento. Cuando venciera y aniquilara a su Yo, cuando todos los impulsos
Y pasiones enmudecieran en su corazón, tendría que despertar lo Último, lo más íntimo del Ser, lo que ya no es el Yo, sino el gran Misterio. Silencioso, Siddhartha solía permanecer bajo el calor vertical del sol, ardiendo de sed y de dolor, hasta que ya no sentía dolor ni sed.
Silencioso permanecía también a la intemperie durante la estación de las lluvias; de sus cabellos caían gotas de agua sobre los hombros, caderas y piernas que se le iban enfriando, pero el penitente aguantaba hasta que sus hombros y piernas no sentían frío y cesaban
De temblar. Silencioso, se acuclillaba entre zarzales espinosos: la sangre goteaba de su piel ardiente y las úlceras le supuraban, pero Siddhartha permanecía rígido e inmóvil hasta que ya no le goteaba más sangre, hasta que se volvía insensible a los pinchazos y a los ardores.
Sentado, el joven aprendió a ahorrar aliento, a vivir con muy poco aire y a contener la respiración. Aprendió a calmar sus pulsaciones con ayuda de la respiración, a reducir los latidos de su corazón al mínimo posible, hasta anularlos casi. Instruido por el más anciano de los samanas aprendió Siddhartha a practicar la
Despersonalización y el ensimismamiento, según las nuevas reglas de los samanas. Si una garza pasaba volando sobre el bosque de bambúes, Siddhartha la acogía en su alma y volaba con ella sobre el bosque y las montañas: era él mismo garza, devoraba peces, sufría el hambre de la garza,
Hablaba el lenguaje de las garzas y moría como el ave. Yacía un chacal muerto en la orilla arenosa, el alma de Siddhartha se introducía en el cadáver: era un chacal muerto, yacía sobre la orilla, se hinchaba, apestaba, se descomponía. Finalmente, destrozado por las hienas y desollado por los
Buitres, se convertía en osamenta, en polvo que se esparcía por el campo. Y el alma de Siddhartha regresaba después de haber estado muerta, de haberse descompuesto y convertido en polvo: tras haber probado la turbia embriaguez del ciclo de las transmutaciones. Y entonces
Aguardaba con una sed nueva, como un cazador, la salida que le permitiera evadirse del ciclo, la brecha que marcara el fin de las causas y el principio de una eternidad sin dolor. Mataba sus sentidos y sus recuerdos, se escurría de su Yo adoptando mil formas distintas y era
Sucesivamente animal, carroña, piedra, madera y agua. Y al despertar se reencontraba siempre a sí mismo; brillara el sol o la luna, volvía a ser él y a sumirse en el ciclo, volvía a sentir sed, a superarla y a sentirla de nuevo. Muchas cosas aprendió Siddhartha con
Los samanas. Aprendió a recorrer muchos caminos para alejarse del Yo. Recorrió el camino de la despersonalización a través del dolor, del sufrimiento voluntario y de la superación del dolor, el hambre, la sed y el cansancio. Recorrió el camino de la despersonalización
A través de la meditación, vaciando su mente de cualquier tipo de representación sensorial. Aprendió a recorrer estos y otros senderos. Mil veces abandonó su Yo, permaneciendo horas y días en el No-Yo. Pero aunque esos caminos lo alejaran del Yo, al final volvían a conducirlo
Siempre al mismo punto de partida. Por más que Siddhartha huyera una y mil veces de su propio Yo, por más que se sumiera en la nada y fuera animal o piedra, el retorno era inevitable… e ineludible la
Hora del reencuentro consigo mismo, bajo los rayos del sol o a la luz de la luna, a la sombra o bajo la lluvia. Y era nuevamente un Yo-Siddhartha; y volvía a sentir la tortura del ciclo impuesto. A su lado vivía Govinda, su sombra, que seguía los mismos caminos y se sometía a idénticos
Ejercicios. Raras veces hablaban de cosas no relacionadas con el servicio y las prácticas. A menudo se internaban en las aldeas para mendigar su sustento y el de sus maestros. —Dime, Govinda —preguntó Siddhartha en el curso de una de estas peregrinaciones—, ¿crees que hemos hecho algún progreso? ¿Crees que hemos llegado a alguna meta?
Y Govinda contestó: —Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddhartha. Has aprendido con rapidez cada ejercicio, y a menudo has dejado admirados a los viejos samanas. Algún día serás un santo, Siddhartha. A lo que repuso Siddhartha: —No comparto tu opinión,
Amigo mío. Lo que hasta hoy he aprendido de los samanas, Govinda, habría podido aprenderlo con mayor facilidad y rapidez en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, o entre arrieros y jugadores. Y Govinda replicó: —Siddhartha se burla de mí. ¿Cómo habrías podido aprender ahí, entre esos pobres diablos,
A ensimismarte, a contener la respiración, a insensibilizarte contra el hambre y el dolor? Y Siddhartha dijo entonces en voz baja, como si hablara consigo mismo: —¿Qué es el ensimismamiento? ¿Qué significa abandonar el cuerpo? ¿Qué es el ayuno? ¿Para qué
Se contiene la respiración? Tan solo para huir del Yo. Para escapar brevemente al dolor de ser un Yo: para insensibilizarse por breves instantes contra el dolor y lo absurdo de la vida. Pues esa misma huida, esa misma insensibilización pasajera la encuentra el boyero cuando, en el albergue,
Se bebe unas cuantas copas de aguardiente de arroz o leche de coco fermentada. Porque luego deja de sentir su Yo y los dolores de la vida, insensibilizándose por breves instantes. Y así, adormilado sobre su copa de aguardiente de arroz, encuentra lo mismo que Siddhartha
Y Govinda logran cuando, después de largos ejercicios, se evaden de su cuerpo y moran en el No-Yo. ¡Sí, Govinda, así es! A lo que Govinda replicó: —Tú hablas de este modo, amigo, pero sabes muy bien que Siddhartha no es ningún boyero
Y que un samana tampoco es un borracho. Cierto es que el bebedor logra aturdirse y encontrar breves momentos de evasión y de sosiego; pero al final sale de su delirio y vuelve a hallar todo como antes: no ha ganado en sabiduría ni en conocimientos, ni ha subido peldaño alguno.
Y Siddhartha repuso entonces, sonriendo: —No lo sé, nunca he sido un bebedor. Pero sí sé que yo, Siddhartha, solo consigo insensibilizarme fugazmente durante mis ejercicios de ensimismamiento, y me hallo tan lejos de la sabiduría y la liberación
Como lo estaba de niño, en el seno de mi madre. Esto, Govinda, puedo afirmarlo con seguridad. Y en otra ocasión en que ambos abandonaron el bosque y se dirigían a una aldea a mendigar sustento para sus hermanos y maestros, Siddhartha empezó a hablar de nuevo:
—Govinda —dijo—, ¿cómo saber si vamos por el buen camino? ¿Estaremos acercándonos al conocimiento? ¿Alcanzaremos pronto la liberación? ¿No seguiremos dando vueltas en círculo… nosotros, que tanto ansiamos evadirnos del terrible ciclo? Y Govinda replicó: —Hemos aprendido mucho, Siddhartha, y aún nos queda mucho por aprender. No damos vueltas en
Círculo, nos dirigimos hacia arriba: el círculo es una espiral y ya hemos ascendido bastante. Siddhartha preguntó entonces: —¿Qué edad crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable maestro? Y Govinda respondió: —El más anciano de los nuestros quizá tenga sesenta años. Y Siddhartha: —Ya tiene sesenta años y no
Ha llegado al nirvana. Cumplirá setenta y ochenta, y tú y yo también los cumpliremos y seguiremos con los ejercicios, el ayuno y la meditación. Pero no llegaremos al nirvana: ni él, ni nosotros. ¡Oh, Govinda!, creo que ni uno solo de todos los samanas llegará al nirvana. Encontramos consuelos,
Conseguimos insensibilizarnos y aprendemos artificios para engañarnos. Pero no hallamos lo Esencial, el Camino de los caminos. —Te ruego no pronunciar palabras tan terribles, Siddhartha —repuso Govinda—. ¿Por qué pensar que entre tantos y tantos sabios y brahmanes, entre tantos samanas venerables y austeros, entre tantos hombres santos y buscadores
Asiduos y escrupulosos no haya uno solo que logre encontrar el Camino de los caminos? Y Siddhartha contestó con una voz que conjugaba la aflicción y la burla, una voz suave, ligeramente triste y a la vez burlona: —Muy pronto, Govinda, abandonará tu amigo
La senda de los samanas, la senda que tanto tiempo ha recorrido a tu lado. Tengo sed, Govinda, y este largo trayecto con los samanas no ha conseguido aplacar mi sed. Siempre he padecido de sed de conocimientos y he vivido acosado por innumerables preguntas. Año tras año he interrogado a los
Brahmanes, consultado en los sagrados «Vedas» y preguntado a los piadosos samanas… año tras año. Y tal vez, Govinda, habría sido igualmente cuerdo y provechoso interrogar al cálao o al chimpancé. He empleado mucho tiempo en aprender, Govinda —y aún lo sigo haciendo—, que no se puede aprender
Nada. Creo que, en realidad, aquello que llamamos «aprender» no existe. Solo hay un conocimiento que está en todas partes, amigo mío, y es el Atmán. Se halla en mí, en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer que este conocimiento no tiene peor enemigo que el querer saber, que el aprender.
Al oír esto Govinda se detuvo, alzó las manos y exclamó: —Te ruego, Siddhartha, no angustiar a tu amigo con semejantes palabras, que despiertan en mi corazón auténtico pavor. Y piensa más bien: ¿Qué sería de la sacralidad de la oración,
De la dignidad de la casta brahmánica y de la santidad de los samanas si todo fuera como tú dices, si el aprender no existiera? ¿Qué sería entonces, oh Siddhartha, de cuanto en la tierra hay de sagrado, valioso y venerable? Y Govinda murmuró entonces un verso,
Un verso sacado de un «Upanishad»: El puro de espíritu que, meditando, se sumerja en el Atmán, sentirá en su corazón una alegría inefable. Pero Siddhartha guardó silencio. Siguió meditando en las palabras que Govinda le había dicho, y las pensó hasta agotar su contenido. «Sí —pensó con la cabeza inclinada—, ¿qué quedaría de todo
Cuanto nos parece sagrado? ¿Qué quedaría? ¿Cuánto resistiría a la prueba?». Y sacudió la cabeza. En cierta ocasión, cuando ambos jóvenes llevaban ya casi tres años viviendo con los samanas y compartiendo sus prácticas, les llegó por diversas fuentes y canales una noticia,
Un rumor, una leyenda: un hombre al que llamaban Gotama, el Sublime, el Buda, había superado en sí mismo el sufrimiento del mundo, deteniendo la Rueda de las reencarnaciones. Y ahora recorría el país enseñando, rodeado de jóvenes, sin bienes de ningún tipo, sin patria ni mujer,
Envuelto en el manto amarillo de los ascetas, pero con la frente serena: un Bienaventurado. Y brahamanes y príncipes se inclinaban ante él y convertíanse en discípulos suyos. Esta leyenda, rumor o cuento se fue difundiendo por todas partes como un perfume. Los brahamanes
Hablaban de ella en las ciudades, y los samanas, en los bosques. Y el nombre de Gotama, el Buda, llegaba constantemente a oídos de los jóvenes, para bien o para mal, aureolado de alabanzas o cubierto de improperios. Como cuando en un país diezmado por la peste se
Propaga el rumor de que ahí anda un hombre, un sabio o un experto cuya palabra o aliento bastan para curar a los enfermos del mal, y la noticia recorre el país y todo el mundo habla de ella, unos creyendo, dudando otros, y un gran número se pone inmediatamente en marcha para buscar
Al sabio, al salvador, así también cundió por el país esa leyenda, la leyenda perfumada de Gotama, el Buda, el Sabio de la estirpe de los Sakya. Decían los creyentes que se hallaba en posesión del conocimiento supremo, que recordaba sus vidas anteriores, había alcanzado el nirvana y nunca
Más regresaría al ciclo ni se sumergiría en la turbia corriente de las formas. Muchas historias fabulosas e increíbles se tejieron sobre su persona: había hecho milagros, vencido al demonio y conversado con los dioses. Pero sus enemigos y los incrédulos pretendían que el tal Gotama era un
Seductor vanidoso que pasaba sus días inmerso en toda suerte de placeres, despreciaba los sacrificios, no era sabio e ignoraba las prácticas religiosas y la mortificación. Dulcemente iba extendiéndose la leyenda de Buda, de la que emanaban toda suerte de hechizos.
El mundo se hallaba, sin duda, enfermo, y la vida era difícil de soportar…, cuando hete aquí que una fuente parece brotar y un mensaje repercute de improviso, rebosante de consuelo, ternura y nobles promesas. Dondequiera que llegaran noticias de Buda, en todas las regiones de la India,
Los jóvenes aguzaban el oído y sentían nacer anhelos y esperanza en su interior; y cualquier peregrino o forastero que trajera noticias de Él, el Sublime, el Sakyamuni, era calurosamente recibido por los hijos de los brahamanes en las ciudades y en los pueblos.
En forma lenta, gota a gota, la leyenda se filtró también hasta los samanas del bosque, hasta Siddhartha y Govinda. Cada gota llegaba cargada de esperanzas, pero también de dudas. Se hicieron pocos comentarios, pues el más anciano de los samanas mostrábase reacio a hacerlos. Tenía
Entendido que aquel presunto Buda había vivido antes como asceta en los bosques, pero que luego se entregó a una vida de placer y desenfrenos. Escasa era su estima por el tal Gotama. —Siddhartha —le dijo un día Govinda a su amigo—. Hoy estuve en el pueblo y un
Brahmán me invitó a su casa, donde conocí al hijo de un brahmán de Magadha que había visto al Buda con sus propios ojos y lo había oído predicar. En aquel momento me fue doloroso respirar y pensé para mis adentros: «¡Ojalá yo también pueda, ojalá Siddhartha y yo podamos,
Algún día, escuchar la doctrina de los labios de aquel Ser perfecto!». Dime, amigo, ¿no deberíamos también nosotros ir allí y escuchar la doctrina de boca del propio Buda? A lo que Siddhartha respondió: —Siempre creí, Govinda, que acabarías quedándote con los samanas; siempre pensé que tu meta sería llegar a los sesenta o setenta
Años y seguir practicando las artes y ejercicios que ennoblecen a un samana. Mas ahora veo que no conocía bien a Govinda, que poco sabía de su corazón. ¿De modo, querido amigo, que ahora deseas emprender un nuevo viaje y dirigirte a donde el Buda se halla predicando su doctrina?
Y Govinda repuso: —Te complace burlarte, Siddhartha. Sigue burlándote, si lo deseas. Pero ¿no se ha despertado en ti también un intenso deseo de escuchar esa doctrina? ¿Y no me dijiste hace poco que ya no pensabas continuar por la senda de los samanas? Al oír esto rióse Siddhartha a su manera,
Conjugando en su tono de voz matices de tristeza y de ironía. Luego dijo: —Bien dices, querido Govinda, y tus recuerdos son exactos. Pero me gustaría que también recordaras las otras cosas que te dije: que había terminado por cansarme y desconfiar de
Las doctrinas y de cuanto signifique aprender, y que mi fe en la palabra de los maestros se ha tornado muy débil. Mas no importa, amigo mío: estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque en el fondo de mi corazón algo me dice que ya hemos cosechado sus mejores frutos.
Dijo entonces Govinda: —Tu disponibilidad me alegra el corazón. Mas dime, ¿cómo es posible todo esto? ¿Cómo la doctrina de Buda puede habernos dado sus mejores frutos antes de que la hayamos escuchado? Dijo Siddhartha: —¡Gocemos por ahora de estos frutos y aguardemos la continuación, Govinda!
Pues el primer fruto que debemos a Gotama es el habernos alejado de los samanas. ¿Podrá darnos, además, cosas mejores? Esto, amigo mío, más vale esperarlo con el corazón tranquilo. Aquel mismo día hizo saber Siddhartha al mayor de los samanas su decisión de abandonarlos. Se
La comunicó con la modestia y cortesía propias de un discípulo más joven. Pero el samana montó en cólera al saber que ambos jóvenes querían abandonarlo, y empezó a vociferar y a proferir toda suerte de improperios. Govinda fue presa del miedo y se quedó
Desconcertado. Pero Siddhartha acercó sus labios al oído del amigo y le dijo en un susurro: —Ha llegado el momento de mostrar a este anciano que algo he aprendido a su lado. Y parándose frente al samana, se fue concentrando hasta que su mirada interceptó la del anciano y
Lo hechizó, dejándolo nulo y sin voluntad, sometiéndolo a la suya y ordenándole cumplir en silencio cuanto pidiera. El anciano enmudeció, quedándose con la mirada fija y los brazos caídos, totalmente abúlico e impotente: había sucumbido al hechizo de Siddhartha. Y los pensamientos
Del joven se apoderaron luego del samana, quien tuvo que hacer cuanto le ordenaron. El viejo le hizo entonces varias venias, esbozó gestos de bendición y murmuró, vacilante, un feliz augurio para el viaje. Agradecidos, los jóvenes le devolvieron las venias y el augurio y, tras saludar, se marcharon. Ya en camino dijo Govinda:
—Oh, Siddhartha; has aprendido de los samanas más de lo que yo creía. Es difícil, muy difícil hechizar a un anciano samana. Seguro que, de haberte quedado ahí, pronto habrías aprendido a caminar sobre las aguas. —No es mi deseo caminar sobre las aguas —replicó Siddhartha—. Dejemos este tipo de satisfacciones a los viejos samanas.
Gotama En la ciudad de Savathi todos los niños conocían el nombre de Buda, el Sublime, y en cada casa había siempre lo necesario para llenar el platillo de limosnas a los discípulos de Gotama, que mendigaban en silencio. No lejos de la ciudad se hallaba el lugar preferido del Maestro,
El bosquecillo de Jetavana, que el rico mercader Anathapindika, un rendido admirador del Sublime, había puesto a su disposición y a la de los suyos. Hacia aquel lugar apuntaban todos los informes y relatos que los dos jóvenes ascetas fueron recibiendo al indagar el paradero de Gotama.
Y al llegar a Savathi, en la primera casa frente a cuya puerta se detuvieron a pedir, les ofrecieron alimentos. Ellos los aceptaron y Siddhartha preguntó a la mujer que se los alcanzaba: —Caritativa mujer, mucho nos gustaría saber dónde se encuentra el Buda, el Venerable,
Pues somos dos samanas del bosque y hemos venido para verlo a Él, el Perfecto, y escuchar de su propia boca la doctrina. Y la mujer respondió: —Os habéis detenido realmente en el lugar preciso, samanas del bosque. Sabed que el Sublime vive en
Jetavana, en los jardines de Anathapindika. Allí, peregrinos, podréis pasar la noche, pues hay espacio suficiente para todos aquellos que, incontables, acuden a escuchar la doctrina de su propia boca. Mucho alegraron estas palabras a Govinda, que exclamó: —¡Qué bien: ya hemos alcanzado nuestra meta y
Nuestro camino ha llegado a su fin! Pero dinos, madre de los peregrinos: ¿conoces tú al Buda?; ¿lo has visto con tus propios ojos? Y la mujer repuso: —Muchas veces he visto al Sublime. Y muchos días lo he visto pasar por las callejas, silencioso y envuelto en su manto amarillo, tendiendo en las puertas
Su platillo de limosnas y retirándolo lleno. Govinda escuchaba embelesado y habría querido hacer más preguntas, pero Siddhartha lo instó a seguir andando. Dieron, pues, las gracias y se fueron. Apenas necesitaron preguntar por el camino, pues no eran pocos los peregrinos y
Monjes de la comunidad de Gotama que se dirigían a Jetavana. Y al llegar ahí, por la noche, vieron un continuo movimiento de gente que llegaba, discutía y conversaba, solicitando albergue y obteniéndolo. Los dos samanas, acostumbrados a vivir en el bosque, hallaron pronto y en
Silencio un lugar donde cobijarse, y en él descansaron hasta la mañana siguiente. Al salir el sol pudieron ver, asombrados, la multitud de creyentes y curiosos que había pernoctado en aquel sitio. Por todos los senderos del espléndido jardín deambulaban monjes en hábito amarillo; unos cuantos se hallaban sentados aquí y allá, bajo los árboles,
Absortos en la meditación o entregados a sabias conversaciones. Los umbríos jardines evocaban una ciudad muy populosa, con gente que pululaba como abejas. La mayoría de los monjes pasaban con sus platillos de limosna, dispuestos a pedir en la ciudad su comida del mediodía,
La única de la jornada. Hasta el propio Buda, el Iluminado, solía pedir limosna por la mañana, Siddhartha lo vio y lo reconoció enseguida, como si un dios se lo hubiera señalado. Vio a un hombre sencillo, con hábito amarillo y el plato de limosnas en la mano, que caminaba en silencio.
—¡Mira! —dijo Siddhartha en voz muy baja a Govinda—. Aquel es Buda. Govinda miró atentamente a ese monje de hábito amarillo, que en nada parecía distinguirse de los otros centenares de monjes. Y pronto lo reconoció él también: sí, era Buda. Y ambos lo siguieron, observándolo. Sumido en sus pensamientos, Buda prosiguió,
Modesto, su camino. Su apacible rostro no expresaba alegría ni tristeza algunas: parecía animado por una leve sonrisa interior. Y así, con esa sonrisa velada, silencioso y pacífico, siguió caminando Buda, semejante a un niño sano, envuelto en su túnica y apoyando los pies como
Todos sus monjes, según reglas estrictas. Pero su rostro y su modo de andar, su mirada discreta y tranquila, su mano que colgaba serenamente a un lado, y cada uno de los dedos de esa mano rezumaban paz y perfección. Nada en él era búsqueda o imitación; todo respiraba
Suavemente en una placidez imperturbable, en una luminosidad imperecedera, en una paz intangible. Fue así como al encaminarse Gotama a la ciudad para pedir limosna, ambos samanas lo reconocieron exclusivamente por la perfección de su serenidad y la paz que emanaba de su figura,
En la que era imposible descubrir algún asomo de búsqueda, voluntad, afán imitativo o esfuerzo: solo paz y luminosidad. —Hoy escucharemos la doctrina de su propia boca —dijo Govinda. Siddhartha no respondió. Poca curiosidad le inspiraba esa doctrina. No creía que llegara a enseñarle nada nuevo, pues él,
Al igual que Govinda, había ya escuchado repetidas veces el contenido de la doctrina de Buda, bien que por informes de segunda y hasta de tercera mano. Sin embargo, observó atentamente la cabeza de Gotama, sus hombros, sus pies y esa mano que colgaba serenamente, y tuvo
La impresión de que cada una de las falanges de esos dedos contenía una enseñanza, y que a través de todas ellas hablaba, emanaba y respiraba la verdad, la verdad radiante y absoluta. Aquel hombre, aquel Buda, era verdadero hasta en los gestos de su dedo meñique. Era un hombre
Sagrado. Y Siddhartha nunca había amado y admirado tanto a un ser humano como a aquel. Los dos amigos siguieron a Buda hasta la ciudad y volvieron en silencio, pues tenían la intención de no probar alimentos ese día. Vieron regresar a Gotama,
Lo vieron almorzar rodeado de sus discípulos —lo que comió no habría saciado a un pájaro—, y retirarse luego a la sombra de los mangos. Por la noche, sin embargo, cuando menguó el calor y todo cobró nueva vida en los jardines, escucharon predicar a Buda. Oyeron su voz,
Que era también perfecta y emanaba calma y paz en plenitud. Gotama les habló de la doctrina del sufrimiento y sus orígenes, así como del camino a seguir para abolirlo. Como agua mansa y cristalina iban fluyendo sus palabras. La vida era sufrimiento y el mundo estaba lleno de dolor;
Pero era posible liberarse de él, y quien siguiera el camino de Buda encontraría la liberación. El Sublime hablaba con voz suave pero firme. Se refirió a las Cuatro Verdades Nobles y al Octuple Sendero, recorriendo con paciencia la vía habitual de la doctrina con sus ejemplos y recurrencias.
Clara y reposada, su voz se cernía sobre los oyentes como una luz, como un cielo constelado. Cuando el Buda terminó su prédica —ya había anochecido—, muchos peregrinos se acercaron a rogarle que los aceptara en la comunidad, pues deseaban refugiarse en
Su doctrina. Y Gotama los acogió diciendo: —Bien habéis escuchado la doctrina que os ha sido anunciada. Aceptadla e id por el mundo como hombres santos, para poner fin al sufrimiento. Y entonces avanzó también Govinda, el tímido, y dijo: —Yo también deseo refugiarme en el Sublime y su doctrina.
Pidió que lo acogieran entre los discípulos y fue admitido. Poco después, cuando Buda se hubo retirado a descansar, Govinda se dirigió a Siddhartha y le dijo con voz fervorosa: —Siddhartha, no tengo derecho a hacerte ningún reproche. Ambos hemos oído al Sublime; ambos hemos escuchado su doctrina. Tras escucharla,
Govinda ha buscado refugio en ella. Pero tú, apreciado amigo, ¿no estás dispuesto a recorrer también el Sendero de la liberación? ¿O acaso vacilas y prefieres seguir esperando? Siddhartha despertó como de su sueño al oír las palabras de Govinda. Observó largo tiempo el
Rostro de su amigo. Luego dijo quedamente y sin ningún asomo de ironía en la voz: —Govinda, amigo mío, por fin has dado el paso, por fin has elegido tu camino. Siempre has sido mi amigo, Govinda, y siempre has marchado detrás de mí, a un paso de distancia. Muchas veces he
Pensado: «¿No dará Govinda alguna vez un paso solo, sin mí, movido por su propia iniciativa?». Y ahora veo que te has hecho un hombre y has sabido elegir tu camino. ¡Ojalá lo sigas hasta el fin, querido amigo! ¡Y ojalá encuentres la liberación! Govinda, que no había entendido cabalmente las
Palabras de su amigo, repitió en tono impaciente su pregunta: —¡Pero habla, por favor! ¡Te lo suplico, querido Siddhartha! Dime, pues no puede ser de otra manera, que también tú, mi sabio amigo, buscarás refugio junto al sublime Buda. Y Siddhartha replicó, apoyando una mano sobre el hombro de Govinda:
—No has escuchado mis votos de felicidad, Govinda. Te los repito: ¡Ojalá sigas tu camino hasta el fin! ¡Y ojalá encuentres la liberación! En ese momento Govinda cayó en la cuenta de que su amigo lo había abandonado y rompió a llorar. —¡Siddhartha! —exclamó sollozando.
Y Siddhartha le habló en tono amistoso: —¡No olvides, Govinda, que desde ahora eres uno de los samanas de Buda! Has renunciado a tu patria y a tus padres, a tu origen y a tus propiedades; has renunciado a tu propia voluntad y a cualquier sentimiento de amistad. Así
Lo quieren la doctrina y el Sublime. Así lo has querido tú mismo. Mañana te abandonaré, Govinda. Largo rato continuaron deambulando ambos amigos por el bosque; largo rato estuvieron tendidos sin conciliar el sueño. Y Govinda preguntaba una y otra vez a su amigo qué motivos le impedían
Refugiarse en la doctrina de Gotama y qué le parecía reprobable en ella. Pero Siddhartha, eludiendo sus preguntas, le decía: —¡Date por satisfecho, Govinda! Excelente es la doctrina del Sublime, ¿cómo podría hallarle yo algún defecto? Al despuntar el alba, uno de los discípulos más antiguos de Gotama recorrió los jardines
Convocando a todos los neófitos que hubieran abrazado su doctrina para imponerles el hábito amarillo e instruirlos en las primeras enseñanzas y obligaciones de su nuevo estado. Govinda se separó entonces de su amigo de juventud y, tras darle un nuevo abrazo, se sumó al cortejo de novicios. Pero Siddhartha siguió deambulando
Por el bosque, absorto en sus pensamientos. De pronto se encontró con Gotama, el Sublime, y lo saludó con profundo respeto. Y al descubrir en Buda una mirada llena de bondad y placidez, el joven cobró valor y solicitó permiso al Venerable para dirigirle la palabra.
El Sublime se lo otorgó en silencio, con una leve inclinación de la cabeza. Y Siddhartha le dijo: —¡Ayer, oh Sublime, me fue dado escuchar tu maravillosa doctrina! Para ello vine de muy lejos en compañía de un amigo. Y ahora mi amigo
Se quedará entre los tuyos; ha buscado refugio en ti. Yo, sin embargo, proseguiré mi peregrinaje. —Como te plazca —repuso cortésmente el Venerable. —Acaso mis palabras sean demasiado audaces —continuó Siddhartha—, mas no quisiera alejarme del Sublime sin haberle comunicado con sinceridad mis pensamientos. ¿Tendrá a bien concederme otro momento de atención?
En silencio, Buda hizo un signo de aquiescencia. Y Siddhartha le dijo: —Una cosa, oh Venerable, he admirado en tu doctrina sobre todo el resto. Todo en ella está perfectamente claro y demostrado. Presentas el mundo como una cadena perfecta que jamás se interrumpe, una cadena eterna, compuesta de causas y efectos. Nunca se había
Visto eso con tanta claridad, jamás había sido expuesto en forma tan irrefutable. El corazón de los brahmanes ha de alegrarse sin duda cuando, a través de tu doctrina, contemplan el mundo como un todo perfectamente ensamblado, sin solución de continuidad,
Diáfano como el cristal e independizado del azar y de los dioses. ¿Será bueno? ¿Será malo? ¿La vida será en él sufrimiento o alegría? Preferible no seguir indagando; tal vez esto no sea lo esencial… Pero la unidad del mundo, la concatenación de todo cuanto acontece, el hecho de que todo lo
Grande y lo pequeño se halle circundado por el mismo río, por la misma ley de la causalidad, del nacer y del morir, todo esto emerge con luminosa nitidez de tu sublime doctrina, ¡hombre perfecto! No obstante, según tu propia doctrina, esta unidad y concatenación de todas
Las cosas se interrumpe en un punto, y por una pequeña grieta irrumpe en este mundo unitario algo extraño, algo nuevo que antes no existía y que no puede ser enseñado ni demostrado: tu doctrina de la superación del mundo, de la liberación. Pero con esta grieta mínima,
Con esta pequeña fisura queda destruida y anulada nuevamente aquella ley universal, eterna y unívoca. Espero que sepas perdonarme esta objeción. Gotama lo había escuchado inmóvil y en silencio. Después empezó a hablar con su voz clara, bondadosa y cortés: —¡Has escuchado la doctrina, oh hijo de brahmán,
Y el que hayas reflexionado tan profundamente en ella dice mucho en tu favor! Le has descubierto una fisura, un defecto. Sigue reflexionando. Pero permíteme, joven sediento de saber, que te ponga en guardia contra la espesa jungla de las opiniones y las disputas sobre las palabras.
Nada importan aquí las opiniones, ya sean buenas o malas, inteligentes o disparatadas: cualquiera puede aceptarlas o rechazarlas. Mas la doctrina que has escuchado de mis labios no es mi opinión, ni su objetivo es explicar el mundo a la gente sedienta de saber. Su objetivo es otro:
La liberación del sufrimiento. Esto es lo que Gotama enseña, nada más. —No te enfades conmigo, oh Sublime —replicó el joven—. No te he hablado así para discutir contigo ni para provocar una disputa de orden terminológico. Tienes razón, sin duda,
Al decir que poco importan las palabras. Mas permíteme añadir otra cosa: no he dudado un solo instante de que fueras Buda y hubieras alcanzado ya la meta suprema a la que aspiran tantos miles de brahmanes e hijos de brahmanes. Has logrado liberarte de la muerte. Y esta liberación,
Producto de las búsquedas que llevaste a cabo en tu propio camino, la has conseguido a través del pensamiento, la meditación, el conocimiento y la iluminación. ¡No a través de una doctrina! En mi opinión, oh Sublime, nadie accede a la liberación a través de una doctrina. ¡A nadie, oh Venerable,
Podrás comunicarle con palabras y mediante una doctrina lo que te ocurrió en el instante mismo de tu Iluminación! Muchas cosas contiene la doctrina de Buda, el Iluminado, y a muchos les enseña a vivir honestamente y evitar el mal. Pero hay algo que esta doctrina tan clara y respetable no
Contiene: el secreto de lo que el Sublime mismo ha vivido, él solo entre centenares de miles de seres humanos. Esto es lo que pensé y saqué en claro al escuchar tu doctrina. Y es al mismo tiempo la razón por la que seguiré mis peregrinaciones…; no para buscar otra doctrina que sea mejor, pues
Sé que no existe, sino para irme alejando de todas las doctrinas y de todos los maestros, y alcanzar yo solo mi objetivo o perecer. Muchas veces, sin embargo, recordaré este día y esta hora en los que
Me fue dado, oh Sublime, contemplar a un santo. La pacífica mirada de Buda se posó en el suelo; la serenidad perfecta resplandecía a través de su impenetrable rostro. —Ojalá tus pensamientos —dijo lentamente el Venerable— no sean erróneos. ¡Y ojalá
Alcances tu objetivo! Pero dime: ¿Has visto la multitud de mis samanas, de todos mis hermanos que han venido a buscar refugio en mi doctrina? ¿Y crees tú, samana forastero, crees que les convendría más abandonar la doctrina y volver a la vida y a los placeres de este mundo?
—¡Lejos de mí tal pensamiento! —exclamó Siddhartha—. ¡Ojalá todos permanezcan fieles a tu doctrina y alcancen su objetivo! No tengo ningún derecho a juzgar la vida de otros. Solo debo juzgarme a mí mismo y elegir o rechazar en función de mi persona. Lo que buscamos nosotros,
Los samanas, es liberarnos del Yo, oh Sublime. Si yo fuera uno de tus discípulos, oh Venerable, podría ocurrir (y es lo que me temo) que mi Yo encontrara solo en apariencia su reposo y su liberación, y que en realidad continuara viviendo y medrando. Pues entonces tu doctrina,
Mis adeptos, mi amor por ti y la comunidad de los monjes se habrían integrado en mi Yo. Sonriendo a medias, Gotama clavó en el forastero una mirada inmutablemente clara y rebosante de amistad, y luego lo despidió con un gesto imperceptible.
—Eres inteligente, samana —dijo el Venerable—. Y sabes hablar con gran prudencia, amigo mío. ¡Más cuídate de una inteligencia excesiva! Buda se alejó, pero su mirada y su imperceptible sonrisa quedaron grabadas para siempre en la memoria de Siddhartha.
«Nunca he visto mirar ni sonreír así a un ser humano —pensó el joven—, ni tampoco sentarse o caminar de este modo. Así me gustaría poder mirar y sonreír, sentarme y caminar yo también, con la misma dignidad, modestia, naturalidad y misteriosa ingenuidad con que él lo hace. Solo
Una persona que ha logrado penetrar hasta lo más profundo de su ser es realmente capaz de caminar y de mirar así. Pues bien: ¡intentaré penetrar yo también en el mío! »Solo he visto a un ser humano —continuó pensando—, a uno solo que me haya obligado
A bajar la mirada. Y a partir de ahora no pienso bajarla ante nadie, ante nadie más. Ninguna doctrina volverá a seducirme, ya que ni la de este hombre ha conseguido hacerlo. ¡Muchas cosas me ha quitado Buda: muchas! Pero más me ha dado a cambio. Me ha quitado a mi amigo,
Que antes creía en mí y ahora cree en Él, que era mi sombra y ahora es la sombra de Gotama. Pero me ha regalado a Siddhartha, me ha regalado a mí mismo.» Despertar Al abandonar el bosque donde había dejado a Buda, el Ser Perfecto, y a Govinda, Siddhartha sintió
Que entre esos árboles abandonaba asimismo su vida pasada, ahora desprendida de él. Esta sensación, que lo llenaba por entero, ocupaba su espíritu mientras se iba alejando a paso lento. Reflexionó hondamente, sumergiéndose en dicha sensación como en aguas muy profundas, hasta tocar fondo,
Hasta el lugar en que reposan las causas últimas; pues desentrañar las causas últimas era, según él, la verdadera forma de pensar. Solo así las sensaciones se convierten en conocimientos y, en vez de diluirse, adquieren contenido y empiezan a irradiar lo que hay en ellas.
Siddhartha siguió meditando mientras avanzaba lentamente. Ya no era un joven, constató, sino que se había convertido en un hombre. Constató asimismo que algo se había desprendido de él, como la piel vieja se desprende de las serpientes; que algo ya no existía más en él, algo que lo
Había acompañado toda su juventud, formando parte de su ser: el deseo de tener maestros y escuchar sus enseñanzas. Se había visto obligado a abandonar al último maestro que encontrara en su camino, al más grande y sabio de los maestros, al más sagrado: Buda. Sí, se había separado de él,
No había podido aceptar su doctrina. Sumido en sus meditaciones, Siddhartha aminoró aún más el paso y se preguntó: «¿Qué habrías querido aprender realmente con ayuda de doctrinas y maestros? ¿Y qué es lo que ellos no han podido enseñarte, pese a todo lo que te han transmitido?». Y encontró esta respuesta: «Era el Yo,
Cuyo sentido y esencia deseaba conocer. Era el Yo, del que anhelaba desprenderme y al que pretendía aniquilar. Mas no podía aniquilarlo; solo lograba engañarlo, rehuirlo, esconderme de él. La verdad es que nada en el mundo ha ocupado tanto mis pensamientos como este Yo mío, este enigma que
Supone estar vivo y ser una persona separada de todas las otras, aislada: el hecho de ser Siddhartha. Y, sin embargo, ¡nada hay en el mundo que conozca menos que a mí mismo, a Siddhartha!». Y el lento y pensativo caminante se detuvo de pronto, dominado por esta última idea. Y
De ella brotó al punto otra nueva: «El que nada sepa de mí, el que Siddhartha me haya parecido siempre tan extraño y desconocido, proviene de una sola causa: ¡el miedo a mí mismo, la huida ante mi propio ser! He buscado el Atmán y a Brahma. Me hallaba dispuesto a fragmentar mi Yo
Y a arrancarle cada una de sus envolturas, a penetrar hasta sus zonas más profundas y desconocidas con el fin de descubrir lo que esas envolturas ocultaban: el Atmán, la vida, lo divino, lo último. Pero en vez de encontrar todo aquello, acabé perdiéndome a mí mismo».
Siddhartha abrió los ojos y miró a su alrededor; una sonrisa iluminó su rostro, y una profunda sensación de despertar de largos sueños recorrió todo su cuerpo. Y al punto se puso nuevamente en marcha, con paso rápido, como un hombre que sabe lo que ha de hacer.
«¡Oh! —pensó al tiempo que respiraba profundamente—, ¡ya no permitiré que se me escape Siddhartha! Ya no volveré a ocupar mis pensamientos y mi vida con la búsqueda del Atmán o con indagaciones sobre el sufrimiento del mundo. No pienso volver a matarme y
Fragmentarme para buscar un misterio detrás de las ruinas. Ya no me instruirán el “Yoga-Veda”, ni el “Atharva-Veda”, ni los ascetas ni ninguna otra doctrina. Quiero aprender de mí mismo, ser mi propio discípulo, conocerme y penetrar en ese enigma llamado Siddhartha.»
Miró a su alrededor como si viera el mundo por primera vez. ¡Qué hermoso era aquel mundo! Variado, extraño y enigmático: azul aquí, amarillo y verde más allá; las nubes se deslizaban como el río; el bosque y las montañas conjugaban su estática belleza: todo era misterioso y mágico. Y
En medio de todo esto, él, Siddhartha, despierto ya, se ponía en marcha hacia sí mismo. Y todas esas cosas, aquel azul y amarillo, el río y el bosque, penetraron por vez primera en los ojos
De Siddhartha: ya no eran los hechizos de Mara, no eran ya el velo de Maya, dejaron de ser la absurda y contingente multiplicidad del mundo de las apariencias, indigna de los profundos pensamientos del brahmán, que la desprecia y solo busca la unidad. Para él, ahora, el
Azul era azul y el río era el río; y aunque en el azul y el río vistos por Siddhartha subsistiera, latente, la idea de unidad y de divinidad, no era menos representativo de la condición divina el ser aquí amarillo, ahí azul, más allá cielo y bosque, y aquí otra vez Siddhartha. El «sentido»
Y la «esencia» no se hallaban en algún lugar tras las cosas, sino en ellas mismas, en todo. «¡Qué sordo y limitado he sido! —pensó luego aligerando el paso—. Cuando alguien lee un texto cuyo sentido quiere descifrar, no desdeña los signos ni las letras, ni los considera una
Ilusión, un producto del azar o una envoltura sin valor, sino más bien los lee, los estudia y los ama, signo por signo y letra por letra. Pero yo, que deseaba leer el libro del mundo y
El libro de mi propio ser, desprecié sus signos y sus letras en función de un sentido que les había atribuido de antemano. Y denominaba ilusión al mundo de las apariencias, considerando mis ojos y mi lengua como fenómenos contingentes y sin valor alguno. Pero esto ya pasó: me he despertado, estoy
Totalmente despierto y hoy, por fin, he nacido.» Así reflexionaba Siddhartha, cuando de pronto se detuvo en seco, como si hubiera visto una serpiente atravesada en su camino. Pues de improviso cayó también en la cuenta de una cosa: él, que en realidad era como un ser
Recién despierto o como un recién nacido, tendría que empezar su vida desde el principio. Aquella misma mañana, cuando se alejaba del bosquecillo de Jetavana, morada del Sublime, y comenzaba a despertarse y a marchar hacia sí mismo, tuvo la intención —que además le pareció muy natural y
Comprensible— de regresar a su tierra y a la casa paterna después de aquellos años de ascetismo. Pero ahora, en ese instante en que se detuvo como si una serpiente se le hubiera atravesado en el camino, otra idea se impuso a su espíritu: «Ya no soy el mismo de antes; ya no soy asceta,
Ni sacerdote, ni brahmán. ¿Qué haría, pues, en casa de mi padre? ¿Estudiar? ¿Ofrecer sacrificios? ¿Entregarme a la meditación? No: todo esto ha terminado y no se encuentra en mi camino». Siddhartha permaneció en pie, inmóvil, y durante una fracción de segundo sintió frío en su corazón.
Al tomar conciencia de su soledad, sintió que algo semejante a un animalito, un pajarillo o una liebre se le helaba en el pecho. Durante años no había tenido hogar y ni se había dado cuenta. Pero ahora lo sentía. Siempre, incluso en los momentos de máxima concentración, había sido el hijo de su
Padre, un brahmán, miembro de una casta elevada, un intelectual. Y ahora era únicamente Siddhartha, el recién despierto, y nada más. Respiró profundamente, y por un instante sintió frío y se estremeció. No había ser más solo que él. No había noble que no estuviera vinculado a otros nobles,
Ni artesano que no perteneciera a su gremio o no pudiera buscar protección junto a los otros artesanos, compartiendo su vida y hablando su idioma. No había brahmán que no se contara en el número de los brahmanes o viviera con ellos, ni asceta que no hallara protección en la comunidad
De los samanas. E incluso el ermitaño más solitario no estaba del todo solo en su bosque: también él pertenecía a una clase, a una entidad que era a la vez su patria. Govinda se había hecho monje y tenía por hermanos a miles de monjes que llevaban el mismo hábito, compartían su fe y
Hablaban la misma lengua. Pero él, Siddhartha, ¿a qué comunidad pertenecía?, ¿con quién compartiría su existencia?, ¿qué idioma hablaría? Y en ese mismo instante en que el mundo que lo rodeaba pareció desvanecerse y él se quedó solo como una estrella en el firmamento,
En aquel momento de frialdad y de desánimo, se irguió un Siddhartha más sólido y fuerte, más posesionado que nunca de su propio Yo. Se dio cuenta de que aquello había sido el último estremecimiento del despertar, el espasmo final del parto. Y al punto reanudó su marcha,
Con paso rápido e impaciente…; mas no a su hogar, no a donde su padre; ya no hacia atrás. SEGUNDA PARTE Dedicada a Wilhelm Gundert, mi primo en el Japón Kamala Siddhartha iba aprendiendo a cada paso cosas nuevas, pues el mundo, para él, se había transformado, y su corazón se hallaba como
Bajo el efecto de un hechizo. Veía al sol salir tras las montañas boscosas y ocultarse entre las lejanas palmeras de la orilla. Por la noche admiraba el orden de las constelaciones en el cielo y la media luna que, como una barca, flotaba en el espacio azul. También veía árboles, astros,
Animales, nubes, arco iris, roquedales, hierbas, flores, arroyos y ríos; advirtió el centelleo del rocío matinal en los arbustos, el azul pálido de las altas montañas en la lejanía, el gorjeo de los pájaros, el zumbar de las abejas y la canción del viento entre los arrozales plateados.
Todas estas cosas y mil más, de abigarrada diversidad, habían existido desde siempre: el sol y la luna no habían dejado de brillar desde tiempo inmemorial, y los ríos siempre habían murmurado y las abejas zumbado. Pero todo esto no había sido antes más que un velo efímero e ilusorio a los
Ojos de Siddhartha, un velo del cual desconfiaba y cuyo destino era ser impregnado y destruido por el pensamiento, ya que no era esencia y las esencias se encontraban más allá de lo visible. Mas ahora, sus ojos liberados deteníanse en el plano de lo inmediato y veían y reconocían cuanto
Era visible, familiarizándose con este mundo sin preocuparse por su esencia ni aspirar a unndo más allá. ¡Qué hermoso era el mundo para quien lo contemplaba así, sin ningún deseo de explorarlo, con una visión ingenua y de infantil simplicidad! ¡Qué hermosas eran la luna y las constelaciones,
Los arroyos y riberas, los bosques y las rocas, las cabras y los cárabos dorados, las flores y las mariposas! ¡Qué hermoso y agradable era deambular así por el mundo, tan despreocupadamente y con el corazón abierto a todo lo inmediato, sin recelos de ningún tipo!
El sol ardía en la cabeza de otro modo, y distintos eran también la fresca sombra del bosque, el agua del arroyo y la cisterna y el sabor de los plátanos y de las calabazas. Los días y las noches eran cortos, y las horas huían con la rapidez de un velero sobre el mar,
De un barco cargado de tesoros y alegrías. Siddhartha vio una gran familia de simios avanzar por la cúpula verde del bosque, saltando entre las ramas más altas, y oyó unos chillidos de salvaje impaciencia. Vio un carnero perseguir a una oveja y fecundarla. Entre los juncos de un estanque vio
Luego un lucio hambriento que se lanzaba a la caza nocturna y, ante él, un nutrido cardumen de brillantes pececillos que huían despavoridos y a la desbandada, mientras el impetuoso cazador iba trazando fugaces remolinos al agitar el agua con una pasión y furia irresistibles.
Todo esto había existido siempre, mas Siddhartha no lo había visto: su espíritu se hallaba ausente. Pero ahora estaba allí, formando parte de esas cosas. Por sus ojos se filtraban la luz y la sombra; la luna y las estrellas relucían en su corazón.
En el camino, Siddhartha fue recordando asimismo cuanto había vivido en los jardines de Jetavana: la doctrina que había escuchado, el divino Buda, la despedida de Govinda y el diálogo con el Sublime. Evocó de nuevo sus propias palabras una a una, aquellas que dirigiera al Sublime,
Y constató con asombro que en ese momento había dicho cosas que, en realidad, ignoraba por completo. Le dijo a Gotama que el verdadero tesoro y el secreto de Buda no era su doctrina, sino esa vivencia inefable e imposible de enseñar que el Sublime experimentara en el instante mismo
De su Iluminación. Y para tener precisamente esa experiencia había partido él, Siddhartha, ahora. Ya empezaba a tenerla: en adelante tendría que vivir su propia vida. Sabía sin duda —y desde hacía tiempo— que su propio Yo era el Atmán, formado de la misma esencia eterna de Brahma.
Mas nunca había hallado de verdad a ese Yo, pues siempre intentaba atraparlo con las redes del pensamiento. Si ni el cuerpo ni el juego de los sentidos constituían el Yo —cosa evidente—, tampoco lo eran el pensamiento, ni la inteligencia, ni los conocimientos adquiridos,
Ni el arte, igualmente aprendido, de sacar conclusiones o forjar nuevas ideas a partir de las antiguas. No, estas instancias del espíritu también se hallaban «más acá»: y destruir al Yo casual de los sentidos no llevaba a ningún sitio si seguíamos alimentando al Yo casual de las ideas
Y conocimientos. Tanto las ideas como los sentidos eran cosas buenas tras las cuales yacía oculto el significado último. Había que escucharlas y jugar con ambas, sin menospreciarlas ni darles demasiada importancia, y a través de ellas sorprender luego las voces secretas del propio mundo interior. No
Deseaba Siddhartha aspirar sino a lo que estas voces le ordenasen aspirar, ni detenerse sino donde ellas se lo sugirieran. ¿Por qué un buen día, a esa hora que resume todas las demás, decidió Gotama sentarse bajo el árbol Bodhi, donde le vino la Iluminación? Porque en su corazón oyó
Una voz que le ordenaba buscar reposo bajo ese árbol, y dejando a un lado la mortificación, los sacrificios, el baño, las plegarias, la comida, la bebida y el sueño, obedeció al mandato de la voz. Obedecer así, no a cualquier orden exterior, sino solo a la Voz, y estar dispuesto
Siempre: he aquí lo principal, lo realmente necesario; del resto se podía prescindir. Una noche en que dormía junto al río, en la cabaña de paja de un barquero, Siddhartha tuvo un sueño: Govinda, de pie ante él, envuelto en el hábito amarillo de los ascetas, le preguntaba en un tono
De voz no menos triste que su rostro: «¿Por qué me has abandonado?». Y entonces Siddhartha lo abrazó, rodeándolo con sus brazos; pero al atraerlo hacia su pecho y besarlo, notó que no era Govinda, sino una mujer por cuya túnica entreabierta asomaba un seno túrgido. Siddhartha se pegó
A él y bebió, y la leche de aquel seno tenía un sabor dulce y fuerte. Sabía a mujer y a hombre, a sol y a bosque, a flores y animales, a todos los frutos y a todos los placeres. Embriagaba y hacía perder el sentido. Cuando Siddhartha despertó, las aguas
Del río proyectaban pálidos destellos por la puerta de la cabaña, y en el bosque resonó, grave y distinto, el sombrío graznido de un búho. Al despuntar el día rogó Siddhartha a su anfitrión, el barquero, que lo llevara hasta la orilla opuesta. El barquero lo trasladó
En su balsa de bambú. Las aguas del ancho río despedían un brillo rojizo en la claridad matinal. —¡Qué río tan hermoso! —dijo Siddhartha a su acompañante. —Sí —repuso el barquero—, un río espléndido, lo quiero más que a ninguna otra cosa. Suelo
Escucharlo y mirarlo a los ojos con frecuencia, y siempre me enseña algo. De un río pueden aprenderse muchas cosas. —Te lo agradezco mucho, bienhechor mío —dijo Siddhartha al bajar en la otra orilla—. Pero no tengo ningún regalo con que corresponder a
Tu hospitalidad, y tampoco puedo pagarte el barcaje. No tengo patria ni hogar; soy un samana, hijo de un brahmán. —Ya lo había notado —respondió el barquero— y no esperaba pago ni regalo alguno de ti. Ya me regalarás algo en otra oportunidad. —¿De veras lo crees? —preguntó Siddhartha riendo.
—Por supuesto. El río me ha enseñado que todo regresa. Y tú también regresarás, samana. Ahora: ¡adiós! ¡Que tu amistad sea mi pago! ¡Acuérdate de mí cuando ofrezcas sacrificios a los dioses! Se despidieron sonriendo. Y Siddhartha se alegró de la amistad y gentileza del barquero.
«Es como Govinda —pensó al tiempo que esbozaba una sonrisa—, todos los que encuentro en mi camino son como Govinda. Todos son agradecidos, aunque ellos mismos podrían reclamarme gratitud. Todos son sumisos, a todos les gusta ser amigos, obedecer y pensar poco. Los hombres son como niños.»
Hacia el mediodía atravesó una aldea. En la calle, frente a las chozas de barro, un grupo de niños se revolcaban en el polvo y jugueteaban con pipas de calabaza y caracolas, chillando y riñéndose; pero al ver al samana extranjero huyeron todos despavoridos. Al
Terminar la aldea, el camino cruzaba un arroyo en cuya orilla una mujer joven lavaba ropa, arrodillada. Cuando Siddhartha la saludó, la joven alzó la cabeza y lo miró con una sonrisa que hizo centellear fugazmente el blanco de sus ojos. Él musitó una bendición, como es
Habitual entre los peregrinos, y le preguntó a qué distancia se encontraba la gran ciudad. Ella entonces se puso en pie y se acercó al joven: su boca húmeda relampagueó un instante en el rostro juvenil. Intercambió unas cuantas bromas con Siddhartha, preguntándole si ya había comido y
Si era cierto que los samanas dormían solos en el bosque y no podían tener mujeres a su lado. Al decir esto, la muchacha apoyó el pie izquierdo sobre el pie derecho de Siddhartha, adoptando la postura de la mujer que invita al hombre a esa variante del juego amoroso
Que los manuales denominan «trepar al árbol». Sintió Siddhartha que la sangre se le encendía, y como en ese instante volvió a recordar su sueño, se inclinó ligeramente hacia la joven y besó con sus labios la oscura punta de uno de los senos. Al levantar la mirada vio un rostro
Sonriente y lleno de deseos, y en sus ojos entornados leyó la apetencia que la consumía. Siddhartha también tuvo deseos y sintió brotar en su interior el manantial del sexo. Mas como nunca había tocado a una mujer, tuvo un momento de vacilación cuando sus manos ya se disponían
A posarse en ella. Y en aquel instante escuchó, estremecido, la voz de su interior; y la voz le dijo: «No». Al punto se desvanecieron los encantos del sonriente rostro de la joven, y Siddhartha ya no vio sino la húmeda mirada de una hembra en celo. Le acarició dulcemente la mejilla y,
Con paso ágil, desapareció al poco rato en el bosque de bambúes, dejando atrás a la desengañada. Por la tarde de ese mismo día llegó a una gran ciudad y se sintió feliz, pues tenía muchas ganas de ver gente. Había vivido largos años en los bosques, y la cabaña de paja del barquero,
En la que pasara la noche anterior, había sido su primer techo en mucho tiempo. Frente a la ciudad, junto a un hermoso bosquecilio cercado, se encontró el peregrino con un pequeño cortejo de siervos y criados cargados de cestos. En medio de ellos, en un lujoso palanquín llevado
Por cuatro cargadores y protegido por un palio multicolor, iba una dama recostada entre cojines rojos: el ama. Siddhartha se detuvo a la entrada del bosquecillo a contemplar el cortejo. Vio a los criados, a las doncellas, las canastas, el palanquín y a la dama que iba en él.
Bajo una abundante cabellera negra recogida hacia arriba vio un rostro muy blanco, tierno e inteligente, una boca de color rojo encendido semejante a un higo recién abierto, unas cejas muy cuidadas y pintadas en forma de arco, un par de ojos negros,
Despiertos e inteligentes, un cuello muy esbelto que surgía de su túnica verde y dorada, y dos manos blancas, largas y afiladas, con anchos brazaletes de oro en las muñecas. Advirtió Siddhartha lo hermosa que era y se alegró en su corazón.
Cuando el palanquín estuvo cerca, el joven le hizo una profunda venia y, al enderezarse, clavó su mirada en el pálido y bello rostro de la dama, leyó un instante en los inteligentes ojos, sombreados por dos prominentes arcos ciliares, y aspiró una bocanada de un perfume que desconocía.
Sonriendo fugazmente, la hermosa dama le hizo una imperceptible señal con la cabeza y desapareció detrás del cerco, seguida por sus criados. «¡Vaya, vaya! —pensó Siddhartha—; haré mi entrada en la ciudad bajo un presagio favorable.» Sintió deseos de entrar en el bosquecillo de inmediato, pero reflexionó y tomó conciencia del desprecio y del
Recelo con que los criados y doncellas lo habían mirado a la entrada, rechazándolo. «Aún soy un samana —pensó—, un asceta mendigo. Mas no lo seré siempre, ni entraré así en estos jardines.» Y se echó a reír.
A la primera persona que encontró en su camino preguntóle el nombre del bosquecillo y de la dama aquella, y se enteró de que eran los jardines de Kamala, la famosa cortesana, quien además del bosquecillo poseía una casa en la ciudad. Entonces decidió entrar en la ciudad. Ahora
Tenía una meta y, con el fin del alcanzarla, se dejó absorber por la ciudad, deambulando por sus callejuelas, deteniéndose en sus plazas y descansando en las escalinatas de piedra, junto al río. Hacia el atardecer hizo amistad con un barbero al que había visto trabajar a la
Sombra de una cúpula; volvió a encontrarlo en un templo de Vishnú, rezando, y le contó la historia de Vishnú y de Lakshmi. Aquella noche durmió junto a las barcas del río, y muy temprano, antes de que los primeros clientes llegaran a la barbería, se hizo afeitar y cortar el cabello por ese barbero,
Que también lo peinó y le hizo fricciones con aceites finos. Luego se fue a bañar al río. Cuando, al caer la tarde, la bella Kamala llegó en litera a sus jardines, Siddhartha, que se hallaba en la entrada, le hizo una reverencia y recibió el saludo de la cortesana. Luego llamó
Por señas al último criado del séquito y le rogó comunicar a su señora que un joven brahmán deseaba hablar con ella. El criado volvió al cabo de un momento e invitó a Siddhartha a seguirle. Sin
Decir nada lo condujo a un pabellón donde Kamala descansaba en un diván, y lo dejó solo con ella. —¿No eres tú el que ayer me saludó ahí afuera, a la entrada de mis jardines? —preguntó Kamala. —Pues sí, ayer te vi y saludé. —Pero ¿no llevabas barba y
Los cabellos largos, llenos de polvo? —Así es. Eres una excelente observadora: nada se te escapa. Viste a Siddhartha, el hijo del brahmán, que abandonó su hogar para convertirse en samana y que ha sido un samana por espacio de tres años. Pero ahora me he apartado de esa senda
Y mis pasos me han traído a esta ciudad. Y antes de entrar en ella, la primera mujer que encontré fuiste tú. ¡Para decirte esto he venido, Kamala! Eres la primera mujer con la que Siddhartha habla sin bajar la mirada. Y no pienso bajarla nunca más cuando me encuentre con una mujer hermosa.
Kamala sonrió y se puso a juguetear con su abanico de plumas de pavo real. Entonces le preguntó: —¿Y solo para decirme esto has venido hasta mí, Siddhartha? —Para decirte esto, sí, y para agradecerte por ser tan bella. Y si no te molesta,
Kamala, quisiera pedirte que seas mi amiga y mi maestra, pues aún ignoro totalmente el arte que tú dominas a la perfección. Al oír esto Kamala se echó a reír. —Nunca me había ocurrido, amigo mío, que un samana del bosque viniera a verme para que
Lo instruya. Es la primera vez que un samana de cabellos largos y vestido con un taparrabos raído me pide que lo reciba. Muchos jóvenes vienen a verme, y entre ellos hay algunos hijos de brahmanes. Pero todos vienen elegantemente ataviados, llevan calzado fino, un buen perfume
En sus cabellos y dinero en sus bolsas. Así son, amigo samana, los jóvenes que me visitan. Dijo entonces Siddhartha: —Ya empiezo a aprender de ti. Y ayer también me enseñaste algo. Ya me he afeitado la barba y he peinado y untado mis cabellos con aceite.
Pocas cosas me faltan, oh mujer maravillosa: ropa elegante, calzado fino y dinero en la bolsa. Quiero que sepas que Siddhartha se propuso cosas más difíciles que todas estas nimiedades, y las ha logrado. ¿Por qué no habría de lograr entonces lo que ayer me propuse:
Ser tu amigo y aprender contigo los placeres del amor? Verás con qué facilidad aprendo, Kamala. He aprendido cosas más difíciles que las que tú has de enseñarme. Y ahora dime: ¿No te basta Siddhartha como ahora está, con aceite en el cabello, pero sin vestidos, ni calzado, ni dinero?
Kamala respondió riendo: —No, querido, no me basta. Ha de tener vestidos elegantes, zapatos bonitos, mucho dinero en la bolsa, y regalos para Kamala. Ahora ya lo sabes, samana del bosque. Espero que no lo olvides. —Claro que no lo olvidaré —exclamó Siddhartha—.
¿Cómo podría olvidar palabras salidas de semejante boca? Tu boca es como un higo recién abierto, Kamala. La mía también es roja y fresca, y hará juego con la tuya, ya verás. Pero dime, hermosa Kamala, ¿no temes al samana del bosque que ha venido para que le enseñes el amor?
—¿Por qué habría de temer a un samana, a un necio samana del bosque que solo ha vivido entre chacales y no tiene la menor idea de lo que es una mujer? —¡Oh! El samana es fuerte y nada lo amedrenta. Podría forzarte, hermosa muchacha.
Podría raptarte o hacerte daño. —No, samana, no es eso lo que temo. ¿Acaso un samana o un brahmán han temido alguna vez que alguien pudiera asaltarlos y robarles su erudición, su piedad o sus pensamientos más profundos? No, pues forman parte de sí
Mismo y él da solo lo que quiere dar y a quien le place dárselo. Lo mismo ocurre con Kamala y los placeres del amor. Bella y encarnada es la boca de Kamala; pero intenta besarla contra su voluntad y
No obtendrás de esa boca, que tantas delicias sabe prodigar, ni una sola gota de dulzura. Tienes facilidad para aprender, Siddhartha, pues aprende también esto: el amor se puede mendigar, comprar, recibir como regalo o recoger en la calle, ¡pero robarlo es imposible! Has elegido
Un camino equivocado. No, sería lamentable que un joven tan hermoso como tú empezara tan mal. Siddhartha se inclinó sonriendo y dijo: —Tienes razón, Kamala: ¡sería lamentable! ¡Muy lamentable! No, de tu boca no me perderé una sola gota de dulzura, ni tú de la mía. Quedamos,
Pues, en que Siddhartha volverá cuando tenga lo que aún le falta: ropa, calzado, dinero. Mas dime, dulce Kamala, ¿podrás darme un pequeño consejo? —¿Un consejo? ¿Por qué no? ¿Cómo negarle un consejo a un pobre samana analfabeto que viene del bosque y del reino de los chacales?
—Aconséjame, pues, querida Kamala: ¿adónde debo ir para encontrar con rapidez esas tres cosas? —Muchos querrían saberlo, amigo mío. Tendrás que poner en práctica lo que hayas aprendido, y exigir a cambio dinero, vestidos y zapatos. Es el único recurso de los pobres para ganar dinero. ¿Qué sabes hacer? —Sé meditar. Sé esperar. Sé ayunar.
—¿Nada más? —Nada más. ¡Oh sí: escribir poesía! ¿Querrías darme un beso por un poema? —Lo haré si tu poema me gusta. ¿Cómo se llama? Y Siddhartha, tras un instante de reflexión, le recitó estos versos: Cuando la hermosa Kamala entró en su bosquecillo, el samana moreno se encontraba en la puerta.
Al ver a la flor de loto se inclinó profundamente, y Kamala, sonriendo, su gesto le agradeció. «Es preferible ofrecer sacrificios a la bella Kamala, —pensó el joven—, que hacer inmolaciones a los dioses.» Con gran entusiasmo aplaudió Kamala, haciendo tintinear sus brazaletes de oro.
—Hermosos son tus versos, samana moreno, y en verdad no pierdo nada pagándotelos con un beso. Luego lo atrajo con su mirada. El joven inclinó su rostro hacia el de ella y posó su boca sobre la de Kamala, fresca como un higo recién abierto. Largo fue el beso de la cortesana; y Siddhartha,
En medio de su asombro, sintió que ella le estaba enseñando. ¡Cuánto sabía! ¡Con qué habilidad sabía dominarlo, rechazarlo y atraerlo sucesivamente! E intuyó también que tras ese primer beso lo aguardaban muchos más, debidamente calculados y ensayados, cada cual muy distinto de los otros.
Respiró profundamente como un niño ante la plétora de conocimientos y de cosas dignas de aprender que se iban desplegando ante sus ojos. —Muy hermosos son tus versos —exclamó Kamala—. Si fuera rica te los pagaría en piezas de oro. Pero difícil te será ganar con
Ellos todo el dinero que necesitas. Pues te hará falta mucho para ser amigo de Kamala. —¡Qué bien sabes besar, Kamala! —balbuceó Siddhartha. —Pues sí, lo sé, y por eso no me falta ropa, calzado, brazaletes ni otras cosas bonitas. Pero ¿qué va a ser de ti si solo sabes pensar, ayunar y escribir poesías?
—También conozco los himnos de los sacrificios —dijo Siddhartha—, pero no quiero cantarlos. Y sé las fórmulas de encantamiento, mas no quiero recitarlas. He leído las escrituras… —¿Cómo? —lo interrumpió Kamala—. ¿Sabes leer… y escribir? —Por supuesto. Y no soy el único. —La mayoría no sabe. Y yo tampoco.
Es importante que sepas leer y escribir: muy importante. Las fórmulas de encantamiento también pueden serte útiles. En aquel momento entró una criada corriendo y susurró unas palabras al oído de su ama. —Tengo visita —exclamó Kamala—; ¡desaparece rápido, Siddhartha, nadie debe verte aquí: no lo olvides! Nos veremos mañana.
Y ordenó a la criada que entregara una túnica blanca al piadoso brahmán. Sin saber muy bien lo que ocurría, Siddhartha se vio conducido por la joven a través de caminos que desconocía, hasta un pabellón del jardín, donde fue obsequiado con una túnica. Luego, la misma criada lo condujo
A la espesura y lo instó a que se alejara cuanto antes del bosquecillo, procurando no ser visto. Muy contento, el joven hizo lo que le ordenaron. Acostumbrado al bosque, saltó la valla del jardín sin hacer ruido y volvió feliz a la ciudad, con su túnica enrollada bajo el brazo.
Al llegar a un albergue frecuentado por viajeros, se instaló junto a la puerta y, con un gesto, pidió algo de comer. Le dieron un trozo de pastel de arroz que él recibió en silencio. «Tal vez mañana —se dijo— ya no tenga que pedir más comida.»
Pero de pronto lo invadió un sentimiento de orgullo. Ya no era un samana, y mendigar le pareció algo indigno de él. Arrojó a un perro su pastel de arroz y se abstuvo de tomar alimentos. «La vida que se lleva en este mundo es bastante simple —pensó Siddhartha—. No presenta ningún
Obstáculo. Cuando aún era un samana, todo me resultaba difícil, penoso y, a fin de cuentas, inútil. Más ahora todo es fácil, tan fácil como el arte de besar que me ha enseñado Kamala. Necesito ropa y dinero, nada más. Son dos objetos fáciles y cercanos, incapaces de quitar el sueño.»
Había averiguado hacía rato la ubicación exacta de la casa de Kamala en la ciudad, y allí se dirigió al día siguiente. —Todo va bien —le dijo la cortesana al verlo entrar—. Te espera Kamaswami, el mercader más rico de esta ciudad. Si le caes en gracia,
Te tomará a su servicio. Actúa con habilidad, samana moreno. He logrado que otros le hablaran de ti. Sé amable con él, es un hombre muy poderoso. ¡Pero tampoco seas demasiado modesto! No quiero que haga de ti un criado; has de convertirte en su igual, de lo contrario
No estaré contenta contigo. Kamaswami se está volviendo cada vez más viejo y regalón. Si le caes en gracia, te confiará muchos de sus negocios. Siddhartha le agradeció y se echó a reír; y ella, al enterarse de que desde la víspera no había comido nada, mandó traer pan y fruta y le sirvió.
—Has tenido suerte —le dijo Kamala al despedirse—, todas las puertas se abren a tu paso. ¿Por qué será? ¿No tendrás algún hechizo? Siddhartha replicó: —Ayer te dije que sabía pensar, esperar y ayunar, pero en tu opinión aquello no servía para nada.
Sin embargo, sirve para mucho, Kamala, ya lo verás. Te darás cuenta de que los necios samanas, en el bosque, pueden aprender infinidad de cosas buenas que vosotros ignoráis aquí. Anteayer no era más que un mendigo sucio y desgreñado; ayer le di un beso a Kamala
Y pronto seré un mercader y tendré dinero y todas esas cosas que a ti tanto te interesan. —Es cierto —admitió la cortesana—. Pero ¿qué habrías hecho sin mí? ¿Qué sería de ti sin la ayuda de Kamala? —Querida Kamala —repuso Siddhartha irguiéndose
Cuan alto era—, yo di el primer paso al entrar en tu bosquecillo. Mi propósito era aprender el amor con la más hermosa de las mujeres. Y desde el momento en que tomé esta determinación, sabía que la llevaría a término. Y sabía también que tú me ayudarías;
Lo supe desde que me echaste tu primera mirada, a la entrada del bosquecillo. —¿Y si yo no hubiera querido? —Pero lo has querido. Escucha, Kamala: si arrojas una piedra al agua, se precipitará hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo
Le ocurre a Siddhartha cuando se propone alcanzar una meta: Siddhartha no hace nada: espera, medita, ayuna, pero atraviesa las cosas del mundo como la piedra el agua, sin hacer nada, sin moverse, dejándose atraer, dejándose caer. Su propia meta lo atrae, pues él no deja penetrar en su alma nada
Que pueda apartarlo del objetivo propuesto. Esto es lo que Siddhartha aprendió con los samanas. Es lo que los necios denominan magia y atribuyen a la acción de los demonios. Mas nada es obra de los demonios, porque los demonios no existen. Cualquiera puede ejercer la magia y alcanzar sus
Objetivos si sabe pensar, esperar y ayunar. Kamala lo escuchó atentamente. Amaba su voz, amaba la mirada de sus ojos. —Tal vez sea como dices, amigo —repuso en voz baja—. Pero acaso también se deba a que Siddhartha es un hombre hermoso y
A que su mirada atrae a las mujeres. Tal vez la suerte le sonría por esta razón. Siddhartha se despidió con un beso. —¡Ojalá sea así, maestra mía! ¡Ojalá que mi mirada te agrade siempre, y que mi suerte provenga de ti! Con los hombres niños
Encaminóse Siddhartha a la lujosa mansión del mercader Kamaswami. Al llegar, los criados lo condujeron por alcobas y pasillos ricamente tapizados hasta el salón donde debía esperar al dueño de casa. Al cabo de un rato entró Kamaswami. Era un hombre ligero y flexible, de cabellos bastante encanecidos,
Ojos sabios y prudentes y boca sensual. Anfitrión y huésped se saludaron amistosamente. —Me han dicho —empezó el mercader— que eres un brahmán, un sabio, pero que buscas colocación en casa de algún mercader. ¿Te hallas en la indigencia, brahmán, y por eso buscas empleo?
—No —repuso Siddhartha—, no estoy y nunca he estado en la indigencia. Has de saber que vengo de donde los samanas, con los cuales he vivido mucho tiempo. —Si vienes de donde los samanas, ¿cómo no vas a estar en la indigencia? ¿Acaso los samanas poseen algún bien?
—No poseo bien alguno —replicó Siddhartha—, si a eso te refieres. Desde luego que no. Pero es por mi voluntad, de modo que no estoy en la indigencia. —Pero ¿de qué piensas vivir, si nada tienes? —Hasta ahora no había pensado en ello,
Señor. Hace más de tres años que carezco de todo, y nunca he pensado de qué podría vivir. —Has vivido, entonces —repuso—, de los bienes de otros. —Supongo que sí. Pero también el mercader vive del bien ajeno. —Bien dicho. Pero no despoja a los demás gratuitamente: a cambio les da sus mercancías.
—Así parece ser, en efecto. Unos toman, otros dan: así es la vida. —Pero permíteme: si no posees nada, ¿qué cosas quieres dar? —Cada cual da lo que tiene. El guerrero da su fuerza; el mercader, su mercancía; el maestro, sus conocimientos; el campesino, su arroz; el pescador, sus peces.
—Muy bien. Y ahora dime ¿qué es lo que tú puedes dar? ¿Qué has aprendido? ¿Qué sabes hacer? —Sé meditar, esperar y ayunar. —¿Es todo? —Sí, creo que es todo. —¿Y de qué te sirve? El ayuno, por ejemplo, ¿para qué es útil? —Es muy útil, señor, Cuando un hombre no tiene qué
Comer, lo más inteligente será que ayune. Si, por ejemplo, Siddhartha no hubiera aprendido a ayunar, ahora tendría que aceptar cualquier empleo, en tu casa o en otra parte, pues el hambre lo impulsaría a ello. Pero al ser como es, Siddhartha puede esperar tranquilamente, pues desconoce la
Impaciencia y la necesidad; puede aguantar el asedio del hambre largo tiempo, y encima reírse de él. Para eso, señor, sirve el ayuno. —Tienes razón, samana. Espera un momento. Kamaswami salió y volvió con un papiro enrollado que entregó a su huésped, al tiempo que le preguntaba: —¿Puedes leer esto?
Siddhartha observó el papiro, que contenía un contrato de venta, y empezó a leer su contenido. —Perfecto —dijo Kamaswami—. Y ahora, ¿podrías escribirme algo en esta hoja? Y le dio una hoja y un carboncillo, y Siddhartha escribió algo y le devolvió la hoja. Kamaswami leyó: —«Bueno es escribir; pensar es mejor.
Buena es la inteligencia; la paciencia es mejor.» ¡Qué bien sabes escribir! —alabó el mercader—. Aún hemos de hablar de muchas cosas. Por hoy te ruego que seas mi huésped y te alojes en esta casa. Siddhartha aceptó y le dio las gracias. Ese mismo día se instaló en casa del mercader. Le trajeron
Vestidos y zapatos. Un criado le preparaba diariamente el baño. Dos comidas abundantes le eran servidas cada día, pero Siddhartha solo comía una vez, y se abstenía de tomar carne y vino. Kamaswami le hablaba de sus negocios y le iba mostrando mercancías y almacenes, familiarizándolo
Con las facturas. Muchas cosas nuevas aprendió Siddhartha, que escuchaba atentamente y hablaba poco. Y teniendo presentes las palabras de Kamala, nunca se subordinó al mercader, sino que lo obligó a tratarlo como a un igual, e incluso como a algo más. Kamaswami cuidaba de sus negocios
Con esmero y a veces hasta con pasión; Siddhartha, en cambio, lo observaba todo como un juego cuyas reglas se esforzaba por aprender exactamente, pero cuyo contenido lo dejaba indiferente. Poco después de instalarse en casa de Kamaswami, empezó a participar activamente en los negocios
De su anfitrión. Mas diariamente visitaba a la hermosa Kamala, a la hora que ella le fijaba, envuelto en sus mejores túnicas y calzado con finas sandalias; y pronto empezó a llevarle regalos. Muchas cosas le enseñó la boca encamada y diestra de la cortesana. Siddhartha aún era un
Chiquillo en cuestiones de amor y tendía a precipitarse ciegamente en el placer como en un abismo sin fondo. Pero Kamala le enseñó que no se puede recibir placer sin devolverlo, y que cada gesto, cada caricia, cada contacto, cada mirada y cada parte del cuerpo, por pequeña que sea, tienen
Su propio misterio, cuyo desciframiento produce felicidad al que lo descubre. Le enseñó asimismo que, tras la celebración de un ritual amoroso, los amantes no deberían separarse sin antes haberse admirado mutuamente, sin sentirse al mismo tiempo vencedores y vencidos, de suerte que en ninguno de
Ambos surja una sensación de hastío o de abandono, ni la desagradable impresión de haber abusado o de haber sido víctima de un abuso. Horas maravillosas pasó Siddhartha con la hermosa y hábil cortesana, convirtiéndose a la vez en su discípulo, en su amante y en su amigo. Allí, junto a Kamala,
Se hallaban el sentido y el valor de aquella etapa de su vida, y no en los negocios de Kamaswami. El mercader le encomendaba la redacción de cartas y contratos importantes, y pronto se acostumbró a consultar con él todas las operaciones serias. No tardó en darse cuenta de que
Siddhartha entendía poco de arroz y de lana, de navegación y de negocios, pero tenía buena mano, y de que lo superaba a él, Kamaswami, en calma y sangre fría, así como en el arte de escuchar y penetrar en el alma de personas desconocidas. —Este brahmán —le dijo un día a un amigo— no
Es un comerciante nato y nunca lo será: no pone la menor pasión en los negocios. Pero es uno de aquellos que poseen el secreto del éxito, ya sea por su buena estrella, ya sea por algún hechizo o por algo que haya podido aprender con los samanas. Da la impresión
De jugar siempre con los negocios; nunca se compenetra con ellos ni deja que lo dominen, jamás teme un fracaso ni le preocupa una pérdida. Y el amigo aconsejó al mercader: —Dale la tercera parte de los beneficios en todos los negocios que te lleve;
Pero cuando haya pérdidas, deja que también las pague en la misma proporción. De este modo lograrás acrecentar su interés. Kamaswami siguió el consejo. Pero Siddhartha persistió en su indiferencia. Si obtenía beneficios, los aceptaba sin mucho interés; si sufría alguna pérdida, se echaba a reír y comentaba:
—¡Vaya, vaya, el asunto me ha salido mal! Parecía que, en efecto, los negocios lo dejaban totalmente indiferente. En cierta ocasión viajó a una aldea para comprar una gran cosecha de arroz. Cuando llegó, el cereal había sido ya vendido a otro comerciante. Sin embargo, Siddhartha permaneció
En la aldea varios días durante los cuales agasajó a los campesinos, regaló a sus hijos monedas de cobre y asistió a una boda, volviendo del viaje muy contento. Kamaswami le reprochó que no hubiera regresado enseguida, prefiriendo malgastar allí tiempo y dinero. Siddhartha le respondió:
—¡Basta ya de reprimendas, querido amigo! Jamás se ha conseguido nada con ellas. Si hay alguna pérdida, permíteme que la asuma. Estoy muy contento de este viaje. He conocido gente muy diversa y me he hecho amigo de un brahmán. Los niños cabalgaban sobre
Mis rodillas y los campesinos me mostraban sus campos: nadie me tomó por un mercader. —Todo eso está muy bien —exclamó Kamaswami irritado—, pero yo diría que en realidad eres un mercader. ¿O acaso has viajado solo por placer? —Por supuesto —repuso Siddhartha riendo—,
Por supuesto que he viajado por placer. ¿Qué otro motivo me habría impulsado a desplazarme? He conocido gente y lugares nuevos, he recibido muestras de amabilidad y de confianza y he hecho unas cuantas amistades. Mira, querido amigo, si hubiera sido Kamaswami, habría vuelto enseguida
Al ver frustrada mi compra, despechado y con prisas; y entonces sí que se habría perdido tiempo y dinero. De este modo, en cambio, he pasado unos días muy gratos, he aprendido nuevas cosas y me he
Divertido sin perjudicar a nadie con mi mal humor o mis prisas. Y si algún día vuelvo allí, quizá para comprar otra cosecha o por cualquier otra razón, encontraré gente amable que me recibirá con muestras de cordialidad y de alegría, y yo me felicitaré por no haberles mostrado entonces
Prisas ni despecho. De modo que tranquilízate, amigo, y no sigas riñéndome, que para ti es más bien nocivo. Si un buen día crees que Siddhartha te está perjudicando, di una sola palabra y Siddhartha proseguirá su camino. Pero hasta entonces, vivamos contentos el uno con el otro.
Por más intentos que hizo, el mercader no lograba convencer a Siddhartha de que, en definitiva, el pan que comía era de él, de Kamaswami. El joven pretendía comer su propio pan, o más bien que ambos se comían el pan de otros, el de todos. Nunca daba importancia a las
Preocupaciones de Kamaswami, que sin embargo no eran pocas. Si algún negocio amenazaba con ir mal, o se perdía algún envío de mercaderías, o un deudor parecía no poder pagar, nunca lograba el comerciante convencer a su socio de la utilidad de descargar su ira o su aflicción en palabras,
Fruncir el ceño y dormir mal. Un día en que Kamaswami afirmó que todo cuanto el muchacho sabía se lo debía a él, Siddhartha le respondió: —¿Pretendes burlarte de mí con bromas de este tipo? De ti he aprendido cuánto vale un cesto lleno de pescado y qué intereses se pueden
Exigir por un dinero prestado. Estas son todas tus ciencias. Pero contigo no aprendí a pensar, querido Kamaswami; más bien tú podrías aprenderlo de mí. Era indudable que Siddhartha no tenía alma de comerciante. Lo bueno de los negocios era que le permitían llevar dinero a Kamala, y le proporcionaban mucho más de lo que
En realidad necesitaba. Por otro lado, el interés y la curiosidad de Siddhartha se centraban solo en aquellas personas cuyos negocios, oficios, preocupaciones, diversiones y locuras le habían resultado siempre tan ajenos y remotos como el cielo constelado. Por más fácil que le resultara hablar y vivir con todos, e incluso aprender de ellos,
Sentía que algo lo separaba del resto del mundo, y este algo era su antigua condición de samana. Veía que los seres humanos se entregaban a la vida con un apego infantil o animal que él amaba y despreciaba al mismo tiempo. Los veía esforzarse, padecer y encanecer por lograr cosas que, según
Él, no merecían aquel precio: dinero, pequeños placeres y escasos honores; los veía reñir e insultarse unos a otros, quejarse de dolores que habrían hecho reír a un samana, y sufrir por privaciones que un samana ni siquiera notaría. Siddhartha era un ser accesible a todo y a todos.
El mercader que le ofrecía paños en venta, el endeudado que buscaba un préstamo, el mendigo que lo entretenía una hora con la historia de su pobreza y no era ni la mitad de pobre que un samana, todos, todos eran cálidamente acogidos por él. Trataba exactamente igual a un rico mercader
Extranjero que al criado que lo afeitaba o al vendedor ambulante que le estafaba unos céntimos al venderle plátanos. Si Kamaswami iba a verlo para contarle sus cuitas o hacerle reproches por algún negocio, Siddhartha lo escuchaba con un ánimo entre curioso y sereno, le manifestaba su
Asombro, trataba de comprenderlo, le daba algo de razón —la que le parecía imprescindible—, y luego se volvía hacia el primero que deseara hablarle. Y eran muchos, muchísimos los que venían a verlo para cerrar negocios, engañarlo, sonsacarle proyectos, suscitar su compasión o escuchar
Su consejo. Y Siddhartha repartía consejos, se compadecía de ellos, les daba regalos y se dejaba engañar un poquito. Y todo este juego, al igual que la pasión con que lo practicaban todos los seres humanos, pasó a ocupar sus pensamientos como antes lo hicieran los dioses y Brahma.
De vez en cuando sentía, en lo más hondo de su pecho, una voz débil y mortecina que lo exhortaba y se quejaba suavemente, tan suavemente que apenas si la oía. Y entonces, por espacio de una hora
Era consciente de la extraña vida que llevaba, de que hacía cosas que no eran sino un simple juego, y de que si bien tenía momentos de serenidad y de alegría, la vida, la verdadera vida pasaba a su lado sin tocarlo. Como un jugador de pelota practica con las bolas, así jugaba Siddhartha con
Sus negocios y con la gente que lo rodeaba, observándolos y divirtiéndose con ellos. No participaba, sin embargo, con su corazón, con la fuente de su ser, que manaba en un lugar más bien lejano y, fluyendo invisible, no tenía ya nada que ver con su vida. Más de una vez se
Asustó con tales pensamientos y deseó participar también en la pueril actividad de cada día con todo su corazón y su apasionamiento, viviendo y actuando de verdad y gozando con plenitud, en vez de permanecer al margen como un simple espectador. Continuamente visitaba, sin embargo, a la hermosa
Kamala, con quien aprendía el arte del amor y practicaba el culto del placer, que más que ningún otro unifica la doble actividad de dar y recibir. Con ella conversaba, se instruía e intercambiaba consejos. Kamala lo comprendía mejor que Govinda en otros tiempos: tenía más afinidades con él.
Un día le dijo Siddhartha: —Eres como yo, Kamala, distinta de la mayoría de la gente. Tú eres Kamala y nada más. Y en tu interior hay una placidez y un lugar en el que puedes refugiarte a cualquier hora y sentirte a gusto, como yo también puedo hacerlo. Poca gente
Posee este recurso, aunque todos podrían tenerlo. —No todos los hombres son inteligentes —acotó Kamala. —No —replicó Siddhartha—, no se trata de eso. Kamaswami es tan inteligente como yo, y sin embargo no posee este refugio en su interior. Otros, en cambio, lo tienen, y su inteligencia no supera la de un chiquillo.
La mayoría de los hombres, Kamala, son como las hojas que caen y revolotean indecisas, en el aire, antes de ir a parar al suelo. Otros son más bien como los astros: siguen una ruta fija, ningún viento los alcanza y llevan en su interior su propia ley y su trayectoria. Entre todos los
Sabios y samanas que he llegado a conocer —y no son pocos—, había uno de este tipo, un ser perfecto al que jamás podré olvidar. Es Gotama, el Sublime, el predicador de esa doctrina. Miles de discípulos escuchan diariamente su doctrina y siguen sus preceptos hora tras hora,
Pero son todos como las hojas que caen: ninguno lleva en su interior doctrina ni ley propia. Kamala lo observaba sonriente. —Veo que vuelves a hablar de él —le dijo—; tus ideas de samana te dominan nuevamente. Siddhartha guardó silencio. Luego se entregaron
Al juego del amor, uno de los treinta o cuarenta juegos diferentes que Kamala conocía. Su cuerpo era flexible como el de un jaguar y como el arco de un cazador; muchos placeres y secretos eran revelados a quien ella instruyera en el amor. Pasó un buen rato jugando con Siddhartha:
Tan pronto lo atraía como lo rechazaba para volver a provocarlo, envolviéndolo con su cuerpo y alegrándose de los progresos de su alumno, que, al final, cayó vencido y extenuado junto a ella. La cortesana se inclinó entonces sobre él y contempló su rostro y sus ojos cansados.
—Eres el mejor amante que he tenido —le dijo pensativa—. Eres más fuerte que otros, más flexible, más solícito. Muy bien has aprendido mi arte, Siddhartha. Algún día, cuando sea ya mayor, me gustaría tener un hijo tuyo. Y sin embargo, querido, sigues siendo un
Samana: no me amas a mí ni a nadie. ¿No es verdad? —Es posible que así sea —repuso Siddhartha con voz cansada—. Soy como tú. Tú tampoco amas… ¿Cómo, si no, podrías practicar el amor como un arte?
Acaso la gente como nosotros nunca pueda amar. Los hombres niños sí que pueden, y este es su secreto. Samsara Entregóse Siddhartha largo tiempo a la vida del mundo y de los placeres, aunque sin integrarse nunca en ella. Sus sentidos, que él prácticamente matara durante su ferviente etapa de samana,
Volvieron a despertarse. Y si bien llegó a probar la riqueza, la voluptuosidad y el poder, en el fondo de su corazón seguía siendo un samana, como muy bien advirtió Kamala, la Inteligente. El arte de meditar, esperar y ayunar continuó rigiendo su vida, y los seres
Humanos entre los que vivía, los hombres niños, le eran tan extraños como él mismo lo era para ellos. Transcurrieron muchos años, mas Siddhartha, envuelto en el bienestar y la molicie, apenas sintió su paso. Se había hecho rico y era dueño, desde hacía ya tiempo,
De una casa propia con su respectiva servidumbre, y de un jardín en las afueras de la ciudad, junto al río. Era muy querido, y la gente acudía a verlo si necesitaba dinero o consejos; pero nadie, a excepción de Kamala, tenía acceso a su intimidad. Aquella diáfana y sublime sensación de despertar
Que llegó a experimentar en plena juventud, en los días que siguieron al sermón de Gotama y a su separación de Govinda; aquella tensa actitud de espera; aquel altivo aislamiento sin maestros ni doctrinas; aquella dócil disponibilidad a escuchar la voz divina en su propio corazón,
Todo eso se había ido convirtiendo poco a poco en recuerdo, en algo lejano y perecedero. El rumor de la fuente sagrada que antes sentía a su lado y que había llegado a resonar en su interior, le llegaba ahora remota y casi imperceptible. Cierto es que mucho de lo que aprendió con los
Samanas, con Gotama y con su propio padre, el brahmán, había permanecido largo tiempo en él: la sobriedad en el vivir, el placer de pensar, las horas de meditación, el conocimiento secreto del propio Yo; del Yo eterno que no era cuerpo ni conciencia. Sí, algunas de estas cosas subsistían,
Pero se iban sumiendo una tras otra en el olvido hasta quedar cubiertas de polvo. Así como la rueda del alfarero que, una vez puesta en movimiento, sigue girando largo rato y solo lentamente aminora su marcha hasta pararse del todo, así también, en el alma de Siddhartha, la rueda del ascetismo,
La rueda del pensamiento y la rueda del discernimiento continuaban girando todavía, aunque a un ritmo cada vez más lento y vacilante, próximo ya al inmovilismo. Poco a poco, como la humedad que va infiltrándose por la corteza de un árbol moribundo hasta impregnarlo totalmente
Y pudrirlo, el mundo y la indolencia fueron invadiendo el alma de Siddhartha hasta colmarla, entorpecerla, agotarla y adormecerla. A cambio de ello, sus sentidos habían revivido y aprendido muchas cosas, haciendo acopio de experiencias. Siddhartha aprendió a comerciar, a usar su poder
Sobre los hombres y a divertirse con las mujeres. Ya sabía llevar ropa elegante, dar órdenes a sus criados y bañarse en aguas perfumadas. Aprendió a comer platos fina y cuidadosamente preparados, que incluían también pescado, carne, aves, especias y dulces, y a beber el vino que da
Pereza y ayuda a olvidar. Aprendió a jugar a los dados y al ajedrez, a admirar el arte de las bailarinas, a hacerse transportar en palanquín y a dormir sobre un lecho mullido. Sin embargo, siempre se había sentido diferente de los demás y superior a ellos;
Siempre los había mirado con un poco de sorna, con algo del desprecio burlón que los samanas suelen experimentar por la gente del mundo. Cuando Kamaswami se hallaba indispuesto o de mal humor, o cuando se sentía despechado o torturado por sus preocupaciones financieras,
Siddhartha le lanzaba siempre una mirada burlona. Pues solo en forma lenta e insensible empezó a fatigarse su ironía y a menguar su sentimiento de superioridad, al ritmo de las estaciones y de las temporadas de lluvia. Y lentamente también, en medio de sus riquezas cada vez mayores,
El propio Siddhartha había ido adoptando ciertos rasgos típicos de los hombres niños, como son su puerilidad y sus temores. Mas, no obstante, los envidiaba; y su envidia aumentaba a medida que se iba pareciendo a ellos. Les envidiaba cosas que a él le faltaban y ellos poseían: la importancia que
Lograban dar a sus vidas, el apasionamiento que ponían en sus alegrías y en sus miedos, y la dicha, angustiosa pero dulce, de saberse eternamente enamorados. Pues aquellos hombres vivían siempre enamorados de sí mismos, de sus mujeres, de sus hijos, del honor o del dinero,
De sus proyectos o esperanzas. Pero no fue justamente esto, esa alegría ingenua y desquiciada, lo que aprendió de los humanos. Aprendió más bien su lado desagradable, que él mismo despreciaba. Con suma frecuencia le ocurría que, después de una velada transcurrida en
Sociedad, permanecía largo rato en su lecho, entre aturdido y fatigado. Otras veces montaba en cólera y se impacientaba cuando Kamaswami lo aburría con sus preocupaciones. O bien se echaba a reír estentóreamente cuando perdía en el juego de los dados. En su rostro se leía aún mayor inteligencia
Y vida espiritual que en el de los demás; pero cada vez reía menos y empezó a adoptar, uno tras otro, todos aquellos rasgos que aparecen con frecuencia en los rostros de la gente adinerada: los rasgos de la insatisfacción, del carácter enfermizo y malhumorado, de la desidia y la
Ausencia de amor. La enfermedad espiritual de los ricos se fue apoderando lentamente de él. Y el cansancio fue envolviendo poco a poco a Siddhartha como un velo, como una niebla tenue que se espesaba un poco más cada día, que cada mes volvíase más turbia, y cada año, más pesada.
Así como un vestido nuevo envejece y pierde su hermoso colorido con el tiempo, o bien se mancha, se arruga, se gasta en sus dobladillos y empieza a mostrar zonas raídas y deshilachadas, así también había envejecido la nueva vida de Siddhartha, la vida que iniciara al separarse de Govinda:
Perdió brillo y colorido con el paso de los años y, acumulando manchas y arrugas en su superficie, dejaba traslucir, en el fondo, las horribles huellas de la desilusión y del hastío. Siddhartha no lo advertía. Solo notó que aquella voz, tan nítida y segura, que otrora
Despertara en él para guiarlo en sus momentos más brillantes, había enmudecido totalmente. El mundo, el placer, la codicia, la indolencia y al final incluso el vicio que él siempre aborreciera y ridiculizara más en su vida, la avaricia, se había apoderado de su alma. También
Lo había subyugado el afán de posesión y de lucro, que dejó de ser un juego frívolo y se convirtió, para él, en una cadena y en un verdadero lastre. Por un camino extraño y sinuoso había desembocado
En esta vil y triste dependencia: gracias al juego de los dados. Pues desde la época en que su corazón dejó de ser el de un samana, empezó Siddhartha a jugar por dinero y objetos valiosos con una pasión y una furia cada vez mayores; él, que antes había considerado el juego,
Entre sonrisas indolentes, como una costumbre más de los hombres niños. Pronto se convirtió en un jugador temido, con el que muy pocos osaban enfrentarse: ¡tan audaces y elevadas eran sus apuestas! La miseria de su corazón lo impulsaba a jugar; dilapidar el vil dinero jugando producíale
Una furiosa alegría, y no hallaba otra forma de manifestar abiertamente y con sorna el desprecio que le inspiraban las riquezas, ese ídolo de los mercaderes. Jugaba, pues, a lo grande y sin miramientos, odiándose y burlándose de sí mismo. Ganaba miles y perdía otros tantos; perdía dinero,
Joyas o una casa de campo, los recuperaba y volvía a perderlos en apuestas. Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible y opresiva que sentía al arrojar los dados cuando tenía en juego grandes sumas, y siempre intentaba renovarla, aumentarla y potenciarla al máximo,
Pues solo en esa sensación lograba hallar algo parecido a un placer, a un arrebato de entusiasmo, a una experiencia capaz de elevarlo por encima de su vida gris, mediocre y satisfecha. Y siempre que sufría alguna pérdida importante buscaba nuevas fuentes de riqueza, se entregaba a sus negocios
Con mayor ahínco y se ponía aún más exigente con sus deudores, pues quería seguir jugando, seguir dilapidando dinero y demostrando su desprecio por los bienes materiales. Mas pronto empezaron a importarle las pérdidas y fue perdiendo la paciencia con los deudores morosos;
Perdió su habitual bondad de corazón para con los mendigos y su proclividad a hacer regalos y a prestar dinero a quien se lo solicitaba. Él, que era capaz de perder miles en una sola jugada y encima reírse, volvióse cada vez más rígido y mezquino en sus negocios, y algunas
Noches hasta llegó a soñar con dinero. Y cada vez que se liberaba de este horroroso hechizo, cada vez que el espejo de su dormitorio le devolvía su imagen envejecida y afeada, o que el asco y la vergüenza se apoderaban de él, volvía a huir y a refugiarse en nuevos juegos de azar,
A evadirse en la voluptuosidad y en el vino para regresar luego a su manía de ganar y acumular riquezas. Y en este círculo vicioso y absurdo fue debilitándose, envejeció y cayó enfermo. Una noche tuvo un sueño admonitorio. Había pasado la tarde con Kamala, en el hermoso vergel de la
Cortesana. Estuvieron sentados bajo los árboles, conversando, y Kamala le había dicho palabras muy profundas, palabras tras las que ocultaba su tristeza y su fatiga. Le había pedido que le hablase de Gotama, y no se cansaba de oírlo referirse a la pureza de los ojos del Sublime,
A la serenidad y a la belleza de su boca, a la bondad de su sonrisa y a la placidez de su modo de andar. Largo rato tuvo que hablarle Siddhartha del sublime Buda, y la cortesana, después de suspirar, le dijo: —Algún día, quizá pronto,
Yo también seguiré a Buda. Le regalaré mis jardines y buscaré refugio en su doctrina. Pero al poco rato comenzó a excitarlo, arrastrándolo al juego erótico con un ardor doloroso, entre mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir una vez más la última gota de
Dulzura de ese placer vano y efímero. Nunca había visto Siddhartha tan claramente lo próximas que se hallan la voluptuosidad y la muerte. Luego se echó a su lado, con el rostro de Kamala muy cercano
Al suyo, y, más nítidamente que nunca, leyó bajo los ojos y en las comisuras de su boca el mensaje fatídico, un mensaje hecho de líneas tenues y de surcos leves, un mensaje que evocaba el otoño y la muerte, parecido al que el propio Siddhartha, que acababa de ingresar en los cuarenta,
Había descubierto al observar, aquí y allá, unas cuantas canas perdidas entre sus negros cabellos. El cansancio se leía en el bello rostro de Kamala, la fatiga y una marchitez incipiente, así como un temor oculto, aún no revelado y acaso ni siquiera consciente: el miedo a la vejez,
Al otoño, a tener que morir un día. Siddhartha se había despedido de ella suspirando, con el alma llena de amargura y de una misteriosa angustia. Luego pasó la noche en su casa, rodeado de bailarinas y de vino, haciendo gala, ante los otros mercaderes, de una superioridad que ya no
Poseía. Bebió mucho vino y no se acostó hasta después de medianoche, exhausto y sin embargo excitado, al borde del llanto y de la desesperación. En vano buscó el sueño largo rato: demasiada miseria había en su corazón —una miseria que él no se creía ya capaz de soportar—,
Y también demasiado asco, una sensación de asco que acabó por invadirlo como el tibio y repugnante sabor del vino, como la música excesivamente monótona y dulzona que escuchaba, como la sonrisa demasiado tierna de las bailarinas y el lánguido perfume de sus cabelleras y sus senos.
Pero más que de todo el resto sintió asco de sí mismo, de sus cabellos perfumados, del olor a vino de su boca, de la desgana y del cansancio adherido a su piel. Como alguien que, habiendo comido y bebido con exceso, acaba vomitando entre grandes espasmos y se siente al final contento y aliviado,
Así anhelaba el insomne Siddhartha, víctima de los embates de su repugnancia, liberarse de aquellos placeres y costumbres, de toda esa vida absurda y, por supuesto, de sí mismo. Solo al despuntar el alba, cuando la vida volvió a animar la calle en que habitaba, consiguió
Adormilarse, cayendo por breves instantes en un estado de semiinconsciencia ya próximo al sueño. Y en aquel momento soñó lo siguiente: En una jaula de oro tenía Kamala un extraño pajarito cantor. Con él soñó Siddhartha. El ave, que normalmente cantaba de madrugada,
Había enmudecido. Y como este silencio le llamara la atención, se acercó a la jaula y miró en su interior: el pajarito, rígido, yacía muerto en el suelo. Lo sacó, sopesándolo un instante en su
Mano, y lo arrojó finalmente a la calle; y en ese mismo instante fue presa de un gran pánico y le dolió el corazón, como si con la avecilla muerta hubiera arrojado también fuera de sí cuanto le resultaba más querido y valioso en esta vida. Al salir de este sueño lo invadió un profundo
Sentimiento de tristeza. Fútil parecióle su vida pasada, carente de valor y de sentido; nada vital, nada que fuera de algún modo precioso o digno de ser conservado le había quedado entre las manos. Se encontró solo y vacío como un náufrago en una playa desierta.
Sombrío se dirigió Siddhartha a uno de sus jardincillos, cuya puerta cerró tras de sí, y se sentó bajo un árbol de mango, sintiendo la muerte en su corazón y el terror en su pecho. Y entonces notó que algo se moría en él, marchitándose y llegando a su fin. Poco a
Poco logró concentrarse y, mentalmente, volvió a recorrer todo el camino de su vida, desde los primeros días de los que guardaba memoria. ¿Cuándo había sentido realmente una dicha auténtica, una verdadera voluptuosidad? Oh, sí, la había sentido varias veces en sus años juveniles: al recibir
Elogios de los brahmanes, al superar con creces a los demás muchachos de su edad en la recitación de los versos sagrados, en las discusiones con los sabios y mientras ayudaba a realizar sacrificios. Una voz le había dicho entonces en su corazón: «Ante ti se abre un camino para el que has sido
Elegido. Los dioses te aguardan». Y, siempre en su juventud, cuando la meta cada vez más alta de sus reflexiones lo elevaba por encima de quienes compartían sus aspiraciones, cuando se afanaba y torturaba por descifrar el sentido de Brahma, cuando cada conocimiento adquirido no
Hacía más que renovar su sed de instruirse, allí, en medio de aquella sed y de aquellas torturas, había vuelto a escuchar la misma voz: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Tú eres el llamado!». La había escuchado cuando se fue de su casa para adoptar la vida de samana, y volvió a oírla cuando
Dejó a los samanas por aquel Ser Perfecto, a quien también abandonó para lanzarse a la ventura. Mas ¡cuánto tiempo llevaba sin oír aquella voz ni ascender a cumbre alguna! ¡Qué camino tan árido y llano había recorrido en esos largos años, sin sentir aquella sed de aspiraciones nobles y sin
Proponerse una meta elevada, contentándose con placeres mezquinos que, sin embargo, nunca lo satisfacían! Todo aquel tiempo habíase esforzado, sin él mismo saberlo, por llegar a ser un hombre como los demás, como esos niños grandes, sin otro resultado que un mayor empobrecimiento de su
Propia vida, más miserable ahora que la de ellos, cuyos objetivos e inquietudes eran muy distintos de los suyos. Pues, para él, todo ese mundo de los Kamaswamis no había sido más que un juego, un baile que uno observa desde lejos, una comedia. Solo había amado y apreciado a Kamala… pero ¿acaso
Seguía queriéndola? ¿La necesitaba todavía, o ella a él? ¿No estaban jugando a un juego infinito? ¿Era necesario vivir para ello? ¡No, desde luego que no! Aquel juego se llamaba samsara: un juego de niños que quizá fuera agradable jugar una, dos o diez veces…, pero ¿siempre, siempre?
Y entonces supo Siddhartha que el juego había terminado y que él ya no podría volver a jugarlo. Un estremecimiento sacudió su cuerpo: algo en su interior, sintió de pronto, había muerto. Pasó todo aquel día sentado bajo el mango, recordando a su padre, a Govinda, a Gotama.
¿Los había abandonado a todos para convertirse en un Kamaswami cualquiera? Aún seguía sentado cuando cayó la noche. Al levantar la mirada y ver las estrellas, pensó: «Heme aquí sentado en mi jardín, bajo mi mango». Sonrió ligeramente. ¿Era justo y necesario poseer un mango y un jardín?
¿No era acaso un juego absurdo? Y esto también se terminó, muriendo al punto en su interior. Se puso en pie y se despidió del mango y del jardín. Como no había tomado alimentos en todo el día, sintió un hambre feroz y pensó en su casa de la ciudad,
En su alcoba, en su cama y en la mesa bien servida. Volvió a sonreír, cansado, agitó su cuerpo y se despidió también de todas estas cosas. Aquella misma noche abandonó Siddhartha su jardín y la ciudad, a la que nunca más volvió.
Kamaswami lo hizo buscar durante varios días, creyéndolo en manos de bandoleros. Kamala, en cambio, no ordenó su busca. Ni se sorprendió al enterarse de que Siddhartha había desaparecido. ¿No se lo esperaba desde siempre? ¿Acaso no era él un samana, un hombre sin hogar,
Un peregrino? Todo esto lo había sentido Kamala más que nunca durante el último encuentro, y pese al dolor que suponía su pérdida, se alegró de haberlo tenido, aquella última vez, tan próximo a su corazón, y de haberse sentido una vez más tan plenamente poseída y compenetrada con él.
Al recibir la primera noticia de la desaparición de Siddhartha, la cortesana se dirigió a su ventana, donde, en una jaula de oro, tenía encerrado un extraño pájaro cantor. Abrió la puertecilla de la jaula, sacó al ave y la dejó en libertad, siguiendo largo
Rato su vuelo con la mirada. A partir de aquel día no recibió más visitas y mantuvo su casa cerrada. Pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que, tras el último encuentro con Siddhartha, había quedado embarazada. A orillas del río
Siddhartha echó a andar por el bosque, ya lejos de la ciudad, con una sola certidumbre en la cabeza: la de que no podía regresar, que esa vida que llevara durante años era algo definitivamente concluido, algo de lo cual había disfrutado hasta el hartazgo y el agotamiento. Había muerto el
Pajarillo cantor que viera en sueños. Y también aquel otro que moraba en su corazón. Se hallaba aprisionado entre las redes del samsara; el hastío y la muerte lo habían impregnado por todas partes como el agua empapa una esponja hasta hincharla del todo. Estaba, pues, repleto de hastío,
Miseria y muerte, y nada en el mundo era capaz de atraerlo, distraerlo o consolarlo. Deseaba ardientemente no saber ya nada más sobre sí mismo, quedarse en paz, estar muerto. ¿Cómo no lo fulminaba un rayo o lo devoraba algún tigre? ¡Si al menos hubiera un vino, algún veneno que
Lo aletargara, sumiéndolo en el olvido y en un sueño sin despertar…! Pues ¿existía acaso una inmundicia con la que no se hubiera mancillado, algún pecado o locura que no hubiera cometido, algún vacío espiritual que no hubiera cargado a cuestas? ¿Era posible continuar viviendo? ¿Era posible seguir aspirando y aspirando aire en forma ininterrumpida,
Volver a sentir hambre, comer y dormir nuevamente, acostarse con mujeres? Aquel ciclo vital ¿no se había cerrado para él definitivamente? Llegó Siddhartha al gran río del bosque, al mismo río que un barquero le hiciera cruzar años atrás,
Cuando él, joven aún, vino de la ciudad de Gotama. A orillas de ese río se detuvo, vacilante. La fatiga y el hambre lo habían debilitado. ¿Para qué seguir andando? ¿Adónde, en pos de qué meta? No, ya no había otras metas; ya solo le quedaba el deseo profundo y doloroso de sacudirse aquel árido
Sueño de encima, de escupir ese insípido vino y poner fin a aquella vida ignominiosa y miserable. Un árbol se inclinaba sobre la orilla del río, un cocotero. En su tronco apoyó Siddhartha el hombro, y rodeándolo con uno de sus brazos, se puso a contemplar el agua verde que fluía sin cesar
A sus pies. Y al mirarla pasar ahí abajo se sintió totalmente invadido por el deseo de dejarse caer y sumergirse en la corriente. La superficie del agua reflejaba un horrible vacío, que correspondía al vacío aterrador de su alma. Sí, era un hombre acabado. No le quedaba otra
Solución que apagarse, que hacer trizas la maltrecha imagen de su vida y arrojarla a los pies de alguna divinidad sarcástica. Aquella era la gran liberación que anhelaba: la muerte, el aniquilamiento de una forma para él aborrecible. ¡Que los peces lo devoraran, que destruyeran a
Ese perro de Siddhartha, a ese loco, aquel cuerpo deteriorado y putrefacto, esa alma aletargada y pervertida! ¡Que los peces y los cocodrilos lo devoraran; y que los demonios lo despedazaran! Mientras miraba fijamente el agua, vio el reflejo de su rostro demudado, y le escupió. Presa de un
Cansancio enorme, separó el brazo del tronco y se volvió un poco para dejarse caer verticalmente, para sumergirse de una vez por todas. Y, con los ojos cerrados, se fue hundiendo, hundiendo cada vez más en dirección a la muerte. De las regiones más recónditas de su alma,
Desde lejanos parajes de su fatigada vida le llegó de pronto un sonido. Era una palabra, una sílaba que él mismo, sin pensarlo, había pronunciado con voz balbuciente: la antigua palabra con la que comienzan y terminan todas las plegarias brahmánicas, el sagrado Om, que significa «lo
Perfecto» o «la Realización». Y en el preciso instante en que la sílaba Om rozó el oído de Siddhartha, su espíritu adormecido despertó y reconoció la locura que estaba a punto de cometer. Un miedo profundo apoderóse de Siddhartha. ¡Tal era su grado de extravío, se hallaba tan
Perdido y desprovisto de toda sabiduría que llegó incluso a buscar la muerte, que el deseo infantil de hallar la paz en la aniquilación del propio cuerpo pudo echar raíces y medrar en su alma! Lo que todas las torturas, desengaños y desesperaciones de esos últimos tiempos
No habían logrado provocar, cristalizó en el momento mismo en que el Om penetró en su conciencia: se reconoció a sí mismo en medio de su error y su miseria. «¡Om! —repitió varias veces—, ¡Om!» Y volvió a tomar conciencia de Brahma,
De la indestructibilidad de la vida y de todo lo referente a la divinidad, que ya había olvidado. Sin embargo, aquello no duró sino un instante, como un relámpago. Siddhartha se dejó caer al pie del cocotero, abatido por la fatiga, y murmurando la sílaba sagrada, apoyó su cabeza en las raíces
Del árbol y sumióse en un profundo sueño. Profundo y libre de visiones, como hacía mucho tiempo no había tenido. Cuando despertó, al cabo de varias horas, tuvo la impresión de que habían transcurrido diez años: oyó el leve susurro del agua sin saber dónde estaba ni quién
Lo había llevado a ese lugar, abrió los ojos, miró asombrado los árboles y el cielo sobre su cabeza, y recordó dónde se hallaba y cómo había llegado hasta allí. Pero necesitó un buen rato para tomar conciencia de su situación, y el pasado se le presentó como cubierto por un velo, infinitamente
Remoto y distante, infinitamente indiferente. Solo supo que había abandonado su vida de antes (en el instante mismo en que recuperó la memoria, esa vida pasada parecióle una encarnación lejanísima de su Yo actual, algo así como un estadio de existencia prenatal); solo supo que, lleno de
Asco y de miseria, había querido arrojar lejos de sí su propia vida, pero recuperó el conocimiento a orillas de un río debajo de un cocotero y con la sílaba sagrada Om en los labios; que luego se había adormilado y que ahora, al despertar, contemplaba el mundo como un hombre nuevo.
Pronunció en voz baja la palabra Om, con la que se adormeciera horas antes, y tuvo la impresión de que su largo sueño no había sido otra cosa que una recitación absorta y reiterada del Om, una meditación sobre el Om, una inmersión y compenetración plenas en el Om, en lo Innominado,
En lo Perfecto. ¡Qué sueño tan maravilloso el suyo! ¡Jamás sueño alguno lo había reanimado y rejuvenecido tanto! ¿No había acaso muerto de verdad, desapareciendo para renacer bajo una forma nueva? Pues no: se reconocía, podía reconocer su mano y sus pies, el lugar en
Que yacía, aquel Yo oculto en su pecho, aquel Siddhartha extraño, caprichoso… Y, sin embargo, aquel Siddhartha se había transformado, se había renovado, resurgiendo extrañamente de su letargo: extrañamente despierto, alegre y curioso. Siddhartha se incorporó y vio, sentado frente a él en actitud meditativa, a un forastero envuelto en la túnica amarilla de
Los monjes y con la cabeza rapada. Observó al hombre, que no tenía barba ni cabellos, y no tardó en reconocer en ese monje a Govinda, su amigo de juventud; Govinda, el que buscara refugio en la doctrina del sublime Buda. Govinda también había envejecido, pero su rostro, que
Seguía conservando los rasgos de antes, expresaba celo, fidelidad, afán de búsqueda, desasosiego. Pero cuando Govinda, sintiendo su mirada, abrió los ojos y lo miró a su vez, Siddhartha se dio cuenta de que su amigo no lo había reconocido. Alegróse Govinda al verlo despierto: era evidente
Que llevaba ahí un buen rato aguardando su despertar, aunque no lo hubiera reconocido. —Me quedé dormido —dijo Siddhartha—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? —Sí, estabas durmiendo —respondió Govinda—. No es prudente dormirse en lugares como este, donde suele haber serpientes y por los que pasan las fieras del bosque. Yo, señor, soy un discípulo
Del sublime Gotama, el Buda, el Sakyamuni; iba en peregrinación con varios de los nuestros cuando te vi dormido en un lugar peligroso. Por eso intenté despertarte, señor, y al ver que tu sueño era muy profundo, me separé de mis compañeros y me senté a tu lado. Y luego yo también me dormí,
Según parece, yo, que quería vigilar tu sueño. Mal he cumplido con mi deber, pero el cansancio me venció. Mas ya que ahora estás despierto, permíteme reunirme con mis hermanos. —Te agradezco, samana, que hayas velado mi sueño —repuso Siddhartha—. Vosotros sois muy amables,
Los discípulos del Sublime. Y ahora sigue tu camino, si así lo deseas. —Sí, me voy, señor. Que la salud os acompañe siempre. —Gracias, samana. Govinda hizo una venia y dijo: —Adiós. —Adiós, Govinda —contestó Siddhartha. El monje se detuvo. —Perdóname, señor, ¿cómo es que sabes tú mi nombre? Siddhartha sonrió.
—Te conozco, Govinda, desde cuando vivías en la cabaña de tu padre; y de la época en que ibas a la escuela de los brahmanes y celebrabas sacrificios; y de la época en que nos unimos a los samanas; y de la hora en que tú, en el bosquecillo de Jetavana,
Te refugiaste en la doctrina del Sublime. —¡Eres Siddhartha! —exclamó Govinda en voz alta—. Ahora te reconozco, y no comprendo cómo no te reconocí de inmediato. Bienvenido seas, Siddhartha; ¡qué feliz me siento de volver a verte! —Yo también estoy contento de volver a verte. Has sido el guardián de mi sueño y te lo
Agradezco una vez más, aunque en realidad no lo hubiera necesitado. ¿Adónde vas ahora, amigo? —A ningún sitio. Nosotros los monjes siempre estamos en camino; mientras no llegue la estación de las lluvias, vamos de un lado para otro, vivimos según nuestra regla, predicamos
La doctrina, recibimos limosnas y seguimos andando. Siempre. Pero tú, Siddhartha ¿adónde vas? Dijo Siddhartha: —Me sucede lo mismo que a ti, querido amigo. No voy a ningún sitio. Solo estoy en camino, peregrinando. Replicó Govinda: —Dices que vas peregrinando, y te creo;
Sin embargo, perdóname, Siddhartha, no tienes aspecto de peregrino. Vistes como un hombre rico, vas calzado como un aristócrata, y tus cabellos, que despiden un aroma de agua perfumada, no son los cabellos de un peregrino o de un samana. —Pues sí, querido amigo, tu observación es
Justa y veo que nada escapa a tu mirada. Pero yo no te he dicho que soy un samana. He dicho simplemente: voy peregrinando. Y es la verdad: voy como un peregrino errante. —Vas como un peregrino —admitió Govinda—. Pero pocos salen a peregrinar en semejante atuendo,
Con esas sandalias y esa cabellera. Yo, que llevo ya muchos años peregrinando, nunca me he encontrado con un peregrino así. —Te creo, mi buen Govinda. Pero ahora, hoy día, has encontrado a uno de esos peregrinos, con esas sandalias y ese atuendo. Recuerda, querido amigo:
Efímero es el mundo de las apariencias, efímeros en grado sumo son nuestros vestidos, y el peinado de nuestros cabellos, y nuestros cabellos y el propio cuerpo. Visto como un hombre rico, no te has equivocado. Y visto así porque he sido un hombre rico,
Y mi peinado es como el de la gente mundana, como el de los libertinos, pues también he sido uno de ellos. —Y ahora, Siddhartha, ¿qué eres ahora? —No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Me hallo en camino. Fui un hombre rico, pero ya no lo soy.
¿Qué seré mañana? No lo sé. —¿Perdiste tus riquezas? —Sí, las perdí, o tal vez ellas me perdieron. Digamos que se me extraviaron. La rueda de las apariencias gira velozmente, Govinda. ¿Dónde está el brahmán Siddhartha? ¿Dónde el rico Siddhartha? Aprisa cambia lo transitorio, Govinda: tú lo sabes.
Largo rato contempló Govinda a su amigo de juventud, con la duda reflejada en sus ojos. Luego lo saludó, como se saluda a las personas nobles, y prosiguió su camino. Sonriendo, Siddhartha lo siguió con la mirada: todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso. Y
Además, en aquel momento, en aquella hora fabulosa, después de su maravilloso sueño, compenetrado aún con el Om, ¿cómo habría podido no amar a alguien o algo? En eso consistía, precisamente, el encantamiento operado en él durante el sueño y a través del Om:
Ahora amaba todo, sentía un amor jubiloso por todo cuanto veía. Y esta le pareció ser, además, la grave enfermedad que lo había afligido hasta entonces: el no haber podido amar nada ni a nadie. Sin dejar de sonreír siguió Siddhartha contemplando al monje que se alejaba. Si
Bien el sueño le había devuelto las fuerzas, el hambre lo atormentaba, pues hacía dos días que no probaba bocado y los tiempos en que podía resistir el hambre se hallaban ya muy lejanos. Preocupado, aunque dichoso, evocó aquel pasado en el que, según pudo recordar,
Se había ufanado ante Kamala de dominar tres cosas, tres artes nobles e insuperables: ayunar, esperar y meditar. Esta había sido su fortuna, su poder y su fuerza, su más firme apoyo. En los años penosos y difíciles de su juventud había aprendido esas tres artes, nada más.
Y ellas lo habían abandonado ahora, ninguna le pertenecía ya: ni el ayuno, ni la meditación, ni la espera. ¡Las había sacrificado por lo más efímero y mezquino que existe: el placer de los sentidos, la vida holgada y las riquezas! Extraño había sido, en verdad,
Su destino. Y ahora, según parecía, ahora se había convertido de verdad en un hombre niño. Siddhartha reflexionó sobre su situación. Pensar le resultaba difícil y en el fondo no le apetecía hacerlo; pero se obligó. «Pues bien —pensó—, como todas estas cosas
Efímeras han vuelto a desprenderse de mí, aquí estoy otra vez bajo el sol como lo estaba de pequeño, consciente de que nada poseo, nada sé, nada puedo y nada he aprendido. ¡Qué extraño! ¡Ahora que ya no soy joven, que mis cabellos han encanecido a medias,
Que las fuerzas me abandonan: ahora he de empezar de nuevo, como en la infancia!» Sonrió nuevamente. Sí; ¡qué extraño destino el suyo! En vez de avanzar, había retrocedido cuesta abajo y ahora se encontraba otra vez vacío, desnudo y perdido en el mundo. Sin embargo,
Todo esto no lograba preocuparlo en absoluto; más bien sintió grandes deseos de reírse, de reírse de sí mismo, de reírse de este mundo extraño e insensato. «¡Estás yendo hacia abajo!», se dijo a sí mismo, riéndose. Y al decirlo dirigió su mirada al río y también lo vio deslizarse hacia abajo,
Siempre abajo, canturreando alegremente mientras fluía. Esto le agradó, y envióle una sonrisa amistosa al río. ¿No era acaso el mismo río en el que una vez, cien años atrás, quiso ahogarse? ¿O no había sido más que un sueño? «¡Qué extraña ha sido realmente mi vida! —pensó—.
¡Qué rodeos tan curiosos ha dado! De niño solo me ocupaba de dioses y de sacrificios. En mi adolescencia solo practicaba el ascetismo, la meditación y la concentración; iba en busca de Brahma y veneraba lo eterno en el Atmán. Pero en mi juventud me uní a unos monjes penitentes,
Viví en el bosque padeciendo calor y frío, aprendí a soportar el hambre y a mortificar mi cuerpo. Más tarde tuve una revelación maravillosa en la doctrina del gran Buda: sentí que la conciencia de la unidad del mundo circulaba en mi interior como mi propia sangre.
Pero también tuve que alejarme de Buda y del gran Conocimiento. Me fui y descubrí junto a Kamala los placeres del amor; Kamaswami me enseñó a comerciar, acumulé dinero, lo malgasté, aprendí a amar a mi estómago y a lisonjear mis sentidos. Muchos años hube de emplear en disipar
Mi espíritu, desaprender lo pensado y olvidar la Unidad. ¿No es un poco como si, lentamente y a través de grandes rodeos, me hubiera convertido de hombre en niño, o de pensador en hombre niño? No obstante, ha sido un camino excelente, y el pájaro que moraba en mi pecho no llegó a morirse.
»¡Qué camino el mío, sin embargo! ¡Cuánta estupidez, cuánto vicio, cuántos errores, disgustos, dolores y desilusiones he tenido que soportar solo para volver a ser un niño y poder empezar de nuevo! Pero todo ha ido bien, mi corazón lo aprueba, mis ojos se ríen. He tenido
Que probar la desesperación, rebajarme hasta la más insensata de todas las ideas, la del suicidio, para poder sentir la gracia, para volver a oír el Om, para volver a dormir bien y a despertarme tranquilo. He tenido que convertirme en un loco para redescubrir el Atmán en mi interior.
He tenido que pecar de nuevo para poder revivir. ¿Por dónde me llevará aún mi camino? Es un camino absurdo, que avanza dibujando curvas, tal vez en círculo. Que avance como quiera. Yo lo seguiré.» Sintió que una alegría extraordinaria hervía en su pecho.
«¿De dónde te viene este alborozo? —preguntó a su corazón—. ¿Será de aquel sueño largo y reparador que tanto bien me ha hecho? ¿O de haber pronunciado la palabra Om? ¿O de que pude evadirme, de que mi fuga es un hecho, de que soy nuevamente libre y me encuentro bajo el cielo,
Como un niño? ¡Qué maravilloso es poder huir, convertirse en un ser libre! ¡Qué hermoso y puro es aquí el aire, qué saludable es aspirarlo! Allá en las regiones de donde me he evadido, todo olía a ungüentos, a especias, a vino, a opulencia, a pereza. ¡Cómo he llegado a
Odiar aquel mundo de ricos, de sibaritas, de jugadores! ¡Cuánto he llegado a detestarme por permanecer en ese horrible mundo! ¡Cómo me he odiado, robado, envenenado y torturado, volviéndome viejo y malo! ¡No, ya nunca volveré a creer, como lo hacía antes tan a gusto,
Que Siddhartha era un hombre sabio! Algo he ganado, sin embargo, algo que me complace y de lo cual me felicito: ¡haber terminado de una vez por todas con ese odio contra mí mismo, con esa vida monótona e insensata! Te felicito, Siddhartha; al cabo de tantos años de locura has vuelto a
Tener una idea razonable, has hecho algo, has oído cantar al pajarillo en tu pecho y lo has seguido.» En estos términos se elogiaba, muy contento de sí mismo, escuchando con curiosidad su propio estómago, que gruñía de hambre. Y entonces advirtió que en los últimos
Tiempos había tenido que ingerir y que escupir una ración de sufrimiento y otra de miseria, masticándolas hasta la desesperación y la muerte. Estaba muy bien así. Habría podido quedarse más tiempo junto a Kamaswami, ganando dinero y derrochándolo, y echar barriga y desecar su
Propia alma; mucho más tiempo habría podido quedarse en aquel dulce y mullido infierno, de no haberle llegado el instante del desconsuelo y de la desesperación absolutas, aquel supremo instante en el que se inclinó hacia la corriente del río, dispuesto a suprimirse. Haber sentido
Esa desesperación y ese profundo hastío sin sucumbir a ellos, y saber que el pajarillo, la fuente cantarina y la voz aún estaban vivos en su interior, pese a todo, era la causa inmediata de su alegría, de su risa, de los rayos que iluminaban su rostro bajo los cabellos grises.
«¡Qué bueno —pensó— es probar por sí mismo lo que hay que saber! Ya de niño me enseñaron que los placeres del mundo y las riquezas no son ningún bien. Lo sabía hace ya tiempo, más solo ahora lo he vivido en carne propia. Y ahora lo sé; lo sé no solamente con la memoria,
Sino con mis ojos, con mi corazón, con mi estómago. ¡Tanto mejor para mí!» Largo tiempo siguió meditando sobre su transformación, escuchando el alegre cantar del pajarito. ¿No había muerto en su interior esta avecilla? ¿No había él mismo sentido su
Muerte? No, otra cosa había muerto en él, algo que anhelaba morir hacía tiempo. ¿No era aquello que él quiso matar durante los fervientes años de su penitencia? ¿No era acaso su propio Yo, su pequeño, inquieto y orgulloso Yo, con el que tantos años había luchado y al que siempre había
Sucumbido, ese Yo que resurgía después de cada muerte a impedirle la alegría e infundirle miedo? ¿No era eso lo que por fin había muerto aquel día, ahí en el bosque, junto a ese ameno río? ¿Y no era gracias a esa muerte que él, ahora, se sentía otra vez niño,
Lleno de confianza y alegría, libre ya de todo miedo? Intuyó Siddhartha entonces por qué como brahmán y como penitente había combatido en vano contra ese Yo. ¡El exceso de conocimientos, de versos sagrados, de normas rituales, mortificación, celo y aspiraciones lo había inmovilizado! Dominado por su orgullo, había sido siempre
El más empeñoso, el hombre situado siempre a un paso por delante de todos los otros, siempre el hombre espiritual y sabio, siempre el sacerdote o el gran erudito. Y en ese sacerdocio, en ese orgullo, en esa espiritualidad se había escondido su Yo, en ellos se hallaba
Instalado y seguía creciendo, mientras Siddhartha creía poder matarlo con ayunos y penitencias. Mas ahora se daba cuenta, ahora veía que la voz misteriosa había tenido razón, que ningún maestro habría podido liberarlo nunca. De ahí que se viera obligado a ir por el mundo, a perderse en el
Placer y en el poder, en las mujeres y en el oro, a convertirse en mercader, en jugador de dados, en un hombre bebedor y codicioso, hasta que el sacerdote y el samana murieran en su interior. Por eso había tenido que soportar esos terribles años, soportar el hastío, la vacuidad y el absurdo de
Una vida monótona y perdida, soportarlo hasta el final, hasta la más amarga de las desesperaciones, hasta que el Siddhartha libertino y codicioso pudiera también morirse. Y de hecho había muerto: un nuevo Siddhartha había emergido del sueño. Él también envejecería, también tendría que
Morir un día; efímero era Siddhartha, tan efímero como cualquier forma sensible. Pero ahora se sentía joven, era un niño: el nuevo Siddhartha, y se hallaba rebosante de alegría. Estos pensamientos ocupaban su espíritu mientras escuchaba, sonriendo, los gruñidos de su estómago
Y el zumbido de una abeja. Sereno, contempló cómo fluía el agua del río; nunca un agua le había gustado tanto como aquella, nunca había percibido con tal fuerza y nitidez la voz y el sentido alegórico del agua que fluye. Le pareció que el río tenía algo muy especial que decirle, algo
Que él ignoraba todavía y lo estaba esperando. Siddhartha había querido ahogarse en ese río; en él se había ahogado ahora el Siddhartha viejo, cansado y desesperado. Pero el nuevo Siddhartha sintió un profundo amor por esas aguas huidizas, y en su interior decidió no abandonarlas muy pronto. El barquero «A orillas de este río
Deseo quedarme —pensó Siddhartha—; es el mismo que crucé una vez en mi ruta hacia los hombres niños. Un amable barquero me condujo entonces: quisiera verlo. De su cabaña partió ese día el camino que me llevó a mi nueva vida, ahora envejecida y muerta… ¡Que mi camino actual,
Que mi nueva vida se inicie también en ella!» Contempló con ternura la corriente, su transparencia verde, las líneas cristalinas de su misterioso dibujo. Vio surgir perlas brillantes desde el fondo y flotar quietas burbujas en la superficie, que reflejaba el azul del cielo.
Con miles de ojos lo miraba a su vez el río: verdes, blancos, cristalinos, celestes. ¡Con qué fascinación y gratitud amó aquella agua! En su corazón oyó la voz, que había vuelto a despertar y le decía: «¡Ama estas aguas! ¡Quédate a su lado! ¡Aprende de ellas!». Sí: quería aprender de ellas,
Quería escucharlas. Quien lograra comprender aquellas aguas y sus misterios —así le pareció— entendería también muchas otras cosas, muchos misterios, todos los misterios. Pero de los misterios del río no vio más que uno ese día, un misterio que lo impresionó
Vivamente. Vio lo siguiente: aquella agua fluía y fluía sin cesar, y a la vez estaba siempre ahí, ¡era siempre la misma aunque se renovara a cada instante! ¿Quién podía entender ese misterio? Siddhartha no lo entendía; solo sintió que una vaga intuición se agitaba en su interior;
Le llegaron recuerdos lejanos, voces divinas. De pronto se levantó. Un hambre insoportable atenazaba sus entrañas. Resignado, siguió caminando por la orilla río arriba, contra la corriente, escuchando el murmullo del agua y los gruñidos del hambre en su estómago.
Cuando llegó al embarcadero, halló el bote listo y vio en él, de pie, al mismo barquero que una vez pasara al joven samana hasta la otra orilla. Siddhartha lo reconoció; el hombre también había envejecido mucho. —¿Quieres pasarme al otro lado? —le preguntó.
El barquero, sorprendido al ver que un señor tan distinguido viajaba solo y a pie, lo hizo subir a su barca y se alejó de la orilla. —Has elegido una hermosa vida —dijo el viajero—. Ha de ser muy hermoso vivir junto a este río y recorrerlo.
El barquero se balanceó, sonriendo. —Es muy bello, señor, exactamente como dices. Pero ¿acaso no es hermosa toda vida? ¿No tiene cada trabajo su propio encanto? —Puede ser. Pero yo envidio el tuyo. —Ah, temo que te cansaría muy pronto. No es un oficio para gente bien vestida. Siddhartha se echó a reír.
—Es la segunda vez que escucho comentarios sobre mi indumentaria en este día, y comentarios que reflejan desconfianza. Barquero, ¿no querrías aceptar estos vestidos que me resultan incómodos? Pues has de saber que no tengo dinero para pagarte. —El señor bromea —repuso el barquero riendo. —No estoy bromeando, amigo. Mira, ya una vez
Atravesé este río en tu barca, gracias a tu generosidad. Te ruego que vuelvas a demostrarla hoy y aceptes mis vestidos en pago. —¿Y el señor piensa seguir viaje sin ropa? —Pues la verdad es que preferiría no seguir viaje. Lo que más me gustaría,
Barquero, es que me dieras un delantal viejo y me aceptaras como tu ayudante o, mejor dicho, como tu aprendiz, pues primero tendría que aprender a conducir la barca. El barquero contempló largo rato al forastero con aire indagador. —Ahora te reconozco —dijo finalmente—. Una vez dormiste en mi cabaña, hace muchísimo tiempo, tal
Vez más de veinte años, y yo te llevé a la orilla y allí nos despedimos como buenos amigos. ¿No eras un samana? De tu nombre no logro acordarme. —Me llamo Siddhartha, y era un samana la última vez que me viste. —Bienvenido seas, Siddhartha. Mi
Nombre es Vasudeva. Espero que también seas mi huésped hoy día, y duermas en mi cabaña y me cuentes de dónde vienes y por qué tus hermosos vestidos te resultan tan incómodos. Habían llegado al centro del río y Vasudeva empezó a remar con más fuerza para avanzar contra
La corriente. Sus robustos brazos trabajaban pausadamente, mientras sus ojos permanecían fijos en la proa de la embarcación. Siddhartha, sentado, lo observaba, recordando que en aquel su último día de samana sintió en su corazón un afecto muy vivo por ese hombre. Aceptó agradecido
La invitación de Vasudeva. Cuando llegaron a la orilla, lo ayudó a amarrar la embarcación a los postes. Seguidamente el barquero lo invitó a entrar en su cabaña y le ofreció pan y agua, que Siddhartha tomó con apetito; también comió con ganas unos cuantos mangos que le trajo Vasudeva.
Luego —ya estaba anocheciendo— se sentaron ambos sobre un tronco caído junto a la orilla, y Siddhartha contó al barquero su origen y su vida, tal como se le había presentado ese día a la hora de su desesperación. Su relato se prolongó hasta altas horas de la noche.
Vasudeva lo escuchaba con suma atención. Y al escuchar fue asimilando todo: origen e infancia de Siddhartha, todo su aprendizaje y su búsqueda, todas sus alegrías y pesares. Una de las principales virtudes del barquero era la de saber escuchar como pocos. Sin que
Le dijera una sola palabra, Siddhartha captó cómo su interlocutor iba acogiendo cuanto le contaba, sosegado, abierto, expectante; cómo no se le escapaba ninguna de sus palabras ni daba muestras de impaciencia al esperarlas; cómo se limitaba a escuchar, sin elogiar o censurar lo que oía.
Percatóse Siddhartha de la felicidad que suponía confesarse con semejante oyente, verter en su corazón la propia vida, la propia búsqueda, las propias tribulaciones. Pero ya hacia el final del relato de Siddhartha, cuando empezó a hablar del árbol a orillas del
Río y de su profundo desvanecimiento, del Om sagrado y del amor que por el río sintiera al despertar de su letargo, el barquero lo escuchó con redoblada atención, totalmente entregado y cerrando los ojos. Mas cuando Siddhartha se calló, se produjo un dilatado silencio que Vasudeva interrumpió con estas palabras:
—Es lo que me imaginaba: el río te ha hablado. También es amigo tuyo y te habla. Lo cual está bien, muy bien. Quédate a mi lado, Siddhartha, amigo mío. En otros tiempos tuve una mujer, su lecho estaba junto al mío; pero hace tiempo que murió, hace ya tiempo que vivo solo. Quédate
Ahora conmigo; hay lugar y comida para ambos. —Te lo agradezco —respondió Siddhartha—, te lo agradezco y acepto tu ofrecimiento. Y también te agradezco, Vasudeva, por haberme escuchado con tanta atención. Son raras las personas que saben escuchar de verdad, y hasta
Ahora no había encontrado a nadie que lo hiciera como tú. Esto también lo he de aprender de ti. —Lo aprenderás —repuso Vasudeva—, pero no de mí. El río me enseñó a escuchar; de él lo aprenderás tú también. Lo sabe todo este río; de él puede aprenderse todo. Mira,
El agua también te ha enseñado que es bueno tender hacia abajo, hundirse, buscar las profundidades. El rico y distinguido Siddhartha se convierte en un remero, el sabio brahmán Siddhartha se convierte en barquero: esto también te lo dijo el río. Y además te enseñará otras cosas.
Al cabo de un buen rato preguntó Siddhartha: —¿Qué otras cosas, Vasudeva? Vasudeva se levantó. —Se ha hecho tarde —dijo—, vamos a dormir. No puedo decirte cuáles son las «otras cosas», amigo. Las aprenderás; o a lo mejor ya las sabes. Mira,
Yo no soy ningún sabio, no sé hablar ni tampoco pensar. Solo sé escuchar y ser piadoso: es todo lo que he aprendido. Si pudiera decir y enseñar esas «otras cosas», tal vez sería un sabio;
Pero no soy más que un barquero, y mi tarea es cruzar gente de una orilla a otra en este río. He transportado a muchos, a miles, y para todos ellos mi río nunca ha sido un obstáculo en sus
Viajes. Unos viajaban por dinero o por negocios, otros para asistir a una boda o en peregrinación; el río se interponía en su camino, pero ahí estaba el barquero que los ayudaba a superar rápidamente ese obstáculo. Sin embargo, el río ha dejado a veces de ser un obstáculo para unos pocos —cuatro
O cinco— entre todos esos miles: oían su voz, lo escuchaban, y estas aguas pasaban a convertirse en algo sagrado para ellos, como lo son para mí. Y ahora vámonos a descansar, Siddhartha. Siddhartha se quedó con el barquero y aprendió a guiar la embarcación. Cuando
No había trabajo en ella, ayudaba a Vasudeva en el arrozal, recogía leña o cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a fabricar remos, a reparar la embarcación, a tejer cestos, y todo cuanto aprendía le gustaba; y los días y los meses transcurrían velozmente. Sin embargo,
Más que Vasudeva era el río el que le iba enseñando cosas. De él aprendía incesantemente. Lo primero que aprendió fue a escuchar, a prestar oído con el corazón en calma, con el ánimo abierto y expectante, sin apasionamiento, sin deseos, juicios ni opiniones.
Muy contento vivía junto a Vasudeva, y a veces intercambiaban unas cuantas palabras, muy pocas y bien ponderadas. Vasudeva no era amigo de palabras, raras veces lograba hacerlo hablar. Un día le preguntó: —¿También a ti te enseñó el río aquel secreto: que el tiempo no existe? Una clara sonrisa iluminó el rostro de Vasudeva.
—Sí, Siddhartha —respondió—. Te estarás refiriendo sin duda a lo siguiente: que el río está a la vez en todas partes, en su origen y en su desembocadura, en la cascada, alrededor de la barca, en los rápidos, en el mar, en la montaña, en todas partes simultáneamente,
Y que para él no existe más que el presente, sin la menor sombra de pasado o de futuro. —Así es —dijo Siddhartha—. Y cuando me lo enseñó, me puse a contemplar mi vida y advertí que ella
También era un río y que nada real, sino tan solo sombras, separan al Siddhartha niño del Siddhartha hombre y del Siddhartha anciano. Las encarnaciones anteriores de Siddhartha tampoco eran un pasado, como su muerte y su retorno a Brahma no serán ningún futuro. Nada ha sido ni será; todo es,
Todo tiene una esencia y un presente. Siddhartha hablaba con gran entusiasmo; esta revelación le había hecho muy feliz. Oh, ¿no era acaso el tiempo la sustancia de todo sufrimiento? ¿No era el tiempo la causa misma de todo temor y de toda tortura?
¿No se suprimiría acaso todo el mal, toda la hostilidad del mundo en cuanto el tiempo fuera superado, en cuanto se aboliera la idea del tiempo? Había hablado con gran entusiasmo, pero Vasudeva le sonrió, radiante, y asintió con la cabeza silenciosamente. Luego deslizó su mano
Por el hombro de Siddhartha y volvió a su trabajo. Y en otra ocasión, cuando el río había aumentado su caudal a causa de las lluvias y rugía poderosamente, Siddhartha dijo al barquero: —¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas, muchísimas voces? ¿No tiene la voz de un
Rey y de un guerrero, la voz de un toro y la de un pájaro nocturno, la de una parturienta y la de alguien que gime, y mil voces más? —Así es —admitió Vasudeva—. Todas las voces de la creación se hallan contenidas en la suya.
—¿Y sabes —prosiguió Siddhartha— qué palabra te dice cuando logras oír sus diez mil voces simultáneamente? Con el rostro iluminado de felicidad se inclinó Vasudeva hacia Siddhartha y pronunció en su oído el sagrado Om. Y esto era precisamente lo que Siddhartha había escuchado. Y su sonrisa empezó a parecerse cada
Vez más a la del barquero, volviéndose casi tan radiante, casi tan inundada de alegría, igualmente brillante en sus mil arrugas diminutas, igualmente infantil y vieja. Muchos viajeros, al ver juntos a los dos barqueros, los tomaban por hermanos. A menudo se sentaban en el tronco
A orillas del río, por la noche, y escuchaban en silencio al agua, que para ellos no era agua, sino la voz de la vida, la voz de lo que es, de lo que eternamente deviene. Y muchas veces sucedía que,
Al escuchar al río, ambos pensaban en las mismas cosas: en un diálogo mantenido dos días antes, en algún viajero cuyo rostro y destino los había intrigado, en la muerte, en su infancia. Y en el preciso instante en que el río les decía algo bueno, ambos solían mirarse el uno al otro,
Pensando exactamente lo mismo, felices de coincidir en la respuesta a la misma pregunta. De los dos barqueros y su barca emanaba una fascinación que muchos de los viajeros percibían. A veces, alguno de ellos, después de haber mirado la cara a uno de los barqueros, empezaba
A contarle su vida y sus pesares, a confesarle sus culpas y a pedirle consejos y consuelo. Otras veces, alguien les pedía permiso para pasar la noche con ellos y poder escuchar al río. También solían ir muchos curiosos, a quienes les habían contado que en aquel barco vivían dos sabios, o
Brujos, o santones. Esos curiosos les hacían toda clase de preguntas, pero no recibían respuesta ni veían mago ni sabio alguno; solo encontraban dos amables viejecillos que parecían mudos y algo extraños y estupidizados. Y los curiosos se echaban a reír y comentaban entre sí la estupidez
Y la credulidad de la gente del pueblo, que propagaba esos rumores carentes de fundamento. Los años pasaban y ninguno los contaba. Un día llegaron varios monjes, discípulos de Gotama, el Buda, y pidieron que los cruzaran a la otra orilla del río. Contaron a los barqueros que se
Dirigían a toda prisa a ver a su gran Maestro, pues se había difundido la noticia de que el Sublime estaba gravemente enfermo y pronto moriría su última muerte humana, para alcanzar la liberación final. Al poco tiempo llegó un nuevo grupo de monjes, y luego otro, y tanto
Los monjes como la mayoría de los demás viajeros y peregrinos no hacían sino hablar de Gotama y de su próxima muerte. Y así como los hombres afluyen de todas partes para asistir a una campaña bélica o a la coronación de un rey, congregándose masivamente como hormigas, así afluían entonces, como atraídos
Por un hechizo, hacia el lugar donde el gran Buda esperaba su muerte, donde habría de cumplirse el magno evento y el Ser más perfecto de toda una edad del mundo haría su ingreso en la gloria. Mucho pensó Siddhartha aquellos días en el sabio moribundo, en el gran Maestro cuya voz
Había amonestado pueblos y despertado a millares de individuos, cuya voz también había él escuchado en otros tiempos y cuyo sagrado rostro había contemplado con respeto. Pensó en él con afecto, vio abrirse ante sus ojos el camino de la Perfección y recordó, sonriente,
Las palabras que de joven dirigiera aquella vez al Sublime. Habían sido, parecióle ahora, palabras impertinentes y altaneras, y su recuerdo lo hizo sonreír. Hacía mucho tiempo que ya no se sentía desligado de Gotama, cuya doctrina, sin embargo, no había podido aceptar. No, un
Auténtico buscador, alguien que realmente deseara encontrar, no podía aceptar doctrina alguna. Pero el que ha encontrado sí puede aceptar cualquier doctrina, todas, todos los caminos y objetivos: nada lo separa ya de todos esos miles que vivieron en lo eterno y respiraron lo divino.
Uno de aquellos días en que los peregrinos iban en tropel a ver al Buda moribundo, Kamala, otrora la más bella de las cortesanas, se dirigió también a verlo. Retirada de su vida anterior hacía tiempo, había regalado sus jardines a los monjes de Gotama y buscado refugio en la doctrina, convirtiéndose
En una de las amigas y benefactoras de los peregrinos. Junto con el pequeño Siddhartha, su hijo, se había puesto en camino al recibir la noticia de la próxima muerte de Gotama. Iba a pie y vestida con sencillez. Había llegado a orillas del río con su hijito, pero el niño
Se cansó muy pronto: quería volver a casa, quería descansar, quería comer y empezó a ponerse terco y caprichoso. Kamala se veía obligada a detenerse constantemente; el niño estaba acostumbrado a imponer su voluntad, y ella tenía que alimentarlo, consolarlo, reprenderlo. El pequeño no comprendía
Por qué debía hacer aquella triste y penosa peregrinación con su madre, hacia un lugar desconocido, para ver a un hombre extraño, a un santo que se estaba muriendo. Pues ¿qué le importaba al niño la muerte de aquel santo? Los peregrinos no se hallaban muy lejos de la
Barca de Vasudeva cuando el pequeño Siddhartha obligó a su madre a hacer un nuevo alto. Ella misma estaba cansada, y mientras el chiquillo se comía un plátano, Kamala se dejó caer a tierra, cerró un poco los ojos y se relajó. Pero de pronto lanzó un grito de dolor. Aterrorizado, el niño
La miró y vio su rostro empalidecer de miedo: por debajo de su vestido se escapó una pequeña serpiente negra, que acababa de morder a Kamala. Ambos echaron a correr en busca de algún ser humano y pronto llegaron a las proximidades de la embarcación. Allí se desplomó Kamala,
Incapaz de seguir avanzando. Pero el pequeño comenzó a gritar lastimeramente, al tiempo que besaba y abrazaba a su madre; esta unió también sus voces de auxilio a las de su hijo, hasta que los clamores de ambos llegaron a oídos de Vasudeva, que se hallaba en pie junto a su
Barca. Corrió el barquero hacia ellos, tomó a la mujer entre sus brazos y la condujo a la barca, seguido por el niño. Poco después llegaron todos a la cabaña, donde Siddhartha se disponía a encender el fuego en el hogar. Alzó la mirada y vio primero la cara del niño que, extrañamente,
Le hizo recordar cosas pasadas. Luego vio a Kamala y la reconoció al instante, aunque estuviera desmayada en brazos del barquero. Y entonces cayó en la cuenta de que el niño cuyo rostro acababa de evocar en él tantas cosas era su propio hijo, y el corazón le dio un vuelco en el pecho.
Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba negra y el cuerpo de la mujer empezó a hincharse; le administraron una pócima medicinal. Cuando recuperó la conciencia, yacía sobre el camastro de Siddhartha, en la cabaña, y el hombre que tanto la amara en otros tiempos se hallaba
Inclinado sobre ella. Creyó Kamala estar soñando y, sonriendo, fijó largamente la mirada en la cara de su amigo. Solo poco a poco se fue percatando de su situación, recordó la mordedura y preguntó, angustiada, por el niño. —Está a tu lado, no temas —le dijo Siddhartha.
Kamala lo miró a los ojos. Luego habló con la lengua pesada, paralizada ya por el veneno: —Has envejecido, querido mío —dijo—; tus cabellos se han vuelto grises. Pero aún te pareces al joven samana que, sin vestimentas y con los pies llenos de polvo, llegó un día a mi jardín. Te asemejas a
Él mucho más ahora que cuando nos abandonaste a Kamaswami y a mí. Te le pareces sobre todo en los ojos, Siddhartha. ¡Ay! Yo también he envejecido, mucho… ¿Pudiste reconocerme todavía? Siddhartha sonrió. —Enseguida te conocí, Kamala, amor mío. Kamala señaló entonces al niño y preguntó: —¿Y a él también lo reconociste? Es tu hijo.
Los ojos se le nublaron y cerraron. El niño rompió a llorar; Siddhartha se lo sentó en las rodillas, lo dejó llorar, le acarició el cabello y, al contemplar aquel rostro infantil, recordó una plegaria brahmánica que él mismo aprendiera años atrás, en su primera infancia. Empezó a recitarla
Lentamente, con voz cantarina, y las palabras iban afluyendo desde el fondo del pasado y de su propia niñez. Y al son de su cantinela el niño se calmó, sollozó aún un par de veces y se quedó dormido. Siddhartha lo acostó sobre el lecho de Vasudeva. El barquero, de pie junto al hogar,
Estaba preparando arroz. Siddhartha le lanzó una mirada, que su amigo devolvió con una sonrisa. —Morirá —dijo Siddhartha en voz baja. Vasudeva asintió; los reflejos del hogar iluminaban su afectuoso rostro. Kamala recuperó el conocimiento. El dolor le contraía la cara; Siddhartha leyó el sufrimiento en su boca,
En sus pálidas mejillas. Y pasó un rato observándola en silencio, atento y expectante, concentrado en los padecimientos de la moribunda. Kamala lo sintió, y su mirada buscó la de él. Después le dijo, mirándolo: —Ahora veo que tus ojos también han cambiado.
Son totalmente distintos. ¿En qué reconozco que eres realmente Siddhartha? Lo eres, y no lo eres. Siddhartha no replicó; permaneció con sus tranquilos ojos fijos en los de ella. —¿La has alcanzado? —preguntó Kamala—. ¿Has encontrado la paz? Él sonrió, poniendo una mano sobre las de ella.
—Ya lo veo —prosiguió Kamala—. Ahora me doy cuenta. Yo también encontraré la paz. —Tú ya la has encontrado —dijo Siddhartha en un susurro. Kamala lo miró fijamente a los ojos. Recordó que su intención había sido peregrinar hasta
Donde Gotama para contemplar el rostro de un Ser perfecto y respirar su paz, pero en lugar de Buda se había encontrado con Siddhartha, lo cual estaba bien, tan bien como si hubiera visto a Gotama. Quiso decírselo, pero la lengua no la obedecía. Lo contempló en silencio, y él vio cómo la vida se
Iba extinguiendo en sus pupilas. Cuando el último dolor le dilató los ojos antes de apagárselos, y el último estremecimiento sacudió sus miembros, Siddhartha le bajó los párpados con un dedo. Largo rato permaneció allí, sentado, contemplando el rostro de la muerta. Largo rato contempló
Su boca, esa boca vieja y cansada, de labios delgados, y recordó que alguna vez, en la primavera de su vida, había comparado aquella boca con un higo recién abierto. Permaneció mucho tiempo sentado, leyendo en la cara macilenta y en las fatigadas arrugas,
Impregnándose de esa visión. Vio su propia cara yacer como aquella, igualmente pálida, igualmente apagada, y al mismo tiempo vio su cara y la de ella cuando ambos eran jóvenes, con los labios rosados y la mirada ardiente, y el sentimiento del presente y de la simultaneidad se
Apoderó de él por completo: el sentimiento de la eternidad. Y en ese momento sintió, más profundamente que nunca, la indestructibilidad de cada vida, la eternidad de cada instante. Cuando se levantó, Vasudeva le había preparado arroz. Pero Siddhartha no comió. En el establo
Donde tenían su cabra preparáronse ambos viejos un lecho de paja, y Vasudeva se echó a dormir. Siddhartha, en cambio, salió y pasó la noche sentado frente a la cabaña, escuchando al río, dejándose inundar por el pasado, rozado y rodeado a la vez por todas las etapas de
Su vida. Pero de vez en cuando se levantaba y se dirigía hasta la puerta de la cabaña, para escuchar si el pequeño dormía. Al despuntar el alba, antes de que saliera el sol, Vasudeva abandonó el establo y se acercó a su amigo.
—No has dormido —le dijo. —No, Vasudeva. Me quedé aquí, sentado, escuchando al río. Muchas cosas me ha dicho, colmando todo mi ser con una idea saludable: la idea de la Unidad. —Has sufrido mucho, Siddhartha; pero veo que la tristeza no ha logrado invadir tu corazón.
—No, querido amigo; ¿por qué habría de estar triste? Yo, que fui rico y feliz, lo soy ahora todavía más. Me han regalado a mi hijo. —Bienvenido sea tu hijo. Pero ahora, Siddhartha, pongámonos a trabajar, pues hay mucho que hacer.
Kamala ha muerto en el mismo lecho en el que un día murió mi esposa. Levantemos ahora la pira de Kamala en la misma colina donde aquella vez levanté la pira de mi esposa. Y mientras el niño dormía, levantaron la pira funeraria. El hijo
Tímido y lloroso asistió el niño a los funerales de su madre. Entre sombrío y huraño había escuchado a Siddhartha, que lo saludó como a su hijo y le dio la bienvenida en la cabaña de Vasudeva. Pasó días enteros sentado junto al túmulo de la madre muerta, con el rostro pálido,
Negándose a comer, cerrando sus ojos y su corazón, y rebelándose obstinadamente contra su destino. Siddhartha lo trató con miramientos y lo dejó hacer: respetaba su dolor. Comprendió que su hijo no lo conocía ni podía amarlo como a un padre. Lentamente se fue dando cuenta de que
Ese chiquillo de once años era un niño mimado que había crecido entre el lujo y la abundancia, un señorito acostumbrado a comer manjares delicados, a dormir en lecho blando y a dar órdenes a sus criados. Comprendió Siddhartha que ese niño triste y mimado no podía de buenas a primeras sentirse
Contento y animoso en la miseria de aquel ambiente extraño. Por eso no lo obligaba a nada, le hacía muchas de sus tareas y le reservaba siempre los mejores bocados. Esperaba que, a la larga, su amable paciencia acabaría conquistándolo. Se había autodenominado un hombre rico y feliz
Cuando el niño entró en su vida. Pero al ver que el tiempo transcurría y el chico seguía igualmente hosco y sombrío, al ver que mostraba un corazón altivo y testarudo, no quería hacer ningún trabajo ni respetaba a los ancianos, al ver que saqueaba los árboles frutales de Vasudeva,
Empezó Siddhartha a comprender que con su hijo no le habían llegado la paz ni la felicidad, sino congojas y preocupaciones. Sin embargo lo amaba, y prefería las congojas y preocupaciones de ese amor a cualquier dicha o alegría sin el niño. Desde que el joven Siddhartha empezó a vivir en
La cabaña, los dos ancianos se habían repartido el trabajo. Vasudeva reanudó sus tareas de barquero, solo, y Siddhartha trabajaba en la cabaña y en el campo para estar cerca de su hijo. Largo tiempo, largos meses esperó Siddhartha a que su hijo lo comprendiera, a que aceptara su cariño
Y tal vez hasta se lo correspondiera. Largos meses aguardó también Vasudeva, observando en silencio. Un día en que el joven Siddhartha volvió a atormentar al padre con su obstinación y sus caprichos, rompiéndole las dos escudillas de arroz, Vasudeva llamó
A su amigo aparte, por la noche, y habló con él. —Discúlpame —le dijo—, quiero hablarte como amigo. Veo que te atormentas y vives en la aflicción. Tu hijo, querido amigo, te crea preocupaciones, y a
Mí también me las da. El pajarillo está habituado a otro tipo de vida, a otro nido. No abandonó la ciudad ni renunció a las riquezas como tú, por asco y por hastío. Muy contra su voluntad tuvo que dejar todo aquello. He interrogado al río, amigo, lo he interrogado varias veces. Pero el
Río se echa a reír, se burla de mí y de ti, se ríe a carcajadas de nuestra torpeza. El agua quiere agua, la juventud quiere juventud: tu hijo no está en el lugar apropiado para poder desarrollarse. Interroga tú también al río: ¡escúchalo! Afligido contempló Siddhartha el afable
Rostro de su amigo, en cuyas múltiples arrugas se leía una serenidad inalterable. —¿Acaso podría separarme de él? —preguntó en voz baja, avergonzado—. Dame más tiempo, querido amigo. Ya ves que estoy luchando: quiero ganármelo con amor,
Ternura y paciencia. También a él le hablará algún día el río, él también es uno de los llamados. La sonrisa de Vasudeva se tornó más cálida. —Oh, sí, él también es uno de los llamados,
También pertenece a la vida eterna, pero ¿acaso tú y yo sabemos a qué ha sido llamado, a qué camino, a qué empresas, a qué padecimientos? Pues no serán pocos sus padecimientos: su corazón es ya orgulloso y duro, y las personas como él están predestinadas a sufrir mucho, a equivocarse
A menudo, a cometer muchas injusticias, a cargar su conciencia con muchos pecados. Dime, querido amigo: ¿no educas a tu hijo?, ¿no lo obligas?, ¿no le pegas?, ¿no lo castigas? —No, Vasudeva; no hago nada de eso. —Lo sabía. No lo obligas, ni le pegas,
Ni le das órdenes porque sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más poderosa que la roca y el amor puede más que la violencia. Perfecto, lo encuentro muy loable. Pero ¿no será acaso un error tuyo creer que no lo estás obligando
Ni castigando? ¿No será tu cariño un lazo con el cual lo tienes maniatado? ¿No lo avergüenzas día a día y no le haces la vida más difícil con toda tu bondad y tu paciencia? ¿No estás obligando a este
Niño mimado y orgulloso a compartir una cabaña con dos viejos que se alimentan de plátanos, para quienes un plato de arroz es ya una golosina, cuyas ideas no pueden ser las de él, cuyo corazón, viejo y tranquilo, marcha a un ritmo muy distinto del suyo? ¿No crees que todo esto es, para él,
Una obligación y un castigo? Siddhartha bajó la mirada, consternado. Luego preguntó en voz baja: —¿Qué crees que debo hacer? Y Vasudeva respondió: —Llévalo a la ciudad, a la mansión de su madre: aún han de quedar allí criados, confíalo a ellos.
Y si no los hay, búscale algún maestro, no por lo que pueda enseñarle, sino para que conozca a otros niños de su edad, y a otras niñas, y viva en el mundo que es el suyo. ¿Nunca se te había ocurrido?
—Tú puedes ver mi corazón —dijo Siddhartha con voz triste—. Lo he pensado muchas veces. Pero dime: ¿cómo puedo confiarlo a ese mundo si su corazón no es precisamente tierno? ¿No se convertirá en un disoluto, no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá uno
A uno los errores de su padre? ¿No terminará extraviándose definitivamente en el samsara? Una sonrisa radiante iluminó la cara del barquero, que tocó suavemente el brazo de Siddhartha y le dijo: —¡Pregúntaselo al río, amigo! ¡Escúchalo reírse! ¿De verdad crees que tú cometiste esas locuras para ahorrárselas a tu hijo? ¿Podrás
Acaso protegerlo del samsara? ¿Cómo? ¿Mediante la doctrina, mediante la oración, con amonestaciones? Amigo querido, ¿has olvidado ya la historia aquella, la edificante historia de Siddhartha, el hijo del brahmán, que una vez me contaste en este mismo sitio? ¿Quién protegió al samana Siddhartha
Del samsara, del pecado, de la avidez y la estulticia? ¿Pudieron acaso protegerlo la piedad de su padre, las exhortaciones de sus maestros, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué padre o qué maestro habrían podido impedirle vivir su propia vida, mancillarse al contacto con
Ella, cargar sobre sí su propia culpa, apurar sin ayuda el amargo brebaje, encontrar por sí mismo su camino? ¿Crees tú, querido amigo, que este camino pueda serle ahorrado a alguien? ¿Quizá a tu hijito, porque tú lo amas y querrías evitarle penas, dolores y desilusiones?
Sin embargo, aunque murieras diez veces por él, no lograrías apartarle ni un milímetro de su destino. Nunca había Vasudeva hablado tanto como entonces. Siddhartha se lo agradeció afectuosamente, volvió a la cabaña, preocupado, y pasó un buen rato sin poder conciliar el sueño. Vasudeva no le había
Dicho nada que él mismo no hubiese ya pensado o sabido. Pero eran conocimientos que no podía poner en práctica, y más poderoso que ellos era su amor por el chiquillo, su ternura hacia él, su temor a perderlo. ¿Cuándo se había apegado su corazón a algo tanto como entonces? ¿Cuándo había amado a
Un ser humano tan ciega y apasionadamente, con tan poca suerte y, sin embargo, con tanta felicidad? No era capaz Siddhartha de seguir el consejo de su amigo; era incapaz de abandonar a su hijo. Se dejó mandar por el muchacho, permitió que lo menospreciara. Callaba y esperaba, reiniciando
Diariamente la muda batalla del afecto, la guerra silenciosa de la paciencia. Y Vasudeva también callaba y esperaba, amable, consciente, tolerante. Ambos eran maestros en el arte de la paciencia. Cierto día en que las facciones del niño le evocaron particularmente a Kamala,
Siddhartha recordó de pronto una frase que la cortesana le dijera mucho tiempo atrás, en los remotos días de su juventud. «No eres capaz de amar», le había dicho; y él le había dado la razón, comparándose a sí mismo con una estrella y a los hombres niños con el follaje que cae de los
Árboles. Sin embargo, Siddhartha sintió que en esa frase había también un reproche velado. En efecto: nunca había podido entregarse a otro ser humano, olvidarse de sí mismo y cometer locuras por amor a otra persona; nunca lo había logrado, y en esta incapacidad residía, según le pareció entonces,
La gran diferencia que lo separaba de los hombres niños. Pero ahora, desde que su hijo vivía con él, sintió que también él, Siddhartha, se había convertido totalmente en un hombre niño: sufría por un ser humano, era capaz de amarlo, era capaz de extraviarse y cometer locuras por un amor.
Ahora, por una vez en su vida, sentía él también, tardíamente, esta pasión, la más intensa y extraña de todas; y aunque sufría muchísimo por ella, se sentía dichoso, renovado y enriquecido en muchos aspectos. Se daba perfecta cuenta de que este amor,
Este ciego amor por su hijo era una auténtica pasión, algo muy humano que pertenecía al samsara, una fuente turbia, aguas oscuras. Sin embargo, a la vez era consciente de que dicho amor no carecía de valor: era algo necesario, provenía de su propio ser. Aquel placer también pedía
Ser expiado, aquellos dolores exigían ser saboreados, y aquellas locuras, cometidas. Entretanto, el niño le dejaba cometer sus locuras, le dejaba afanarse y permitía que se humillara diariamente ante sus caprichos. Aquel padre no tenía nada que lo atrajese o le inspirase algún
Temor. Era un buen hombre su padre, sí, un hombre bueno, bondadoso, dulce, tal vez muy piadoso, quizá un santo…; pero estas no eran cualidades capaces de conquistar al muchacho. Aburrido le resultaba aquel padre que lo retenía prisionero en su cabaña miserable; sí, le resultaba aburrido,
Y el hecho de que respondiera a cada grosería suya con una sonrisa, a cada insulto con un gesto de amabilidad, a cada maldad con un acto bueno, todo esto le parecía la artimaña más odiosa de aquel viejo rastrero. Mil veces habría preferido verse amenazado o ser maltratado por él.
Y llegó un día en que los sentimientos del joven Siddhartha estallaron, volviéndose abiertamente contra el padre. Este le había dado una tarea: que recogiese leña menuda. Pero el muchachito no se movió de la cabaña; más bien se quedó allí, terco y furioso, pataleando y cerrando los puños,
Y, en un violento acceso de rabia, arrojó todo su odio y su desprecio a la cara del padre. —¡Ve tú mismo a recoger tu leña! —chilló entre espumarajos de rabia—. ¡Yo no soy tu sirviente!
Sí, ya sé que no me pegas porque no te atreves; ya sé que lo que quieres es castigarme y humillarme todo el tiempo con tu piedad y tu indulgencia. Quieres que sea como tú: igualmente piadoso, dulce y sabio. ¡Pero yo, escúchame bien, yo preferiría, con tal de atormentarte,
Convertirme en salteador de caminos y asesino, e irme incluso al infierno, antes que ser un hombre como tú! ¡Te odio, tú no eres mi padre, aunque hayas sido diez veces el amante de mi madre! La ira y el disgusto lo invadieron, desbordándose en cientos de palabras soeces y perversas contra
El padre. Luego se escapó corriendo y no volvió hasta muy entrada la noche. Pero a la mañana siguiente había desaparecido. Y con él desapareció también una canastilla de dos colores, de corteza trenzada, en la que los barqueros guardaban las monedas
De cobre y plata que constituían la paga de su trabajo. La barca tampoco estaba en su lugar: Siddhartha la vio amarrada en la orilla opuesta. El muchacho se había escapado. —Tengo que seguirlo —dijo Siddhartha, que desde las invectivas pronunciadas el día
Anterior por su hijo no hacía sino temblar de pena—. Un niño no puede cruzar solo el bosque. Perecerá. Tenemos que construir una balsa para atravesar el río, Vasudeva. —Construiremos una balsa —respondió Vasudeva— para recuperar la embarcación que el chico se llevó y era nuestra. En cuanto a él, deberías dejarlo solo, amigo mío;
Ya no es un chiquillo y sabrá arreglárselas. Busca el camino que conduce a la ciudad y tiene razón, no lo olvides. Está haciendo lo que tú mismo no llegaste a hacer. Se preocupa de sí mismo, sigue su propio camino. ¡Ah, Siddhartha! Te veo sufrir,
Pero uno debería reírse de sus sufrimientos: ¡tú mismo te reirás muy pronto de ellos! Siddhartha no respondió. Ya tenía el hacha entre las manos y había empezado a construir una balsa de bambúes. Y Vasudeva lo ayudó a atar los troncos con lianas. Luego se dirigieron a la otra orilla,
Pero como la corriente los desvió un buen trecho, tuvieron que halar la balsa río arriba, desde la ribera opuesta. —¿Para qué has traído el hacha? —preguntó Siddhartha. Vasudeva contestó: —Tal vez se haya perdido el remo de nuestra embarcación.
Pero Siddhartha sabía lo que su amigo pensaba. Pensaba que el muchacho podría haber roto o tirado el remo para vengarse e impedir que lo siguieran. Y efectivamente, no había ningún remo en la barca. Vasudeva señaló el fondo de la embarcación y miró a su amigo con una sonrisa, como queriendo decir:
«¿No ves lo que tu hijo ha querido decirte? ¿No te das cuenta de que no quiere que lo sigan?». Pero no dijo esto con palabras. Se puso a construir un nuevo remo. Siddhartha, en cambio, se despidió para ir en busca del fugitivo. Y Vasudeva no se lo impidió.
Cuando hacía ya un buen rato que erraba por el bosque, Siddhartha se percató de que su búsqueda era inútil. Pensó que o bien el niño ya habría llegado a la ciudad, puesto que le llevaba gran ventaja, o que si aún se hallaba en camino, debía de haberse escondido de él,
Su perseguidor. Al seguir reflexionando cayó en la cuenta de que él mismo no sentía ya preocupación alguna por su hijo, de que sabía en su interior que el muchacho no había perecido y que ningún peligro lo amenazaba en el bosque. Sin embargo, siguió corriendo sin descanso,
No ya para salvarlo, sino impulsado por el simple deseo de verlo una vez más. Y en su carrera llegó hasta las puertas de la ciudad. Cuando estuvo cerca de la ciudad, en la ancha carretera, se detuvo ante la entrada del hermoso parque que otrora perteneciera a Kamala,
Y donde él la había visto por vez primera, en su palanquín. El pasado resurgió de pronto en su alma y volvió a verse a sí mismo joven, un samana desnudo y con barba, con los cabellos cubiertos de polvo. Largo rato permaneció Siddhartha allí, de pie frente a la puerta, contemplando
El jardín y a los monjes de hábito amarillo que se paseaban bajo los hermosos árboles. Largo tiempo estuvo allí meditando, viendo imágenes pasadas, escuchando la historia de su vida. Allí permaneció de pie, mirando a los monjes aunque en realidad solo viera al joven
Siddhartha y a la joven Kamala ir y venir bajo los altos árboles. Se vio claramente a sí mismo, o vio cómo Kamala lo acogía y le daba el primer beso; se vio a sí mismo hablando con desprecio y altivez de su antigua condición de brahmán, orgulloso e impaciente por iniciar su existencia mundana.
Vio también a Kamaswami, a sus criados; vio los festines con los jugadores de dados y los músicos; vio en su jaula al pájaro cantor de Kamala, volvió a revivir todo esto, a respirar el samsara, volvió a sentir el hastío y el deseo de suprimirse y, una vez más, disfrutó del Om sagrado.
Tras haber permanecido largo rato ante la puerta del jardín, se dio cuenta de que el deseo que lo había impulsado hasta allí era insensato, de que no podía ayudar a su hijo ni debía apegarse a él.
En lo más hondo del corazón sintió su amor por el fugitivo como una herida, pero sintió a la vez que aquella herida no le había sido dada para hurgar en ella, sino para que floreciera e irradiara luz. Que la herida aún no hubiera florecido ni irradiara luz a esas alturas de su vida
Era para Siddhartha motivo de tristeza. En lugar del deseo que lo había arrastrado ahí, en pos de su hijo fugitivo, solo vio ahora el vacío. Se sentó, agobiado de tristeza, y sintió que algo se moría en su corazón, que el vacío lo invadía; y ya no vio alegría ni objetivo alguno.
Permaneció sentado, absorto, a la espera. Una cosa había aprendido del río, una sola cosa: esperar, tener paciencia, escuchar. Por eso se sentó a escuchar entre la polvareda del camino, y escuchó a su corazón latir triste y cansado, en espera de una voz.
Pasó varias horas acurrucado, escuchando, y no vio ya más imágenes; se fue hundiendo en el vacío sin oponer ninguna resistencia ni ver salida alguna. Y cuando sintió que la herida le quemaba, pronunció mentalmente el Om y se llenó del Om. Los monjes del jardín lo vieron, y al notar que
Ya llevaba ahí varias horas y que el polvo se iba acumulando sobre sus cabellos grises, uno de ellos se le acercó y depositó dos bananos a sus pies. El anciano no lo vio. De este letargo lo despertó una mano que vino a posarse en su hombro.
Al punto reconoció el contacto tierno y delicado, y volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido los pasos. Y al mirar el rostro amable del barquero, sus ojos serenos, sus pequeñas arrugas que parecían llenas de sonrisas, Siddhartha también sonrió. Entonces
Vio los bananos a sus pies, los recogió, le dio uno al barquero y se comió el otro. Luego regresó al bosque con Vasudeva, en silencio, camino a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido aquel día, ninguno pronunció el nombre del niño, ni aludió a su huida,
Ni hizo mención alguna de la herida. Al llegar a la cabaña, Siddhartha se tendió sobre su lecho, y al cabo de un momento, cuando Vasudeva se acercó para ofrecerle una escudilla con leche de coco, lo encontró dormido. Om Mucho tiempo aún le ardió la herida. Más de una vez tuvo que transportar
Siddhartha a la otra orilla a algún viajero que iba acompañado por un hijo o una hija; y no podía verlos sin sentir envidia y pensar enseguida: «Hay tantos y tantos miles que poseen este bien supremo, ¿por qué a mí me estará vedado? Hasta los hombres malos, los ladrones
Y los asaltantes tienen hijos que los aman y a quienes ellos aman. Solo yo no los tengo». Así de simple e irreflexivo se había vuelto su discurso mental: sí, ¡hasta tal punto se asemejaba ahora a los hombres niños! Pues ahora veía a los hombres con otros ojos:
Quizá con menos altivez e inteligencia que antes, pero en cambio con más calor, curiosidad e interés. Cuando transportaba viajeros comunes y corrientes —hombres niños, mercaderes, guerreros, mujeres del pueblo—, ya no los sentía tan lejanos como antes: los comprendía, comprendía y compartía su existencia no guiada por ideas u opiniones, sino exclusivamente por
Instintos y deseos, y se sentía uno de ellos. Aunque se hallara próximo a la perfección y aún se resintiera de su última herida, tuvo la impresión de que esos hombres niños eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos caprichos habían dejado de ser ridículos a los ojos de Siddhartha.
Sí, le parecían comprensibles y dignos de estimación e incluso de respeto. El amor ciego de una madre por su hijo, el orgullo insensato y ciego de un padre presumido por su único hijito, el afán desenfrenado e incondicional de una joven frívola por adornarse y atraer las miradas
Admirativas de los hombres, todos estos impulsos, todas estas chiquilladas, todos estos instintos y apetitos simples y necios, pero increíblemente fuertes y llenos de vida, de una eficacia intensísima, todas estas cosas no eran ya para Siddhartha simples chiquilladas. Se dio cuenta
De que los hombres vivían por ellas: por ellas los veía realizar proezas gigantescas, hacer viajes, declarar guerras, sufrir padecimientos infinitos, soportar toda suerte de fatigas; y justamente por eso ahora podía amarlos; en cada uno de sus actos y de sus pasiones descubría la vida,
Lo animado, lo indestructible, el Brahma. Dignos de amor y admiración eran estos hombres por su ciega fidelidad, por su fuerza y tenacidad no menos ciegas. Nada les faltaba. El sabio o el pensador solo los aventajaba en un detalle único e insignificante: la conciencia,
La concepción de la unidad de todo lo viviente. Y el mismo Siddhartha llegaba a preguntarse a veces si este conocimiento, si esta concepción eran realmente tan valiosos como se creía, si no serían a su vez una chiquillada de los hombres pensantes, de los hombres niños pensantes. En todo
Lo demás los hombres mundanos eran iguales a los sabios y a menudo hasta muy superiores a ellos, del mismo modo que los animales, dada la seguridad infalible con que cumplen ciertos actos dictados por la necesidad, pueden parecer, en muchos casos, superiores a los hombres.
Poco a poco fue floreciendo y madurando en Siddhartha la idea, la noción de lo que realmente era la sabiduría, el objetivo final de su larga búsqueda. No era otra cosa que una disponibilidad del alma, una capacidad, un arte secreto que le permitía concebir en
Cualquier momento, en medio de la vida, la idea de la unidad, que le permitía sentir la unidad y respirarla. Lentamente fue floreciendo esta en su interior, reflejada por el rostro viejo e infantil de Vasudeva: armonía, ciencia de la eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad.
Pero la herida seguía doliéndole. Con amarga nostalgia pensaba Siddhartha en su hijo, alimentando en su corazón el amor y la ternura, dejándose corroer por el dolor, cometiendo todas las locuras del amor. La llama no se extinguía por sí sola.
Y un día en que la herida le ardía intensamente, Siddhartha, impelido por la nostalgia, atravesó el río y bajó de la barca decidido a ir a la ciudad en busca de su hijo. El río se deslizaba suave y silencioso —era la estación de la sequía—, pero su voz tenía un sonido extraño:
¡se estaba riendo! Era evidente que estaba riéndose. Sí, el río se burlaba del viejo barquero con una risa abierta y cantarina. Siddhartha se detuvo, se inclinó sobre las aguas para oír mejor y vio su rostro reflejado en la apacible corriente. Y en ese rostro reflejado había algo
Que le recordó cosas pasadas y olvidadas, y al seguir pensando descubrió lo que era: aquel rostro se asemejaba a otro que él había conocido, amado e incluso temido en otros tiempos. Se parecía al rostro de su padre, el brahmán. Y entonces recordó que mucho tiempo atrás, de joven,
Había obligado a su padre a dejarlo ir con los ascetas. Recordó cómo se había despedido de él para luego marcharse y no volver nunca más. ¿No habían sido los sufrimientos de su padre similares a los que él, ahora, padecía por su hijo? ¿Su padre no había muerto años atrás,
Solo, sin haber vuelto a ver a su hijo? Y esa repetición, esa carrera en el mismo círculo fatal ¿no eran acaso una comedia absurda y extraña? El río se estaba riendo. Sí, así era: todo lo
Que no se terminaba de sufrir o no se resolvía hasta el final, se repetía; siempre se volvían a sufrir las mismas penas. Pero Siddhartha volvió a la embarcación y la enrumbó hacia la cabaña, pensando en su padre, pensando en su hijo, escarnecido por el río, en pugna consigo mismo,
Al borde de la desesperación, y no menos tentado de reírse de sí mismo y del mundo entero. ¡Ay!, la herida aún no florecía, su corazón aún se rebelaba contra el destino, la serenidad y el triunfo no irradiaban todavía desde su propio dolor. Sintió, no obstante, un rayo de esperanza,
Y al verse de nuevo en la cabaña lo invadió un deseo irrefrenable de abrir su corazón a Vasudeva, de mostrarle todo y de contarle todo a él, que era un maestro en el arte de escuchar. Vasudeva estaba en la cabaña, sentado, y tejía un cesto. Ya no conducía la barca:
Sus ojos empezaban a debilitarse; y no solo sus ojos, sino también sus brazos y sus manos. Lo único que no cambiaba era la alegría y la serena benevolencia de su rostro. Siddhartha se sentó junto al anciano y empezó a hablarle lentamente. Le habló de cosas sobre
Las que nunca habían conversado: de su ida a la ciudad aquella vez, de su herida dolorosa, de su envidia al ver padres felices, de lo absurdos que eran estos deseos y de su inútil lucha contra ellos. Le contó todo: sintióse capaz de decirle todo, incluso lo más penoso y delicado:
Sí, podía explicarle, mostrar y contar todo. Le enseñó su herida, le habló también de su huida ese mismo día, de cómo había cruzado el río, niño fugitivo, con el propósito de ir a la ciudad, y de cómo el río se había reído. Mientras hablaba —y habló largo tiempo—,
Y mientras Vasudeva lo escuchaba con su rostro sereno, Siddhartha tuvo la impresión de que la atención con que el barquero seguía sus palabras era ahora más grande que nunca: sintió que sus dolores e inquietudes, así como su secreta esperanza, fluían hasta el anciano para regresar
Luego hacia él. Mostrar su propia herida a un oyente como Vasudeva equivalía a lavarla en las aguas del río hasta que se enfriara y se uniera a ellas. Y mientras seguía hablando, mientras seguía explicando y confesando, Siddhartha llegó a sentir con una intensidad siempre mayor que el ser que lo
Escuchaba ya no era Vasudeva ni tampoco un ser humano; que aquel oyente inmóvil absorbía en sí sus confesiones como un árbol la lluvia; que era el Dios mismo, lo Eterno. Y mientras Siddhartha dejaba de pensar en sí y en su propia herida, este descubrimiento de la transformación operada
En Vasudeva se fue apoderando de él, y cuanto más intensamente la sentía y penetraba en ella, menos se asombraba y más se daba cuenta de que todo era natural y estaba en orden, de que Vasudeva había sido así prácticamente desde siempre, solo que sin tener plena conciencia de
Ello, y de que acaso él mismo se le pareciera mucho. Sintió que ahora contemplaba al viejo Vasudeva como el pueblo contempla a los dioses, y que esta situación no podría durar mucho. En su corazón empezó a despedirse de Vasudeva, aunque no dejara de hablar un solo instante.
Cuando hubo terminado, Vasudeva fijó en él su mirada afectuosa y algo debilitada por los años, y, sin decir una palabra, irradió amor y serenidad hacia su amigo, comprensión y sabiduría. Tomó a Siddhartha de la mano, lo condujo hasta su asiento en la ribera, se sentó con él y sonrió al río.
—Lo has oído reír —dijo—. Pero no has oído todo. Escuchemos atentamente y oirás otras cosas. Y se pusieron a escuchar. El canto polifónico del río llegaba suavemente hasta ellos. Siddhartha contempló el agua, y en esa agua corriente se le aparecieron algunas imágenes: vio a su padre,
Solitario y afligido por su hijo; se vio a sí mismo, solo y atado él también en los lazos de la nostalgia por el hijo lejano: vio a su hijo, otro solitario, precipitarse ávidamente por la fogosa vía de sus deseos juveniles; y cada cual pensaba en su propia meta,
Estaba poseído por ella, sufría por alcanzarla. El río cantaba con una voz dolorosa y nostálgica, y con nostalgia seguía fluyendo hacia su destino: su voz era como un lamento. —¿Oyes? —preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva. Siddhartha asintió. —Escucha mejor —susurró Vasudeva.
Siddhartha se esforzó por escuchar mejor. La imagen de su padre, la suya propia y la de su hijo se le entremezclaron; la imagen de Kamala apareció también y se desvaneció, y la imagen de Govinda, y otras más; y todas se confundían, convirtiéndose en río y fluyendo como río hacia la meta,
Ansiosas, dolientes, anhelantes, y la voz del río resonaba llena de nostalgia, de dolor ardiente, de deseos insaciables. El río se dirigía hacia su meta, Siddhartha lo veía fluir, ese río compuesto por él y los suyos y todos los hombres que había visto en su vida; toda esa agua y todas esas olas
Se deslizaban vertiginosamente, sufriendo, hacia sus metas, muchas metas: cataratas, lagos, rápidos, el mar; y todas las metas eran alcanzadas, y a cada una seguía otra nueva, y el agua se transformaba en vapor y subía al cielo, se convertía en lluvia y se precipitaba
Desde el cielo, transmutándose en fuente, arroyo, río que volvía a reanudar su curso y a fluir. Pero la voz anhelante ya había cambiado. Aún llevaba ecos de ansiedad y sufrimiento, pero otras voces iban uniéndose a ella: voces de alegría y pesadumbre, voces buenas y malas,
Que reían y lloraban, cientos de voces, miles de voces. Siddhartha escuchaba. Ahora era todo oídos, se hallaba totalmente inmerso en esa sensación, totalmente vacío y dispuesto a asimilar, consciente de que esta vez, por fin, había aprendido el arte de escuchar. Aunque muchas veces hubiera escuchado todo aquello, esa infinidad de
Voces del río, esta vez le parecieron nuevas. Pronto no pudo distinguir ya más aquellas voces, las alegres de las llorosas, las infantiles de las varoniles: todas se le confundían y entremezclaban, los lamentos del deseo y la risa del sabio, los gritos de cólera y los
Estertores de los moribundos, todo se hacía uno, se entretejía y anulaba en mil diversos modos. Y todo ese conjunto, todas las voces, todas las metas, todos los deseos, todos los sufrimientos, todos los placeres, todo el bien y todo el mal, todo eso junto era el mundo. Todo eso junto
Formaba el río del devenir, era la música de la vida. Y cuando Siddhartha escuchaba atentamente ese río, aquel canto orquestado por miles de voces, cuando no escuchaba los lamentos ni las risas, cuando no ataba su alma a una de esas voces ni se introducía en ella con su propio Yo,
Sino que las oía todas, percibiendo el Conjunto, la Unidad, entonces la gran canción de las mil voces se reducía a una palabra, a una sola, y esta palabra era: Om, la Perfección. —¿Oyes? —inquirió nuevamente la mirada de Vasudeva.
Con suave brillo refulgía la sonrisa de Vasudeva, iluminando todas las arrugas de su viejo rostro como el Om se cernía sobre todas las voces del río. Clara era la luz de su sonrisa cuando miró a su amigo, y la misma sonrisa brilló también ahora con la luz clara sobre el rostro de
Siddhartha. Su herida floreció, su dolor empezó a irradiar, su Yo se había fundido en la Unidad. En ese momento dejó Siddhartha de luchar contra el destino, en ese momento dejó de sufrir. Sobre su rostro floreció la serenidad de esa sabiduría a la que no se opone ya ninguna voluntad,
De esa sabiduría que conoce la perfección y que se aviene con el río del devenir, con la corriente de la vida, llena de compasión y simpatía, entregada a la corriente e integrada en la Unidad. Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla,
Cuando miró los ojos de Siddhartha y vio que brillaban con la serenidad de la sabiduría, posó su mano suavemente en el hombro de su amigo, con la cautela y ternura de siempre, y le dijo: —He estado esperando esta hora, amigo mío. Ya que ha llegado,
Déjame partir. Sí, mucho tiempo la he estado esperando, durante muchos años he sido el barquero Vasudeva. Pero ahora basta. ¡Adiós, cabaña; adiós, río: adiós, Siddhartha! Siddhartha hizo una profunda venia al compañero que se despedía. —Lo sabía —dijo en voz baja—. ¿Te irás a los bosques?
—Me voy a los bosques, me voy a la Unidad —respondió Vasudeva, radiante. Y se alejó, radiante. Siddhartha lo siguió con la mirada. Con una mezcla de alegría y gravedad muy profunda lo miró alejarse, vio la placidez que emanaba de su paso, vio su cabeza aureolada de esplendores, vio su figura irisada de luz.
Govinda Cierto día se hallaba Govinda descansando, en compañía de otros monjes, en los jardines que la cortesana Kamala regalara a los discípulos de Gotama, y oyó hablar de un anciano barquero que vivía junto al río, a una jornada de camino,
Y a quien muchos consideraban un sabio. Cuando Govinda, ansioso de ver a aquel barquero, reanudó su viaje, eligió el camino que llevaba hasta el embarcadero. Pues aunque hubiera vivido siempre en la observación de la regla y fuera considerado con respeto por los monjes jóvenes en razón de su
Edad y de su modestia, la inquietud y el afán de búsqueda no se habían extinguido en su corazón. Llegó al río, pidió al anciano que lo trasladara a la otra orilla, y al desembarcar le dijo: —Has dado muestras de una gran bondad hacia todos los monjes y peregrinos,
Y has transportado a muchos de nosotros de una orilla a otra. ¿No serás tú también, barquero, uno de los que buscan el recto camino? Los viejos ojos de Siddhartha sonrieron cuando contestó: —¿Cómo puedes llamarte un buscador, oh venerable, estando tan cargado de años y llevando el hábito de los monjes de Gotama?
—Es cierto que soy viejo —repuso Govinda—, pero nunca he dejado de buscar y nunca dejaré de hacerlo: creo que tal es mi destino. Y me parece que también tú has buscado. ¿Quieres decirme unas palabras, honorable? —¿Qué podría decirte, oh venerable? —replicó
Siddhartha—. ¿Quizá que buscas demasiado y que a fuerza de buscar ya no encuentras? —¿Cómo así? —preguntó Govinda. —Cuando alguien busca —dijo Siddhartha—, suele ocurrir que sus ojos solo ven aquello que anda buscando, y ya no logra encontrar nada ni
Se vuelve receptivo a nada porque solo piensa en lo que busca, porque tiene un objetivo y se halla poseído por él. Buscar significa tener un objetivo. Pero encontrar significa ser libre, estar abierto, carecer de objetivos. Tú, honorable, quizá seas de verdad un buscador,
Pues al perseguir tu objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista. —Sigo sin entenderte del todo —repuso Govinda—. ¿A qué te refieres? Y Siddhartha respondió: —Hace un tiempo, oh venerable, muchos años atrás, llegaste un día a orillas de este río y encontraste a un hombre que dormía:
Te sentaste a su lado y velaste su sueño. Mas no reconociste, Govinda, a aquel durmiente. Atónito y como hechizado miró el monje a los ojos del barquero. —¿Eres tú, Siddhartha? —inquirió con voz tímida—. ¡Tampoco te habría reconocido esta vez! Te saludo
Cordialmente, oh Siddhartha. ¡Qué alegría me da volver a verte! Has cambiado mucho, amigo mío. ¿De modo que te has convertido en barquero? Siddhartha se echó a reír amablemente. —Sí, en barquero —admitió—. Muchos son, Govinda, los que tienen necesidad de cambiar y llevar
Toda suerte de hábitos, y yo soy uno de ellos, querido amigo. Bienvenido seas, Govinda; y quédate esta noche en mi cabaña. Govinda pasó la noche en la cabaña y durmió en el lecho que había sido de Vasudeva. Hizo muchas preguntas a su amigo de juventud,
Y Siddhartha le contó muchas cosas de su vida. A la mañana siguiente, cuando llegó la hora de proseguir la peregrinación, Govinda le preguntó, no sin vacilaciones: —Antes de seguir mi camino, permíteme, Siddhartha, que te haga otra pregunta:
¿Tienes alguna doctrina? ¿Tienes tú una fe o alguna ciencia que guíe tus actos y te ayude a vivir y a obrar rectamente? Siddhartha respondió: —Tú sabes bien, querido amigo, que ya de joven, cuando vivíamos con los ascetas en el bosque,
Empecé a desconfiar de las doctrinas y de los maestros y muy pronto les volví la espalda. No he cambiado de opinión; pero he tenido, desde entonces, muchos maestros. Una hermosa cortesana fue mi maestra durante largo tiempo, y también tuve por maestros a un rico mercader
Y a varios jugadores de dados. En cierta ocasión hasta un discípulo de Buda llegó a ser mi maestro: se instaló a mi lado mientras yo dormía en el bosque, durante una peregrinación. También aprendí de él, también a él le estoy agradecido. Pero de quien más he aprendido es de este río y
De mi predecesor, el barquero Vasudeva. Era un hombre muy simple, Vasudeva; no era un filósofo pero sabía lo que hay que saber, y lo sabía tan bien como Gotama: era un ser perfecto, un santo. Govinda dijo entonces: —Me parece, Siddhartha,
Que todavía te sigue gustando hacer bromas. Te creo y sé muy bien que no has seguido a ningún maestro. Pero ¿no has encontrado tú mismo, si no una doctrina, al menos ciertas ideas, ciertos conocimientos que puedas considerar como tuyos y te ayuden a vivir? Si me dijeras algo al
Respecto, alegrarías mi corazón. Siddhartha respondió: —He tenido ideas, sí, e incluso conocimientos en forma esporádica. A veces, durante una hora o por un día, he sentido el saber en mi interior tal y como uno siente la vida en su corazón. Eran muchas ideas, pero me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, esta es una
De las ideas que he encontrado: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un sabio intenta comunicar a otros suena siempre a locura. —¿Estás bromeando? —preguntó Govinda. —No bromeo. Te digo lo que he encontrado. El saber puede comunicarse, pero la sabiduría
No. Es posible encontrarla, vivirla, dejarse llevar por ella y hasta hacer milagros con ella, pero comunicarla y enseñarla es imposible. Esto es lo que ya de joven presentía, lo que me alejó de los maestros. También he encontrado otra idea que acaso tú, Govinda, vuelvas a tomar por broma
O por locura, pero que es la mejor de todas mis ideas. Hela aquí: lo contrario de toda verdad es también verdadero. Me explico: una verdad solo se puede enunciar y traducir en palabras cuando es unilateral. Y unilateral es todo cuanto puede concebirse con ideas y expresarse
Con palabras: es todo unilateral, todo mitad, todo desprovisto de totalidad, de redondez, de unidad. Cuando el sublime Gotama hablaba del mundo en sus prédicas, tenía que dividirlo en samsara y en nirvana, en ilusión y en verdad, en sufrimiento y en liberación. Imposible hacerlo de otro modo;
No hay otro camino para quien quiera enseñar. Pero el mundo en sí mismo, lo que existe a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos, nunca es unilateral. Nunca un hombre o una acción cualquiera es del todo samsara o del todo nirvana; nunca un hombre es totalmente santo o totalmente
Pecador. Nos parece que así debe de ser, porque vivimos bajo la ilusión de que el tiempo es algo real. El tiempo no es real, Govinda, y esto es algo que he experimentado repetidas veces. Y si el tiempo no es real, la distancia que parece mediar entre el mundo y la eternidad, entre
El sufrimiento y la bienaventuranza, entre el bien y el mal, es también una ilusión. —¿Cómo puede ser así? —preguntó Govinda angustiado. —¡Escúchame bien, querido amigo, escúchame bien! El pecador que yo soy y que tú eres «es»
Un pecador, pero algún día será de nuevo Brahma, algún día llegará al nirvana, será Buda… Y ahora fíjate: este «algún día» es ilusión, es solo una metáfora. El pecador no se halla en camino de transformarse en Buda, no se halla comprometido en un proceso evolutivo, aunque nuestro espíritu sea
Incapaz de representarse las cosas de otro modo. No, el Buda futuro existe ya en el pecador actual, todo su futuro ya está ahí; y en él, en ti, en cada uno hemos de venerar al Buda potencial, al Buda en devenir, al Buda escondido. El mundo, amigo Govinda, no es imperfecto ni se encuentra
En vías de un lento perfeccionamiento. No, es ya perfecto en cada instante: cada pecado lleva en sí la gracia, en cada niño alienta ya el anciano, todo recién nacido contiene en sí la muerte, todo moribundo, la vida eterna. Ningún hombre es capaz de ver hasta qué punto del camino ha
Avanzado su prójimo; en el ladrón y en el jugador de dados aguarda Buda, en el brahmán puede ocultarse un bandido. La meditación profunda ofrece la posibilidad de abolir el tiempo, de ver simultáneamente toda la vida pasada, presente y venidera, y entonces todo es bueno,
Todo es perfecto, todo es Brahma. Por ello me parece bueno todo lo que existe: la vida no menos que la muerte, el pecado tanto como la santidad, la inteligencia no menos que la estupidez. Todo ha de ser así, todo no pide sino mi aprobación, mi buena voluntad, mi comprensión amorosa; y en ese
Caso es bueno para mí, solo podrá estimularme, nunca podrá hacerme daño. He experimentado en cuerpo y alma que me hacían falta el pecado, la concupiscencia, el afán de lucro, la vanidad y la más ignominiosa de las vanidades para aprender a vencer mi resistencia, para aprender a amar
Al mundo y a no compararlo más con algún mundo deseado e imaginado por mí, con algún arquetipo de perfección inventado por mi cerebro, sino dejarlo tal como es, y amarlo e integrarme en él con gusto. Estas, oh Govinda, son algunas de las ideas que han acudido a mi espíritu.
Siddhartha se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en su mano. —Esto —dijo jugueteando— es una piedra, y dentro de un tiempo determinado quizá sea tierra, y esa tierra se convierta en planta, animal o ser humano. Pues bien, en otro tiempo habría dicho:
«Esta piedra es tan solo una piedra, carece de valor y pertenece al mundo de Maya; pero como en el ciclo de las transformaciones tal vez llegue a convertirse en hombre o en espíritu, también he de otorgarle un valor». Así habría pensado yo antes. Ahora, en cambio, pienso:
Esta piedra es una piedra, pero es también animal, también es Dios, también es Buda; la amo y la respeto no porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque es y ha sido siempre
Todo. Y la amo precisamente por esto, porque es piedra y en este momento se me presenta como tal; y descubro un valor y un sentido en cada una de sus venas y concavidades, en el amarillo,
En el gris, en la dureza, en el sonido que emite cuando la golpeo, en la sequedad o la humedad de su superficie. Hay piedras que ofrecen al tacto una consistencia oleaginosa o jabonosa, y otras que parecen hojas, o arena, y cada una tiene sus atributos distintivos y reza el Om
A su manera, cada una es Brahma, pero al mismo tiempo es una piedra, es oleaginosa o jabonosa, y justamente esto es lo que me gusta y me parece extraordinario y digno de veneración. Pero no me hagas seguir hablando de esto. Las palabras son nocivas para el sentido secreto de las cosas;
Todo cambia ligeramente cuando lo expresamos, nos parece un poco deformado, un poco necio…; sí, y esto también es muy bueno y me agrada mucho: también estoy de acuerdo en que lo que constituye el tesoro y la sabiduría de un ser humano ha de sonar siempre un poco necio al oído de los otros.
Govinda escuchaba en silencio. —¿Por qué me has contado aquello de la piedra? —preguntó en tono vacilante, tras una pausa. —Fue sin intención. O tal vez para darte a entender que justamente amo esta piedra, y el río, y todas estas cosas que estamos viviendo
Y de las cuales podemos aprender. Sí, puedo amar una piedra, Govinda, así como un árbol y hasta un pedazo de corteza. Son cosas, y las cosas pueden ser amadas. En cambio soy incapaz de amar a las palabras. Por eso las doctrinas nada significan para mí; no tienen dureza,
Ni blandura, ni colores, ni cantos, ni aroma, ni sabor: no tienen más que palabras. Tal vez sea esto mismo lo que te impide encontrar la paz; tal vez sea todo este exceso de palabras. Pues también liberación y virtud, también samsara y nirvana son simples palabras,
Govinda. No hay objeto alguno que sea el nirvana; solo existe la palabra nirvana. Dijo entonces Govinda: —Amigo mío, nirvana no es solo una palabra. Es una idea. Y Siddhartha prosiguió: —Una idea, puede que sí. Mas debo confesarte, querido amigo, que no hallo mucha diferencia entre
Las ideas y las palabras. Y hablando francamente: las ideas tampoco me importan demasiado. Más me interesan las cosas. Aquí en esta barca, por ejemplo, mi predecesor y maestro fue un hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el río, y en nada más. Había observado que la
Voz del río le hablaba; de ella aprendió, la voz lo fue educando e instruyendo, el río era su Dios. Durante muchos años ignoró que cada viento, cada nube, cada pájaro y cada insecto son igualmente divinos y saben y pueden enseñar lo mismo que el venerado río. Pero cuando este santo se marchó a
Los bosques ya sabía todo, sabía más que tú y que yo, y sin haber tenido maestros ni libros: solo porque tuvo fe en el río. Govinda dijo entonces: —Pero esto que tú llamas «cosas» ¿es acaso algo real, algo esencial? ¿No será solo una ilusión de
Maya, simples imágenes y apariencias? Tu piedra, tu árbol, tu río ¿son en verdad realidades? —Eso tampoco me preocupa mucho —repuso Siddhartha—. Poco importa que las cosas sean o no apariencias; el hecho es que yo también soy apariencia y, por lo tanto,
Ellas son mis semejantes. Esto es lo que me las hace tan entrañables y dignas de respeto: son mis semejantes. Por eso puedo amarlas. Y he aquí una doctrina de la que vas a reírte: el amor, Govinda, me parece la cosa más importante que existe. Analizar el mundo,
Explicarlo o despreciarlo acaso sea la tarea principal de los grandes filósofos. Yo, en cambio, lo único que persigo es poder amar al mundo, no despreciarlo, no odiarlo a él ni odiarme a mí mismo, poder contemplarlo (y con él a mí mismo y a todos los seres) con amor, admiración y respeto.
—Esto lo entiendo —dijo Govinda—. Pero es justamente lo que él, el Sublime, denominaba ilusión. Prescribió la benevolencia, la generosidad, la compasión, la tolerancia, pero no el amor; nos prohibió atar nuestro corazón con el amor hacia las cosas terrenales.
—Lo sé —respondió Siddhartha, y su sonrisa refulgió como el oro—. Lo sé, Govinda. Y mira, ya estamos otra vez perdidos en la selva de las opiniones, en discusiones sobre las palabras. Pues no puedo negar que mis palabras sobre el amor se hallan en contradicción,
En una contradicción aparente, con las palabras de Gotama. Por eso desconfío tanto de las palabras, porque sé que esta contradicción es ilusoria. En el fondo sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¿Cómo podría Él ignorar el amor? Él, que supo reconocer la nulidad y caducidad de todo cuando
Atañe al ser humano y, sin embargo, amó tanto a los hombres que dedicó toda una vida larga y fatigosa a la tarea exclusiva de ayudarlos e instruirlos. También en Él, en tu gran Maestro, prefiero las cosas a las palabras; su vida y sus hechos me parecen más
Importantes que sus discursos; los gestos de su mano, más importantes que sus opiniones. No en su palabra ni en su pensamiento veo su grandeza, sino en sus obras, en su vida. Largo rato permanecieron en silencio ambos ancianos. Finalmente habló Govinda, al tiempo que se inclinaba para despedirse: —Gracias, Siddhartha, por haberme revelado
Algunos de tus pensamientos. En parte son pensamientos extraños, no todos me resultaron asequibles de inmediato. Mas sea como fuere, te agradezco y te deseo días de paz y de sosiego. Pero en su interior pensaba: «Este Siddhartha es un hombre extraño; extrañas son las ideas
Que predica y hay algo de locura en su doctrina. Muy distinta suena la doctrina pura del Sublime: más clara, transparente y comprensible; en ella no hay nada raro, extravagante o ridículo. Pero distintos de sus pensamientos me parecen las manos y los pies de Siddhartha, sus ojos,
Su frente, su respiración, su sonrisa, su manera de saludar y caminar. Nunca, desde que nuestro sublime Gotama entró en el nirvana, nunca he vuelto a encontrar a un hombre que me impulsara a decir: ¡este es un santo! Solo él, Siddhartha, me ha dejado esta impresión. Aunque su doctrina sea
Extraña y en sus palabras haya un eco de locura, su mirada y su mano, su piel y sus cabellos, todo en él irradia una pureza, una paz, una serenidad, una dulzura y una santidad que nunca he vuelto a ver en ningún hombre tras la última muerte de nuestro sublime maestro».
Mientras Govinda discurría de este modo, agitando en su corazón los pensamientos más contradictorios, volvió a inclinarse hacia Siddhartha, impulsado por el afecto. Le hizo una profunda venia a su amigo, que permaneció sentado y en silencio. —Siddhartha —le dijo—, nos hemos hecho viejos. Difícilmente volveremos a vernos bajo esta forma
Humana. Veo, amigo querido, que has encontrado la paz. Yo confieso no haberla hallado. Dime una palabra más, oh venerable; dame algo que pueda tocar, algo que pueda comprender. Dame algo que me acompañe en mi camino. Arduo y sombrío es mi camino a veces, oh Siddhartha.
Siddhartha callaba y lo miraba con su sonrisa tranquila, inmutable. Govinda clavó en él una mirada angustiosa, anhelante. El sufrimiento y la eterna búsqueda se leían en su mirada, el sufrimiento del que nunca encuentra. Siddhartha lo advirtió y sonrió. —Inclínate hacia mí —le susurró al oído—. ¡Inclínate hacia mí! ¡Así, más todavía!
¡Más cerca! ¡Bésame en la frente, Govinda! Pero mientras Govinda obedecía sus palabras, maravillado y atraído a la vez por su gran afecto y por una especie de presentimiento, mientras se acercaba un poco más a Siddhartha y le rozaba la frente con sus labios, le ocurrió
Algo extraordinario. Sí, mientras sus pensamientos seguían ocupándose aún de las extrañas palabras de su amigo; mientras él mismo hacía esfuerzos vanos y algo violentos por imaginarse la abolición del tiempo, por representarse nirvana y samsara como una sola cosa; y mientras una
Especie de desdén por las palabras de Siddhartha combatía en su interior con un cariño inmenso y un respeto no menor, le sucedió lo siguiente: Dejó de ver el rostro de su amigo Siddhartha y vio en vez de este otros rostros, muchos, una hilera enorme, un río de rostros, cientos, miles de caras
Que llegaban y pasaban, aunque parecieran estar todas allí al mismo tiempo; miles de caras que se transformaban y se renovaban incesantemente y que, sin embargo, eran todas Siddhartha. Vio el rostro de un pez, de una carpa con la boca desencajada por un dolor infinito: un pez moribundo con
Los ojos saltones; vio el rostro de un recién nacido, rojo y surcado de arrugas, contraerse por el llanto; vio el rostro de un asesino, y lo vio hundir un cuchillo en el cuerpo de un hombre; vio,
En el mismo instante, al asesino encadenado y de rodillas ante su verdugo, que le cortó la cabeza de un solo mandoble; vio cuerpos de hombres y mujeres desnudos en las posiciones y en las luchas de un amor desenfrenado; vio cadáveres estirados, tranquilos, fríos, vacíos; vio cabezas
De animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de aves; vio dioses, vio a Krishna, a Agni; vio todos estos rostros y figuras anudados en mil relaciones recíprocas, ayudándose unos a otros, amándose, odiándose, destruyéndose, volviendo a procrearse; cada
Cual empeñado en querer morir, cada cual dando un testimonio apasionado y doloroso de su caducidad; pero ninguno moría, todos se transformaban solamente, renacían sin cesar e iban adquiriendo siempre un rostro nuevo, sin que entre los sucesivos rostros viniera a interponerse
Un resquicio de tiempo; y todos estos rostros y figuras yacían, fluían, se multiplicaban, flotaban aisladamente y volvían a confluir; y sobre todos ellos se cernía algo muy sutil, impalpable y, sin embargo, existente, algo así como una tenue capa de cristal o de hielo, como una piel transparente,
Una corteza, un molde o una máscara de agua; y esta máscara le sonreía y era el rostro sonriente de Siddhartha que él, Govinda, estaba rozando con sus labios en aquel mismo momento. Y esta sonrisa de la máscara, según le pareció a Govinda, esta sonrisa de la unidad sobre el fluir
De las formas, esta sonrisa de la simultaneidad sobre los millares de nacimientos y de muertes, esta sonrisa de Siddhartha era exactamente la misma sonrisa de Gotama Buda: perenne, tranquila, fina, impenetrable, quizá bondadosa, burlona acaso, sabia, múltiple; la misma sonrisa que él había contemplado centenares de veces con profundo respeto.
Así —y esto Govinda lo sabía—, así sonríen los seres perfectos. No sabiendo ya si había tiempo, si aquella visión había durado un segundo o cien años, no sabiendo ya si existía un Siddhartha, o un Gotama, o un Yo y un Tú, herido en lo más
Profundo de su ser como por una flecha divina que lo vulnerase dulcemente, hechizado y disuelto en su interior, Govinda aún permaneció un instante inclinado sobre el impasible rostro de Siddhartha, ese rostro al que acababa de besar, que acababa de ser escenario de todas esas metamorfosis,
De todo el Devenir, de todo el Ser. El rostro permaneció inmutable una vez que, bajo su superficie, volvieron a cerrarse los abismos de la multiplicidad; sonreía tranquilo, sonreía dulce y tiernamente, tal vez con demasiada bondad, tal vez con demasiada ironía,
Exactamente como Él había sonreído, el Sublime. Profundamente se inclinó Govinda; por su viejo rostro rodaron lágrimas de las que él nada supo; como un fuego ardió en su corazón el sentimiento del amor más íntimo, de la veneración más humilde. Profundamente se inclinó, hasta tocar el suelo,
Ante aquel hombre que permanecía allí sentado, inmóvil, y cuya sonrisa le recordaba todo cuanto había amado en su vida, todo cuanto en su vida había él considerado valioso y sagrado. Gracias por haber compartido este momento de lectura en «La Voz que te Cuenta». Si
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