Siddhartha de Hermann Hesse. Audiolibro completo. Voz humana real.



Siddhartha s una de las novelas más luminosas y llenas de sabiduría del escritor y Premio Nobel Hermann Hesse (1877-1962).

Descripción Sobre Siddhartha de Hermann Hesse. Audiolibro completo. Voz humana real. Siddhartha. Una novela de Hermann  Hesse. Yo soy “La voz que te cuenta”. PRIMERA PARTE Comienza con una carta del propio Hermann   Hesse.Apreciado Romain Rolland: Desde el otoño de 1914, en que yo también   sentí de pronto la profunda crisis de la vida  espiritual que había estallado poco antes y ambos  

Nos dimos la mano desde orillas remotas, con la  fe puesta en la misma necesidad de crear contactos   supranacionales, desde entonces he tenido el deseo  de ofrecerle algún signo exterior de mi estima que   fuera a la vez una muestra de mi quehacer creativo  y le permitiera echar una mirada sobre mi propio  

Ideario. Le ruego aceptar, pues, la dedicatoria  de la primera parte de mi obra de tema hindú,   aún inconclusa. Hermann Hesse  El hijo del brahmán A la sombra de la casa   y bajo el sol, a la orilla del río y junto a  las barcas, a la sombra del bosque de sauces  

Y el huerto de higueras, creció Siddhartha,  el hermoso hijo del brahmán, el joven halcón,   en compañía de Govinda, amigo suyo y también  hijo de un brahmán. El sol, a la orilla del río,   fue bronceando sus claras espaldas durante el  baño, las abluciones sagradas y los sacrificios  

Religiosos. La sombra se fue infiltrando en  sus negros ojos bajo el bosquecillo de mangos,   en el curso de sus juegos infantiles, al escuchar  el canto de su madre, durante los sacrificios   religiosos, al seguir las enseñanzas de su  padre, el sabio, y las pláticas de los maestros.  

Hacía ya tiempo que Siddhartha participaba en  las discusiones de los sabios y se ejercitaba con   Govinda en la oratoria polémica, en el arte de la  contemplación y en el ritual del ensimismamiento.   Ya sabía pronunciar en silencio el Om, la palabra  por excelencia. Podía enunciarla sigilosamente  

En su interior, al aspirar, y, siempre en  silencio, emitirla luego al exhalar el aire,   en un recogimiento total y con la frente aureolada  por los resplandores del espíritu reflexivo.   En lo más hondo de su ser sabía encontrar ya  el Atmán, indestructible y Uno con el universo. 

Y el corazón del padre se alegraba al ver a  ese hijo tan inteligente y deseoso de aprender,   en quien adivinaba a un futuro gran sabio y  sacerdote, a un príncipe entre los brahmanes.  Y el pecho de la madre se henchía de satisfacción  al verlo caminar, sentarse e incorporarse: a él,  

Siddhartha, el joven hermoso y fuerte, de esbeltas  piernas, que la saludaba con perfecta gracia.  Y el amor agitaba el joven corazón de las  hijas de los brahmanes cuando Siddhartha, el   joven de luminosa frente, mirada real y gráciles  caderas, se paseaba por las callejas de la ciudad. 

Pero más que todos ellos lo quería Govinda,  su amigo, el hijo del brahmán. Amaba los   ojos y la dulce voz de Siddhartha, su manera de  andar y la gracia perfecta de sus movimientos,   amaba todo cuanto el amigo hacía y decía,  y por encima de todo apreciaba su espíritu,  

Sus ideas vigorosas y elevadas, su ardiente  voluntad y su vocación sublime. Pues   Govinda pensaba: «Este nunca será un brahmán  común y corriente, un indolente sacrificador,   un ávido mercader de ensalmos, un orador vacuo  y vanidoso, un sacerdote maligno y astuto, ni  

Tampoco uno de esos corderos bonachones y necios  que integran el gran rebaño». No, y tampoco él,   Govinda, deseaba ser así, uno más entre la enorme  grey de los brahmanes: quería seguir a Siddhartha,   el amado, el magnífico. Y el día en que  Siddhartha llegara a ser un dios, el día en que  

Se incorporase al número de los Gloriosos, Govinda  estaba dispuesto a seguirlo en calidad de amigo,   acompañante, criado, escudero y sombra. Todos querían, pues, a Siddhartha,   que era la alegría y el placer de todos. Pero él no hallaba, en cambio, placer ni  

Alegría alguna en sí mismo. Ya deambulara por los  senderos floridos del huerto de higueras o bien   se sentara en la sombra azulina del bosquecillo  de la Contemplación; ya lavara sus miembros en   el baño expiatorio de cada día u ofreciera  sacrificios en el sombrío bosque de mangos,  

Él, cuyos gestos eran de una gracia y armonía  perfectas, y a quien todos querían y se alegraban   de ver, no encerraba dicha alguna en su corazón.  Las aguas del río le aportaban sueños y un flujo   incesante de ideas. Pero también el titilar  de las estrellas nocturnas, los rayos del sol,  

El humo de los sacrificios y el hálito de  los versos del «Rig-Veda», destilados por las   enseñanzas de los viejos brahmanes, producíanle  extraños sueños y agitaban constantemente su alma.  Siddhartha había empezado a acumular descontento  en su interior. Comenzó a sentir que el cariño de  

Su padre, el amor de su madre y el aprecio de su  amigo Govinda no lo harían feliz toda la vida ni   lo calmarían ni satisfarían sus aspiraciones.  Empezó a intuir que su venerable padre y sus   otros maestros, los sabios brahmanes, le habían  ya comunicado la mayor y más excelsa parte de su  

Sabiduría, que ya habían trasvasado lo mejor de  sí mismos a su alma, vaso expectante, y el vaso   no estaba colmado, ni el espíritu satisfecho, ni  el alma tranquila, ni el corazón sosegado. Las   abluciones eran buenas, pero no eran sino agua:  no lavaban el pecado, ni saciaban la sed del  

Espíritu, ni suprimían la angustia del corazón.  Excelentes eran asimismo los sacrificios y la   innovación de los dioses…, pero ¿lo eran todo?  ¿Aportaban felicidad los sacrificios? ¿Y qué cabía   esperar de los dioses? ¿Era realmente Prajapati  el creador del mundo? ¿No lo era acaso el Atmán,  

Él, el Único e Indivisible? ¿No eran los dioses  criaturas como tú y yo, sometidas al tiempo y   perecederas? ¿Y era acaso un acto justo y noble  ofrecer sacrificios a los dioses? ¿Tenía algún   sentido? ¿A quién inmolar víctimas y demostrar  veneración si no era a Él, el Único, el Atmán?  

¿Y dónde encontrar al Atmán? ¿Dónde moraba? ¿Dónde  latía su eterno corazón? ¿Dónde sino en nuestro   propio Yo, en lo más hondo, en aquel reducto  indestructible que todos llevamos dentro? Mas   ¿dónde, dónde se hallaba este Yo, este  Interior, este Último? No era carne ni hueso,  

No era pensamiento ni conciencia, según enseñaban  los más sabios. ¿Dónde, pues, se encontraba? Y   para acceder hasta él, al Yo, a sí mismo, al  Atmán, ¿existía acaso otro camino que valiera   la pena buscar? Mas nadie podía mostrárselo, nadie  lo conocía: ni su padre, ni los sabios y maestros,  

Ni los cánticos propiciatorios. Todo lo sabían  aquellos brahmanes y sus libros sagrados. Conocían   todo y se habían interesado por todo eso y mucho  más: por la creación del mundo, por el origen del   lenguaje y de los alimentos, de la aspiración y  espiración, por la jerarquía de los sentidos y  

Los hechos de los dioses… Pero ¿servía de algo  conocer todo eso si se ignoraba lo Uno y Único,   lo más Importante, lo único Importante? Cierto es que muchos versos de los libros   sagrados, sobre todo los «Upanishads» de Samaveda,  hablaban de ese espacio interior y absoluto:  

¡versos magníficos! «Tu alma es todo el Universo»,  se leía en ellos. Y también estaba escrito que el   hombre, al caer en un sueño profundo, penetra  hasta lo más recóndito de su interior y mora en   el Atmán. ¡Qué prodigiosa sabiduría la de estos  versos! Todo el conocimiento de los grandes  

Sabios se hallaba resumido en esas mágicas  palabras, puras como la miel de las abejas.   No: era imposible desdeñar el ingente cúmulo  de conocimientos almacenado y preservado allí   por innumerables generaciones de sabios brahmanes.  Mas ¿dónde estaban los brahmanes y los sacerdotes,  

Los sabios y los penitentes que habrían  logrado no solo conocer toda esa ciencia,   sino también vivirla? ¿Dónde hallar  al iniciado capaz de prolongar aquella   familiaridad con el Atmán del sueño a la  vigilia, capaz de integrarla en su vida,  

De sentirla a cada paso y en cada palabra o hecho? Siddhartha conocía a muchos venerables brahmanes   y, sobre todo, a su padre, el puro,  el sabio, el más digno de veneración.   Admirable era ese padre de talante noble y  sereno, vida casta y prudencia en el hablar,  

Bajo cuya frente habitaban pensamientos generosos  y sutiles. Pero él, que sabía tanto, ¿era feliz   acaso? ¿Tenía paz interior? ¿No era también un  buscador, consumido por la misma sed de verdad? ¿Y   no necesitaba beber continuamente en las fuentes  sagradas, calmar su sed en los sacrificios, en  

Los libros, en los diálogos con otros brahmanes?  ¿Por qué justamente él, el Irreprochable, tenía   que purificarse a diario de sus pecados, someterse  a sus abluciones cotidianas sin interrupción? ¿No   estaba el Atmán dentro de él? Y aquella fuente  primordial ¿no fluía acaso en su propio corazón?  

¡Había que encontrarla, descubrir  ese manantial en el propio Yo y   poseerlo! Todo lo demás no era sino  búsqueda vana, extravío, confusión.  Tales eran los pensamientos de Siddhartha;  tales sus afanes y tribulaciones.  A menudo se recitaba las palabras de uno  de los «Chadogya-Upanishads»: «En verdad,  

El nombre de Brahma es Satyam; y quien esto sabe  puede entrar cada día en el mundo celestial».   Muchas veces tuvo la impresión de estar muy  cerca de ese mundo celestial. Pero nunca lo   había alcanzado totalmente, jamás había calmado su  sed última. Y ni uno solo entre todos los grandes  

Sabios que conocía, y de cuyas enseñanzas  disfrutaba, había alcanzado tampoco el mundo   celestial ni calmado del todo su sed eterna. —Govinda —dijo un día Siddhartha a su amigo—,   Govinda querido, ven conmigo bajo el árbol de  los banianos. Entreguémonos a la meditación. 

Y fueron juntos bajo el árbol de los  banianos y se sentaron. Primero Siddhartha,   y veinte pasos más allá, Govinda. Y al  sentarse dispuesto a pronunciar el Om,   Siddhartha repitió, murmurando, los versos: Om es el arco, el alma es la flecha,  y Brahma es el blanco al cual has de apuntar, impertérrito. 

Cuando hubo concluido el tiempo habitualmente  consagrado y la meditación, Govinda se levantó.   La tarde ya había llegado, y con ella la hora  de realizar la ablución vespertina. Llamó a   Siddhartha por su nombre, mas este no respondió.  Ensimismado, con la mirada fija en una meta muy  

Lejana y la punta de la lengua asomando por entre  los dientes, Siddhartha parecía no respirar. Y así   permaneció, absorto, pensando en el Om y con  el alma lanzada hacia Brahma, cual una flecha.  Por el pueblo de Siddhartha pasaron un día  tres samanas. Eran ascetas en peregrinación,  

Hombres enjutos y apagados, ni jóvenes ni viejos,  con las espaldas cubiertas de sangre y polvo,   casi desnudos y curtidos por el sol. Siempre  solitarios, extraños y hostiles frente al mundo,   más parecían tres intrusos: tres magros chacales  perdidos en medio de los hombres. A su paso iban  

Dejando un cálido aliento de pasión silenciosa,  de entrega destructora, de implacable renuncia.  Por la noche, tras la hora consagrada a la  contemplación, Siddhartha dijo a Govinda:  —Mañana a primera hora, amigo mío, Siddhartha se  unirá a los samanas. Él también será un samana. 

Govinda palideció al oír tales palabras y leer  en el rostro inmóvil de su amigo esta decisión,   inalterable como la trayectoria de la flecha una  vez lanzada por el arco. Y al punto cayó en la   cuenta: «Este es el comienzo —se dijo—. Siddhartha  inicia ahora su camino, ahora empieza a florecer  

Su destino… y también el mío». Y su rostro  tomó el color de una cáscara de plátano reseca.  —¡Siddhartha! —exclamó—,  ¿te lo permitirá tu padre?  Siddhartha lo miró como alguien que  sale de un sueño. Con la celeridad   de una flecha leyó en el alma de Govinda,  adivinando su angustia y su resignación. 

—¡Oh, Govinda! —replicó en voz baja—;  no malgastemos palabras. Mañana,   al despuntar el alba, empezaré mi vida  de samana. Y no me hables más del tema.  Siddhartha entró en la habitación donde su padre  se hallaba sentado sobre una esterilla de esparto,   avanzó por detrás y se detuvo,  permaneciendo inmóvil hasta que  

El padre sintió que a sus espaldas había  alguien. El brahmán preguntó entonces:  —¿Eres tú, Siddhartha? ¡Dime  lo que has venido a decir!  Y Siddhartha respondió: —Con tu permiso, padre. He venido   a decirte que mañana deseo abandonar tu casa y  marcharme con los ascetas. Mi deseo es convertirme  

En samana. Y ojalá mi padre no se oponga. El brahmán guardó silencio. Y permaneció   tanto tiempo silencioso que las estrellas  dibujaron nuevas formas al desplazarse por   la ventanita sin que el silencio se alterara en la  habitación. Mudo e inmóvil permaneció ahí el hijo,  

Con los brazos cruzados; mudo e inmóvil también,  el padre se quedó sentado en su esterilla. Y   en el cielo, los astros prosiguieron  su curso. De pronto habló el padre:  —Es indigno de un brahmán expresarse en  términos airados o violentos. Pero el  

Enojo agita mi corazón. No quisiera que tu  boca formulase por segunda vez este deseo.  El brahmán se incorporó lentamente.  Siddhartha, mudo, continuó en el   mismo sitio con los brazos cruzados. —¿Qué esperas? —preguntó el padre.  Y Siddhartha respondió: —Tú lo sabes. 

El padre salió de la habitación, enojado;  enojado buscó su lecho y se tendió en él.  Al cabo de una hora, viendo que el sueño no  acudía a sus ojos, el brahmán se levantó,   empezó a pasearse de un extremo a otro de su  alcoba y, por último, abandonó la casa. Al mirar  

Por la ventanita de la habitación vio a Siddhartha  de pie, imperturbable y con los brazos cruzados.   Su túnica clara lanzaba pálidos destellos. Con  el corazón inquieto, volvió el padre a su lecho.  Al cabo de otra hora, y como el sueño aún no le  cerraba los ojos, el brahmán se levantó de nuevo,  

Volvió a recorrer su alcoba de un extremo a otro,  salió de la casa y observó que la luna ya se había   levantado. Miró hacia dentro por la ventanita  de la habitación y vio a Siddhartha de pie,   imperturbable y con los brazos cruzados. La luz  de la luna jugueteaba sobre sus pantorrillas  

Desnudas. Acongojado, el padre volvió a su lecho. Y regresó al cabo de otra hora, y de dos horas   más. Y al mirar por la ventanita volvía a ver  a Siddhartha, de pie bajo la luz de la luna,   al resplandor de las estrellas, en la oscuridad.  Siguió saliendo cada hora, en silencio, a mirar  

Por la ventanita, y lo veía ahí de pie, inmóvil.  Y su corazón se fue llenando alternativamente de   ira, de inquietud, de inseguridad y de pena. En la última hora de la noche, poco antes de   que despuntara el día, volvió nuevamente,  entró en la habitación, vio al joven de pie  

Y lo encontró más grande y algo extraño. —Siddhartha —le preguntó—, ¿qué esperas?  —Tú lo sabes. —¿Seguirás esperando así, de pie, hasta que se   haga de día, llegue el mediodía y caiga la noche? —Me quedaré de pie, esperando.  —Te cansarás, Siddhartha. —Me cansaré.  —Te quedarás dormido, Siddhartha. —No me quedaré dormido. 

—Te morirás, Siddhartha. —Me moriré.  —¿Y prefieres morir que obedecer a tu padre? —Siddhartha siempre ha obedecido a su padre.  —¿De modo que piensas renunciar a tu proyecto? —Siddhartha hará lo que su padre le diga.  La primera luz del día entró en la habitación. El  brahmán advirtió que las rodillas de Siddhartha  

Temblaban ligeramente. Su rostro, en cambio,  permanecía firme, con la mirada perdida en la   lejanía. Entonces cayó en la cuenta de que  el joven ya no estaba a su lado ni vivía en   el mismo país: comprendió que lo había abandonado. Posó el padre una mano en el hombro de Siddhartha. 

—Irás al bosque —le dijo— y te convertirás en  samana. Si encuentras la felicidad en el bosque,   vuelve y enséñamela. Si encuentras  el desengaño, vuelve y seguiremos   sacrificando juntos a los dioses. Ahora ve,  besa a tu madre y dile adonde te diriges.  

A mí me toca ya bajar al río y  realizar mi primera ablución.  Retiró la mano del hombro de su hijo y salió.  Siddhartha se tambaleó al intentar ponerse en   movimiento. Pero dominó sus miembros, hizo una  venia a su padre y se dirigió a ver a su madre,  

Para hacer lo que le habían ordenado. Al despuntar el alba abandonó Siddhartha   la ciudad aún dormida, a paso lento y con las  piernas entumecidas. Y una sombra acuclillada   en la última cabaña se irguió de pronto  para unirse al peregrino: era Govinda.  —Has venido —le dijo Siddhartha, sonriendo. —He venido —respondió Govinda. 

Con los samanas Al anochecer de ese mismo día alcanzaron a   los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron  su compañía y obediencia. Fueron aceptados.  En el camino, Siddhartha regaló su túnica a un  brahmán pobre, quedándose solo con el taparrabos  

Y un jubón descosido de color tierra. No tomaba  sino una comida diaria, y nunca alimentos cocidos.   Ayunó durante quince días, que al final se  convirtieron en veintiocho. La carne desapareció   de sus muslos y mejillas. Sueños ardientes  llameaban en sus pupilas dilatadas; en sus dedos  

Resecos fueron creciendo, largas, las uñas, y su  barbilla fue poblándose de una pelambre hirsuta y   seca. Su mirada tornábase de hielo cuando recaía  en mujeres; su boca destilaba desprecio cuando,   al atravesar una ciudad, veía gente bien vestida.  Vio negociar a muchos mercaderes, vio príncipes  

Que iban de cacería, gente enlutada que lloraba a  sus muertos, prostitutas que se ofrecían, médicos   que curaban enfermos, sacerdotes que fijaban  el día de la siembra, amantes que se amaban,   madres que amamantaban a sus hijos… Y encontró  todo aquello indigno de su mirada. Todo mentía,  

Todo era hediondo, todo rezumaba engaño y simulaba  tener sentido, felicidad y belleza, cuando no   era más que podredumbre encubierta. El mundo  tenía un gusto amargo. Una tortura era la vida.  Solo una meta se perfilaba ante Siddhartha:  quedarse vacío, despojarse de su sed,  

De sus deseos, de sus sueños, de sus penas  y alegrías. Deseaba morir para sí mismo,   no ser más él, hallar paz y tranquilidad en su  corazón vacío, permanecer abierto al milagro   despersonalizando el pensamiento. Cuando venciera  y aniquilara a su Yo, cuando todos los impulsos  

Y pasiones enmudecieran en su corazón, tendría  que despertar lo Último, lo más íntimo del Ser,   lo que ya no es el Yo, sino el gran Misterio. Silencioso, Siddhartha solía permanecer bajo   el calor vertical del sol, ardiendo de sed y  de dolor, hasta que ya no sentía dolor ni sed.  

Silencioso permanecía también a la intemperie  durante la estación de las lluvias; de sus   cabellos caían gotas de agua sobre los hombros,  caderas y piernas que se le iban enfriando,   pero el penitente aguantaba hasta que sus  hombros y piernas no sentían frío y cesaban  

De temblar. Silencioso, se acuclillaba entre  zarzales espinosos: la sangre goteaba de su   piel ardiente y las úlceras le supuraban, pero  Siddhartha permanecía rígido e inmóvil hasta   que ya no le goteaba más sangre, hasta que se  volvía insensible a los pinchazos y a los ardores. 

Sentado, el joven aprendió a ahorrar  aliento, a vivir con muy poco aire y   a contener la respiración. Aprendió a calmar  sus pulsaciones con ayuda de la respiración,   a reducir los latidos de su corazón al  mínimo posible, hasta anularlos casi.  Instruido por el más anciano de los  samanas aprendió Siddhartha a practicar la  

Despersonalización y el ensimismamiento, según las  nuevas reglas de los samanas. Si una garza pasaba   volando sobre el bosque de bambúes, Siddhartha  la acogía en su alma y volaba con ella sobre   el bosque y las montañas: era él mismo garza,  devoraba peces, sufría el hambre de la garza,  

Hablaba el lenguaje de las garzas y moría como el  ave. Yacía un chacal muerto en la orilla arenosa,   el alma de Siddhartha se introducía en el cadáver:  era un chacal muerto, yacía sobre la orilla,   se hinchaba, apestaba, se descomponía. Finalmente,  destrozado por las hienas y desollado por los  

Buitres, se convertía en osamenta, en polvo que  se esparcía por el campo. Y el alma de Siddhartha   regresaba después de haber estado muerta, de  haberse descompuesto y convertido en polvo:   tras haber probado la turbia embriaguez del  ciclo de las transmutaciones. Y entonces  

Aguardaba con una sed nueva, como un cazador,  la salida que le permitiera evadirse del ciclo,   la brecha que marcara el fin de las causas  y el principio de una eternidad sin dolor.   Mataba sus sentidos y sus recuerdos, se escurría  de su Yo adoptando mil formas distintas y era  

Sucesivamente animal, carroña, piedra, madera y  agua. Y al despertar se reencontraba siempre a   sí mismo; brillara el sol o la luna, volvía a ser  él y a sumirse en el ciclo, volvía a sentir sed,   a superarla y a sentirla de nuevo. Muchas cosas aprendió Siddhartha con  

Los samanas. Aprendió a recorrer muchos caminos  para alejarse del Yo. Recorrió el camino de la   despersonalización a través del dolor, del  sufrimiento voluntario y de la superación   del dolor, el hambre, la sed y el cansancio.  Recorrió el camino de la despersonalización  

A través de la meditación, vaciando su mente  de cualquier tipo de representación sensorial.   Aprendió a recorrer estos y otros senderos.  Mil veces abandonó su Yo, permaneciendo horas   y días en el No-Yo. Pero aunque esos caminos lo  alejaran del Yo, al final volvían a conducirlo  

Siempre al mismo punto de partida. Por más que  Siddhartha huyera una y mil veces de su propio Yo,   por más que se sumiera en la nada y fuera animal o  piedra, el retorno era inevitable… e ineludible la  

Hora del reencuentro consigo mismo, bajo los rayos  del sol o a la luz de la luna, a la sombra o bajo   la lluvia. Y era nuevamente un Yo-Siddhartha; y  volvía a sentir la tortura del ciclo impuesto.  A su lado vivía Govinda, su sombra, que seguía  los mismos caminos y se sometía a idénticos  

Ejercicios. Raras veces hablaban de cosas no  relacionadas con el servicio y las prácticas.   A menudo se internaban en las aldeas para  mendigar su sustento y el de sus maestros.  —Dime, Govinda —preguntó Siddhartha en el  curso de una de estas peregrinaciones—,   ¿crees que hemos hecho algún progreso?  ¿Crees que hemos llegado a alguna meta? 

Y Govinda contestó: —Hemos aprendido y seguiremos   aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddhartha.  Has aprendido con rapidez cada ejercicio,   y a menudo has dejado admirados a los viejos  samanas. Algún día serás un santo, Siddhartha.  A lo que repuso Siddhartha: —No comparto tu opinión,  

Amigo mío. Lo que hasta hoy he aprendido  de los samanas, Govinda, habría podido   aprenderlo con mayor facilidad y rapidez en  cualquier taberna de un barrio de prostitutas,   o entre arrieros y jugadores. Y Govinda replicó:  —Siddhartha se burla de mí. ¿Cómo habrías  podido aprender ahí, entre esos pobres diablos,  

A ensimismarte, a contener la respiración, a  insensibilizarte contra el hambre y el dolor?  Y Siddhartha dijo entonces en voz  baja, como si hablara consigo mismo:  —¿Qué es el ensimismamiento? ¿Qué significa  abandonar el cuerpo? ¿Qué es el ayuno? ¿Para qué  

Se contiene la respiración? Tan solo para huir del  Yo. Para escapar brevemente al dolor de ser un Yo:   para insensibilizarse por breves instantes contra  el dolor y lo absurdo de la vida. Pues esa misma   huida, esa misma insensibilización pasajera  la encuentra el boyero cuando, en el albergue,  

Se bebe unas cuantas copas de aguardiente de  arroz o leche de coco fermentada. Porque luego   deja de sentir su Yo y los dolores de la vida,  insensibilizándose por breves instantes. Y así,   adormilado sobre su copa de aguardiente de  arroz, encuentra lo mismo que Siddhartha  

Y Govinda logran cuando, después de largos  ejercicios, se evaden de su cuerpo y moran   en el No-Yo. ¡Sí, Govinda, así es! A lo que Govinda replicó:  —Tú hablas de este modo, amigo, pero sabes  muy bien que Siddhartha no es ningún boyero  

Y que un samana tampoco es un borracho. Cierto  es que el bebedor logra aturdirse y encontrar   breves momentos de evasión y de sosiego; pero  al final sale de su delirio y vuelve a hallar   todo como antes: no ha ganado en sabiduría ni  en conocimientos, ni ha subido peldaño alguno. 

Y Siddhartha repuso entonces, sonriendo: —No lo sé, nunca he sido un bebedor. Pero   sí sé que yo, Siddhartha, solo consigo  insensibilizarme fugazmente durante mis   ejercicios de ensimismamiento, y me hallo  tan lejos de la sabiduría y la liberación  

Como lo estaba de niño, en el seno de mi madre.  Esto, Govinda, puedo afirmarlo con seguridad.  Y en otra ocasión en que ambos abandonaron el  bosque y se dirigían a una aldea a mendigar   sustento para sus hermanos y maestros,  Siddhartha empezó a hablar de nuevo: 

—Govinda —dijo—, ¿cómo saber si vamos por  el buen camino? ¿Estaremos acercándonos al   conocimiento? ¿Alcanzaremos pronto la liberación?  ¿No seguiremos dando vueltas en círculo… nosotros,   que tanto ansiamos evadirnos del terrible ciclo? Y Govinda replicó:  —Hemos aprendido mucho, Siddhartha, y aún nos  queda mucho por aprender. No damos vueltas en  

Círculo, nos dirigimos hacia arriba: el círculo  es una espiral y ya hemos ascendido bastante.  Siddhartha preguntó entonces: —¿Qué edad crees que tiene el más anciano de   los samanas, nuestro venerable maestro? Y Govinda respondió:  —El más anciano de los nuestros  quizá tenga sesenta años.  Y Siddhartha: —Ya tiene sesenta años y no  

Ha llegado al nirvana. Cumplirá setenta y ochenta,  y tú y yo también los cumpliremos y seguiremos con   los ejercicios, el ayuno y la meditación. Pero no  llegaremos al nirvana: ni él, ni nosotros. ¡Oh,   Govinda!, creo que ni uno solo de todos los  samanas llegará al nirvana. Encontramos consuelos,  

Conseguimos insensibilizarnos y aprendemos  artificios para engañarnos. Pero no   hallamos lo Esencial, el Camino de los caminos. —Te ruego no pronunciar palabras tan terribles,   Siddhartha —repuso Govinda—. ¿Por qué pensar  que entre tantos y tantos sabios y brahmanes,   entre tantos samanas venerables y austeros,  entre tantos hombres santos y buscadores  

Asiduos y escrupulosos no haya uno solo que  logre encontrar el Camino de los caminos?  Y Siddhartha contestó con una voz que conjugaba  la aflicción y la burla, una voz suave,   ligeramente triste y a la vez burlona: —Muy pronto, Govinda, abandonará tu amigo  

La senda de los samanas, la senda que tanto tiempo  ha recorrido a tu lado. Tengo sed, Govinda, y este   largo trayecto con los samanas no ha conseguido  aplacar mi sed. Siempre he padecido de sed de   conocimientos y he vivido acosado por innumerables  preguntas. Año tras año he interrogado a los  

Brahmanes, consultado en los sagrados «Vedas» y  preguntado a los piadosos samanas… año tras año.   Y tal vez, Govinda, habría sido igualmente cuerdo  y provechoso interrogar al cálao o al chimpancé.   He empleado mucho tiempo en aprender, Govinda —y  aún lo sigo haciendo—, que no se puede aprender  

Nada. Creo que, en realidad, aquello que llamamos  «aprender» no existe. Solo hay un conocimiento que   está en todas partes, amigo mío, y es el Atmán.  Se halla en mí, en ti, y en cada ser. Y empiezo   a creer que este conocimiento no tiene peor  enemigo que el querer saber, que el aprender. 

Al oír esto Govinda se detuvo,  alzó las manos y exclamó:  —Te ruego, Siddhartha, no angustiar a tu amigo  con semejantes palabras, que despiertan en mi   corazón auténtico pavor. Y piensa más bien:  ¿Qué sería de la sacralidad de la oración,  

De la dignidad de la casta brahmánica y de la  santidad de los samanas si todo fuera como tú   dices, si el aprender no existiera? ¿Qué sería  entonces, oh Siddhartha, de cuanto en la tierra   hay de sagrado, valioso y venerable? Y Govinda murmuró entonces un verso,  

Un verso sacado de un «Upanishad»: El puro de espíritu que,   meditando, se sumerja en el Atmán, sentirá en su corazón una alegría inefable.  Pero Siddhartha guardó silencio. Siguió meditando  en las palabras que Govinda le había dicho,   y las pensó hasta agotar su contenido. «Sí —pensó  con la cabeza inclinada—, ¿qué quedaría de todo  

Cuanto nos parece sagrado? ¿Qué quedaría? ¿Cuánto  resistiría a la prueba?». Y sacudió la cabeza.  En cierta ocasión, cuando ambos jóvenes  llevaban ya casi tres años viviendo con   los samanas y compartiendo sus prácticas, les  llegó por diversas fuentes y canales una noticia,  

Un rumor, una leyenda: un hombre al que llamaban  Gotama, el Sublime, el Buda, había superado en sí   mismo el sufrimiento del mundo, deteniendo la  Rueda de las reencarnaciones. Y ahora recorría   el país enseñando, rodeado de jóvenes, sin  bienes de ningún tipo, sin patria ni mujer,  

Envuelto en el manto amarillo de los ascetas,  pero con la frente serena: un Bienaventurado.   Y brahamanes y príncipes se inclinaban  ante él y convertíanse en discípulos suyos.  Esta leyenda, rumor o cuento se fue difundiendo  por todas partes como un perfume. Los brahamanes  

Hablaban de ella en las ciudades, y los samanas,  en los bosques. Y el nombre de Gotama, el Buda,   llegaba constantemente a oídos de  los jóvenes, para bien o para mal,   aureolado de alabanzas o cubierto de improperios. Como cuando en un país diezmado por la peste se  

Propaga el rumor de que ahí anda un hombre, un  sabio o un experto cuya palabra o aliento bastan   para curar a los enfermos del mal, y la noticia  recorre el país y todo el mundo habla de ella,   unos creyendo, dudando otros, y un gran número  se pone inmediatamente en marcha para buscar  

Al sabio, al salvador, así también cundió por el  país esa leyenda, la leyenda perfumada de Gotama,   el Buda, el Sabio de la estirpe de los Sakya.  Decían los creyentes que se hallaba en posesión   del conocimiento supremo, que recordaba sus vidas  anteriores, había alcanzado el nirvana y nunca  

Más regresaría al ciclo ni se sumergiría en la  turbia corriente de las formas. Muchas historias   fabulosas e increíbles se tejieron sobre su  persona: había hecho milagros, vencido al demonio   y conversado con los dioses. Pero sus enemigos y  los incrédulos pretendían que el tal Gotama era un  

Seductor vanidoso que pasaba sus días inmerso  en toda suerte de placeres, despreciaba los   sacrificios, no era sabio e ignoraba las  prácticas religiosas y la mortificación.  Dulcemente iba extendiéndose la leyenda de Buda,  de la que emanaban toda suerte de hechizos.  

El mundo se hallaba, sin duda, enfermo, y la vida  era difícil de soportar…, cuando hete aquí que   una fuente parece brotar y un mensaje repercute de  improviso, rebosante de consuelo, ternura y nobles   promesas. Dondequiera que llegaran noticias  de Buda, en todas las regiones de la India,  

Los jóvenes aguzaban el oído y sentían  nacer anhelos y esperanza en su interior;   y cualquier peregrino o forastero que trajera  noticias de Él, el Sublime, el Sakyamuni,   era calurosamente recibido por los hijos de los  brahamanes en las ciudades y en los pueblos. 

En forma lenta, gota a gota, la leyenda se  filtró también hasta los samanas del bosque,   hasta Siddhartha y Govinda. Cada gota llegaba  cargada de esperanzas, pero también de dudas.   Se hicieron pocos comentarios, pues el más anciano  de los samanas mostrábase reacio a hacerlos. Tenía  

Entendido que aquel presunto Buda había vivido  antes como asceta en los bosques, pero que luego   se entregó a una vida de placer y desenfrenos.  Escasa era su estima por el tal Gotama.  —Siddhartha —le dijo un día Govinda a  su amigo—. Hoy estuve en el pueblo y un  

Brahmán me invitó a su casa, donde conocí al  hijo de un brahmán de Magadha que había visto   al Buda con sus propios ojos y lo había oído  predicar. En aquel momento me fue doloroso   respirar y pensé para mis adentros: «¡Ojalá yo  también pueda, ojalá Siddhartha y yo podamos,  

Algún día, escuchar la doctrina de los  labios de aquel Ser perfecto!». Dime,   amigo, ¿no deberíamos también nosotros ir allí  y escuchar la doctrina de boca del propio Buda?  A lo que Siddhartha respondió: —Siempre creí, Govinda, que acabarías   quedándote con los samanas; siempre pensé que  tu meta sería llegar a los sesenta o setenta  

Años y seguir practicando las artes y ejercicios  que ennoblecen a un samana. Mas ahora veo que no   conocía bien a Govinda, que poco sabía de su  corazón. ¿De modo, querido amigo, que ahora   deseas emprender un nuevo viaje y dirigirte a  donde el Buda se halla predicando su doctrina? 

Y Govinda repuso: —Te complace burlarte,   Siddhartha. Sigue burlándote, si lo deseas.  Pero ¿no se ha despertado en ti también   un intenso deseo de escuchar esa doctrina? ¿Y no me dijiste hace poco que ya no pensabas   continuar por la senda de los samanas? Al oír esto rióse Siddhartha a su manera,  

Conjugando en su tono de voz matices  de tristeza y de ironía. Luego dijo:  —Bien dices, querido Govinda, y tus recuerdos  son exactos. Pero me gustaría que también   recordaras las otras cosas que te dije: que  había terminado por cansarme y desconfiar de  

Las doctrinas y de cuanto signifique aprender,  y que mi fe en la palabra de los maestros se ha   tornado muy débil. Mas no importa, amigo mío:  estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas,   aunque en el fondo de mi corazón algo me dice  que ya hemos cosechado sus mejores frutos. 

Dijo entonces Govinda: —Tu disponibilidad me alegra el corazón. Mas dime,   ¿cómo es posible todo esto? ¿Cómo la doctrina de  Buda puede habernos dado sus mejores frutos antes   de que la hayamos escuchado? Dijo Siddhartha:  —¡Gocemos por ahora de estos frutos y  aguardemos la continuación, Govinda!  

Pues el primer fruto que debemos a Gotama es el  habernos alejado de los samanas. ¿Podrá darnos,   además, cosas mejores? Esto, amigo mío, más  vale esperarlo con el corazón tranquilo.  Aquel mismo día hizo saber Siddhartha al mayor  de los samanas su decisión de abandonarlos. Se  

La comunicó con la modestia y cortesía propias  de un discípulo más joven. Pero el samana   montó en cólera al saber que ambos jóvenes  querían abandonarlo, y empezó a vociferar y   a proferir toda suerte de improperios. Govinda fue presa del miedo y se quedó  

Desconcertado. Pero Siddhartha acercó sus labios  al oído del amigo y le dijo en un susurro:  —Ha llegado el momento de mostrar a este  anciano que algo he aprendido a su lado.  Y parándose frente al samana, se fue concentrando  hasta que su mirada interceptó la del anciano y  

Lo hechizó, dejándolo nulo y sin voluntad,  sometiéndolo a la suya y ordenándole cumplir   en silencio cuanto pidiera. El anciano enmudeció,  quedándose con la mirada fija y los brazos caídos,   totalmente abúlico e impotente: había sucumbido  al hechizo de Siddhartha. Y los pensamientos  

Del joven se apoderaron luego del samana,  quien tuvo que hacer cuanto le ordenaron.   El viejo le hizo entonces varias venias, esbozó  gestos de bendición y murmuró, vacilante,   un feliz augurio para el viaje. Agradecidos, los  jóvenes le devolvieron las venias y el augurio y,   tras saludar, se marcharon. Ya en camino dijo Govinda: 

—Oh, Siddhartha; has aprendido de los  samanas más de lo que yo creía. Es difícil,   muy difícil hechizar a un anciano samana.  Seguro que, de haberte quedado ahí, pronto   habrías aprendido a caminar sobre las aguas. —No es mi deseo caminar sobre las aguas   —replicó Siddhartha—. Dejemos este tipo  de satisfacciones a los viejos samanas. 

Gotama  En la ciudad de Savathi todos los niños  conocían el nombre de Buda, el Sublime,   y en cada casa había siempre lo necesario para  llenar el platillo de limosnas a los discípulos de   Gotama, que mendigaban en silencio. No lejos de la  ciudad se hallaba el lugar preferido del Maestro,  

El bosquecillo de Jetavana, que el rico mercader  Anathapindika, un rendido admirador del Sublime,   había puesto a su disposición y a la de los suyos. Hacia aquel lugar apuntaban todos los informes y   relatos que los dos jóvenes ascetas fueron  recibiendo al indagar el paradero de Gotama.  

Y al llegar a Savathi, en la primera casa frente a  cuya puerta se detuvieron a pedir, les ofrecieron   alimentos. Ellos los aceptaron y Siddhartha  preguntó a la mujer que se los alcanzaba:  —Caritativa mujer, mucho nos gustaría saber  dónde se encuentra el Buda, el Venerable,  

Pues somos dos samanas del bosque y hemos venido  para verlo a Él, el Perfecto, y escuchar de su   propia boca la doctrina. Y la mujer respondió:  —Os habéis detenido realmente en el lugar preciso,  samanas del bosque. Sabed que el Sublime vive en  

Jetavana, en los jardines de Anathapindika.  Allí, peregrinos, podréis pasar la noche,   pues hay espacio suficiente para todos aquellos  que, incontables, acuden a escuchar la doctrina   de su propia boca. Mucho alegraron   estas palabras a Govinda, que exclamó: —¡Qué bien: ya hemos alcanzado nuestra meta y  

Nuestro camino ha llegado a su fin! Pero dinos,  madre de los peregrinos: ¿conoces tú al Buda?;   ¿lo has visto con tus propios ojos? Y la mujer repuso:  —Muchas veces he visto al Sublime. Y muchos  días lo he visto pasar por las callejas,   silencioso y envuelto en su manto  amarillo, tendiendo en las puertas  

Su platillo de limosnas y retirándolo lleno. Govinda escuchaba embelesado y habría querido   hacer más preguntas, pero Siddhartha lo instó a  seguir andando. Dieron, pues, las gracias y se   fueron. Apenas necesitaron preguntar por el  camino, pues no eran pocos los peregrinos y  

Monjes de la comunidad de Gotama que se dirigían a  Jetavana. Y al llegar ahí, por la noche, vieron un   continuo movimiento de gente que llegaba, discutía  y conversaba, solicitando albergue y obteniéndolo.   Los dos samanas, acostumbrados a vivir  en el bosque, hallaron pronto y en  

Silencio un lugar donde cobijarse, y en  él descansaron hasta la mañana siguiente.  Al salir el sol pudieron ver, asombrados, la  multitud de creyentes y curiosos que había   pernoctado en aquel sitio. Por todos los  senderos del espléndido jardín deambulaban   monjes en hábito amarillo; unos cuantos se  hallaban sentados aquí y allá, bajo los árboles,  

Absortos en la meditación o entregados a sabias  conversaciones. Los umbríos jardines evocaban   una ciudad muy populosa, con gente que pululaba  como abejas. La mayoría de los monjes pasaban   con sus platillos de limosna, dispuestos a  pedir en la ciudad su comida del mediodía,  

La única de la jornada. Hasta el propio Buda,  el Iluminado, solía pedir limosna por la mañana,   Siddhartha lo vio y lo reconoció enseguida,  como si un dios se lo hubiera señalado. Vio a   un hombre sencillo, con hábito amarillo y el plato  de limosnas en la mano, que caminaba en silencio. 

—¡Mira! —dijo Siddhartha en voz  muy baja a Govinda—. Aquel es Buda.  Govinda miró atentamente a ese monje de hábito  amarillo, que en nada parecía distinguirse de   los otros centenares de monjes. Y  pronto lo reconoció él también: sí,   era Buda. Y ambos lo siguieron, observándolo. Sumido en sus pensamientos, Buda prosiguió,  

Modesto, su camino. Su apacible rostro no  expresaba alegría ni tristeza algunas: parecía   animado por una leve sonrisa interior. Y así,  con esa sonrisa velada, silencioso y pacífico,   siguió caminando Buda, semejante a un niño sano,  envuelto en su túnica y apoyando los pies como  

Todos sus monjes, según reglas estrictas. Pero  su rostro y su modo de andar, su mirada discreta   y tranquila, su mano que colgaba serenamente  a un lado, y cada uno de los dedos de esa mano   rezumaban paz y perfección. Nada en él  era búsqueda o imitación; todo respiraba  

Suavemente en una placidez imperturbable, en una  luminosidad imperecedera, en una paz intangible.  Fue así como al encaminarse Gotama a la  ciudad para pedir limosna, ambos samanas   lo reconocieron exclusivamente por la perfección  de su serenidad y la paz que emanaba de su figura,  

En la que era imposible descubrir algún asomo de  búsqueda, voluntad, afán imitativo o esfuerzo:   solo paz y luminosidad. —Hoy escucharemos la   doctrina de su propia boca —dijo Govinda. Siddhartha no respondió. Poca curiosidad   le inspiraba esa doctrina. No creía que  llegara a enseñarle nada nuevo, pues él,  

Al igual que Govinda, había ya escuchado repetidas  veces el contenido de la doctrina de Buda,   bien que por informes de segunda y hasta de  tercera mano. Sin embargo, observó atentamente   la cabeza de Gotama, sus hombros, sus pies  y esa mano que colgaba serenamente, y tuvo  

La impresión de que cada una de las falanges de  esos dedos contenía una enseñanza, y que a través   de todas ellas hablaba, emanaba y respiraba  la verdad, la verdad radiante y absoluta.   Aquel hombre, aquel Buda, era verdadero hasta  en los gestos de su dedo meñique. Era un hombre  

Sagrado. Y Siddhartha nunca había amado y  admirado tanto a un ser humano como a aquel.  Los dos amigos siguieron a Buda hasta  la ciudad y volvieron en silencio,   pues tenían la intención de no probar  alimentos ese día. Vieron regresar a Gotama,  

Lo vieron almorzar rodeado de sus discípulos  —lo que comió no habría saciado a un pájaro—,   y retirarse luego a la sombra de los mangos. Por la noche, sin embargo, cuando menguó el   calor y todo cobró nueva vida en los jardines,  escucharon predicar a Buda. Oyeron su voz,  

Que era también perfecta y emanaba calma y paz  en plenitud. Gotama les habló de la doctrina   del sufrimiento y sus orígenes, así como del  camino a seguir para abolirlo. Como agua mansa   y cristalina iban fluyendo sus palabras. La vida  era sufrimiento y el mundo estaba lleno de dolor;  

Pero era posible liberarse de él, y quien siguiera  el camino de Buda encontraría la liberación.  El Sublime hablaba con voz suave pero firme. Se  refirió a las Cuatro Verdades Nobles y al Octuple   Sendero, recorriendo con paciencia la vía habitual  de la doctrina con sus ejemplos y recurrencias.  

Clara y reposada, su voz se cernía sobre los  oyentes como una luz, como un cielo constelado.  Cuando el Buda terminó su prédica —ya  había anochecido—, muchos peregrinos   se acercaron a rogarle que los aceptara en  la comunidad, pues deseaban refugiarse en  

Su doctrina. Y Gotama los acogió diciendo: —Bien habéis escuchado la doctrina que os ha   sido anunciada. Aceptadla e id por el mundo como  hombres santos, para poner fin al sufrimiento.  Y entonces avanzó también  Govinda, el tímido, y dijo:  —Yo también deseo refugiarme  en el Sublime y su doctrina. 

Pidió que lo acogieran entre  los discípulos y fue admitido.  Poco después, cuando Buda se hubo  retirado a descansar, Govinda se   dirigió a Siddhartha y le dijo con voz fervorosa: —Siddhartha, no tengo derecho a hacerte ningún   reproche. Ambos hemos oído al Sublime; ambos  hemos escuchado su doctrina. Tras escucharla,  

Govinda ha buscado refugio en ella. Pero  tú, apreciado amigo, ¿no estás dispuesto   a recorrer también el Sendero de la liberación?  ¿O acaso vacilas y prefieres seguir esperando?  Siddhartha despertó como de su sueño al oír las  palabras de Govinda. Observó largo tiempo el  

Rostro de su amigo. Luego dijo quedamente  y sin ningún asomo de ironía en la voz:  —Govinda, amigo mío, por fin has dado el paso,  por fin has elegido tu camino. Siempre has sido   mi amigo, Govinda, y siempre has marchado detrás  de mí, a un paso de distancia. Muchas veces he  

Pensado: «¿No dará Govinda alguna vez un paso  solo, sin mí, movido por su propia iniciativa?». Y   ahora veo que te has hecho un hombre y has sabido  elegir tu camino. ¡Ojalá lo sigas hasta el fin,   querido amigo! ¡Y ojalá encuentres la liberación! Govinda, que no había entendido cabalmente las  

Palabras de su amigo, repitió  en tono impaciente su pregunta:  —¡Pero habla, por favor! ¡Te lo suplico,  querido Siddhartha! Dime, pues no puede   ser de otra manera, que también tú, mi sabio  amigo, buscarás refugio junto al sublime Buda.  Y Siddhartha replicó, apoyando una  mano sobre el hombro de Govinda: 

—No has escuchado mis votos de felicidad,  Govinda. Te los repito: ¡Ojalá sigas tu camino   hasta el fin! ¡Y ojalá encuentres la liberación! En ese momento Govinda cayó en la cuenta de que su   amigo lo había abandonado y rompió a llorar. —¡Siddhartha! —exclamó sollozando. 

Y Siddhartha le habló en tono amistoso: —¡No olvides, Govinda, que desde ahora eres uno   de los samanas de Buda! Has renunciado a tu patria  y a tus padres, a tu origen y a tus propiedades;   has renunciado a tu propia voluntad y  a cualquier sentimiento de amistad. Así  

Lo quieren la doctrina y el Sublime. Así lo has  querido tú mismo. Mañana te abandonaré, Govinda.  Largo rato continuaron deambulando ambos amigos  por el bosque; largo rato estuvieron tendidos sin   conciliar el sueño. Y Govinda preguntaba una  y otra vez a su amigo qué motivos le impedían  

Refugiarse en la doctrina de Gotama y qué le  parecía reprobable en ella. Pero Siddhartha,   eludiendo sus preguntas, le decía: —¡Date por satisfecho, Govinda!   Excelente es la doctrina del Sublime,  ¿cómo podría hallarle yo algún defecto?  Al despuntar el alba, uno de los discípulos  más antiguos de Gotama recorrió los jardines  

Convocando a todos los neófitos que hubieran  abrazado su doctrina para imponerles el   hábito amarillo e instruirlos en las primeras  enseñanzas y obligaciones de su nuevo estado.   Govinda se separó entonces de su amigo de  juventud y, tras darle un nuevo abrazo,   se sumó al cortejo de novicios. Pero Siddhartha siguió deambulando  

Por el bosque, absorto en sus pensamientos. De pronto se encontró con Gotama, el Sublime,   y lo saludó con profundo respeto. Y al descubrir  en Buda una mirada llena de bondad y placidez,   el joven cobró valor y solicitó permiso  al Venerable para dirigirle la palabra.  

El Sublime se lo otorgó en silencio,  con una leve inclinación de la cabeza.  Y Siddhartha le dijo: —¡Ayer, oh Sublime, me fue dado escuchar   tu maravillosa doctrina! Para ello vine de muy  lejos en compañía de un amigo. Y ahora mi amigo  

Se quedará entre los tuyos; ha buscado refugio en  ti. Yo, sin embargo, proseguiré mi peregrinaje.  —Como te plazca —repuso cortésmente el Venerable. —Acaso mis palabras sean demasiado audaces   —continuó Siddhartha—, mas no quisiera  alejarme del Sublime sin haberle comunicado   con sinceridad mis pensamientos. ¿Tendrá a  bien concederme otro momento de atención? 

En silencio, Buda hizo un signo de aquiescencia. Y Siddhartha le dijo:  —Una cosa, oh Venerable, he admirado en  tu doctrina sobre todo el resto. Todo en   ella está perfectamente claro y demostrado.  Presentas el mundo como una cadena perfecta   que jamás se interrumpe, una cadena eterna,  compuesta de causas y efectos. Nunca se había  

Visto eso con tanta claridad, jamás había  sido expuesto en forma tan irrefutable. El   corazón de los brahmanes ha de alegrarse  sin duda cuando, a través de tu doctrina,   contemplan el mundo como un todo perfectamente  ensamblado, sin solución de continuidad,  

Diáfano como el cristal e independizado del azar  y de los dioses. ¿Será bueno? ¿Será malo? ¿La vida   será en él sufrimiento o alegría? Preferible no  seguir indagando; tal vez esto no sea lo esencial…   Pero la unidad del mundo, la concatenación de  todo cuanto acontece, el hecho de que todo lo  

Grande y lo pequeño se halle circundado por el  mismo río, por la misma ley de la causalidad,   del nacer y del morir, todo esto emerge con  luminosa nitidez de tu sublime doctrina,   ¡hombre perfecto! No obstante, según tu propia  doctrina, esta unidad y concatenación de todas  

Las cosas se interrumpe en un punto, y por una  pequeña grieta irrumpe en este mundo unitario   algo extraño, algo nuevo que antes no existía  y que no puede ser enseñado ni demostrado:   tu doctrina de la superación del mundo, de  la liberación. Pero con esta grieta mínima,  

Con esta pequeña fisura queda destruida y  anulada nuevamente aquella ley universal,   eterna y unívoca. Espero que  sepas perdonarme esta objeción.  Gotama lo había escuchado inmóvil  y en silencio. Después empezó a   hablar con su voz clara, bondadosa y cortés: —¡Has escuchado la doctrina, oh hijo de brahmán,  

Y el que hayas reflexionado tan profundamente en  ella dice mucho en tu favor! Le has descubierto   una fisura, un defecto. Sigue reflexionando.  Pero permíteme, joven sediento de saber,   que te ponga en guardia contra la espesa jungla de  las opiniones y las disputas sobre las palabras.  

Nada importan aquí las opiniones, ya sean  buenas o malas, inteligentes o disparatadas:   cualquiera puede aceptarlas o rechazarlas. Mas  la doctrina que has escuchado de mis labios no   es mi opinión, ni su objetivo es explicar el mundo  a la gente sedienta de saber. Su objetivo es otro:  

La liberación del sufrimiento. Esto  es lo que Gotama enseña, nada más.  —No te enfades conmigo, oh Sublime —replicó  el joven—. No te he hablado así para discutir   contigo ni para provocar una disputa de  orden terminológico. Tienes razón, sin duda,  

Al decir que poco importan las palabras. Mas  permíteme añadir otra cosa: no he dudado un solo   instante de que fueras Buda y hubieras alcanzado  ya la meta suprema a la que aspiran tantos miles   de brahmanes e hijos de brahmanes. Has logrado  liberarte de la muerte. Y esta liberación,  

Producto de las búsquedas que llevaste a cabo en  tu propio camino, la has conseguido a través del   pensamiento, la meditación, el conocimiento y la  iluminación. ¡No a través de una doctrina! En mi   opinión, oh Sublime, nadie accede a la liberación  a través de una doctrina. ¡A nadie, oh Venerable,  

Podrás comunicarle con palabras y mediante una  doctrina lo que te ocurrió en el instante mismo de   tu Iluminación! Muchas cosas contiene la doctrina  de Buda, el Iluminado, y a muchos les enseña   a vivir honestamente y evitar el mal. Pero hay  algo que esta doctrina tan clara y respetable no  

Contiene: el secreto de lo que el Sublime mismo ha  vivido, él solo entre centenares de miles de seres   humanos. Esto es lo que pensé y saqué en claro  al escuchar tu doctrina. Y es al mismo tiempo   la razón por la que seguiré mis peregrinaciones…;  no para buscar otra doctrina que sea mejor, pues  

Sé que no existe, sino para irme alejando de todas  las doctrinas y de todos los maestros, y alcanzar   yo solo mi objetivo o perecer. Muchas veces, sin  embargo, recordaré este día y esta hora en los que  

Me fue dado, oh Sublime, contemplar a un santo. La pacífica mirada de Buda se posó en el suelo;   la serenidad perfecta resplandecía  a través de su impenetrable rostro.  —Ojalá tus pensamientos —dijo lentamente  el Venerable— no sean erróneos. ¡Y ojalá  

Alcances tu objetivo! Pero dime: ¿Has visto  la multitud de mis samanas, de todos mis   hermanos que han venido a buscar refugio en  mi doctrina? ¿Y crees tú, samana forastero,   crees que les convendría más abandonar la doctrina  y volver a la vida y a los placeres de este mundo? 

—¡Lejos de mí tal pensamiento! —exclamó  Siddhartha—. ¡Ojalá todos permanezcan fieles   a tu doctrina y alcancen su objetivo! No tengo  ningún derecho a juzgar la vida de otros. Solo   debo juzgarme a mí mismo y elegir o rechazar en  función de mi persona. Lo que buscamos nosotros,  

Los samanas, es liberarnos del Yo, oh Sublime.  Si yo fuera uno de tus discípulos, oh Venerable,   podría ocurrir (y es lo que me temo) que mi  Yo encontrara solo en apariencia su reposo   y su liberación, y que en realidad continuara  viviendo y medrando. Pues entonces tu doctrina,  

Mis adeptos, mi amor por ti y la comunidad  de los monjes se habrían integrado en mi Yo.  Sonriendo a medias, Gotama clavó en  el forastero una mirada inmutablemente   clara y rebosante de amistad, y luego  lo despidió con un gesto imperceptible. 

—Eres inteligente, samana —dijo el Venerable—. Y  sabes hablar con gran prudencia, amigo mío. ¡Más   cuídate de una inteligencia excesiva! Buda se alejó, pero su mirada y su   imperceptible sonrisa quedaron grabadas  para siempre en la memoria de Siddhartha. 

«Nunca he visto mirar ni sonreír así a un ser  humano —pensó el joven—, ni tampoco sentarse   o caminar de este modo. Así me gustaría poder  mirar y sonreír, sentarme y caminar yo también,   con la misma dignidad, modestia, naturalidad y  misteriosa ingenuidad con que él lo hace. Solo  

Una persona que ha logrado penetrar hasta  lo más profundo de su ser es realmente   capaz de caminar y de mirar así. Pues bien:  ¡intentaré penetrar yo también en el mío!  »Solo he visto a un ser humano —continuó  pensando—, a uno solo que me haya obligado  

A bajar la mirada. Y a partir de ahora no  pienso bajarla ante nadie, ante nadie más.   Ninguna doctrina volverá a seducirme, ya que ni  la de este hombre ha conseguido hacerlo. ¡Muchas   cosas me ha quitado Buda: muchas! Pero más me  ha dado a cambio. Me ha quitado a mi amigo,  

Que antes creía en mí y ahora cree  en Él, que era mi sombra y ahora es   la sombra de Gotama. Pero me ha regalado  a Siddhartha, me ha regalado a mí mismo.»  Despertar  Al abandonar el bosque donde había dejado a Buda,  el Ser Perfecto, y a Govinda, Siddhartha sintió  

Que entre esos árboles abandonaba asimismo su vida  pasada, ahora desprendida de él. Esta sensación,   que lo llenaba por entero, ocupaba su espíritu  mientras se iba alejando a paso lento. Reflexionó   hondamente, sumergiéndose en dicha sensación  como en aguas muy profundas, hasta tocar fondo,  

Hasta el lugar en que reposan las causas últimas;  pues desentrañar las causas últimas era, según él,   la verdadera forma de pensar. Solo así las  sensaciones se convierten en conocimientos y,   en vez de diluirse, adquieren contenido y  empiezan a irradiar lo que hay en ellas. 

Siddhartha siguió meditando mientras avanzaba  lentamente. Ya no era un joven, constató, sino   que se había convertido en un hombre. Constató  asimismo que algo se había desprendido de él,   como la piel vieja se desprende de las serpientes;  que algo ya no existía más en él, algo que lo  

Había acompañado toda su juventud, formando  parte de su ser: el deseo de tener maestros y   escuchar sus enseñanzas. Se había visto obligado  a abandonar al último maestro que encontrara en   su camino, al más grande y sabio de los maestros,  al más sagrado: Buda. Sí, se había separado de él,  

No había podido aceptar su doctrina. Sumido en sus meditaciones, Siddhartha   aminoró aún más el paso y se preguntó:  «¿Qué habrías querido aprender realmente   con ayuda de doctrinas y maestros? ¿Y qué  es lo que ellos no han podido enseñarte,   pese a todo lo que te han transmitido?».  Y encontró esta respuesta: «Era el Yo,  

Cuyo sentido y esencia deseaba conocer. Era el Yo,  del que anhelaba desprenderme y al que pretendía   aniquilar. Mas no podía aniquilarlo; solo lograba  engañarlo, rehuirlo, esconderme de él. La verdad   es que nada en el mundo ha ocupado tanto mis  pensamientos como este Yo mío, este enigma que  

Supone estar vivo y ser una persona separada  de todas las otras, aislada: el hecho de ser   Siddhartha. Y, sin embargo, ¡nada hay en el mundo  que conozca menos que a mí mismo, a Siddhartha!».  Y el lento y pensativo caminante se detuvo  de pronto, dominado por esta última idea. Y  

De ella brotó al punto otra nueva: «El que nada  sepa de mí, el que Siddhartha me haya parecido   siempre tan extraño y desconocido, proviene  de una sola causa: ¡el miedo a mí mismo,   la huida ante mi propio ser! He buscado el Atmán y  a Brahma. Me hallaba dispuesto a fragmentar mi Yo  

Y a arrancarle cada una de sus envolturas,  a penetrar hasta sus zonas más profundas   y desconocidas con el fin de descubrir lo que  esas envolturas ocultaban: el Atmán, la vida,   lo divino, lo último. Pero en vez de encontrar  todo aquello, acabé perdiéndome a mí mismo». 

Siddhartha abrió los ojos y miró a su  alrededor; una sonrisa iluminó su rostro,   y una profunda sensación de despertar de largos  sueños recorrió todo su cuerpo. Y al punto se   puso nuevamente en marcha, con paso rápido,  como un hombre que sabe lo que ha de hacer. 

«¡Oh! —pensó al tiempo que respiraba  profundamente—, ¡ya no permitiré que se   me escape Siddhartha! Ya no volveré a ocupar mis  pensamientos y mi vida con la búsqueda del Atmán   o con indagaciones sobre el sufrimiento  del mundo. No pienso volver a matarme y  

Fragmentarme para buscar un misterio detrás de  las ruinas. Ya no me instruirán el “Yoga-Veda”,   ni el “Atharva-Veda”, ni los ascetas ni ninguna  otra doctrina. Quiero aprender de mí mismo,   ser mi propio discípulo, conocerme y  penetrar en ese enigma llamado Siddhartha.» 

Miró a su alrededor como si viera el mundo  por primera vez. ¡Qué hermoso era aquel mundo!   Variado, extraño y enigmático: azul aquí, amarillo  y verde más allá; las nubes se deslizaban como   el río; el bosque y las montañas conjugaban su  estática belleza: todo era misterioso y mágico. Y  

En medio de todo esto, él, Siddhartha, despierto  ya, se ponía en marcha hacia sí mismo. Y todas   esas cosas, aquel azul y amarillo, el río y el  bosque, penetraron por vez primera en los ojos  

De Siddhartha: ya no eran los hechizos de Mara,  no eran ya el velo de Maya, dejaron de ser la   absurda y contingente multiplicidad del mundo  de las apariencias, indigna de los profundos   pensamientos del brahmán, que la desprecia  y solo busca la unidad. Para él, ahora, el  

Azul era azul y el río era el río; y aunque en el  azul y el río vistos por Siddhartha subsistiera,   latente, la idea de unidad y de divinidad, no  era menos representativo de la condición divina   el ser aquí amarillo, ahí azul, más allá cielo y  bosque, y aquí otra vez Siddhartha. El «sentido»  

Y la «esencia» no se hallaban en algún lugar  tras las cosas, sino en ellas mismas, en todo.  «¡Qué sordo y limitado he sido! —pensó luego  aligerando el paso—. Cuando alguien lee un   texto cuyo sentido quiere descifrar, no desdeña  los signos ni las letras, ni los considera una  

Ilusión, un producto del azar o una envoltura  sin valor, sino más bien los lee, los estudia   y los ama, signo por signo y letra por letra.  Pero yo, que deseaba leer el libro del mundo y  

El libro de mi propio ser, desprecié sus signos y  sus letras en función de un sentido que les había   atribuido de antemano. Y denominaba ilusión al  mundo de las apariencias, considerando mis ojos y   mi lengua como fenómenos contingentes y sin valor  alguno. Pero esto ya pasó: me he despertado, estoy  

Totalmente despierto y hoy, por fin, he nacido.» Así reflexionaba Siddhartha, cuando de pronto se   detuvo en seco, como si hubiera visto  una serpiente atravesada en su camino.  Pues de improviso cayó también en la cuenta de  una cosa: él, que en realidad era como un ser  

Recién despierto o como un recién nacido, tendría  que empezar su vida desde el principio. Aquella   misma mañana, cuando se alejaba del bosquecillo  de Jetavana, morada del Sublime, y comenzaba a   despertarse y a marchar hacia sí mismo, tuvo la  intención —que además le pareció muy natural y  

Comprensible— de regresar a su tierra y a la casa  paterna después de aquellos años de ascetismo.   Pero ahora, en ese instante en que se detuvo  como si una serpiente se le hubiera atravesado   en el camino, otra idea se impuso a su espíritu:  «Ya no soy el mismo de antes; ya no soy asceta,  

Ni sacerdote, ni brahmán. ¿Qué haría, pues,  en casa de mi padre? ¿Estudiar? ¿Ofrecer   sacrificios? ¿Entregarme a la meditación? No: todo  esto ha terminado y no se encuentra en mi camino».  Siddhartha permaneció en pie, inmóvil, y durante  una fracción de segundo sintió frío en su corazón.  

Al tomar conciencia de su soledad, sintió que  algo semejante a un animalito, un pajarillo o una   liebre se le helaba en el pecho. Durante años no  había tenido hogar y ni se había dado cuenta. Pero   ahora lo sentía. Siempre, incluso en los momentos  de máxima concentración, había sido el hijo de su  

Padre, un brahmán, miembro de una casta elevada,  un intelectual. Y ahora era únicamente Siddhartha,   el recién despierto, y nada más. Respiró  profundamente, y por un instante sintió frío y se   estremeció. No había ser más solo que él. No había  noble que no estuviera vinculado a otros nobles,  

Ni artesano que no perteneciera a su gremio o  no pudiera buscar protección junto a los otros   artesanos, compartiendo su vida y hablando su  idioma. No había brahmán que no se contara en el   número de los brahmanes o viviera con ellos, ni  asceta que no hallara protección en la comunidad  

De los samanas. E incluso el ermitaño más  solitario no estaba del todo solo en su bosque:   también él pertenecía a una clase, a una entidad  que era a la vez su patria. Govinda se había   hecho monje y tenía por hermanos a miles de monjes  que llevaban el mismo hábito, compartían su fe y  

Hablaban la misma lengua. Pero él, Siddhartha, ¿a  qué comunidad pertenecía?, ¿con quién compartiría   su existencia?, ¿qué idioma hablaría? Y en ese mismo instante en que el mundo   que lo rodeaba pareció desvanecerse y él se  quedó solo como una estrella en el firmamento,  

En aquel momento de frialdad y de desánimo,  se irguió un Siddhartha más sólido y fuerte,   más posesionado que nunca de su propio Yo.  Se dio cuenta de que aquello había sido el   último estremecimiento del despertar, el espasmo  final del parto. Y al punto reanudó su marcha,  

Con paso rápido e impaciente…; mas no a su  hogar, no a donde su padre; ya no hacia atrás.  SEGUNDA PARTE Dedicada a Wilhelm Gundert,  mi primo en el Japón  Kamala Siddhartha iba aprendiendo a   cada paso cosas nuevas, pues el mundo, para él, se  había transformado, y su corazón se hallaba como  

Bajo el efecto de un hechizo. Veía al sol salir  tras las montañas boscosas y ocultarse entre las   lejanas palmeras de la orilla. Por la noche  admiraba el orden de las constelaciones en el   cielo y la media luna que, como una barca, flotaba  en el espacio azul. También veía árboles, astros,  

Animales, nubes, arco iris, roquedales, hierbas,  flores, arroyos y ríos; advirtió el centelleo del   rocío matinal en los arbustos, el azul pálido  de las altas montañas en la lejanía, el gorjeo   de los pájaros, el zumbar de las abejas y la  canción del viento entre los arrozales plateados.  

Todas estas cosas y mil más, de abigarrada  diversidad, habían existido desde siempre: el sol   y la luna no habían dejado de brillar desde tiempo  inmemorial, y los ríos siempre habían murmurado y   las abejas zumbado. Pero todo esto no había sido  antes más que un velo efímero e ilusorio a los  

Ojos de Siddhartha, un velo del cual desconfiaba  y cuyo destino era ser impregnado y destruido   por el pensamiento, ya que no era esencia y las  esencias se encontraban más allá de lo visible.   Mas ahora, sus ojos liberados deteníanse en el  plano de lo inmediato y veían y reconocían cuanto  

Era visible, familiarizándose con este mundo sin  preocuparse por su esencia ni aspirar a unndo más   allá. ¡Qué hermoso era el mundo para quien lo  contemplaba así, sin ningún deseo de explorarlo,   con una visión ingenua y de infantil simplicidad!  ¡Qué hermosas eran la luna y las constelaciones,  

Los arroyos y riberas, los bosques y las  rocas, las cabras y los cárabos dorados,   las flores y las mariposas! ¡Qué hermoso y  agradable era deambular así por el mundo,   tan despreocupadamente y con el corazón abierto  a todo lo inmediato, sin recelos de ningún tipo!  

El sol ardía en la cabeza de otro modo, y  distintos eran también la fresca sombra del   bosque, el agua del arroyo y la cisterna y  el sabor de los plátanos y de las calabazas.   Los días y las noches eran cortos, y las horas  huían con la rapidez de un velero sobre el mar,  

De un barco cargado de tesoros y alegrías.  Siddhartha vio una gran familia de simios avanzar   por la cúpula verde del bosque, saltando entre las  ramas más altas, y oyó unos chillidos de salvaje   impaciencia. Vio un carnero perseguir a una oveja  y fecundarla. Entre los juncos de un estanque vio  

Luego un lucio hambriento que se lanzaba a la  caza nocturna y, ante él, un nutrido cardumen   de brillantes pececillos que huían despavoridos  y a la desbandada, mientras el impetuoso cazador   iba trazando fugaces remolinos al agitar el  agua con una pasión y furia irresistibles. 

Todo esto había existido siempre,  mas Siddhartha no lo había visto:   su espíritu se hallaba ausente. Pero ahora  estaba allí, formando parte de esas cosas.   Por sus ojos se filtraban la luz y la sombra;  la luna y las estrellas relucían en su corazón. 

En el camino, Siddhartha fue recordando asimismo  cuanto había vivido en los jardines de Jetavana:   la doctrina que había escuchado, el divino  Buda, la despedida de Govinda y el diálogo con   el Sublime. Evocó de nuevo sus propias palabras  una a una, aquellas que dirigiera al Sublime,  

Y constató con asombro que en ese momento  había dicho cosas que, en realidad, ignoraba   por completo. Le dijo a Gotama que el verdadero  tesoro y el secreto de Buda no era su doctrina,   sino esa vivencia inefable e imposible de enseñar  que el Sublime experimentara en el instante mismo  

De su Iluminación. Y para tener precisamente  esa experiencia había partido él, Siddhartha,   ahora. Ya empezaba a tenerla: en adelante tendría  que vivir su propia vida. Sabía sin duda —y desde   hacía tiempo— que su propio Yo era el Atmán,  formado de la misma esencia eterna de Brahma.  

Mas nunca había hallado de verdad a ese Yo,  pues siempre intentaba atraparlo con las redes   del pensamiento. Si ni el cuerpo ni el juego de  los sentidos constituían el Yo —cosa evidente—,   tampoco lo eran el pensamiento, ni la  inteligencia, ni los conocimientos adquiridos,  

Ni el arte, igualmente aprendido, de sacar  conclusiones o forjar nuevas ideas a partir de   las antiguas. No, estas instancias del espíritu  también se hallaban «más acá»: y destruir al Yo   casual de los sentidos no llevaba a ningún sitio  si seguíamos alimentando al Yo casual de las ideas  

Y conocimientos. Tanto las ideas como los sentidos  eran cosas buenas tras las cuales yacía oculto el   significado último. Había que escucharlas y jugar  con ambas, sin menospreciarlas ni darles demasiada   importancia, y a través de ellas sorprender luego  las voces secretas del propio mundo interior. No  

Deseaba Siddhartha aspirar sino a lo que estas  voces le ordenasen aspirar, ni detenerse sino   donde ellas se lo sugirieran. ¿Por qué un buen  día, a esa hora que resume todas las demás,   decidió Gotama sentarse bajo el árbol Bodhi, donde  le vino la Iluminación? Porque en su corazón oyó  

Una voz que le ordenaba buscar reposo bajo ese  árbol, y dejando a un lado la mortificación,   los sacrificios, el baño, las plegarias, la  comida, la bebida y el sueño, obedeció al mandato   de la voz. Obedecer así, no a cualquier orden  exterior, sino solo a la Voz, y estar dispuesto  

Siempre: he aquí lo principal, lo realmente  necesario; del resto se podía prescindir.  Una noche en que dormía junto al río, en la cabaña  de paja de un barquero, Siddhartha tuvo un sueño:   Govinda, de pie ante él, envuelto en el hábito  amarillo de los ascetas, le preguntaba en un tono  

De voz no menos triste que su rostro: «¿Por qué me  has abandonado?». Y entonces Siddhartha lo abrazó,   rodeándolo con sus brazos; pero al atraerlo hacia  su pecho y besarlo, notó que no era Govinda,   sino una mujer por cuya túnica entreabierta  asomaba un seno túrgido. Siddhartha se pegó  

A él y bebió, y la leche de aquel seno tenía un  sabor dulce y fuerte. Sabía a mujer y a hombre,   a sol y a bosque, a flores y animales, a  todos los frutos y a todos los placeres.   Embriagaba y hacía perder el sentido. Cuando Siddhartha despertó, las aguas  

Del río proyectaban pálidos destellos por la  puerta de la cabaña, y en el bosque resonó,   grave y distinto, el sombrío graznido de un búho. Al despuntar el día rogó Siddhartha a su   anfitrión, el barquero, que lo llevara hasta  la orilla opuesta. El barquero lo trasladó  

En su balsa de bambú. Las aguas del ancho río  despedían un brillo rojizo en la claridad matinal.  —¡Qué río tan hermoso! —dijo  Siddhartha a su acompañante.  —Sí —repuso el barquero—, un río espléndido,  lo quiero más que a ninguna otra cosa. Suelo  

Escucharlo y mirarlo a los ojos con  frecuencia, y siempre me enseña algo.   De un río pueden aprenderse muchas cosas. —Te lo agradezco mucho, bienhechor mío —dijo   Siddhartha al bajar en la otra orilla—. Pero  no tengo ningún regalo con que corresponder a  

Tu hospitalidad, y tampoco puedo pagarte  el barcaje. No tengo patria ni hogar;   soy un samana, hijo de un brahmán. —Ya lo había notado —respondió el   barquero— y no esperaba pago ni regalo alguno  de ti. Ya me regalarás algo en otra oportunidad.  —¿De veras lo crees? —preguntó Siddhartha riendo. 

—Por supuesto. El río me ha enseñado que todo  regresa. Y tú también regresarás, samana. Ahora:   ¡adiós! ¡Que tu amistad sea mi pago! ¡Acuérdate  de mí cuando ofrezcas sacrificios a los dioses!  Se despidieron sonriendo. Y Siddhartha se  alegró de la amistad y gentileza del barquero.  

«Es como Govinda —pensó al tiempo que esbozaba una  sonrisa—, todos los que encuentro en mi camino son   como Govinda. Todos son agradecidos, aunque ellos  mismos podrían reclamarme gratitud. Todos son   sumisos, a todos les gusta ser amigos, obedecer  y pensar poco. Los hombres son como niños.» 

Hacia el mediodía atravesó una aldea. En  la calle, frente a las chozas de barro,   un grupo de niños se revolcaban en el polvo y  jugueteaban con pipas de calabaza y caracolas,   chillando y riñéndose; pero al ver al samana  extranjero huyeron todos despavoridos. Al  

Terminar la aldea, el camino cruzaba un arroyo  en cuya orilla una mujer joven lavaba ropa,   arrodillada. Cuando Siddhartha la saludó, la  joven alzó la cabeza y lo miró con una sonrisa   que hizo centellear fugazmente el blanco de  sus ojos. Él musitó una bendición, como es  

Habitual entre los peregrinos, y le preguntó a  qué distancia se encontraba la gran ciudad. Ella   entonces se puso en pie y se acercó al joven: su  boca húmeda relampagueó un instante en el rostro   juvenil. Intercambió unas cuantas bromas con  Siddhartha, preguntándole si ya había comido y  

Si era cierto que los samanas dormían solos en  el bosque y no podían tener mujeres a su lado.   Al decir esto, la muchacha apoyó el pie  izquierdo sobre el pie derecho de Siddhartha,   adoptando la postura de la mujer que invita  al hombre a esa variante del juego amoroso  

Que los manuales denominan «trepar al árbol».  Sintió Siddhartha que la sangre se le encendía,   y como en ese instante volvió a recordar su  sueño, se inclinó ligeramente hacia la joven   y besó con sus labios la oscura punta de uno de  los senos. Al levantar la mirada vio un rostro  

Sonriente y lleno de deseos, y en sus ojos  entornados leyó la apetencia que la consumía.  Siddhartha también tuvo deseos y sintió brotar  en su interior el manantial del sexo. Mas como   nunca había tocado a una mujer, tuvo un momento  de vacilación cuando sus manos ya se disponían  

A posarse en ella. Y en aquel instante escuchó,  estremecido, la voz de su interior; y la voz le   dijo: «No». Al punto se desvanecieron los encantos  del sonriente rostro de la joven, y Siddhartha   ya no vio sino la húmeda mirada de una hembra  en celo. Le acarició dulcemente la mejilla y,  

Con paso ágil, desapareció al poco rato en el  bosque de bambúes, dejando atrás a la desengañada.  Por la tarde de ese mismo día llegó a una gran  ciudad y se sintió feliz, pues tenía muchas   ganas de ver gente. Había vivido largos años en  los bosques, y la cabaña de paja del barquero,  

En la que pasara la noche anterior, había  sido su primer techo en mucho tiempo.  Frente a la ciudad, junto a un hermoso bosquecilio  cercado, se encontró el peregrino con un pequeño   cortejo de siervos y criados cargados de cestos.  En medio de ellos, en un lujoso palanquín llevado  

Por cuatro cargadores y protegido por un palio  multicolor, iba una dama recostada entre cojines   rojos: el ama. Siddhartha se detuvo a la  entrada del bosquecillo a contemplar el   cortejo. Vio a los criados, a las doncellas, las  canastas, el palanquín y a la dama que iba en él.  

Bajo una abundante cabellera negra recogida  hacia arriba vio un rostro muy blanco,   tierno e inteligente, una boca de color rojo  encendido semejante a un higo recién abierto,   unas cejas muy cuidadas y pintadas en  forma de arco, un par de ojos negros,  

Despiertos e inteligentes, un cuello muy  esbelto que surgía de su túnica verde y dorada,   y dos manos blancas, largas y afiladas, con  anchos brazaletes de oro en las muñecas.  Advirtió Siddhartha lo hermosa  que era y se alegró en su corazón.  

Cuando el palanquín estuvo cerca, el joven  le hizo una profunda venia y, al enderezarse,   clavó su mirada en el pálido y bello rostro de la  dama, leyó un instante en los inteligentes ojos,   sombreados por dos prominentes arcos ciliares, y  aspiró una bocanada de un perfume que desconocía.  

Sonriendo fugazmente, la hermosa dama le hizo una  imperceptible señal con la cabeza y desapareció   detrás del cerco, seguida por sus criados. «¡Vaya, vaya! —pensó Siddhartha—; haré mi   entrada en la ciudad bajo un presagio favorable.» Sintió deseos de entrar en el bosquecillo de   inmediato, pero reflexionó y tomó  conciencia del desprecio y del  

Recelo con que los criados y doncellas lo  habían mirado a la entrada, rechazándolo.  «Aún soy un samana —pensó—, un asceta  mendigo. Mas no lo seré siempre,   ni entraré así en estos jardines.» Y se echó a reír. 

A la primera persona que encontró en su camino  preguntóle el nombre del bosquecillo y de la dama   aquella, y se enteró de que eran los jardines  de Kamala, la famosa cortesana, quien además   del bosquecillo poseía una casa en la ciudad. Entonces decidió entrar en la ciudad. Ahora  

Tenía una meta y, con el fin del alcanzarla,  se dejó absorber por la ciudad, deambulando por   sus callejuelas, deteniéndose en sus plazas  y descansando en las escalinatas de piedra,   junto al río. Hacia el atardecer hizo amistad  con un barbero al que había visto trabajar a la  

Sombra de una cúpula; volvió a encontrarlo en un  templo de Vishnú, rezando, y le contó la historia   de Vishnú y de Lakshmi. Aquella noche durmió junto  a las barcas del río, y muy temprano, antes de que   los primeros clientes llegaran a la barbería, se  hizo afeitar y cortar el cabello por ese barbero,  

Que también lo peinó y le hizo fricciones con  aceites finos. Luego se fue a bañar al río.  Cuando, al caer la tarde, la bella Kamala llegó  en litera a sus jardines, Siddhartha, que se   hallaba en la entrada, le hizo una reverencia y  recibió el saludo de la cortesana. Luego llamó  

Por señas al último criado del séquito y le rogó  comunicar a su señora que un joven brahmán deseaba   hablar con ella. El criado volvió al cabo de un  momento e invitó a Siddhartha a seguirle. Sin  

Decir nada lo condujo a un pabellón donde Kamala  descansaba en un diván, y lo dejó solo con ella.  —¿No eres tú el que ayer me saludó ahí afuera,  a la entrada de mis jardines? —preguntó Kamala.  —Pues sí, ayer te vi y saludé. —Pero ¿no llevabas barba y  

Los cabellos largos, llenos de polvo? —Así es. Eres una excelente observadora:   nada se te escapa. Viste a Siddhartha, el hijo del  brahmán, que abandonó su hogar para convertirse   en samana y que ha sido un samana por espacio de  tres años. Pero ahora me he apartado de esa senda  

Y mis pasos me han traído a esta ciudad. Y antes  de entrar en ella, la primera mujer que encontré   fuiste tú. ¡Para decirte esto he venido, Kamala!  Eres la primera mujer con la que Siddhartha habla   sin bajar la mirada. Y no pienso bajarla nunca  más cuando me encuentre con una mujer hermosa. 

Kamala sonrió y se puso a juguetear con su abanico  de plumas de pavo real. Entonces le preguntó:  —¿Y solo para decirme esto has  venido hasta mí, Siddhartha?  —Para decirte esto, sí, y para agradecerte  por ser tan bella. Y si no te molesta,  

Kamala, quisiera pedirte que seas mi amiga  y mi maestra, pues aún ignoro totalmente el   arte que tú dominas a la perfección. Al oír esto Kamala se echó a reír.  —Nunca me había ocurrido, amigo mío, que un  samana del bosque viniera a verme para que  

Lo instruya. Es la primera vez que un samana  de cabellos largos y vestido con un taparrabos   raído me pide que lo reciba. Muchos jóvenes  vienen a verme, y entre ellos hay algunos hijos   de brahmanes. Pero todos vienen elegantemente  ataviados, llevan calzado fino, un buen perfume  

En sus cabellos y dinero en sus bolsas. Así  son, amigo samana, los jóvenes que me visitan.  Dijo entonces Siddhartha: —Ya empiezo a aprender de ti. Y ayer también   me enseñaste algo. Ya me he afeitado la barba  y he peinado y untado mis cabellos con aceite.  

Pocas cosas me faltan, oh mujer maravillosa:  ropa elegante, calzado fino y dinero en la   bolsa. Quiero que sepas que Siddhartha se propuso  cosas más difíciles que todas estas nimiedades,   y las ha logrado. ¿Por qué no habría de  lograr entonces lo que ayer me propuse:  

Ser tu amigo y aprender contigo los placeres  del amor? Verás con qué facilidad aprendo,   Kamala. He aprendido cosas más difíciles que las  que tú has de enseñarme. Y ahora dime: ¿No te   basta Siddhartha como ahora está, con aceite en el  cabello, pero sin vestidos, ni calzado, ni dinero? 

Kamala respondió riendo: —No, querido, no me basta. Ha de tener vestidos   elegantes, zapatos bonitos, mucho dinero en la  bolsa, y regalos para Kamala. Ahora ya lo sabes,   samana del bosque. Espero que no lo olvides. —Claro que no lo olvidaré —exclamó Siddhartha—.  

¿Cómo podría olvidar palabras salidas de semejante  boca? Tu boca es como un higo recién abierto,   Kamala. La mía también es roja y fresca, y  hará juego con la tuya, ya verás. Pero dime,   hermosa Kamala, ¿no temes al samana del bosque  que ha venido para que le enseñes el amor? 

—¿Por qué habría de temer a un samana,  a un necio samana del bosque que solo   ha vivido entre chacales y no tiene  la menor idea de lo que es una mujer?  —¡Oh! El samana es fuerte y nada lo amedrenta. Podría forzarte, hermosa muchacha.  

Podría raptarte o hacerte daño. —No, samana, no es eso lo que temo.   ¿Acaso un samana o un brahmán han temido alguna  vez que alguien pudiera asaltarlos y robarles   su erudición, su piedad o sus pensamientos  más profundos? No, pues forman parte de sí  

Mismo y él da solo lo que quiere dar y a quien le  place dárselo. Lo mismo ocurre con Kamala y los   placeres del amor. Bella y encarnada es la boca de  Kamala; pero intenta besarla contra su voluntad y  

No obtendrás de esa boca, que tantas delicias  sabe prodigar, ni una sola gota de dulzura.   Tienes facilidad para aprender, Siddhartha, pues  aprende también esto: el amor se puede mendigar,   comprar, recibir como regalo o recoger en la  calle, ¡pero robarlo es imposible! Has elegido  

Un camino equivocado. No, sería lamentable que  un joven tan hermoso como tú empezara tan mal.  Siddhartha se inclinó sonriendo y dijo: —Tienes razón, Kamala: ¡sería lamentable!   ¡Muy lamentable! No, de tu boca no me perderé una  sola gota de dulzura, ni tú de la mía. Quedamos,  

Pues, en que Siddhartha volverá cuando tenga lo  que aún le falta: ropa, calzado, dinero. Mas dime,   dulce Kamala, ¿podrás darme un pequeño consejo? —¿Un consejo? ¿Por qué no? ¿Cómo negarle un   consejo a un pobre samana analfabeto que  viene del bosque y del reino de los chacales? 

—Aconséjame, pues, querida Kamala: ¿adónde debo  ir para encontrar con rapidez esas tres cosas?  —Muchos querrían saberlo, amigo mío. Tendrás  que poner en práctica lo que hayas aprendido,   y exigir a cambio dinero, vestidos y  zapatos. Es el único recurso de los pobres   para ganar dinero. ¿Qué sabes hacer? —Sé meditar. Sé esperar. Sé ayunar. 

—¿Nada más? —Nada más. ¡Oh sí: escribir   poesía! ¿Querrías darme un beso por un poema? —Lo haré si tu poema me gusta. ¿Cómo se llama?  Y Siddhartha, tras un instante de  reflexión, le recitó estos versos:  Cuando la hermosa Kamala entró en su bosquecillo, el samana moreno se encontraba en la puerta. 

Al ver a la flor de loto se inclinó profundamente, y Kamala, sonriendo, su gesto le agradeció.  «Es preferible ofrecer  sacrificios a la bella Kamala,  —pensó el joven—, que hacer  inmolaciones a los dioses.»  Con gran entusiasmo aplaudió Kamala,  haciendo tintinear sus brazaletes de oro. 

—Hermosos son tus versos, samana moreno, y en  verdad no pierdo nada pagándotelos con un beso.  Luego lo atrajo con su mirada. El joven inclinó  su rostro hacia el de ella y posó su boca sobre   la de Kamala, fresca como un higo recién abierto.  Largo fue el beso de la cortesana; y Siddhartha,  

En medio de su asombro, sintió que ella le estaba  enseñando. ¡Cuánto sabía! ¡Con qué habilidad sabía   dominarlo, rechazarlo y atraerlo sucesivamente!  E intuyó también que tras ese primer beso lo   aguardaban muchos más, debidamente calculados y  ensayados, cada cual muy distinto de los otros.  

Respiró profundamente como un niño ante la  plétora de conocimientos y de cosas dignas de   aprender que se iban desplegando ante sus ojos. —Muy hermosos son tus versos —exclamó Kamala—.   Si fuera rica te los pagaría en piezas  de oro. Pero difícil te será ganar con  

Ellos todo el dinero que necesitas. Pues te  hará falta mucho para ser amigo de Kamala.  —¡Qué bien sabes besar,  Kamala! —balbuceó Siddhartha.  —Pues sí, lo sé, y por eso no me falta  ropa, calzado, brazaletes ni otras cosas   bonitas. Pero ¿qué va a ser de ti si solo  sabes pensar, ayunar y escribir poesías? 

—También conozco los himnos de los sacrificios  —dijo Siddhartha—, pero no quiero cantarlos.   Y sé las fórmulas de encantamiento, mas no  quiero recitarlas. He leído las escrituras…  —¿Cómo? —lo interrumpió Kamala—.  ¿Sabes leer… y escribir?  —Por supuesto. Y no soy el único. —La mayoría no sabe. Y yo tampoco.  

Es importante que sepas leer y  escribir: muy importante. Las fórmulas   de encantamiento también pueden serte útiles. En aquel momento entró una criada corriendo y   susurró unas palabras al oído de su ama. —Tengo visita —exclamó Kamala—;   ¡desaparece rápido, Siddhartha, nadie debe  verte aquí: no lo olvides! Nos veremos mañana. 

Y ordenó a la criada que entregara una túnica  blanca al piadoso brahmán. Sin saber muy bien   lo que ocurría, Siddhartha se vio conducido por  la joven a través de caminos que desconocía,   hasta un pabellón del jardín, donde fue obsequiado  con una túnica. Luego, la misma criada lo condujo  

A la espesura y lo instó a que se alejara cuanto  antes del bosquecillo, procurando no ser visto.  Muy contento, el joven hizo lo que le ordenaron.  Acostumbrado al bosque, saltó la valla del jardín   sin hacer ruido y volvió feliz a la ciudad,  con su túnica enrollada bajo el brazo.  

Al llegar a un albergue frecuentado por viajeros,  se instaló junto a la puerta y, con un gesto,   pidió algo de comer. Le dieron un trozo de  pastel de arroz que él recibió en silencio.   «Tal vez mañana —se dijo— ya  no tenga que pedir más comida.» 

Pero de pronto lo invadió un sentimiento de  orgullo. Ya no era un samana, y mendigar le   pareció algo indigno de él. Arrojó a un perro su  pastel de arroz y se abstuvo de tomar alimentos.  «La vida que se lleva en este mundo es bastante  simple —pensó Siddhartha—. No presenta ningún  

Obstáculo. Cuando aún era un samana, todo me  resultaba difícil, penoso y, a fin de cuentas,   inútil. Más ahora todo es fácil, tan fácil como  el arte de besar que me ha enseñado Kamala.   Necesito ropa y dinero, nada más. Son dos objetos  fáciles y cercanos, incapaces de quitar el sueño.» 

Había averiguado hacía rato la ubicación  exacta de la casa de Kamala en la ciudad,   y allí se dirigió al día siguiente. —Todo va bien —le dijo la cortesana al   verlo entrar—. Te espera Kamaswami, el mercader  más rico de esta ciudad. Si le caes en gracia,  

Te tomará a su servicio. Actúa con habilidad,  samana moreno. He logrado que otros le hablaran   de ti. Sé amable con él, es un hombre muy  poderoso. ¡Pero tampoco seas demasiado   modesto! No quiero que haga de ti un criado;  has de convertirte en su igual, de lo contrario  

No estaré contenta contigo. Kamaswami se está  volviendo cada vez más viejo y regalón. Si le caes   en gracia, te confiará muchos de sus negocios. Siddhartha le agradeció y se echó a reír; y ella,   al enterarse de que desde la víspera no había  comido nada, mandó traer pan y fruta y le sirvió. 

—Has tenido suerte —le dijo Kamala al despedirse—,  todas las puertas se abren a tu paso. ¿Por qué   será? ¿No tendrás algún hechizo? Siddhartha replicó:  —Ayer te dije que sabía pensar, esperar y ayunar,  pero en tu opinión aquello no servía para nada.  

Sin embargo, sirve para mucho, Kamala, ya lo  verás. Te darás cuenta de que los necios samanas,   en el bosque, pueden aprender infinidad de  cosas buenas que vosotros ignoráis aquí.   Anteayer no era más que un mendigo sucio  y desgreñado; ayer le di un beso a Kamala  

Y pronto seré un mercader y tendré dinero y  todas esas cosas que a ti tanto te interesan.  —Es cierto —admitió la cortesana—.  Pero ¿qué habrías hecho sin mí?   ¿Qué sería de ti sin la ayuda de Kamala? —Querida Kamala —repuso Siddhartha irguiéndose  

Cuan alto era—, yo di el primer paso al entrar en  tu bosquecillo. Mi propósito era aprender el amor   con la más hermosa de las mujeres. Y desde  el momento en que tomé esta determinación,   sabía que la llevaría a término. Y  sabía también que tú me ayudarías;  

Lo supe desde que me echaste tu primera  mirada, a la entrada del bosquecillo.  —¿Y si yo no hubiera querido? —Pero lo has querido. Escucha, Kamala:   si arrojas una piedra al agua, se precipitará  hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo  

Le ocurre a Siddhartha cuando se propone alcanzar  una meta: Siddhartha no hace nada: espera, medita,   ayuna, pero atraviesa las cosas del mundo como  la piedra el agua, sin hacer nada, sin moverse,   dejándose atraer, dejándose caer. Su propia meta  lo atrae, pues él no deja penetrar en su alma nada  

Que pueda apartarlo del objetivo propuesto. Esto  es lo que Siddhartha aprendió con los samanas. Es   lo que los necios denominan magia y atribuyen  a la acción de los demonios. Mas nada es obra   de los demonios, porque los demonios no existen.  Cualquiera puede ejercer la magia y alcanzar sus  

Objetivos si sabe pensar, esperar y ayunar. Kamala lo escuchó atentamente. Amaba su voz,   amaba la mirada de sus ojos. —Tal vez sea como dices,   amigo —repuso en voz baja—. Pero acaso también  se deba a que Siddhartha es un hombre hermoso y  

A que su mirada atrae a las mujeres. Tal  vez la suerte le sonría por esta razón.  Siddhartha se despidió con un beso. —¡Ojalá sea así, maestra mía! ¡Ojalá que mi mirada   te agrade siempre, y que mi suerte provenga de ti! Con los hombres niños 

Encaminóse Siddhartha a la lujosa mansión  del mercader Kamaswami. Al llegar,   los criados lo condujeron por alcobas y  pasillos ricamente tapizados hasta el salón   donde debía esperar al dueño de casa. Al cabo de un rato entró Kamaswami.   Era un hombre ligero y flexible,  de cabellos bastante encanecidos,  

Ojos sabios y prudentes y boca sensual.  Anfitrión y huésped se saludaron amistosamente.  —Me han dicho —empezó el mercader— que eres un  brahmán, un sabio, pero que buscas colocación   en casa de algún mercader. ¿Te hallas en la  indigencia, brahmán, y por eso buscas empleo? 

—No —repuso Siddhartha—, no  estoy y nunca he estado en la   indigencia. Has de saber que  vengo de donde los samanas,   con los cuales he vivido mucho tiempo. —Si vienes de donde los samanas,   ¿cómo no vas a estar en la indigencia?  ¿Acaso los samanas poseen algún bien? 

—No poseo bien alguno —replicó Siddhartha—,  si a eso te refieres. Desde luego que no.   Pero es por mi voluntad, de modo  que no estoy en la indigencia.  —Pero ¿de qué piensas vivir, si nada tienes? —Hasta ahora no había pensado en ello,  

Señor. Hace más de tres años que carezco de  todo, y nunca he pensado de qué podría vivir.  —Has vivido, entonces —repuso—,  de los bienes de otros.  —Supongo que sí. Pero también  el mercader vive del bien ajeno.  —Bien dicho. Pero no despoja a los demás  gratuitamente: a cambio les da sus mercancías. 

—Así parece ser, en efecto. Unos  toman, otros dan: así es la vida.  —Pero permíteme: si no posees  nada, ¿qué cosas quieres dar?  —Cada cual da lo que tiene. El guerrero da su  fuerza; el mercader, su mercancía; el maestro,   sus conocimientos; el campesino,  su arroz; el pescador, sus peces. 

—Muy bien. Y ahora dime ¿qué es lo que tú puedes  dar? ¿Qué has aprendido? ¿Qué sabes hacer?  —Sé meditar, esperar y ayunar. —¿Es todo?  —Sí, creo que es todo. —¿Y de qué te sirve?   El ayuno, por ejemplo, ¿para qué es útil? —Es muy útil, señor, Cuando un hombre no tiene qué  

Comer, lo más inteligente será que ayune. Si, por  ejemplo, Siddhartha no hubiera aprendido a ayunar,   ahora tendría que aceptar cualquier empleo,  en tu casa o en otra parte, pues el hambre lo   impulsaría a ello. Pero al ser como es, Siddhartha  puede esperar tranquilamente, pues desconoce la  

Impaciencia y la necesidad; puede aguantar el  asedio del hambre largo tiempo, y encima reírse   de él. Para eso, señor, sirve el ayuno. —Tienes razón, samana. Espera un momento.  Kamaswami salió y volvió con un papiro  enrollado que entregó a su huésped,   al tiempo que le preguntaba: —¿Puedes leer esto? 

Siddhartha observó el papiro, que contenía un  contrato de venta, y empezó a leer su contenido.  —Perfecto —dijo Kamaswami—. Y ahora,  ¿podrías escribirme algo en esta hoja?  Y le dio una hoja y un carboncillo, y  Siddhartha escribió algo y le devolvió la hoja.  Kamaswami leyó: —«Bueno es escribir; pensar es mejor.  

Buena es la inteligencia; la paciencia es mejor.»  ¡Qué bien sabes escribir! —alabó el mercader—. Aún   hemos de hablar de muchas cosas. Por hoy te ruego  que seas mi huésped y te alojes en esta casa.  Siddhartha aceptó y le dio las gracias. Ese mismo  día se instaló en casa del mercader. Le trajeron  

Vestidos y zapatos. Un criado le preparaba  diariamente el baño. Dos comidas abundantes le   eran servidas cada día, pero Siddhartha solo comía  una vez, y se abstenía de tomar carne y vino.   Kamaswami le hablaba de sus negocios y le iba  mostrando mercancías y almacenes, familiarizándolo  

Con las facturas. Muchas cosas nuevas aprendió  Siddhartha, que escuchaba atentamente y hablaba   poco. Y teniendo presentes las palabras de Kamala,  nunca se subordinó al mercader, sino que lo obligó   a tratarlo como a un igual, e incluso como a  algo más. Kamaswami cuidaba de sus negocios  

Con esmero y a veces hasta con pasión; Siddhartha,  en cambio, lo observaba todo como un juego cuyas   reglas se esforzaba por aprender exactamente,  pero cuyo contenido lo dejaba indiferente.  Poco después de instalarse en casa de Kamaswami,  empezó a participar activamente en los negocios  

De su anfitrión. Mas diariamente visitaba a la  hermosa Kamala, a la hora que ella le fijaba,   envuelto en sus mejores túnicas y calzado con  finas sandalias; y pronto empezó a llevarle   regalos. Muchas cosas le enseñó la boca encamada  y diestra de la cortesana. Siddhartha aún era un  

Chiquillo en cuestiones de amor y tendía a  precipitarse ciegamente en el placer como en   un abismo sin fondo. Pero Kamala le enseñó que no  se puede recibir placer sin devolverlo, y que cada   gesto, cada caricia, cada contacto, cada mirada y  cada parte del cuerpo, por pequeña que sea, tienen  

Su propio misterio, cuyo desciframiento produce  felicidad al que lo descubre. Le enseñó asimismo   que, tras la celebración de un ritual amoroso, los  amantes no deberían separarse sin antes haberse   admirado mutuamente, sin sentirse al mismo tiempo  vencedores y vencidos, de suerte que en ninguno de  

Ambos surja una sensación de hastío o de abandono,  ni la desagradable impresión de haber abusado o de   haber sido víctima de un abuso. Horas maravillosas  pasó Siddhartha con la hermosa y hábil cortesana,   convirtiéndose a la vez en su discípulo, en  su amante y en su amigo. Allí, junto a Kamala,  

Se hallaban el sentido y el valor de aquella etapa  de su vida, y no en los negocios de Kamaswami.  El mercader le encomendaba la redacción de cartas  y contratos importantes, y pronto se acostumbró   a consultar con él todas las operaciones  serias. No tardó en darse cuenta de que  

Siddhartha entendía poco de arroz y de lana, de  navegación y de negocios, pero tenía buena mano,   y de que lo superaba a él, Kamaswami, en calma  y sangre fría, así como en el arte de escuchar   y penetrar en el alma de personas desconocidas. —Este brahmán —le dijo un día a un amigo— no  

Es un comerciante nato y nunca lo será: no  pone la menor pasión en los negocios. Pero   es uno de aquellos que poseen el secreto  del éxito, ya sea por su buena estrella,   ya sea por algún hechizo o por algo que haya  podido aprender con los samanas. Da la impresión  

De jugar siempre con los negocios; nunca se  compenetra con ellos ni deja que lo dominen,   jamás teme un fracaso ni le preocupa una pérdida. Y el amigo aconsejó al mercader:  —Dale la tercera parte de los beneficios  en todos los negocios que te lleve;  

Pero cuando haya pérdidas, deja que  también las pague en la misma proporción.   De este modo lograrás acrecentar su interés. Kamaswami siguió el consejo. Pero Siddhartha   persistió en su indiferencia. Si obtenía  beneficios, los aceptaba sin mucho interés;   si sufría alguna pérdida, se  echaba a reír y comentaba: 

—¡Vaya, vaya, el asunto me ha salido mal! Parecía  que, en efecto, los negocios lo dejaban totalmente   indiferente. En cierta ocasión viajó a una aldea  para comprar una gran cosecha de arroz. Cuando   llegó, el cereal había sido ya vendido a otro  comerciante. Sin embargo, Siddhartha permaneció  

En la aldea varios días durante los cuales agasajó  a los campesinos, regaló a sus hijos monedas de   cobre y asistió a una boda, volviendo del viaje  muy contento. Kamaswami le reprochó que no hubiera   regresado enseguida, prefiriendo malgastar  allí tiempo y dinero. Siddhartha le respondió: 

—¡Basta ya de reprimendas, querido amigo!  Jamás se ha conseguido nada con ellas. Si   hay alguna pérdida, permíteme que la asuma.  Estoy muy contento de este viaje. He conocido   gente muy diversa y me he hecho amigo de  un brahmán. Los niños cabalgaban sobre  

Mis rodillas y los campesinos me mostraban  sus campos: nadie me tomó por un mercader.  —Todo eso está muy bien —exclamó Kamaswami  irritado—, pero yo diría que en realidad eres un   mercader. ¿O acaso has viajado solo por placer? —Por supuesto —repuso Siddhartha riendo—,  

Por supuesto que he viajado por placer. ¿Qué  otro motivo me habría impulsado a desplazarme?   He conocido gente y lugares nuevos, he recibido  muestras de amabilidad y de confianza y he hecho   unas cuantas amistades. Mira, querido amigo, si  hubiera sido Kamaswami, habría vuelto enseguida  

Al ver frustrada mi compra, despechado y con  prisas; y entonces sí que se habría perdido tiempo   y dinero. De este modo, en cambio, he pasado unos  días muy gratos, he aprendido nuevas cosas y me he  

Divertido sin perjudicar a nadie con mi mal humor  o mis prisas. Y si algún día vuelvo allí, quizá   para comprar otra cosecha o por cualquier otra  razón, encontraré gente amable que me recibirá   con muestras de cordialidad y de alegría, y yo  me felicitaré por no haberles mostrado entonces  

Prisas ni despecho. De modo que tranquilízate,  amigo, y no sigas riñéndome, que para ti es más   bien nocivo. Si un buen día crees que Siddhartha  te está perjudicando, di una sola palabra   y Siddhartha proseguirá su camino. Pero hasta  entonces, vivamos contentos el uno con el otro. 

Por más intentos que hizo, el mercader no lograba  convencer a Siddhartha de que, en definitiva,   el pan que comía era de él, de Kamaswami.  El joven pretendía comer su propio pan,   o más bien que ambos se comían el pan de otros,  el de todos. Nunca daba importancia a las  

Preocupaciones de Kamaswami, que sin embargo no  eran pocas. Si algún negocio amenazaba con ir mal,   o se perdía algún envío de mercaderías, o un  deudor parecía no poder pagar, nunca lograba el   comerciante convencer a su socio de la utilidad  de descargar su ira o su aflicción en palabras,  

Fruncir el ceño y dormir mal. Un día en que  Kamaswami afirmó que todo cuanto el muchacho   sabía se lo debía a él, Siddhartha le respondió: —¿Pretendes burlarte de mí con bromas de este   tipo? De ti he aprendido cuánto vale un cesto  lleno de pescado y qué intereses se pueden  

Exigir por un dinero prestado. Estas son todas  tus ciencias. Pero contigo no aprendí a pensar,   querido Kamaswami; más bien  tú podrías aprenderlo de mí.  Era indudable que Siddhartha no tenía alma  de comerciante. Lo bueno de los negocios era   que le permitían llevar dinero a Kamala,  y le proporcionaban mucho más de lo que  

En realidad necesitaba. Por otro lado,  el interés y la curiosidad de Siddhartha   se centraban solo en aquellas personas  cuyos negocios, oficios, preocupaciones,   diversiones y locuras le habían resultado  siempre tan ajenos y remotos como el cielo   constelado. Por más fácil que le resultara hablar  y vivir con todos, e incluso aprender de ellos,  

Sentía que algo lo separaba del resto del mundo, y  este algo era su antigua condición de samana. Veía   que los seres humanos se entregaban a la vida  con un apego infantil o animal que él amaba y   despreciaba al mismo tiempo. Los veía esforzarse,  padecer y encanecer por lograr cosas que, según  

Él, no merecían aquel precio: dinero, pequeños  placeres y escasos honores; los veía reñir e   insultarse unos a otros, quejarse de dolores  que habrían hecho reír a un samana, y sufrir   por privaciones que un samana ni siquiera notaría. Siddhartha era un ser accesible a todo y a todos.  

El mercader que le ofrecía paños en venta, el  endeudado que buscaba un préstamo, el mendigo   que lo entretenía una hora con la historia de  su pobreza y no era ni la mitad de pobre que un   samana, todos, todos eran cálidamente acogidos por  él. Trataba exactamente igual a un rico mercader  

Extranjero que al criado que lo afeitaba o al  vendedor ambulante que le estafaba unos céntimos   al venderle plátanos. Si Kamaswami iba a verlo  para contarle sus cuitas o hacerle reproches por   algún negocio, Siddhartha lo escuchaba con un  ánimo entre curioso y sereno, le manifestaba su  

Asombro, trataba de comprenderlo, le daba algo de  razón —la que le parecía imprescindible—, y luego   se volvía hacia el primero que deseara hablarle.  Y eran muchos, muchísimos los que venían a verlo   para cerrar negocios, engañarlo, sonsacarle  proyectos, suscitar su compasión o escuchar  

Su consejo. Y Siddhartha repartía consejos, se  compadecía de ellos, les daba regalos y se dejaba   engañar un poquito. Y todo este juego, al igual  que la pasión con que lo practicaban todos los   seres humanos, pasó a ocupar sus pensamientos  como antes lo hicieran los dioses y Brahma. 

De vez en cuando sentía, en lo más hondo de su  pecho, una voz débil y mortecina que lo exhortaba   y se quejaba suavemente, tan suavemente que apenas  si la oía. Y entonces, por espacio de una hora  

Era consciente de la extraña vida que llevaba, de  que hacía cosas que no eran sino un simple juego,   y de que si bien tenía momentos de serenidad y  de alegría, la vida, la verdadera vida pasaba   a su lado sin tocarlo. Como un jugador de pelota  practica con las bolas, así jugaba Siddhartha con  

Sus negocios y con la gente que lo rodeaba,  observándolos y divirtiéndose con ellos. No   participaba, sin embargo, con su corazón, con  la fuente de su ser, que manaba en un lugar   más bien lejano y, fluyendo invisible, no tenía  ya nada que ver con su vida. Más de una vez se  

Asustó con tales pensamientos y deseó participar  también en la pueril actividad de cada día con   todo su corazón y su apasionamiento, viviendo y  actuando de verdad y gozando con plenitud, en vez   de permanecer al margen como un simple espectador. Continuamente visitaba, sin embargo, a la hermosa  

Kamala, con quien aprendía el arte del amor y  practicaba el culto del placer, que más que ningún   otro unifica la doble actividad de dar y recibir.  Con ella conversaba, se instruía e intercambiaba   consejos. Kamala lo comprendía mejor que Govinda  en otros tiempos: tenía más afinidades con él. 

Un día le dijo Siddhartha: —Eres como yo, Kamala, distinta de   la mayoría de la gente. Tú eres Kamala y nada más.  Y en tu interior hay una placidez y un lugar en el   que puedes refugiarte a cualquier hora y sentirte  a gusto, como yo también puedo hacerlo. Poca gente  

Posee este recurso, aunque todos podrían tenerlo. —No todos los hombres son inteligentes   —acotó Kamala. —No —replicó Siddhartha—,   no se trata de eso. Kamaswami es tan inteligente  como yo, y sin embargo no posee este refugio en   su interior. Otros, en cambio, lo tienen, y  su inteligencia no supera la de un chiquillo.  

La mayoría de los hombres, Kamala, son como las  hojas que caen y revolotean indecisas, en el aire,   antes de ir a parar al suelo. Otros son más  bien como los astros: siguen una ruta fija,   ningún viento los alcanza y llevan en su interior  su propia ley y su trayectoria. Entre todos los  

Sabios y samanas que he llegado a conocer  —y no son pocos—, había uno de este tipo,   un ser perfecto al que jamás podré olvidar.  Es Gotama, el Sublime, el predicador de esa   doctrina. Miles de discípulos escuchan diariamente  su doctrina y siguen sus preceptos hora tras hora,  

Pero son todos como las hojas que caen: ninguno  lleva en su interior doctrina ni ley propia.  Kamala lo observaba sonriente. —Veo que vuelves a hablar de él —le dijo—;   tus ideas de samana te dominan nuevamente. Siddhartha guardó silencio. Luego se entregaron  

Al juego del amor, uno de los treinta o cuarenta  juegos diferentes que Kamala conocía. Su cuerpo   era flexible como el de un jaguar y como el  arco de un cazador; muchos placeres y secretos   eran revelados a quien ella instruyera en el  amor. Pasó un buen rato jugando con Siddhartha:  

Tan pronto lo atraía como lo rechazaba para  volver a provocarlo, envolviéndolo con su cuerpo   y alegrándose de los progresos de su alumno, que,  al final, cayó vencido y extenuado junto a ella.  La cortesana se inclinó entonces sobre él  y contempló su rostro y sus ojos cansados. 

—Eres el mejor amante que he tenido —le  dijo pensativa—. Eres más fuerte que otros,   más flexible, más solícito. Muy bien has  aprendido mi arte, Siddhartha. Algún día,   cuando sea ya mayor, me gustaría tener un hijo  tuyo. Y sin embargo, querido, sigues siendo un  

Samana: no me amas a mí ni a nadie. ¿No es verdad? —Es posible que así sea —repuso Siddhartha con voz   cansada—. Soy como tú. Tú tampoco amas… ¿Cómo,  si no, podrías practicar el amor como un arte?  

Acaso la gente como nosotros nunca pueda amar. Los  hombres niños sí que pueden, y este es su secreto.  Samsara  Entregóse Siddhartha largo tiempo a la vida del  mundo y de los placeres, aunque sin integrarse   nunca en ella. Sus sentidos, que él prácticamente  matara durante su ferviente etapa de samana,  

Volvieron a despertarse. Y si bien llegó a  probar la riqueza, la voluptuosidad y el poder,   en el fondo de su corazón seguía siendo  un samana, como muy bien advirtió Kamala,   la Inteligente. El arte de meditar, esperar y  ayunar continuó rigiendo su vida, y los seres  

Humanos entre los que vivía, los hombres niños, le  eran tan extraños como él mismo lo era para ellos.  Transcurrieron muchos años, mas Siddhartha,  envuelto en el bienestar y la molicie,   apenas sintió su paso. Se había hecho  rico y era dueño, desde hacía ya tiempo,  

De una casa propia con su respectiva servidumbre,  y de un jardín en las afueras de la ciudad, junto   al río. Era muy querido, y la gente acudía a verlo  si necesitaba dinero o consejos; pero nadie, a   excepción de Kamala, tenía acceso a su intimidad. Aquella diáfana y sublime sensación de despertar  

Que llegó a experimentar en plena juventud, en  los días que siguieron al sermón de Gotama y a   su separación de Govinda; aquella tensa actitud  de espera; aquel altivo aislamiento sin maestros   ni doctrinas; aquella dócil disponibilidad a  escuchar la voz divina en su propio corazón,  

Todo eso se había ido convirtiendo poco a poco en  recuerdo, en algo lejano y perecedero. El rumor   de la fuente sagrada que antes sentía a su lado  y que había llegado a resonar en su interior,   le llegaba ahora remota y casi imperceptible.  Cierto es que mucho de lo que aprendió con los  

Samanas, con Gotama y con su propio padre, el  brahmán, había permanecido largo tiempo en él:   la sobriedad en el vivir, el placer de pensar,  las horas de meditación, el conocimiento secreto   del propio Yo; del Yo eterno que no era cuerpo ni  conciencia. Sí, algunas de estas cosas subsistían,  

Pero se iban sumiendo una tras otra en el olvido  hasta quedar cubiertas de polvo. Así como la rueda   del alfarero que, una vez puesta en movimiento,  sigue girando largo rato y solo lentamente aminora   su marcha hasta pararse del todo, así también,  en el alma de Siddhartha, la rueda del ascetismo,  

La rueda del pensamiento y la rueda del  discernimiento continuaban girando todavía,   aunque a un ritmo cada vez más lento y vacilante,  próximo ya al inmovilismo. Poco a poco, como la   humedad que va infiltrándose por la corteza de  un árbol moribundo hasta impregnarlo totalmente  

Y pudrirlo, el mundo y la indolencia fueron  invadiendo el alma de Siddhartha hasta colmarla,   entorpecerla, agotarla y adormecerla. A cambio  de ello, sus sentidos habían revivido y aprendido   muchas cosas, haciendo acopio de experiencias. Siddhartha aprendió a comerciar, a usar su poder  

Sobre los hombres y a divertirse con las mujeres.  Ya sabía llevar ropa elegante, dar órdenes a sus   criados y bañarse en aguas perfumadas. Aprendió  a comer platos fina y cuidadosamente preparados,   que incluían también pescado, carne, aves,  especias y dulces, y a beber el vino que da  

Pereza y ayuda a olvidar. Aprendió a jugar  a los dados y al ajedrez, a admirar el arte   de las bailarinas, a hacerse transportar en  palanquín y a dormir sobre un lecho mullido.  Sin embargo, siempre se había sentido  diferente de los demás y superior a ellos;  

Siempre los había mirado con un poco de sorna,  con algo del desprecio burlón que los samanas   suelen experimentar por la gente del mundo. Cuando  Kamaswami se hallaba indispuesto o de mal humor,   o cuando se sentía despechado o torturado  por sus preocupaciones financieras,  

Siddhartha le lanzaba siempre una mirada burlona.  Pues solo en forma lenta e insensible empezó a   fatigarse su ironía y a menguar su sentimiento de  superioridad, al ritmo de las estaciones y de las   temporadas de lluvia. Y lentamente también,  en medio de sus riquezas cada vez mayores,  

El propio Siddhartha había ido adoptando ciertos  rasgos típicos de los hombres niños, como son su   puerilidad y sus temores. Mas, no obstante, los  envidiaba; y su envidia aumentaba a medida que se   iba pareciendo a ellos. Les envidiaba cosas que a  él le faltaban y ellos poseían: la importancia que  

Lograban dar a sus vidas, el apasionamiento  que ponían en sus alegrías y en sus miedos,   y la dicha, angustiosa pero dulce, de saberse  eternamente enamorados. Pues aquellos hombres   vivían siempre enamorados de sí mismos, de sus  mujeres, de sus hijos, del honor o del dinero,  

De sus proyectos o esperanzas. Pero  no fue justamente esto, esa alegría   ingenua y desquiciada, lo que aprendió de los  humanos. Aprendió más bien su lado desagradable,   que él mismo despreciaba. Con suma frecuencia le  ocurría que, después de una velada transcurrida en  

Sociedad, permanecía largo rato en su lecho, entre  aturdido y fatigado. Otras veces montaba en cólera   y se impacientaba cuando Kamaswami lo aburría  con sus preocupaciones. O bien se echaba a reír   estentóreamente cuando perdía en el juego de los  dados. En su rostro se leía aún mayor inteligencia  

Y vida espiritual que en el de los demás; pero  cada vez reía menos y empezó a adoptar, uno   tras otro, todos aquellos rasgos que aparecen con  frecuencia en los rostros de la gente adinerada:   los rasgos de la insatisfacción, del carácter  enfermizo y malhumorado, de la desidia y la  

Ausencia de amor. La enfermedad espiritual de  los ricos se fue apoderando lentamente de él.  Y el cansancio fue envolviendo poco a poco a  Siddhartha como un velo, como una niebla tenue   que se espesaba un poco más cada día, que cada  mes volvíase más turbia, y cada año, más pesada.  

Así como un vestido nuevo envejece y pierde su  hermoso colorido con el tiempo, o bien se mancha,   se arruga, se gasta en sus dobladillos y empieza a  mostrar zonas raídas y deshilachadas, así también   había envejecido la nueva vida de Siddhartha,  la vida que iniciara al separarse de Govinda:  

Perdió brillo y colorido con el paso de los años  y, acumulando manchas y arrugas en su superficie,   dejaba traslucir, en el fondo, las horribles  huellas de la desilusión y del hastío.   Siddhartha no lo advertía. Solo notó que  aquella voz, tan nítida y segura, que otrora  

Despertara en él para guiarlo en sus momentos  más brillantes, había enmudecido totalmente.  El mundo, el placer, la codicia, la indolencia  y al final incluso el vicio que él siempre   aborreciera y ridiculizara más en su vida, la  avaricia, se había apoderado de su alma. También  

Lo había subyugado el afán de posesión y de lucro,  que dejó de ser un juego frívolo y se convirtió,   para él, en una cadena y en un verdadero lastre.  Por un camino extraño y sinuoso había desembocado  

En esta vil y triste dependencia: gracias al  juego de los dados. Pues desde la época en que   su corazón dejó de ser el de un samana, empezó  Siddhartha a jugar por dinero y objetos valiosos   con una pasión y una furia cada vez mayores;  él, que antes había considerado el juego,  

Entre sonrisas indolentes, como una costumbre  más de los hombres niños. Pronto se convirtió en   un jugador temido, con el que muy pocos osaban  enfrentarse: ¡tan audaces y elevadas eran sus   apuestas! La miseria de su corazón lo impulsaba a  jugar; dilapidar el vil dinero jugando producíale  

Una furiosa alegría, y no hallaba otra forma de  manifestar abiertamente y con sorna el desprecio   que le inspiraban las riquezas, ese ídolo de  los mercaderes. Jugaba, pues, a lo grande y sin   miramientos, odiándose y burlándose de sí mismo.  Ganaba miles y perdía otros tantos; perdía dinero,  

Joyas o una casa de campo, los recuperaba y volvía  a perderlos en apuestas. Le gustaba aquel miedo,   aquella angustia terrible y opresiva  que sentía al arrojar los dados cuando   tenía en juego grandes sumas, y siempre intentaba  renovarla, aumentarla y potenciarla al máximo,  

Pues solo en esa sensación lograba hallar algo  parecido a un placer, a un arrebato de entusiasmo,   a una experiencia capaz de elevarlo por encima de  su vida gris, mediocre y satisfecha. Y siempre que   sufría alguna pérdida importante buscaba nuevas  fuentes de riqueza, se entregaba a sus negocios  

Con mayor ahínco y se ponía aún más exigente  con sus deudores, pues quería seguir jugando,   seguir dilapidando dinero y demostrando su  desprecio por los bienes materiales. Mas   pronto empezaron a importarle las pérdidas y fue  perdiendo la paciencia con los deudores morosos;  

Perdió su habitual bondad de corazón para con  los mendigos y su proclividad a hacer regalos   y a prestar dinero a quien se lo solicitaba.  Él, que era capaz de perder miles en una sola   jugada y encima reírse, volvióse cada vez más  rígido y mezquino en sus negocios, y algunas  

Noches hasta llegó a soñar con dinero. Y cada  vez que se liberaba de este horroroso hechizo,   cada vez que el espejo de su dormitorio le  devolvía su imagen envejecida y afeada, o que el   asco y la vergüenza se apoderaban de él, volvía  a huir y a refugiarse en nuevos juegos de azar,  

A evadirse en la voluptuosidad y en el vino para  regresar luego a su manía de ganar y acumular   riquezas. Y en este círculo vicioso y absurdo  fue debilitándose, envejeció y cayó enfermo.  Una noche tuvo un sueño admonitorio. Había pasado  la tarde con Kamala, en el hermoso vergel de la  

Cortesana. Estuvieron sentados bajo los árboles,  conversando, y Kamala le había dicho palabras   muy profundas, palabras tras las que ocultaba  su tristeza y su fatiga. Le había pedido que   le hablase de Gotama, y no se cansaba de oírlo  referirse a la pureza de los ojos del Sublime,  

A la serenidad y a la belleza de su boca, a  la bondad de su sonrisa y a la placidez de   su modo de andar. Largo rato tuvo que hablarle  Siddhartha del sublime Buda, y la cortesana,   después de suspirar, le dijo: —Algún día, quizá pronto,  

Yo también seguiré a Buda. Le regalaré mis  jardines y buscaré refugio en su doctrina.  Pero al poco rato comenzó a excitarlo,  arrastrándolo al juego erótico con un ardor   doloroso, entre mordiscos y lágrimas, como si  quisiera exprimir una vez más la última gota de  

Dulzura de ese placer vano y efímero. Nunca había  visto Siddhartha tan claramente lo próximas que se   hallan la voluptuosidad y la muerte. Luego se echó  a su lado, con el rostro de Kamala muy cercano  

Al suyo, y, más nítidamente que nunca, leyó bajo  los ojos y en las comisuras de su boca el mensaje   fatídico, un mensaje hecho de líneas tenues y de  surcos leves, un mensaje que evocaba el otoño y la   muerte, parecido al que el propio Siddhartha,  que acababa de ingresar en los cuarenta,  

Había descubierto al observar, aquí y allá,  unas cuantas canas perdidas entre sus negros   cabellos. El cansancio se leía en el bello rostro  de Kamala, la fatiga y una marchitez incipiente,   así como un temor oculto, aún no revelado y acaso  ni siquiera consciente: el miedo a la vejez,  

Al otoño, a tener que morir un día. Siddhartha se  había despedido de ella suspirando, con el alma   llena de amargura y de una misteriosa angustia. Luego pasó la noche en su casa, rodeado de   bailarinas y de vino, haciendo gala, ante los  otros mercaderes, de una superioridad que ya no  

Poseía. Bebió mucho vino y no se acostó  hasta después de medianoche, exhausto y   sin embargo excitado, al borde del llanto y de la  desesperación. En vano buscó el sueño largo rato:   demasiada miseria había en su corazón —una  miseria que él no se creía ya capaz de soportar—,  

Y también demasiado asco, una sensación de asco  que acabó por invadirlo como el tibio y repugnante   sabor del vino, como la música excesivamente  monótona y dulzona que escuchaba, como la   sonrisa demasiado tierna de las bailarinas y el  lánguido perfume de sus cabelleras y sus senos.  

Pero más que de todo el resto sintió asco de sí  mismo, de sus cabellos perfumados, del olor a vino   de su boca, de la desgana y del cansancio adherido  a su piel. Como alguien que, habiendo comido y   bebido con exceso, acaba vomitando entre grandes  espasmos y se siente al final contento y aliviado,  

Así anhelaba el insomne Siddhartha, víctima  de los embates de su repugnancia, liberarse de   aquellos placeres y costumbres, de toda esa  vida absurda y, por supuesto, de sí mismo.   Solo al despuntar el alba, cuando la vida volvió  a animar la calle en que habitaba, consiguió  

Adormilarse, cayendo por breves instantes en  un estado de semiinconsciencia ya próximo al   sueño. Y en aquel momento soñó lo siguiente: En una jaula de oro tenía Kamala un extraño   pajarito cantor. Con él soñó Siddhartha. El  ave, que normalmente cantaba de madrugada,  

Había enmudecido. Y como este silencio le llamara  la atención, se acercó a la jaula y miró en su   interior: el pajarito, rígido, yacía muerto en  el suelo. Lo sacó, sopesándolo un instante en su  

Mano, y lo arrojó finalmente a la calle; y en ese  mismo instante fue presa de un gran pánico y le   dolió el corazón, como si con la avecilla muerta  hubiera arrojado también fuera de sí cuanto le   resultaba más querido y valioso en esta vida. Al salir de este sueño lo invadió un profundo  

Sentimiento de tristeza. Fútil parecióle su  vida pasada, carente de valor y de sentido;   nada vital, nada que fuera de algún modo  precioso o digno de ser conservado le había   quedado entre las manos. Se encontró solo y  vacío como un náufrago en una playa desierta. 

Sombrío se dirigió Siddhartha a uno de sus  jardincillos, cuya puerta cerró tras de sí,   y se sentó bajo un árbol de mango, sintiendo la  muerte en su corazón y el terror en su pecho.   Y entonces notó que algo se moría en él,  marchitándose y llegando a su fin. Poco a  

Poco logró concentrarse y, mentalmente, volvió  a recorrer todo el camino de su vida, desde los   primeros días de los que guardaba memoria. ¿Cuándo  había sentido realmente una dicha auténtica, una   verdadera voluptuosidad? Oh, sí, la había sentido  varias veces en sus años juveniles: al recibir  

Elogios de los brahmanes, al superar con creces  a los demás muchachos de su edad en la recitación   de los versos sagrados, en las discusiones con los  sabios y mientras ayudaba a realizar sacrificios.   Una voz le había dicho entonces en su corazón:  «Ante ti se abre un camino para el que has sido  

Elegido. Los dioses te aguardan». Y, siempre en  su juventud, cuando la meta cada vez más alta   de sus reflexiones lo elevaba por encima de  quienes compartían sus aspiraciones, cuando   se afanaba y torturaba por descifrar el sentido  de Brahma, cuando cada conocimiento adquirido no  

Hacía más que renovar su sed de instruirse, allí,  en medio de aquella sed y de aquellas torturas,   había vuelto a escuchar la misma voz:  «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Tú eres el llamado!».   La había escuchado cuando se fue de su casa para  adoptar la vida de samana, y volvió a oírla cuando  

Dejó a los samanas por aquel Ser Perfecto, a quien  también abandonó para lanzarse a la ventura. Mas   ¡cuánto tiempo llevaba sin oír aquella voz ni  ascender a cumbre alguna! ¡Qué camino tan árido   y llano había recorrido en esos largos años, sin  sentir aquella sed de aspiraciones nobles y sin  

Proponerse una meta elevada, contentándose con  placeres mezquinos que, sin embargo, nunca lo   satisfacían! Todo aquel tiempo habíase esforzado,  sin él mismo saberlo, por llegar a ser un hombre   como los demás, como esos niños grandes, sin  otro resultado que un mayor empobrecimiento de su  

Propia vida, más miserable ahora que la de ellos,  cuyos objetivos e inquietudes eran muy distintos   de los suyos. Pues, para él, todo ese mundo de  los Kamaswamis no había sido más que un juego,   un baile que uno observa desde lejos, una comedia.  Solo había amado y apreciado a Kamala… pero ¿acaso  

Seguía queriéndola? ¿La necesitaba todavía, o ella  a él? ¿No estaban jugando a un juego infinito?   ¿Era necesario vivir para ello? ¡No, desde  luego que no! Aquel juego se llamaba samsara:   un juego de niños que quizá fuera agradable jugar  una, dos o diez veces…, pero ¿siempre, siempre? 

Y entonces supo Siddhartha que el juego había  terminado y que él ya no podría volver a jugarlo.   Un estremecimiento sacudió su cuerpo: algo en  su interior, sintió de pronto, había muerto.  Pasó todo aquel día sentado bajo el mango,  recordando a su padre, a Govinda, a Gotama.  

¿Los había abandonado a todos para convertirse en  un Kamaswami cualquiera? Aún seguía sentado cuando   cayó la noche. Al levantar la mirada y ver las  estrellas, pensó: «Heme aquí sentado en mi jardín,   bajo mi mango». Sonrió ligeramente. ¿Era  justo y necesario poseer un mango y un jardín?  

¿No era acaso un juego absurdo? Y esto también se terminó,   muriendo al punto en su interior. Se puso en  pie y se despidió del mango y del jardín. Como   no había tomado alimentos en todo el día, sintió  un hambre feroz y pensó en su casa de la ciudad,  

En su alcoba, en su cama y en la mesa  bien servida. Volvió a sonreír, cansado,   agitó su cuerpo y se despidió  también de todas estas cosas.  Aquella misma noche abandonó Siddhartha su  jardín y la ciudad, a la que nunca más volvió.  

Kamaswami lo hizo buscar durante varios días,  creyéndolo en manos de bandoleros. Kamala,   en cambio, no ordenó su busca. Ni se sorprendió  al enterarse de que Siddhartha había desaparecido.   ¿No se lo esperaba desde siempre? ¿Acaso  no era él un samana, un hombre sin hogar,  

Un peregrino? Todo esto lo había sentido Kamala  más que nunca durante el último encuentro,   y pese al dolor que suponía su pérdida, se alegró  de haberlo tenido, aquella última vez, tan próximo   a su corazón, y de haberse sentido una vez más  tan plenamente poseída y compenetrada con él. 

Al recibir la primera noticia de la  desaparición de Siddhartha, la cortesana   se dirigió a su ventana, donde, en una jaula de  oro, tenía encerrado un extraño pájaro cantor.   Abrió la puertecilla de la jaula, sacó al  ave y la dejó en libertad, siguiendo largo  

Rato su vuelo con la mirada. A partir de aquel  día no recibió más visitas y mantuvo su casa   cerrada. Pero al cabo de un tiempo se dio cuenta  de que, tras el último encuentro con Siddhartha,   había quedado embarazada. A orillas del río 

Siddhartha echó a andar por el bosque, ya lejos de  la ciudad, con una sola certidumbre en la cabeza:   la de que no podía regresar, que esa vida que  llevara durante años era algo definitivamente   concluido, algo de lo cual había disfrutado hasta  el hartazgo y el agotamiento. Había muerto el  

Pajarillo cantor que viera en sueños. Y también  aquel otro que moraba en su corazón. Se hallaba   aprisionado entre las redes del samsara; el hastío  y la muerte lo habían impregnado por todas partes   como el agua empapa una esponja hasta hincharla  del todo. Estaba, pues, repleto de hastío,  

Miseria y muerte, y nada en el mundo era  capaz de atraerlo, distraerlo o consolarlo.  Deseaba ardientemente no saber ya nada más sobre  sí mismo, quedarse en paz, estar muerto. ¿Cómo no   lo fulminaba un rayo o lo devoraba algún tigre?  ¡Si al menos hubiera un vino, algún veneno que  

Lo aletargara, sumiéndolo en el olvido y en un  sueño sin despertar…! Pues ¿existía acaso una   inmundicia con la que no se hubiera mancillado,  algún pecado o locura que no hubiera cometido,   algún vacío espiritual que no hubiera cargado  a cuestas? ¿Era posible continuar viviendo?   ¿Era posible seguir aspirando y  aspirando aire en forma ininterrumpida,  

Volver a sentir hambre, comer y dormir nuevamente,   acostarse con mujeres? Aquel ciclo vital ¿no  se había cerrado para él definitivamente?  Llegó Siddhartha al gran río del bosque, al mismo  río que un barquero le hiciera cruzar años atrás,  

Cuando él, joven aún, vino de la ciudad de Gotama.  A orillas de ese río se detuvo, vacilante. La   fatiga y el hambre lo habían debilitado. ¿Para qué  seguir andando? ¿Adónde, en pos de qué meta? No,   ya no había otras metas; ya solo le quedaba el  deseo profundo y doloroso de sacudirse aquel árido  

Sueño de encima, de escupir ese insípido vino y  poner fin a aquella vida ignominiosa y miserable.  Un árbol se inclinaba sobre la orilla del río, un  cocotero. En su tronco apoyó Siddhartha el hombro,   y rodeándolo con uno de sus brazos, se puso a  contemplar el agua verde que fluía sin cesar  

A sus pies. Y al mirarla pasar ahí abajo  se sintió totalmente invadido por el deseo   de dejarse caer y sumergirse en la corriente. La  superficie del agua reflejaba un horrible vacío,   que correspondía al vacío aterrador de su alma.  Sí, era un hombre acabado. No le quedaba otra  

Solución que apagarse, que hacer trizas la  maltrecha imagen de su vida y arrojarla a los   pies de alguna divinidad sarcástica. Aquella era  la gran liberación que anhelaba: la muerte, el   aniquilamiento de una forma para él aborrecible.  ¡Que los peces lo devoraran, que destruyeran a  

Ese perro de Siddhartha, a ese loco, aquel cuerpo  deteriorado y putrefacto, esa alma aletargada y   pervertida! ¡Que los peces y los cocodrilos lo  devoraran; y que los demonios lo despedazaran!  Mientras miraba fijamente el agua, vio el reflejo  de su rostro demudado, y le escupió. Presa de un  

Cansancio enorme, separó el brazo del tronco y se  volvió un poco para dejarse caer verticalmente,   para sumergirse de una vez por todas. Y,  con los ojos cerrados, se fue hundiendo,   hundiendo cada vez más en dirección a la muerte. De las regiones más recónditas de su alma,  

Desde lejanos parajes de su fatigada vida le llegó  de pronto un sonido. Era una palabra, una sílaba   que él mismo, sin pensarlo, había pronunciado  con voz balbuciente: la antigua palabra con la   que comienzan y terminan todas las plegarias  brahmánicas, el sagrado Om, que significa «lo  

Perfecto» o «la Realización». Y en el preciso  instante en que la sílaba Om rozó el oído de   Siddhartha, su espíritu adormecido despertó y  reconoció la locura que estaba a punto de cometer.  Un miedo profundo apoderóse de Siddhartha.  ¡Tal era su grado de extravío, se hallaba tan  

Perdido y desprovisto de toda sabiduría que llegó  incluso a buscar la muerte, que el deseo infantil   de hallar la paz en la aniquilación del propio  cuerpo pudo echar raíces y medrar en su alma!   Lo que todas las torturas, desengaños y  desesperaciones de esos últimos tiempos  

No habían logrado provocar, cristalizó en  el momento mismo en que el Om penetró en su   conciencia: se reconoció a sí mismo  en medio de su error y su miseria.  «¡Om! —repitió varias veces—, ¡Om!» Y  volvió a tomar conciencia de Brahma,  

De la indestructibilidad de la vida y de todo lo  referente a la divinidad, que ya había olvidado.  Sin embargo, aquello no duró sino un instante,  como un relámpago. Siddhartha se dejó caer al pie   del cocotero, abatido por la fatiga, y murmurando  la sílaba sagrada, apoyó su cabeza en las raíces  

Del árbol y sumióse en un profundo sueño. Profundo y libre de visiones, como hacía   mucho tiempo no había tenido. Cuando despertó,  al cabo de varias horas, tuvo la impresión de   que habían transcurrido diez años: oyó el leve  susurro del agua sin saber dónde estaba ni quién  

Lo había llevado a ese lugar, abrió los ojos, miró  asombrado los árboles y el cielo sobre su cabeza,   y recordó dónde se hallaba y cómo había llegado  hasta allí. Pero necesitó un buen rato para tomar   conciencia de su situación, y el pasado se le  presentó como cubierto por un velo, infinitamente  

Remoto y distante, infinitamente indiferente. Solo  supo que había abandonado su vida de antes (en el   instante mismo en que recuperó la memoria, esa  vida pasada parecióle una encarnación lejanísima   de su Yo actual, algo así como un estadio de  existencia prenatal); solo supo que, lleno de  

Asco y de miseria, había querido arrojar lejos de  sí su propia vida, pero recuperó el conocimiento   a orillas de un río debajo de un cocotero y con  la sílaba sagrada Om en los labios; que luego se   había adormilado y que ahora, al despertar,  contemplaba el mundo como un hombre nuevo.  

Pronunció en voz baja la palabra Om, con la que  se adormeciera horas antes, y tuvo la impresión   de que su largo sueño no había sido otra cosa  que una recitación absorta y reiterada del Om,   una meditación sobre el Om, una inmersión y  compenetración plenas en el Om, en lo Innominado,  

En lo Perfecto. ¡Qué sueño tan maravilloso el  suyo! ¡Jamás sueño alguno lo había reanimado y   rejuvenecido tanto! ¿No había acaso muerto de  verdad, desapareciendo para renacer bajo una   forma nueva? Pues no: se reconocía, podía  reconocer su mano y sus pies, el lugar en  

Que yacía, aquel Yo oculto en su pecho, aquel  Siddhartha extraño, caprichoso… Y, sin embargo,   aquel Siddhartha se había transformado, se había  renovado, resurgiendo extrañamente de su letargo:   extrañamente despierto, alegre y curioso. Siddhartha se incorporó y vio,   sentado frente a él en actitud meditativa, a  un forastero envuelto en la túnica amarilla de  

Los monjes y con la cabeza rapada. Observó  al hombre, que no tenía barba ni cabellos,   y no tardó en reconocer en ese monje a Govinda,  su amigo de juventud; Govinda, el que buscara   refugio en la doctrina del sublime Buda. Govinda  también había envejecido, pero su rostro, que  

Seguía conservando los rasgos de antes, expresaba  celo, fidelidad, afán de búsqueda, desasosiego.   Pero cuando Govinda, sintiendo su mirada, abrió  los ojos y lo miró a su vez, Siddhartha se dio   cuenta de que su amigo no lo había reconocido.  Alegróse Govinda al verlo despierto: era evidente  

Que llevaba ahí un buen rato aguardando su  despertar, aunque no lo hubiera reconocido.  —Me quedé dormido —dijo Siddhartha—.  ¿Cómo has llegado hasta aquí?  —Sí, estabas durmiendo —respondió Govinda—.  No es prudente dormirse en lugares como este,   donde suele haber serpientes y por los que pasan  las fieras del bosque. Yo, señor, soy un discípulo  

Del sublime Gotama, el Buda, el Sakyamuni; iba en  peregrinación con varios de los nuestros cuando te   vi dormido en un lugar peligroso. Por eso intenté  despertarte, señor, y al ver que tu sueño era   muy profundo, me separé de mis compañeros y me  senté a tu lado. Y luego yo también me dormí,  

Según parece, yo, que quería vigilar tu  sueño. Mal he cumplido con mi deber, pero   el cansancio me venció. Mas ya que ahora estás  despierto, permíteme reunirme con mis hermanos.  —Te agradezco, samana, que hayas velado mi sueño  —repuso Siddhartha—. Vosotros sois muy amables,  

Los discípulos del Sublime. Y ahora  sigue tu camino, si así lo deseas.  —Sí, me voy, señor. Que la  salud os acompañe siempre.  —Gracias, samana. Govinda hizo una venia y dijo:  —Adiós. —Adiós, Govinda —contestó Siddhartha.  El monje se detuvo. —Perdóname, señor,   ¿cómo es que sabes tú mi nombre? Siddhartha sonrió. 

—Te conozco, Govinda, desde cuando  vivías en la cabaña de tu padre;   y de la época en que ibas a la escuela de los  brahmanes y celebrabas sacrificios; y de la   época en que nos unimos a los samanas; y de la  hora en que tú, en el bosquecillo de Jetavana,  

Te refugiaste en la doctrina del Sublime. —¡Eres Siddhartha! —exclamó Govinda en voz   alta—. Ahora te reconozco, y no comprendo cómo  no te reconocí de inmediato. Bienvenido seas,   Siddhartha; ¡qué feliz me  siento de volver a verte!  —Yo también estoy contento de volver a verte.  Has sido el guardián de mi sueño y te lo  

Agradezco una vez más, aunque en realidad no lo  hubiera necesitado. ¿Adónde vas ahora, amigo?  —A ningún sitio. Nosotros los monjes siempre  estamos en camino; mientras no llegue la   estación de las lluvias, vamos de un lado para  otro, vivimos según nuestra regla, predicamos  

La doctrina, recibimos limosnas y seguimos  andando. Siempre. Pero tú, Siddhartha ¿adónde vas?  Dijo Siddhartha: —Me sucede lo mismo que a ti,   querido amigo. No voy a ningún sitio.  Solo estoy en camino, peregrinando.  Replicó Govinda: —Dices que vas peregrinando, y te creo;  

Sin embargo, perdóname, Siddhartha, no tienes  aspecto de peregrino. Vistes como un hombre rico,   vas calzado como un aristócrata, y tus cabellos,  que despiden un aroma de agua perfumada, no son   los cabellos de un peregrino o de un samana. —Pues sí, querido amigo, tu observación es  

Justa y veo que nada escapa a tu mirada. Pero  yo no te he dicho que soy un samana. He dicho   simplemente: voy peregrinando. Y es la  verdad: voy como un peregrino errante.  —Vas como un peregrino —admitió Govinda—. Pero  pocos salen a peregrinar en semejante atuendo,  

Con esas sandalias y esa cabellera. Yo,  que llevo ya muchos años peregrinando,   nunca me he encontrado con un peregrino así. —Te creo, mi buen Govinda. Pero ahora, hoy día,   has encontrado a uno de esos peregrinos, con esas  sandalias y ese atuendo. Recuerda, querido amigo:  

Efímero es el mundo de las apariencias,  efímeros en grado sumo son nuestros vestidos,   y el peinado de nuestros cabellos, y  nuestros cabellos y el propio cuerpo. Visto   como un hombre rico, no te has equivocado.  Y visto así porque he sido un hombre rico,  

Y mi peinado es como el de la gente  mundana, como el de los libertinos,   pues también he sido uno de ellos. —Y ahora, Siddhartha, ¿qué eres ahora?  —No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Me hallo en  camino. Fui un hombre rico, pero ya no lo soy.  

¿Qué seré mañana? No lo sé. —¿Perdiste tus riquezas?  —Sí, las perdí, o tal vez ellas me perdieron.  Digamos que se me extraviaron. La rueda de   las apariencias gira velozmente, Govinda.  ¿Dónde está el brahmán Siddhartha? ¿Dónde   el rico Siddhartha? Aprisa cambia lo  transitorio, Govinda: tú lo sabes. 

Largo rato contempló Govinda a su amigo  de juventud, con la duda reflejada en   sus ojos. Luego lo saludó, como se saluda a  las personas nobles, y prosiguió su camino.  Sonriendo, Siddhartha lo siguió con la mirada:  todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso. Y  

Además, en aquel momento, en aquella hora  fabulosa, después de su maravilloso sueño,   compenetrado aún con el Om, ¿cómo habría podido  no amar a alguien o algo? En eso consistía,   precisamente, el encantamiento operado  en él durante el sueño y a través del Om:  

Ahora amaba todo, sentía un amor jubiloso por  todo cuanto veía. Y esta le pareció ser, además,   la grave enfermedad que lo había afligido hasta  entonces: el no haber podido amar nada ni a nadie.  Sin dejar de sonreír siguió Siddhartha  contemplando al monje que se alejaba. Si  

Bien el sueño le había devuelto las fuerzas,  el hambre lo atormentaba, pues hacía dos días   que no probaba bocado y los tiempos en que  podía resistir el hambre se hallaban ya muy   lejanos. Preocupado, aunque dichoso, evocó  aquel pasado en el que, según pudo recordar,  

Se había ufanado ante Kamala de dominar tres  cosas, tres artes nobles e insuperables: ayunar,   esperar y meditar. Esta había sido su fortuna,  su poder y su fuerza, su más firme apoyo. En   los años penosos y difíciles de su juventud  había aprendido esas tres artes, nada más.  

Y ellas lo habían abandonado ahora, ninguna le  pertenecía ya: ni el ayuno, ni la meditación,   ni la espera. ¡Las había sacrificado por  lo más efímero y mezquino que existe:   el placer de los sentidos, la vida holgada y  las riquezas! Extraño había sido, en verdad,  

Su destino. Y ahora, según parecía, ahora se  había convertido de verdad en un hombre niño.  Siddhartha reflexionó sobre su situación. Pensar le resultaba difícil y en el fondo   no le apetecía hacerlo; pero se obligó. «Pues bien —pensó—, como todas estas cosas  

Efímeras han vuelto a desprenderse de mí, aquí  estoy otra vez bajo el sol como lo estaba de   pequeño, consciente de que nada poseo,  nada sé, nada puedo y nada he aprendido.   ¡Qué extraño! ¡Ahora que ya no soy joven,  que mis cabellos han encanecido a medias,  

Que las fuerzas me abandonan: ahora he de  empezar de nuevo, como en la infancia!»  Sonrió nuevamente. Sí; ¡qué extraño destino el  suyo! En vez de avanzar, había retrocedido cuesta   abajo y ahora se encontraba otra vez vacío,  desnudo y perdido en el mundo. Sin embargo,  

Todo esto no lograba preocuparlo en absoluto;  más bien sintió grandes deseos de reírse,   de reírse de sí mismo, de reírse  de este mundo extraño e insensato.  «¡Estás yendo hacia abajo!»,  se dijo a sí mismo, riéndose.  Y al decirlo dirigió su mirada al río y  también lo vio deslizarse hacia abajo,  

Siempre abajo, canturreando alegremente  mientras fluía. Esto le agradó, y envióle   una sonrisa amistosa al río. ¿No era acaso el  mismo río en el que una vez, cien años atrás,   quiso ahogarse? ¿O no había sido más que un sueño? «¡Qué extraña ha sido realmente mi vida! —pensó—.  

¡Qué rodeos tan curiosos ha dado! De niño solo  me ocupaba de dioses y de sacrificios. En mi   adolescencia solo practicaba el ascetismo, la  meditación y la concentración; iba en busca de   Brahma y veneraba lo eterno en el Atmán. Pero  en mi juventud me uní a unos monjes penitentes,  

Viví en el bosque padeciendo calor y frío,  aprendí a soportar el hambre y a mortificar   mi cuerpo. Más tarde tuve una revelación  maravillosa en la doctrina del gran Buda:   sentí que la conciencia de la unidad del mundo  circulaba en mi interior como mi propia sangre.  

Pero también tuve que alejarme de Buda y del  gran Conocimiento. Me fui y descubrí junto   a Kamala los placeres del amor; Kamaswami me  enseñó a comerciar, acumulé dinero, lo malgasté,   aprendí a amar a mi estómago y a lisonjear mis  sentidos. Muchos años hube de emplear en disipar  

Mi espíritu, desaprender lo pensado y olvidar  la Unidad. ¿No es un poco como si, lentamente y   a través de grandes rodeos, me hubiera convertido  de hombre en niño, o de pensador en hombre niño?   No obstante, ha sido un camino excelente, y el  pájaro que moraba en mi pecho no llegó a morirse. 

»¡Qué camino el mío, sin embargo! ¡Cuánta  estupidez, cuánto vicio, cuántos errores,   disgustos, dolores y desilusiones he tenido  que soportar solo para volver a ser un niño   y poder empezar de nuevo! Pero todo ha ido bien,  mi corazón lo aprueba, mis ojos se ríen. He tenido  

Que probar la desesperación, rebajarme hasta la  más insensata de todas las ideas, la del suicidio,   para poder sentir la gracia, para volver a oír  el Om, para volver a dormir bien y a despertarme   tranquilo. He tenido que convertirme en un  loco para redescubrir el Atmán en mi interior.  

He tenido que pecar de nuevo para poder revivir.  ¿Por dónde me llevará aún mi camino? Es un camino   absurdo, que avanza dibujando curvas, tal vez en  círculo. Que avance como quiera. Yo lo seguiré.»  Sintió que una alegría  extraordinaria hervía en su pecho. 

«¿De dónde te viene este alborozo? —preguntó  a su corazón—. ¿Será de aquel sueño largo y   reparador que tanto bien me ha hecho? ¿O de  haber pronunciado la palabra Om? ¿O de que   pude evadirme, de que mi fuga es un hecho, de que  soy nuevamente libre y me encuentro bajo el cielo,  

Como un niño? ¡Qué maravilloso es poder huir,  convertirse en un ser libre! ¡Qué hermoso y puro   es aquí el aire, qué saludable es aspirarlo!  Allá en las regiones de donde me he evadido,   todo olía a ungüentos, a especias, a vino,  a opulencia, a pereza. ¡Cómo he llegado a  

Odiar aquel mundo de ricos, de sibaritas, de  jugadores! ¡Cuánto he llegado a detestarme por   permanecer en ese horrible mundo! ¡Cómo me  he odiado, robado, envenenado y torturado,   volviéndome viejo y malo! ¡No, ya nunca volveré  a creer, como lo hacía antes tan a gusto,  

Que Siddhartha era un hombre sabio! Algo he  ganado, sin embargo, algo que me complace y de lo   cual me felicito: ¡haber terminado de una vez por  todas con ese odio contra mí mismo, con esa vida   monótona e insensata! Te felicito, Siddhartha;  al cabo de tantos años de locura has vuelto a  

Tener una idea razonable, has hecho algo, has oído  cantar al pajarillo en tu pecho y lo has seguido.»  En estos términos se elogiaba, muy contento  de sí mismo, escuchando con curiosidad su   propio estómago, que gruñía de hambre.  Y entonces advirtió que en los últimos  

Tiempos había tenido que ingerir y que escupir  una ración de sufrimiento y otra de miseria,   masticándolas hasta la desesperación y la muerte.  Estaba muy bien así. Habría podido quedarse más   tiempo junto a Kamaswami, ganando dinero y  derrochándolo, y echar barriga y desecar su  

Propia alma; mucho más tiempo habría podido  quedarse en aquel dulce y mullido infierno,   de no haberle llegado el instante del desconsuelo  y de la desesperación absolutas, aquel supremo   instante en el que se inclinó hacia la corriente  del río, dispuesto a suprimirse. Haber sentido  

Esa desesperación y ese profundo hastío sin  sucumbir a ellos, y saber que el pajarillo,   la fuente cantarina y la voz aún estaban vivos en  su interior, pese a todo, era la causa inmediata   de su alegría, de su risa, de los rayos que  iluminaban su rostro bajo los cabellos grises. 

«¡Qué bueno —pensó— es probar por sí mismo lo  que hay que saber! Ya de niño me enseñaron que   los placeres del mundo y las riquezas no  son ningún bien. Lo sabía hace ya tiempo,   más solo ahora lo he vivido en carne propia. Y  ahora lo sé; lo sé no solamente con la memoria,  

Sino con mis ojos, con mi corazón, con  mi estómago. ¡Tanto mejor para mí!»  Largo tiempo siguió meditando sobre su  transformación, escuchando el alegre cantar   del pajarito. ¿No había muerto en su interior  esta avecilla? ¿No había él mismo sentido su  

Muerte? No, otra cosa había muerto en él, algo  que anhelaba morir hacía tiempo. ¿No era aquello   que él quiso matar durante los fervientes años  de su penitencia? ¿No era acaso su propio Yo,   su pequeño, inquieto y orgulloso Yo, con el que  tantos años había luchado y al que siempre había  

Sucumbido, ese Yo que resurgía después de cada  muerte a impedirle la alegría e infundirle miedo?   ¿No era eso lo que por fin había muerto aquel  día, ahí en el bosque, junto a ese ameno río?   ¿Y no era gracias a esa muerte que  él, ahora, se sentía otra vez niño,  

Lleno de confianza y alegría,  libre ya de todo miedo?  Intuyó Siddhartha entonces por qué como brahmán  y como penitente había combatido en vano contra   ese Yo. ¡El exceso de conocimientos, de versos  sagrados, de normas rituales, mortificación,   celo y aspiraciones lo había inmovilizado!  Dominado por su orgullo, había sido siempre  

El más empeñoso, el hombre situado siempre  a un paso por delante de todos los otros,   siempre el hombre espiritual y sabio, siempre el  sacerdote o el gran erudito. Y en ese sacerdocio,   en ese orgullo, en esa espiritualidad se  había escondido su Yo, en ellos se hallaba  

Instalado y seguía creciendo, mientras Siddhartha  creía poder matarlo con ayunos y penitencias.   Mas ahora se daba cuenta, ahora veía que la voz  misteriosa había tenido razón, que ningún maestro   habría podido liberarlo nunca. De ahí que se  viera obligado a ir por el mundo, a perderse en el  

Placer y en el poder, en las mujeres y en el oro,  a convertirse en mercader, en jugador de dados,   en un hombre bebedor y codicioso, hasta que el  sacerdote y el samana murieran en su interior. Por   eso había tenido que soportar esos terribles años,  soportar el hastío, la vacuidad y el absurdo de  

Una vida monótona y perdida, soportarlo hasta el  final, hasta la más amarga de las desesperaciones,   hasta que el Siddhartha libertino y codicioso  pudiera también morirse. Y de hecho había muerto:   un nuevo Siddhartha había emergido del sueño.  Él también envejecería, también tendría que  

Morir un día; efímero era Siddhartha, tan  efímero como cualquier forma sensible. Pero   ahora se sentía joven, era un niño: el nuevo  Siddhartha, y se hallaba rebosante de alegría.  Estos pensamientos ocupaban su espíritu mientras  escuchaba, sonriendo, los gruñidos de su estómago  

Y el zumbido de una abeja. Sereno, contempló cómo  fluía el agua del río; nunca un agua le había   gustado tanto como aquella, nunca había percibido  con tal fuerza y nitidez la voz y el sentido   alegórico del agua que fluye. Le pareció que el  río tenía algo muy especial que decirle, algo  

Que él ignoraba todavía y lo estaba esperando.  Siddhartha había querido ahogarse en ese río;   en él se había ahogado ahora el Siddhartha viejo,  cansado y desesperado. Pero el nuevo Siddhartha   sintió un profundo amor por esas aguas huidizas, y  en su interior decidió no abandonarlas muy pronto.  El barquero «A orillas de este río  

Deseo quedarme —pensó Siddhartha—; es el mismo  que crucé una vez en mi ruta hacia los hombres   niños. Un amable barquero me condujo entonces:  quisiera verlo. De su cabaña partió ese día el   camino que me llevó a mi nueva vida, ahora  envejecida y muerta… ¡Que mi camino actual,  

Que mi nueva vida se inicie también en ella!» Contempló con ternura la corriente,   su transparencia verde, las líneas cristalinas de  su misterioso dibujo. Vio surgir perlas brillantes   desde el fondo y flotar quietas burbujas en la  superficie, que reflejaba el azul del cielo.  

Con miles de ojos lo miraba a su vez el río:  verdes, blancos, cristalinos, celestes. ¡Con   qué fascinación y gratitud amó aquella agua! En su  corazón oyó la voz, que había vuelto a despertar   y le decía: «¡Ama estas aguas! ¡Quédate a su lado!  ¡Aprende de ellas!». Sí: quería aprender de ellas,  

Quería escucharlas. Quien lograra comprender  aquellas aguas y sus misterios —así le pareció—   entendería también muchas otras cosas,  muchos misterios, todos los misterios.  Pero de los misterios del río no vio más que  uno ese día, un misterio que lo impresionó  

Vivamente. Vio lo siguiente: aquella agua fluía  y fluía sin cesar, y a la vez estaba siempre ahí,   ¡era siempre la misma aunque se renovara a cada  instante! ¿Quién podía entender ese misterio?   Siddhartha no lo entendía; solo sintió que  una vaga intuición se agitaba en su interior;  

Le llegaron recuerdos lejanos, voces divinas. De pronto se levantó. Un hambre insoportable   atenazaba sus entrañas. Resignado, siguió  caminando por la orilla río arriba,   contra la corriente, escuchando el murmullo del  agua y los gruñidos del hambre en su estómago. 

Cuando llegó al embarcadero, halló el bote  listo y vio en él, de pie, al mismo barquero   que una vez pasara al joven samana hasta  la otra orilla. Siddhartha lo reconoció;   el hombre también había envejecido mucho. —¿Quieres pasarme al otro lado? —le preguntó. 

El barquero, sorprendido al ver que un  señor tan distinguido viajaba solo y a pie,   lo hizo subir a su barca y se alejó de la orilla. —Has elegido una hermosa vida —dijo el viajero—.   Ha de ser muy hermoso vivir  junto a este río y recorrerlo. 

El barquero se balanceó, sonriendo. —Es muy bello, señor, exactamente como   dices. Pero ¿acaso no es hermosa toda vida?  ¿No tiene cada trabajo su propio encanto?  —Puede ser. Pero yo envidio el tuyo. —Ah, temo que te cansaría muy pronto. No es   un oficio para gente bien vestida. Siddhartha se echó a reír. 

—Es la segunda vez que escucho comentarios  sobre mi indumentaria en este día,   y comentarios que reflejan desconfianza.  Barquero, ¿no querrías aceptar estos   vestidos que me resultan incómodos? Pues has  de saber que no tengo dinero para pagarte.  —El señor bromea —repuso el barquero riendo. —No estoy bromeando, amigo. Mira, ya una vez  

Atravesé este río en tu barca, gracias  a tu generosidad. Te ruego que vuelvas a   demostrarla hoy y aceptes mis vestidos en pago. —¿Y el señor piensa seguir viaje sin ropa?  —Pues la verdad es que preferiría no  seguir viaje. Lo que más me gustaría,  

Barquero, es que me dieras un delantal  viejo y me aceptaras como tu ayudante o,   mejor dicho, como tu aprendiz, pues primero  tendría que aprender a conducir la barca.  El barquero contempló largo rato  al forastero con aire indagador.  —Ahora te reconozco —dijo finalmente—. Una vez  dormiste en mi cabaña, hace muchísimo tiempo, tal  

Vez más de veinte años, y yo te llevé a la orilla  y allí nos despedimos como buenos amigos. ¿No eras   un samana? De tu nombre no logro acordarme. —Me llamo Siddhartha, y era un samana   la última vez que me viste. —Bienvenido seas, Siddhartha. Mi  

Nombre es Vasudeva. Espero que también seas  mi huésped hoy día, y duermas en mi cabaña   y me cuentes de dónde vienes y por qué tus  hermosos vestidos te resultan tan incómodos.  Habían llegado al centro del río y Vasudeva  empezó a remar con más fuerza para avanzar contra  

La corriente. Sus robustos brazos trabajaban  pausadamente, mientras sus ojos permanecían   fijos en la proa de la embarcación. Siddhartha,  sentado, lo observaba, recordando que en aquel   su último día de samana sintió en su corazón un  afecto muy vivo por ese hombre. Aceptó agradecido  

La invitación de Vasudeva. Cuando llegaron a  la orilla, lo ayudó a amarrar la embarcación a   los postes. Seguidamente el barquero lo invitó  a entrar en su cabaña y le ofreció pan y agua,   que Siddhartha tomó con apetito; también comió con  ganas unos cuantos mangos que le trajo Vasudeva.  

Luego —ya estaba anocheciendo— se sentaron  ambos sobre un tronco caído junto a la orilla,   y Siddhartha contó al barquero su origen y su  vida, tal como se le había presentado ese día   a la hora de su desesperación. Su relato  se prolongó hasta altas horas de la noche. 

Vasudeva lo escuchaba con suma atención.  Y al escuchar fue asimilando todo: origen   e infancia de Siddhartha, todo su aprendizaje  y su búsqueda, todas sus alegrías y pesares.   Una de las principales virtudes del barquero  era la de saber escuchar como pocos. Sin que  

Le dijera una sola palabra, Siddhartha captó cómo  su interlocutor iba acogiendo cuanto le contaba,   sosegado, abierto, expectante; cómo no se le  escapaba ninguna de sus palabras ni daba muestras   de impaciencia al esperarlas; cómo se limitaba  a escuchar, sin elogiar o censurar lo que oía.  

Percatóse Siddhartha de la felicidad que  suponía confesarse con semejante oyente,   verter en su corazón la propia vida, la  propia búsqueda, las propias tribulaciones.  Pero ya hacia el final del relato de Siddhartha,  cuando empezó a hablar del árbol a orillas del  

Río y de su profundo desvanecimiento,  del Om sagrado y del amor que por el   río sintiera al despertar de su letargo, el  barquero lo escuchó con redoblada atención,   totalmente entregado y cerrando los ojos. Mas cuando Siddhartha se calló, se produjo   un dilatado silencio que Vasudeva  interrumpió con estas palabras: 

—Es lo que me imaginaba: el río te ha hablado.  También es amigo tuyo y te habla. Lo cual está   bien, muy bien. Quédate a mi lado, Siddhartha,  amigo mío. En otros tiempos tuve una mujer,   su lecho estaba junto al mío; pero hace tiempo  que murió, hace ya tiempo que vivo solo. Quédate  

Ahora conmigo; hay lugar y comida para ambos. —Te lo agradezco —respondió Siddhartha—,   te lo agradezco y acepto tu ofrecimiento. Y  también te agradezco, Vasudeva, por haberme   escuchado con tanta atención. Son raras las  personas que saben escuchar de verdad, y hasta  

Ahora no había encontrado a nadie que lo hiciera  como tú. Esto también lo he de aprender de ti.  —Lo aprenderás —repuso Vasudeva—, pero  no de mí. El río me enseñó a escuchar;   de él lo aprenderás tú también. Lo sabe todo  este río; de él puede aprenderse todo. Mira,  

El agua también te ha enseñado que es bueno tender  hacia abajo, hundirse, buscar las profundidades.   El rico y distinguido Siddhartha se convierte  en un remero, el sabio brahmán Siddhartha   se convierte en barquero: esto también te lo  dijo el río. Y además te enseñará otras cosas. 

Al cabo de un buen rato preguntó Siddhartha: —¿Qué otras cosas, Vasudeva?  Vasudeva se levantó. —Se ha hecho tarde —dijo—, vamos a dormir. No   puedo decirte cuáles son las «otras cosas», amigo.  Las aprenderás; o a lo mejor ya las sabes. Mira,  

Yo no soy ningún sabio, no sé hablar ni tampoco  pensar. Solo sé escuchar y ser piadoso: es todo   lo que he aprendido. Si pudiera decir y enseñar  esas «otras cosas», tal vez sería un sabio;  

Pero no soy más que un barquero, y mi tarea es  cruzar gente de una orilla a otra en este río.   He transportado a muchos, a miles, y para todos  ellos mi río nunca ha sido un obstáculo en sus  

Viajes. Unos viajaban por dinero o por negocios,  otros para asistir a una boda o en peregrinación;   el río se interponía en su camino, pero ahí estaba  el barquero que los ayudaba a superar rápidamente   ese obstáculo. Sin embargo, el río ha dejado a  veces de ser un obstáculo para unos pocos —cuatro  

O cinco— entre todos esos miles: oían su voz, lo  escuchaban, y estas aguas pasaban a convertirse   en algo sagrado para ellos, como lo son para  mí. Y ahora vámonos a descansar, Siddhartha.  Siddhartha se quedó con el barquero y  aprendió a guiar la embarcación. Cuando  

No había trabajo en ella, ayudaba a Vasudeva en  el arrozal, recogía leña o cosechaba los frutos   del bananero. Aprendió a fabricar remos,  a reparar la embarcación, a tejer cestos,   y todo cuanto aprendía le gustaba; y los días y  los meses transcurrían velozmente. Sin embargo,  

Más que Vasudeva era el río el que le iba  enseñando cosas. De él aprendía incesantemente.   Lo primero que aprendió fue a escuchar,  a prestar oído con el corazón en calma,   con el ánimo abierto y expectante, sin  apasionamiento, sin deseos, juicios ni opiniones. 

Muy contento vivía junto a Vasudeva, y a  veces intercambiaban unas cuantas palabras,   muy pocas y bien ponderadas. Vasudeva no era amigo  de palabras, raras veces lograba hacerlo hablar.  Un día le preguntó: —¿También a ti te enseñó   el río aquel secreto: que el tiempo no existe? Una clara sonrisa iluminó el rostro de Vasudeva. 

—Sí, Siddhartha —respondió—. Te estarás  refiriendo sin duda a lo siguiente:   que el río está a la vez en todas partes, en  su origen y en su desembocadura, en la cascada,   alrededor de la barca, en los rápidos, en el mar,  en la montaña, en todas partes simultáneamente,  

Y que para él no existe más que el presente,  sin la menor sombra de pasado o de futuro.  —Así es —dijo Siddhartha—. Y cuando me lo enseñó,  me puse a contemplar mi vida y advertí que ella  

También era un río y que nada real, sino tan solo  sombras, separan al Siddhartha niño del Siddhartha   hombre y del Siddhartha anciano. Las encarnaciones  anteriores de Siddhartha tampoco eran un pasado,   como su muerte y su retorno a Brahma no serán  ningún futuro. Nada ha sido ni será; todo es,  

Todo tiene una esencia y un presente. Siddhartha hablaba con gran entusiasmo;   esta revelación le había hecho muy feliz. Oh,  ¿no era acaso el tiempo la sustancia de todo   sufrimiento? ¿No era el tiempo la causa  misma de todo temor y de toda tortura?  

¿No se suprimiría acaso todo el mal, toda la  hostilidad del mundo en cuanto el tiempo fuera   superado, en cuanto se aboliera la idea del  tiempo? Había hablado con gran entusiasmo,   pero Vasudeva le sonrió, radiante, y asintió con  la cabeza silenciosamente. Luego deslizó su mano  

Por el hombro de Siddhartha y volvió a su trabajo. Y en otra ocasión, cuando el río había aumentado   su caudal a causa de las lluvias y rugía  poderosamente, Siddhartha dijo al barquero:  —¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas,  muchísimas voces? ¿No tiene la voz de un  

Rey y de un guerrero, la voz de un  toro y la de un pájaro nocturno,   la de una parturienta y la de  alguien que gime, y mil voces más?  —Así es —admitió Vasudeva—. Todas las voces de  la creación se hallan contenidas en la suya. 

—¿Y sabes —prosiguió Siddhartha—  qué palabra te dice cuando logras   oír sus diez mil voces simultáneamente? Con el rostro iluminado de felicidad se   inclinó Vasudeva hacia Siddhartha y pronunció en  su oído el sagrado Om. Y esto era precisamente   lo que Siddhartha había escuchado. Y su sonrisa empezó a parecerse cada  

Vez más a la del barquero, volviéndose casi  tan radiante, casi tan inundada de alegría,   igualmente brillante en sus mil arrugas diminutas,  igualmente infantil y vieja. Muchos viajeros,   al ver juntos a los dos barqueros, los tomaban  por hermanos. A menudo se sentaban en el tronco  

A orillas del río, por la noche, y escuchaban en  silencio al agua, que para ellos no era agua, sino   la voz de la vida, la voz de lo que es, de lo que  eternamente deviene. Y muchas veces sucedía que,  

Al escuchar al río, ambos pensaban en las mismas  cosas: en un diálogo mantenido dos días antes,   en algún viajero cuyo rostro y destino los había  intrigado, en la muerte, en su infancia. Y en el   preciso instante en que el río les decía algo  bueno, ambos solían mirarse el uno al otro,  

Pensando exactamente lo mismo, felices de  coincidir en la respuesta a la misma pregunta.  De los dos barqueros y su barca emanaba una  fascinación que muchos de los viajeros percibían.   A veces, alguno de ellos, después de haber  mirado la cara a uno de los barqueros, empezaba  

A contarle su vida y sus pesares, a confesarle  sus culpas y a pedirle consejos y consuelo. Otras   veces, alguien les pedía permiso para pasar la  noche con ellos y poder escuchar al río. También   solían ir muchos curiosos, a quienes les habían  contado que en aquel barco vivían dos sabios, o  

Brujos, o santones. Esos curiosos les hacían toda  clase de preguntas, pero no recibían respuesta ni   veían mago ni sabio alguno; solo encontraban  dos amables viejecillos que parecían mudos y   algo extraños y estupidizados. Y los curiosos se  echaban a reír y comentaban entre sí la estupidez  

Y la credulidad de la gente del pueblo, que  propagaba esos rumores carentes de fundamento.  Los años pasaban y ninguno los contaba. Un día  llegaron varios monjes, discípulos de Gotama,   el Buda, y pidieron que los cruzaran a la otra  orilla del río. Contaron a los barqueros que se  

Dirigían a toda prisa a ver a su gran Maestro,  pues se había difundido la noticia de que el   Sublime estaba gravemente enfermo y pronto  moriría su última muerte humana, para alcanzar   la liberación final. Al poco tiempo llegó un  nuevo grupo de monjes, y luego otro, y tanto  

Los monjes como la mayoría de los demás viajeros y  peregrinos no hacían sino hablar de Gotama y de su   próxima muerte. Y así como los hombres afluyen de  todas partes para asistir a una campaña bélica o a   la coronación de un rey, congregándose masivamente  como hormigas, así afluían entonces, como atraídos  

Por un hechizo, hacia el lugar donde el gran Buda  esperaba su muerte, donde habría de cumplirse el   magno evento y el Ser más perfecto de toda una  edad del mundo haría su ingreso en la gloria.  Mucho pensó Siddhartha aquellos días en el  sabio moribundo, en el gran Maestro cuya voz  

Había amonestado pueblos y despertado a millares  de individuos, cuya voz también había él escuchado   en otros tiempos y cuyo sagrado rostro había  contemplado con respeto. Pensó en él con afecto,   vio abrirse ante sus ojos el camino  de la Perfección y recordó, sonriente,  

Las palabras que de joven dirigiera aquella  vez al Sublime. Habían sido, parecióle ahora,   palabras impertinentes y altaneras, y su recuerdo  lo hizo sonreír. Hacía mucho tiempo que ya no se   sentía desligado de Gotama, cuya doctrina,  sin embargo, no había podido aceptar. No, un  

Auténtico buscador, alguien que realmente deseara  encontrar, no podía aceptar doctrina alguna. Pero   el que ha encontrado sí puede aceptar cualquier  doctrina, todas, todos los caminos y objetivos:   nada lo separa ya de todos esos miles que  vivieron en lo eterno y respiraron lo divino. 

Uno de aquellos días en que los peregrinos iban en  tropel a ver al Buda moribundo, Kamala, otrora la   más bella de las cortesanas, se dirigió también a  verlo. Retirada de su vida anterior hacía tiempo,   había regalado sus jardines a los monjes de Gotama  y buscado refugio en la doctrina, convirtiéndose  

En una de las amigas y benefactoras de los  peregrinos. Junto con el pequeño Siddhartha,   su hijo, se había puesto en camino al recibir  la noticia de la próxima muerte de Gotama. Iba   a pie y vestida con sencillez. Había llegado  a orillas del río con su hijito, pero el niño  

Se cansó muy pronto: quería volver a casa, quería  descansar, quería comer y empezó a ponerse terco y   caprichoso. Kamala se veía obligada a detenerse  constantemente; el niño estaba acostumbrado a   imponer su voluntad, y ella tenía que alimentarlo,  consolarlo, reprenderlo. El pequeño no comprendía  

Por qué debía hacer aquella triste y penosa  peregrinación con su madre, hacia un lugar   desconocido, para ver a un hombre extraño,  a un santo que se estaba muriendo. Pues ¿qué   le importaba al niño la muerte de aquel santo? Los peregrinos no se hallaban muy lejos de la  

Barca de Vasudeva cuando el pequeño Siddhartha  obligó a su madre a hacer un nuevo alto. Ella   misma estaba cansada, y mientras el chiquillo se  comía un plátano, Kamala se dejó caer a tierra,   cerró un poco los ojos y se relajó. Pero de pronto  lanzó un grito de dolor. Aterrorizado, el niño  

La miró y vio su rostro empalidecer de miedo:  por debajo de su vestido se escapó una pequeña   serpiente negra, que acababa de morder a Kamala. Ambos echaron a correr en busca de algún ser   humano y pronto llegaron a las proximidades  de la embarcación. Allí se desplomó Kamala,  

Incapaz de seguir avanzando. Pero el pequeño  comenzó a gritar lastimeramente, al tiempo   que besaba y abrazaba a su madre; esta unió  también sus voces de auxilio a las de su hijo,   hasta que los clamores de ambos llegaron a oídos  de Vasudeva, que se hallaba en pie junto a su  

Barca. Corrió el barquero hacia ellos, tomó a la  mujer entre sus brazos y la condujo a la barca,   seguido por el niño. Poco después llegaron todos a  la cabaña, donde Siddhartha se disponía a encender   el fuego en el hogar. Alzó la mirada y vio  primero la cara del niño que, extrañamente,  

Le hizo recordar cosas pasadas. Luego vio a Kamala  y la reconoció al instante, aunque estuviera   desmayada en brazos del barquero. Y entonces  cayó en la cuenta de que el niño cuyo rostro   acababa de evocar en él tantas cosas era su propio  hijo, y el corazón le dio un vuelco en el pecho. 

Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba  negra y el cuerpo de la mujer empezó a hincharse;   le administraron una pócima medicinal. Cuando  recuperó la conciencia, yacía sobre el camastro   de Siddhartha, en la cabaña, y el hombre que  tanto la amara en otros tiempos se hallaba  

Inclinado sobre ella. Creyó Kamala estar  soñando y, sonriendo, fijó largamente la   mirada en la cara de su amigo. Solo poco a poco  se fue percatando de su situación, recordó la   mordedura y preguntó, angustiada, por el niño. —Está a tu lado, no temas —le dijo Siddhartha. 

Kamala lo miró a los ojos. Luego habló con la  lengua pesada, paralizada ya por el veneno:  —Has envejecido, querido mío —dijo—; tus cabellos  se han vuelto grises. Pero aún te pareces al joven   samana que, sin vestimentas y con los pies llenos  de polvo, llegó un día a mi jardín. Te asemejas a  

Él mucho más ahora que cuando nos abandonaste  a Kamaswami y a mí. Te le pareces sobre todo   en los ojos, Siddhartha. ¡Ay! Yo también he  envejecido, mucho… ¿Pudiste reconocerme todavía?  Siddhartha sonrió. —Enseguida te conocí, Kamala, amor mío.  Kamala señaló entonces al niño y preguntó: —¿Y a él también lo reconociste? Es tu hijo. 

Los ojos se le nublaron y cerraron. El niño rompió  a llorar; Siddhartha se lo sentó en las rodillas,   lo dejó llorar, le acarició el cabello y, al  contemplar aquel rostro infantil, recordó una   plegaria brahmánica que él mismo aprendiera años  atrás, en su primera infancia. Empezó a recitarla  

Lentamente, con voz cantarina, y las palabras  iban afluyendo desde el fondo del pasado y de   su propia niñez. Y al son de su cantinela el niño  se calmó, sollozó aún un par de veces y se quedó   dormido. Siddhartha lo acostó sobre el lecho de  Vasudeva. El barquero, de pie junto al hogar,  

Estaba preparando arroz. Siddhartha le lanzó una  mirada, que su amigo devolvió con una sonrisa.  —Morirá —dijo Siddhartha en voz baja. Vasudeva asintió; los reflejos del   hogar iluminaban su afectuoso rostro. Kamala recuperó el conocimiento. El dolor   le contraía la cara; Siddhartha  leyó el sufrimiento en su boca,  

En sus pálidas mejillas. Y pasó un rato  observándola en silencio, atento y expectante,   concentrado en los padecimientos de la moribunda.  Kamala lo sintió, y su mirada buscó la de él.  Después le dijo, mirándolo: —Ahora veo que tus ojos también han cambiado.  

Son totalmente distintos. ¿En qué reconozco que  eres realmente Siddhartha? Lo eres, y no lo eres.  Siddhartha no replicó; permaneció con  sus tranquilos ojos fijos en los de ella.  —¿La has alcanzado? —preguntó  Kamala—. ¿Has encontrado la paz?  Él sonrió, poniendo una mano sobre las de ella. 

—Ya lo veo —prosiguió Kamala—. Ahora me  doy cuenta. Yo también encontraré la paz.  —Tú ya la has encontrado —dijo  Siddhartha en un susurro.  Kamala lo miró fijamente a los ojos. Recordó  que su intención había sido peregrinar hasta  

Donde Gotama para contemplar el rostro de un Ser  perfecto y respirar su paz, pero en lugar de Buda   se había encontrado con Siddhartha, lo cual estaba  bien, tan bien como si hubiera visto a Gotama.   Quiso decírselo, pero la lengua no la obedecía.  Lo contempló en silencio, y él vio cómo la vida se  

Iba extinguiendo en sus pupilas. Cuando el último  dolor le dilató los ojos antes de apagárselos,   y el último estremecimiento sacudió sus miembros,  Siddhartha le bajó los párpados con un dedo.  Largo rato permaneció allí, sentado, contemplando  el rostro de la muerta. Largo rato contempló  

Su boca, esa boca vieja y cansada, de  labios delgados, y recordó que alguna vez,   en la primavera de su vida, había comparado  aquella boca con un higo recién abierto.   Permaneció mucho tiempo sentado, leyendo en  la cara macilenta y en las fatigadas arrugas,  

Impregnándose de esa visión. Vio su propia  cara yacer como aquella, igualmente pálida,   igualmente apagada, y al mismo tiempo vio su  cara y la de ella cuando ambos eran jóvenes,   con los labios rosados y la mirada ardiente, y el  sentimiento del presente y de la simultaneidad se  

Apoderó de él por completo: el sentimiento  de la eternidad. Y en ese momento sintió,   más profundamente que nunca, la indestructibilidad  de cada vida, la eternidad de cada instante.  Cuando se levantó, Vasudeva le había preparado  arroz. Pero Siddhartha no comió. En el establo  

Donde tenían su cabra preparáronse ambos viejos  un lecho de paja, y Vasudeva se echó a dormir.   Siddhartha, en cambio, salió y pasó la noche  sentado frente a la cabaña, escuchando al río,   dejándose inundar por el pasado, rozado y  rodeado a la vez por todas las etapas de  

Su vida. Pero de vez en cuando se levantaba  y se dirigía hasta la puerta de la cabaña,   para escuchar si el pequeño dormía. Al despuntar el alba, antes de que   saliera el sol, Vasudeva abandonó  el establo y se acercó a su amigo. 

—No has dormido —le dijo. —No, Vasudeva. Me quedé aquí, sentado, escuchando   al río. Muchas cosas me ha dicho, colmando todo mi  ser con una idea saludable: la idea de la Unidad.  —Has sufrido mucho, Siddhartha; pero veo que  la tristeza no ha logrado invadir tu corazón. 

—No, querido amigo; ¿por qué habría de  estar triste? Yo, que fui rico y feliz,   lo soy ahora todavía más.  Me han regalado a mi hijo.  —Bienvenido sea tu hijo. Pero ahora, Siddhartha,  pongámonos a trabajar, pues hay mucho que hacer.  

Kamala ha muerto en el mismo lecho en el que  un día murió mi esposa. Levantemos ahora la   pira de Kamala en la misma colina donde  aquella vez levanté la pira de mi esposa.  Y mientras el niño dormía,  levantaron la pira funeraria.  El hijo 

Tímido y lloroso asistió el niño a los  funerales de su madre. Entre sombrío y   huraño había escuchado a Siddhartha, que lo saludó  como a su hijo y le dio la bienvenida en la cabaña   de Vasudeva. Pasó días enteros sentado junto al  túmulo de la madre muerta, con el rostro pálido,  

Negándose a comer, cerrando sus ojos y su corazón,  y rebelándose obstinadamente contra su destino.  Siddhartha lo trató con miramientos y lo dejó  hacer: respetaba su dolor. Comprendió que su   hijo no lo conocía ni podía amarlo como a un  padre. Lentamente se fue dando cuenta de que  

Ese chiquillo de once años era un niño mimado que  había crecido entre el lujo y la abundancia, un   señorito acostumbrado a comer manjares delicados,  a dormir en lecho blando y a dar órdenes a sus   criados. Comprendió Siddhartha que ese niño triste  y mimado no podía de buenas a primeras sentirse  

Contento y animoso en la miseria de aquel ambiente  extraño. Por eso no lo obligaba a nada, le hacía   muchas de sus tareas y le reservaba siempre  los mejores bocados. Esperaba que, a la larga,   su amable paciencia acabaría conquistándolo. Se había autodenominado un hombre rico y feliz  

Cuando el niño entró en su vida. Pero al ver  que el tiempo transcurría y el chico seguía   igualmente hosco y sombrío, al ver que mostraba  un corazón altivo y testarudo, no quería hacer   ningún trabajo ni respetaba a los ancianos, al  ver que saqueaba los árboles frutales de Vasudeva,  

Empezó Siddhartha a comprender que con su hijo  no le habían llegado la paz ni la felicidad,   sino congojas y preocupaciones. Sin embargo lo  amaba, y prefería las congojas y preocupaciones de   ese amor a cualquier dicha o alegría sin el niño. Desde que el joven Siddhartha empezó a vivir en  

La cabaña, los dos ancianos se habían repartido el  trabajo. Vasudeva reanudó sus tareas de barquero,   solo, y Siddhartha trabajaba en la cabaña  y en el campo para estar cerca de su hijo.  Largo tiempo, largos meses esperó Siddhartha a que  su hijo lo comprendiera, a que aceptara su cariño  

Y tal vez hasta se lo correspondiera. Largos meses  aguardó también Vasudeva, observando en silencio.   Un día en que el joven Siddhartha volvió  a atormentar al padre con su obstinación   y sus caprichos, rompiéndole las dos  escudillas de arroz, Vasudeva llamó  

A su amigo aparte, por la noche, y habló con él. —Discúlpame —le dijo—, quiero hablarte como amigo.   Veo que te atormentas y vives en la aflicción. Tu  hijo, querido amigo, te crea preocupaciones, y a  

Mí también me las da. El pajarillo está habituado  a otro tipo de vida, a otro nido. No abandonó la   ciudad ni renunció a las riquezas como tú, por  asco y por hastío. Muy contra su voluntad tuvo   que dejar todo aquello. He interrogado al río,  amigo, lo he interrogado varias veces. Pero el  

Río se echa a reír, se burla de mí y de ti, se ríe  a carcajadas de nuestra torpeza. El agua quiere   agua, la juventud quiere juventud: tu hijo no está  en el lugar apropiado para poder desarrollarse.   Interroga tú también al río: ¡escúchalo! Afligido contempló Siddhartha el afable  

Rostro de su amigo, en cuyas múltiples  arrugas se leía una serenidad inalterable.  —¿Acaso podría separarme de él?  —preguntó en voz baja, avergonzado—.   Dame más tiempo, querido amigo. Ya ves que  estoy luchando: quiero ganármelo con amor,  

Ternura y paciencia. También a él le hablará algún  día el río, él también es uno de los llamados.  La sonrisa de Vasudeva se tornó más cálida. —Oh, sí, él también es uno de los llamados,  

También pertenece a la vida eterna, pero ¿acaso tú  y yo sabemos a qué ha sido llamado, a qué camino,   a qué empresas, a qué padecimientos? Pues no  serán pocos sus padecimientos: su corazón es ya   orgulloso y duro, y las personas como él están  predestinadas a sufrir mucho, a equivocarse  

A menudo, a cometer muchas injusticias, a  cargar su conciencia con muchos pecados. Dime,   querido amigo: ¿no educas a tu hijo?, ¿no  lo obligas?, ¿no le pegas?, ¿no lo castigas?  —No, Vasudeva; no hago nada de eso. —Lo sabía. No lo obligas, ni le pegas,  

Ni le das órdenes porque sabes que  lo blando es más fuerte que lo duro,   que el agua es más poderosa que la roca y el  amor puede más que la violencia. Perfecto,   lo encuentro muy loable. Pero ¿no será acaso  un error tuyo creer que no lo estás obligando  

Ni castigando? ¿No será tu cariño un lazo con el  cual lo tienes maniatado? ¿No lo avergüenzas día a   día y no le haces la vida más difícil con toda tu  bondad y tu paciencia? ¿No estás obligando a este  

Niño mimado y orgulloso a compartir una cabaña  con dos viejos que se alimentan de plátanos,   para quienes un plato de arroz es ya una golosina,  cuyas ideas no pueden ser las de él, cuyo corazón,   viejo y tranquilo, marcha a un ritmo muy distinto  del suyo? ¿No crees que todo esto es, para él,  

Una obligación y un castigo?  Siddhartha bajó la mirada, consternado.  Luego preguntó en voz baja:  —¿Qué crees que debo hacer? Y Vasudeva respondió:  —Llévalo a la ciudad, a la mansión de su madre:  aún han de quedar allí criados, confíalo a ellos.  

Y si no los hay, búscale algún maestro, no por lo  que pueda enseñarle, sino para que conozca a otros   niños de su edad, y a otras niñas, y viva en el  mundo que es el suyo. ¿Nunca se te había ocurrido? 

—Tú puedes ver mi corazón —dijo Siddhartha con voz  triste—. Lo he pensado muchas veces. Pero dime:   ¿cómo puedo confiarlo a ese mundo si  su corazón no es precisamente tierno?   ¿No se convertirá en un disoluto, no se perderá  entre los placeres y el poder? ¿No repetirá uno  

A uno los errores de su padre? ¿No terminará  extraviándose definitivamente en el samsara?  Una sonrisa radiante iluminó  la cara del barquero, que tocó   suavemente el brazo de Siddhartha y le dijo: —¡Pregúntaselo al río, amigo! ¡Escúchalo   reírse! ¿De verdad crees que tú cometiste esas  locuras para ahorrárselas a tu hijo? ¿Podrás  

Acaso protegerlo del samsara? ¿Cómo? ¿Mediante la  doctrina, mediante la oración, con amonestaciones?   Amigo querido, ¿has olvidado ya la historia  aquella, la edificante historia de Siddhartha, el   hijo del brahmán, que una vez me contaste en este  mismo sitio? ¿Quién protegió al samana Siddhartha  

Del samsara, del pecado, de la avidez y la  estulticia? ¿Pudieron acaso protegerlo la piedad   de su padre, las exhortaciones de sus maestros,  sus propios conocimientos, su propia búsqueda?   ¿Qué padre o qué maestro habrían podido impedirle  vivir su propia vida, mancillarse al contacto con  

Ella, cargar sobre sí su propia culpa, apurar sin  ayuda el amargo brebaje, encontrar por sí mismo   su camino? ¿Crees tú, querido amigo, que este  camino pueda serle ahorrado a alguien? ¿Quizá   a tu hijito, porque tú lo amas y querrías  evitarle penas, dolores y desilusiones?  

Sin embargo, aunque murieras diez veces por él, no  lograrías apartarle ni un milímetro de su destino.  Nunca había Vasudeva hablado tanto como entonces.  Siddhartha se lo agradeció afectuosamente, volvió   a la cabaña, preocupado, y pasó un buen rato sin  poder conciliar el sueño. Vasudeva no le había  

Dicho nada que él mismo no hubiese ya pensado o  sabido. Pero eran conocimientos que no podía poner   en práctica, y más poderoso que ellos era su amor  por el chiquillo, su ternura hacia él, su temor a   perderlo. ¿Cuándo se había apegado su corazón a  algo tanto como entonces? ¿Cuándo había amado a  

Un ser humano tan ciega y apasionadamente, con tan  poca suerte y, sin embargo, con tanta felicidad?  No era capaz Siddhartha de seguir el consejo de  su amigo; era incapaz de abandonar a su hijo.   Se dejó mandar por el muchacho, permitió que lo  menospreciara. Callaba y esperaba, reiniciando  

Diariamente la muda batalla del afecto, la guerra  silenciosa de la paciencia. Y Vasudeva también   callaba y esperaba, amable, consciente, tolerante.  Ambos eran maestros en el arte de la paciencia.  Cierto día en que las facciones del niño  le evocaron particularmente a Kamala,  

Siddhartha recordó de pronto una frase que  la cortesana le dijera mucho tiempo atrás,   en los remotos días de su juventud. «No eres capaz  de amar», le había dicho; y él le había dado la   razón, comparándose a sí mismo con una estrella y  a los hombres niños con el follaje que cae de los  

Árboles. Sin embargo, Siddhartha sintió que en esa  frase había también un reproche velado. En efecto:   nunca había podido entregarse a otro ser humano,  olvidarse de sí mismo y cometer locuras por amor   a otra persona; nunca lo había logrado, y en esta  incapacidad residía, según le pareció entonces,  

La gran diferencia que lo separaba de los hombres  niños. Pero ahora, desde que su hijo vivía con él,   sintió que también él, Siddhartha, se había  convertido totalmente en un hombre niño: sufría   por un ser humano, era capaz de amarlo, era capaz  de extraviarse y cometer locuras por un amor.  

Ahora, por una vez en su vida, sentía  él también, tardíamente, esta pasión,   la más intensa y extraña de todas; y aunque  sufría muchísimo por ella, se sentía dichoso,   renovado y enriquecido en muchos aspectos. Se daba perfecta cuenta de que este amor,  

Este ciego amor por su hijo era una auténtica  pasión, algo muy humano que pertenecía al samsara,   una fuente turbia, aguas oscuras. Sin embargo,  a la vez era consciente de que dicho amor no   carecía de valor: era algo necesario, provenía  de su propio ser. Aquel placer también pedía  

Ser expiado, aquellos dolores exigían ser  saboreados, y aquellas locuras, cometidas.  Entretanto, el niño le dejaba cometer sus locuras,  le dejaba afanarse y permitía que se humillara   diariamente ante sus caprichos. Aquel padre no  tenía nada que lo atrajese o le inspirase algún  

Temor. Era un buen hombre su padre, sí, un hombre  bueno, bondadoso, dulce, tal vez muy piadoso,   quizá un santo…; pero estas no eran cualidades  capaces de conquistar al muchacho. Aburrido le   resultaba aquel padre que lo retenía prisionero  en su cabaña miserable; sí, le resultaba aburrido,  

Y el hecho de que respondiera a cada grosería  suya con una sonrisa, a cada insulto con un   gesto de amabilidad, a cada maldad con un acto  bueno, todo esto le parecía la artimaña más   odiosa de aquel viejo rastrero. Mil veces habría  preferido verse amenazado o ser maltratado por él. 

Y llegó un día en que los sentimientos del joven  Siddhartha estallaron, volviéndose abiertamente   contra el padre. Este le había dado una tarea:  que recogiese leña menuda. Pero el muchachito   no se movió de la cabaña; más bien se quedó allí,  terco y furioso, pataleando y cerrando los puños,  

Y, en un violento acceso de rabia, arrojó todo  su odio y su desprecio a la cara del padre.  —¡Ve tú mismo a recoger tu leña! —chilló entre  espumarajos de rabia—. ¡Yo no soy tu sirviente!  

Sí, ya sé que no me pegas porque no te atreves; ya  sé que lo que quieres es castigarme y humillarme   todo el tiempo con tu piedad y tu indulgencia.  Quieres que sea como tú: igualmente piadoso,   dulce y sabio. ¡Pero yo, escúchame bien,  yo preferiría, con tal de atormentarte,  

Convertirme en salteador de caminos y asesino, e  irme incluso al infierno, antes que ser un hombre   como tú! ¡Te odio, tú no eres mi padre, aunque  hayas sido diez veces el amante de mi madre!  La ira y el disgusto lo invadieron, desbordándose  en cientos de palabras soeces y perversas contra  

El padre. Luego se escapó corriendo y  no volvió hasta muy entrada la noche.  Pero a la mañana siguiente había desaparecido.  Y con él desapareció también una canastilla de   dos colores, de corteza trenzada, en la  que los barqueros guardaban las monedas  

De cobre y plata que constituían la paga de su  trabajo. La barca tampoco estaba en su lugar:   Siddhartha la vio amarrada en la orilla  opuesta. El muchacho se había escapado.  —Tengo que seguirlo —dijo Siddhartha, que  desde las invectivas pronunciadas el día  

Anterior por su hijo no hacía sino temblar  de pena—. Un niño no puede cruzar solo el   bosque. Perecerá. Tenemos que construir  una balsa para atravesar el río, Vasudeva.  —Construiremos una balsa —respondió Vasudeva—  para recuperar la embarcación que el chico se   llevó y era nuestra. En cuanto a él,  deberías dejarlo solo, amigo mío;  

Ya no es un chiquillo y sabrá arreglárselas. Busca  el camino que conduce a la ciudad y tiene razón,   no lo olvides. Está haciendo lo que tú mismo  no llegaste a hacer. Se preocupa de sí mismo,   sigue su propio camino. ¡Ah,  Siddhartha! Te veo sufrir,  

Pero uno debería reírse de sus sufrimientos:  ¡tú mismo te reirás muy pronto de ellos!  Siddhartha no respondió. Ya tenía el hacha entre  las manos y había empezado a construir una balsa   de bambúes. Y Vasudeva lo ayudó a atar los troncos  con lianas. Luego se dirigieron a la otra orilla,  

Pero como la corriente los desvió un buen  trecho, tuvieron que halar la balsa río   arriba, desde la ribera opuesta. —¿Para qué has traído el hacha?   —preguntó Siddhartha. Vasudeva contestó:  —Tal vez se haya perdido el  remo de nuestra embarcación. 

Pero Siddhartha sabía lo que su amigo pensaba.  Pensaba que el muchacho podría haber roto o tirado   el remo para vengarse e impedir que lo siguieran.  Y efectivamente, no había ningún remo en la barca.   Vasudeva señaló el fondo de la embarcación y miró  a su amigo con una sonrisa, como queriendo decir:  

«¿No ves lo que tu hijo ha querido decirte? ¿No  te das cuenta de que no quiere que lo sigan?».   Pero no dijo esto con palabras. Se puso  a construir un nuevo remo. Siddhartha,   en cambio, se despidió para ir en busca  del fugitivo. Y Vasudeva no se lo impidió. 

Cuando hacía ya un buen rato que erraba por  el bosque, Siddhartha se percató de que su   búsqueda era inútil. Pensó que o bien el niño  ya habría llegado a la ciudad, puesto que le   llevaba gran ventaja, o que si aún se hallaba  en camino, debía de haberse escondido de él,  

Su perseguidor. Al seguir reflexionando cayó  en la cuenta de que él mismo no sentía ya   preocupación alguna por su hijo, de que sabía en  su interior que el muchacho no había perecido y   que ningún peligro lo amenazaba en el bosque.  Sin embargo, siguió corriendo sin descanso,  

No ya para salvarlo, sino impulsado por el  simple deseo de verlo una vez más. Y en su   carrera llegó hasta las puertas de la ciudad. Cuando estuvo cerca de la ciudad, en la   ancha carretera, se detuvo ante la entrada del  hermoso parque que otrora perteneciera a Kamala,  

Y donde él la había visto por vez primera, en  su palanquín. El pasado resurgió de pronto en su   alma y volvió a verse a sí mismo joven, un samana  desnudo y con barba, con los cabellos cubiertos   de polvo. Largo rato permaneció Siddhartha  allí, de pie frente a la puerta, contemplando  

El jardín y a los monjes de hábito amarillo  que se paseaban bajo los hermosos árboles.  Largo tiempo estuvo allí meditando, viendo  imágenes pasadas, escuchando la historia de   su vida. Allí permaneció de pie, mirando a los  monjes aunque en realidad solo viera al joven  

Siddhartha y a la joven Kamala ir y venir bajo los  altos árboles. Se vio claramente a sí mismo, o vio   cómo Kamala lo acogía y le daba el primer beso; se  vio a sí mismo hablando con desprecio y altivez de   su antigua condición de brahmán, orgulloso e  impaciente por iniciar su existencia mundana.  

Vio también a Kamaswami, a sus criados; vio los  festines con los jugadores de dados y los músicos;   vio en su jaula al pájaro cantor de Kamala,  volvió a revivir todo esto, a respirar el samsara,   volvió a sentir el hastío y el deseo de suprimirse  y, una vez más, disfrutó del Om sagrado. 

Tras haber permanecido largo rato ante la puerta  del jardín, se dio cuenta de que el deseo que lo   había impulsado hasta allí era insensato, de que  no podía ayudar a su hijo ni debía apegarse a él.  

En lo más hondo del corazón sintió su amor por el  fugitivo como una herida, pero sintió a la vez que   aquella herida no le había sido dada para hurgar  en ella, sino para que floreciera e irradiara luz.  Que la herida aún no hubiera florecido ni  irradiara luz a esas alturas de su vida  

Era para Siddhartha motivo de tristeza. En  lugar del deseo que lo había arrastrado ahí,   en pos de su hijo fugitivo, solo vio ahora el  vacío. Se sentó, agobiado de tristeza, y sintió   que algo se moría en su corazón, que el vacío lo  invadía; y ya no vio alegría ni objetivo alguno.  

Permaneció sentado, absorto, a la espera. Una  cosa había aprendido del río, una sola cosa:   esperar, tener paciencia, escuchar. Por eso se  sentó a escuchar entre la polvareda del camino,   y escuchó a su corazón latir triste  y cansado, en espera de una voz.  

Pasó varias horas acurrucado, escuchando, y  no vio ya más imágenes; se fue hundiendo en el   vacío sin oponer ninguna resistencia ni ver salida  alguna. Y cuando sintió que la herida le quemaba,   pronunció mentalmente el Om y se llenó del Om.  Los monjes del jardín lo vieron, y al notar que  

Ya llevaba ahí varias horas y que el polvo  se iba acumulando sobre sus cabellos grises,   uno de ellos se le acercó y depositó dos  bananos a sus pies. El anciano no lo vio.  De este letargo lo despertó una mano  que vino a posarse en su hombro.  

Al punto reconoció el contacto tierno y delicado,  y volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva,   que le había seguido los pasos. Y al mirar el  rostro amable del barquero, sus ojos serenos,   sus pequeñas arrugas que parecían llenas de  sonrisas, Siddhartha también sonrió. Entonces  

Vio los bananos a sus pies, los recogió, le dio  uno al barquero y se comió el otro. Luego regresó   al bosque con Vasudeva, en silencio, camino  a la barca. Ninguno de los dos habló sobre   lo sucedido aquel día, ninguno pronunció  el nombre del niño, ni aludió a su huida,  

Ni hizo mención alguna de la herida. Al llegar a  la cabaña, Siddhartha se tendió sobre su lecho,   y al cabo de un momento, cuando Vasudeva se acercó  para ofrecerle una escudilla con leche de coco,   lo encontró dormido. Om  Mucho tiempo aún le ardió la herida.  Más de una vez tuvo que transportar  

Siddhartha a la otra orilla a algún viajero  que iba acompañado por un hijo o una hija;   y no podía verlos sin sentir envidia y pensar  enseguida: «Hay tantos y tantos miles que poseen   este bien supremo, ¿por qué a mí me estará  vedado? Hasta los hombres malos, los ladrones  

Y los asaltantes tienen hijos que los aman y  a quienes ellos aman. Solo yo no los tengo».  Así de simple e irreflexivo se había  vuelto su discurso mental: sí, ¡hasta tal   punto se asemejaba ahora a los hombres niños! Pues ahora veía a los hombres con otros ojos:  

Quizá con menos altivez e inteligencia  que antes, pero en cambio con más calor,   curiosidad e interés. Cuando transportaba  viajeros comunes y corrientes —hombres niños,   mercaderes, guerreros, mujeres del pueblo—, ya no  los sentía tan lejanos como antes: los comprendía,   comprendía y compartía su existencia no guiada  por ideas u opiniones, sino exclusivamente por  

Instintos y deseos, y se sentía uno de ellos.  Aunque se hallara próximo a la perfección y aún se   resintiera de su última herida, tuvo la impresión  de que esos hombres niños eran sus hermanos;   sus vanidades, deseos y absurdos caprichos habían  dejado de ser ridículos a los ojos de Siddhartha. 

Sí, le parecían comprensibles y dignos de  estimación e incluso de respeto. El amor ciego   de una madre por su hijo, el orgullo insensato y  ciego de un padre presumido por su único hijito,   el afán desenfrenado e incondicional de una  joven frívola por adornarse y atraer las miradas  

Admirativas de los hombres, todos estos impulsos,  todas estas chiquilladas, todos estos instintos y   apetitos simples y necios, pero increíblemente  fuertes y llenos de vida, de una eficacia   intensísima, todas estas cosas no eran ya para  Siddhartha simples chiquilladas. Se dio cuenta  

De que los hombres vivían por ellas: por ellas los  veía realizar proezas gigantescas, hacer viajes,   declarar guerras, sufrir padecimientos infinitos,  soportar toda suerte de fatigas; y justamente por   eso ahora podía amarlos; en cada uno de sus  actos y de sus pasiones descubría la vida,  

Lo animado, lo indestructible, el Brahma.  Dignos de amor y admiración eran estos   hombres por su ciega fidelidad, por su fuerza y  tenacidad no menos ciegas. Nada les faltaba. El   sabio o el pensador solo los aventajaba en un  detalle único e insignificante: la conciencia,  

La concepción de la unidad de todo lo viviente.  Y el mismo Siddhartha llegaba a preguntarse a   veces si este conocimiento, si esta concepción  eran realmente tan valiosos como se creía, si   no serían a su vez una chiquillada de los hombres  pensantes, de los hombres niños pensantes. En todo  

Lo demás los hombres mundanos eran iguales a los  sabios y a menudo hasta muy superiores a ellos,   del mismo modo que los animales, dada la  seguridad infalible con que cumplen ciertos   actos dictados por la necesidad, pueden parecer,  en muchos casos, superiores a los hombres. 

Poco a poco fue floreciendo y madurando  en Siddhartha la idea, la noción de lo que   realmente era la sabiduría, el objetivo final  de su larga búsqueda. No era otra cosa que   una disponibilidad del alma, una capacidad,  un arte secreto que le permitía concebir en  

Cualquier momento, en medio de la vida, la idea  de la unidad, que le permitía sentir la unidad   y respirarla. Lentamente fue floreciendo esta  en su interior, reflejada por el rostro viejo   e infantil de Vasudeva: armonía, ciencia de la  eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad. 

Pero la herida seguía doliéndole. Con amarga  nostalgia pensaba Siddhartha en su hijo,   alimentando en su corazón el amor y la  ternura, dejándose corroer por el dolor,   cometiendo todas las locuras del amor.  La llama no se extinguía por sí sola. 

Y un día en que la herida le ardía intensamente,  Siddhartha, impelido por la nostalgia,   atravesó el río y bajó de la barca decidido a  ir a la ciudad en busca de su hijo. El río se   deslizaba suave y silencioso —era la estación de  la sequía—, pero su voz tenía un sonido extraño:  

¡se estaba riendo! Era evidente que estaba  riéndose. Sí, el río se burlaba del viejo barquero   con una risa abierta y cantarina. Siddhartha  se detuvo, se inclinó sobre las aguas para oír   mejor y vio su rostro reflejado en la apacible  corriente. Y en ese rostro reflejado había algo  

Que le recordó cosas pasadas y olvidadas,  y al seguir pensando descubrió lo que era:   aquel rostro se asemejaba a otro que él había  conocido, amado e incluso temido en otros tiempos.   Se parecía al rostro de su padre, el brahmán. Y  entonces recordó que mucho tiempo atrás, de joven,  

Había obligado a su padre a dejarlo ir con los  ascetas. Recordó cómo se había despedido de él   para luego marcharse y no volver nunca más.  ¿No habían sido los sufrimientos de su padre   similares a los que él, ahora, padecía por su  hijo? ¿Su padre no había muerto años atrás,  

Solo, sin haber vuelto a ver a su hijo? Y esa  repetición, esa carrera en el mismo círculo fatal   ¿no eran acaso una comedia absurda y extraña? El río se estaba riendo. Sí, así era: todo lo  

Que no se terminaba de sufrir o no se resolvía  hasta el final, se repetía; siempre se volvían a   sufrir las mismas penas. Pero Siddhartha volvió  a la embarcación y la enrumbó hacia la cabaña,   pensando en su padre, pensando en su hijo,  escarnecido por el río, en pugna consigo mismo,  

Al borde de la desesperación, y no menos tentado  de reírse de sí mismo y del mundo entero. ¡Ay!,   la herida aún no florecía, su corazón aún se  rebelaba contra el destino, la serenidad y   el triunfo no irradiaban todavía desde su propio  dolor. Sintió, no obstante, un rayo de esperanza,  

Y al verse de nuevo en la cabaña lo invadió  un deseo irrefrenable de abrir su corazón a   Vasudeva, de mostrarle todo y de contarle todo  a él, que era un maestro en el arte de escuchar.  Vasudeva estaba en la cabaña, sentado, y  tejía un cesto. Ya no conducía la barca:  

Sus ojos empezaban a debilitarse; y no  solo sus ojos, sino también sus brazos   y sus manos. Lo único que no cambiaba era la  alegría y la serena benevolencia de su rostro.  Siddhartha se sentó junto al anciano y empezó  a hablarle lentamente. Le habló de cosas sobre  

Las que nunca habían conversado: de su ida a  la ciudad aquella vez, de su herida dolorosa,   de su envidia al ver padres felices, de lo  absurdos que eran estos deseos y de su inútil   lucha contra ellos. Le contó todo: sintióse capaz  de decirle todo, incluso lo más penoso y delicado:  

Sí, podía explicarle, mostrar y contar todo.  Le enseñó su herida, le habló también de su   huida ese mismo día, de cómo había cruzado el  río, niño fugitivo, con el propósito de ir a la   ciudad, y de cómo el río se había reído. Mientras hablaba —y habló largo tiempo—,  

Y mientras Vasudeva lo escuchaba con su  rostro sereno, Siddhartha tuvo la impresión   de que la atención con que el barquero seguía sus  palabras era ahora más grande que nunca: sintió   que sus dolores e inquietudes, así como su secreta  esperanza, fluían hasta el anciano para regresar  

Luego hacia él. Mostrar su propia herida a un  oyente como Vasudeva equivalía a lavarla en las   aguas del río hasta que se enfriara y se uniera a  ellas. Y mientras seguía hablando, mientras seguía   explicando y confesando, Siddhartha llegó a sentir  con una intensidad siempre mayor que el ser que lo  

Escuchaba ya no era Vasudeva ni tampoco un ser  humano; que aquel oyente inmóvil absorbía en sí   sus confesiones como un árbol la lluvia; que era  el Dios mismo, lo Eterno. Y mientras Siddhartha   dejaba de pensar en sí y en su propia herida,  este descubrimiento de la transformación operada  

En Vasudeva se fue apoderando de él, y cuanto  más intensamente la sentía y penetraba en ella,   menos se asombraba y más se daba cuenta  de que todo era natural y estaba en orden,   de que Vasudeva había sido así prácticamente desde  siempre, solo que sin tener plena conciencia de  

Ello, y de que acaso él mismo se le pareciera  mucho. Sintió que ahora contemplaba al viejo   Vasudeva como el pueblo contempla a los dioses,  y que esta situación no podría durar mucho. En   su corazón empezó a despedirse de Vasudeva,  aunque no dejara de hablar un solo instante. 

Cuando hubo terminado, Vasudeva fijó en él su  mirada afectuosa y algo debilitada por los años,   y, sin decir una palabra, irradió amor y serenidad  hacia su amigo, comprensión y sabiduría. Tomó a   Siddhartha de la mano, lo condujo hasta su asiento  en la ribera, se sentó con él y sonrió al río. 

—Lo has oído reír —dijo—. Pero no has oído todo.  Escuchemos atentamente y oirás otras cosas.  Y se pusieron a escuchar. El canto polifónico del  río llegaba suavemente hasta ellos. Siddhartha   contempló el agua, y en esa agua corriente se  le aparecieron algunas imágenes: vio a su padre,  

Solitario y afligido por su hijo; se vio a sí  mismo, solo y atado él también en los lazos de   la nostalgia por el hijo lejano: vio a su hijo,  otro solitario, precipitarse ávidamente por la   fogosa vía de sus deseos juveniles; y  cada cual pensaba en su propia meta,  

Estaba poseído por ella, sufría por alcanzarla.  El río cantaba con una voz dolorosa y nostálgica,   y con nostalgia seguía fluyendo hacia  su destino: su voz era como un lamento.  —¿Oyes? —preguntó la mirada  silenciosa de Vasudeva.  Siddhartha asintió. —Escucha mejor —susurró Vasudeva. 

Siddhartha se esforzó por escuchar mejor. La  imagen de su padre, la suya propia y la de su hijo   se le entremezclaron; la imagen de Kamala apareció  también y se desvaneció, y la imagen de Govinda,   y otras más; y todas se confundían, convirtiéndose  en río y fluyendo como río hacia la meta,  

Ansiosas, dolientes, anhelantes, y la voz del río  resonaba llena de nostalgia, de dolor ardiente,   de deseos insaciables. El río se dirigía hacia su  meta, Siddhartha lo veía fluir, ese río compuesto   por él y los suyos y todos los hombres que había  visto en su vida; toda esa agua y todas esas olas  

Se deslizaban vertiginosamente, sufriendo,  hacia sus metas, muchas metas: cataratas,   lagos, rápidos, el mar; y todas las metas eran  alcanzadas, y a cada una seguía otra nueva,   y el agua se transformaba en vapor y subía al  cielo, se convertía en lluvia y se precipitaba  

Desde el cielo, transmutándose en fuente, arroyo,  río que volvía a reanudar su curso y a fluir.   Pero la voz anhelante ya había cambiado.  Aún llevaba ecos de ansiedad y sufrimiento,   pero otras voces iban uniéndose a ella: voces  de alegría y pesadumbre, voces buenas y malas,  

Que reían y lloraban, cientos  de voces, miles de voces.  Siddhartha escuchaba. Ahora era todo oídos, se  hallaba totalmente inmerso en esa sensación,   totalmente vacío y dispuesto a asimilar,  consciente de que esta vez, por fin, había   aprendido el arte de escuchar. Aunque muchas veces  hubiera escuchado todo aquello, esa infinidad de  

Voces del río, esta vez le parecieron nuevas.  Pronto no pudo distinguir ya más aquellas voces,   las alegres de las llorosas, las infantiles  de las varoniles: todas se le confundían y   entremezclaban, los lamentos del deseo y la  risa del sabio, los gritos de cólera y los  

Estertores de los moribundos, todo se hacía uno,  se entretejía y anulaba en mil diversos modos.   Y todo ese conjunto, todas las voces, todas las  metas, todos los deseos, todos los sufrimientos,   todos los placeres, todo el bien y todo el mal,  todo eso junto era el mundo. Todo eso junto  

Formaba el río del devenir, era la música de la  vida. Y cuando Siddhartha escuchaba atentamente   ese río, aquel canto orquestado por miles de  voces, cuando no escuchaba los lamentos ni   las risas, cuando no ataba su alma a una de esas  voces ni se introducía en ella con su propio Yo,  

Sino que las oía todas, percibiendo el Conjunto,  la Unidad, entonces la gran canción de las mil   voces se reducía a una palabra, a una sola,  y esta palabra era: Om, la Perfección.  —¿Oyes? —inquirió nuevamente  la mirada de Vasudeva. 

Con suave brillo refulgía la sonrisa de Vasudeva,  iluminando todas las arrugas de su viejo rostro   como el Om se cernía sobre todas las voces del  río. Clara era la luz de su sonrisa cuando miró   a su amigo, y la misma sonrisa brilló también  ahora con la luz clara sobre el rostro de  

Siddhartha. Su herida floreció, su dolor empezó  a irradiar, su Yo se había fundido en la Unidad.  En ese momento dejó Siddhartha de luchar contra el  destino, en ese momento dejó de sufrir. Sobre su   rostro floreció la serenidad de esa sabiduría  a la que no se opone ya ninguna voluntad,  

De esa sabiduría que conoce la perfección y que  se aviene con el río del devenir, con la corriente   de la vida, llena de compasión y simpatía,  entregada a la corriente e integrada en la Unidad.  Cuando Vasudeva se levantó de  su asiento junto a la orilla,  

Cuando miró los ojos de Siddhartha y vio que  brillaban con la serenidad de la sabiduría,   posó su mano suavemente en el hombro de su amigo,  con la cautela y ternura de siempre, y le dijo:  —He estado esperando esta hora,  amigo mío. Ya que ha llegado,  

Déjame partir. Sí, mucho tiempo la he  estado esperando, durante muchos años   he sido el barquero Vasudeva. Pero ahora basta.  ¡Adiós, cabaña; adiós, río: adiós, Siddhartha!  Siddhartha hizo una profunda venia  al compañero que se despedía.  —Lo sabía —dijo en voz baja—.  ¿Te irás a los bosques? 

—Me voy a los bosques, me voy a la  Unidad —respondió Vasudeva, radiante.  Y se alejó, radiante. Siddhartha lo siguió  con la mirada. Con una mezcla de alegría y   gravedad muy profunda lo miró alejarse,  vio la placidez que emanaba de su paso,   vio su cabeza aureolada de esplendores,  vio su figura irisada de luz. 

Govinda Cierto día se hallaba Govinda descansando,   en compañía de otros monjes, en los jardines que  la cortesana Kamala regalara a los discípulos de   Gotama, y oyó hablar de un anciano barquero que  vivía junto al río, a una jornada de camino,  

Y a quien muchos consideraban un sabio. Cuando  Govinda, ansioso de ver a aquel barquero, reanudó   su viaje, eligió el camino que llevaba hasta el  embarcadero. Pues aunque hubiera vivido siempre   en la observación de la regla y fuera considerado  con respeto por los monjes jóvenes en razón de su  

Edad y de su modestia, la inquietud y el afán de  búsqueda no se habían extinguido en su corazón.  Llegó al río, pidió al anciano que lo trasladara  a la otra orilla, y al desembarcar le dijo:  —Has dado muestras de una gran bondad  hacia todos los monjes y peregrinos,  

Y has transportado a muchos de nosotros de una  orilla a otra. ¿No serás tú también, barquero,   uno de los que buscan el recto camino? Los viejos ojos de Siddhartha   sonrieron cuando contestó: —¿Cómo puedes llamarte un buscador,   oh venerable, estando tan cargado de años y  llevando el hábito de los monjes de Gotama? 

—Es cierto que soy viejo —repuso Govinda—,  pero nunca he dejado de buscar y nunca dejaré   de hacerlo: creo que tal es mi destino.  Y me parece que también tú has buscado.   ¿Quieres decirme unas palabras, honorable? —¿Qué podría decirte, oh venerable? —replicó  

Siddhartha—. ¿Quizá que buscas demasiado  y que a fuerza de buscar ya no encuentras?  —¿Cómo así? —preguntó Govinda. —Cuando alguien busca —dijo Siddhartha—,   suele ocurrir que sus ojos solo ven aquello que  anda buscando, y ya no logra encontrar nada ni  

Se vuelve receptivo a nada porque solo piensa  en lo que busca, porque tiene un objetivo y se   halla poseído por él. Buscar significa tener un  objetivo. Pero encontrar significa ser libre,   estar abierto, carecer de objetivos. Tú,  honorable, quizá seas de verdad un buscador,  

Pues al perseguir tu objetivo no ves  muchas cosas que tienes a la vista.  —Sigo sin entenderte del todo  —repuso Govinda—. ¿A qué te refieres?  Y Siddhartha respondió: —Hace un tiempo, oh venerable,   muchos años atrás, llegaste un día a orillas de  este río y encontraste a un hombre que dormía:  

Te sentaste a su lado y velaste su sueño. Mas  no reconociste, Govinda, a aquel durmiente.  Atónito y como hechizado miró el  monje a los ojos del barquero.  —¿Eres tú, Siddhartha? —inquirió con voz tímida—.  ¡Tampoco te habría reconocido esta vez! Te saludo  

Cordialmente, oh Siddhartha. ¡Qué alegría me da  volver a verte! Has cambiado mucho, amigo mío.   ¿De modo que te has convertido en barquero? Siddhartha se echó a reír amablemente.  —Sí, en barquero —admitió—. Muchos son, Govinda,  los que tienen necesidad de cambiar y llevar  

Toda suerte de hábitos, y yo soy uno de  ellos, querido amigo. Bienvenido seas,   Govinda; y quédate esta noche en mi cabaña. Govinda pasó la noche en la cabaña y durmió   en el lecho que había sido de Vasudeva. Hizo  muchas preguntas a su amigo de juventud,  

Y Siddhartha le contó muchas cosas de su vida. A la mañana siguiente, cuando llegó la hora de   proseguir la peregrinación, Govinda  le preguntó, no sin vacilaciones:  —Antes de seguir mi camino, permíteme,  Siddhartha, que te haga otra pregunta:  

¿Tienes alguna doctrina? ¿Tienes tú una fe o  alguna ciencia que guíe tus actos y te ayude   a vivir y a obrar rectamente? Siddhartha respondió:  —Tú sabes bien, querido amigo, que ya de joven,  cuando vivíamos con los ascetas en el bosque,  

Empecé a desconfiar de las doctrinas y de los  maestros y muy pronto les volví la espalda.   No he cambiado de opinión; pero he tenido,  desde entonces, muchos maestros. Una hermosa   cortesana fue mi maestra durante largo tiempo,  y también tuve por maestros a un rico mercader  

Y a varios jugadores de dados. En cierta ocasión  hasta un discípulo de Buda llegó a ser mi maestro:   se instaló a mi lado mientras yo dormía en  el bosque, durante una peregrinación. También   aprendí de él, también a él le estoy agradecido.  Pero de quien más he aprendido es de este río y  

De mi predecesor, el barquero Vasudeva. Era un  hombre muy simple, Vasudeva; no era un filósofo   pero sabía lo que hay que saber, y lo sabía tan  bien como Gotama: era un ser perfecto, un santo.  Govinda dijo entonces: —Me parece, Siddhartha,  

Que todavía te sigue gustando hacer bromas. Te  creo y sé muy bien que no has seguido a ningún   maestro. Pero ¿no has encontrado tú mismo,  si no una doctrina, al menos ciertas ideas,   ciertos conocimientos que puedas considerar como  tuyos y te ayuden a vivir? Si me dijeras algo al  

Respecto, alegrarías mi corazón. Siddhartha respondió:  —He tenido ideas, sí, e incluso conocimientos  en forma esporádica. A veces, durante una hora o   por un día, he sentido el saber en mi interior  tal y como uno siente la vida en su corazón.   Eran muchas ideas, pero me sería difícil  comunicártelas. Mira, Govinda, esta es una  

De las ideas que he encontrado: la sabiduría no  es comunicable. La sabiduría que un sabio intenta   comunicar a otros suena siempre a locura. —¿Estás bromeando? —preguntó Govinda.  —No bromeo. Te digo lo que he encontrado. El  saber puede comunicarse, pero la sabiduría  

No. Es posible encontrarla, vivirla, dejarse  llevar por ella y hasta hacer milagros con ella,   pero comunicarla y enseñarla es imposible. Esto  es lo que ya de joven presentía, lo que me alejó   de los maestros. También he encontrado otra idea  que acaso tú, Govinda, vuelvas a tomar por broma  

O por locura, pero que es la mejor de todas mis  ideas. Hela aquí: lo contrario de toda verdad   es también verdadero. Me explico: una verdad  solo se puede enunciar y traducir en palabras   cuando es unilateral. Y unilateral es todo  cuanto puede concebirse con ideas y expresarse  

Con palabras: es todo unilateral, todo mitad, todo  desprovisto de totalidad, de redondez, de unidad.   Cuando el sublime Gotama hablaba del mundo en  sus prédicas, tenía que dividirlo en samsara y   en nirvana, en ilusión y en verdad, en sufrimiento  y en liberación. Imposible hacerlo de otro modo;  

No hay otro camino para quien quiera enseñar.  Pero el mundo en sí mismo, lo que existe a   nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos,  nunca es unilateral. Nunca un hombre o una acción   cualquiera es del todo samsara o del todo nirvana;  nunca un hombre es totalmente santo o totalmente  

Pecador. Nos parece que así debe de ser, porque  vivimos bajo la ilusión de que el tiempo es algo   real. El tiempo no es real, Govinda, y esto es  algo que he experimentado repetidas veces. Y si   el tiempo no es real, la distancia que parece  mediar entre el mundo y la eternidad, entre  

El sufrimiento y la bienaventuranza, entre  el bien y el mal, es también una ilusión.  —¿Cómo puede ser así?  —preguntó Govinda angustiado.  —¡Escúchame bien, querido amigo, escúchame  bien! El pecador que yo soy y que tú eres «es»  

Un pecador, pero algún día será de nuevo Brahma,  algún día llegará al nirvana, será Buda… Y ahora   fíjate: este «algún día» es ilusión, es solo una  metáfora. El pecador no se halla en camino de   transformarse en Buda, no se halla comprometido en  un proceso evolutivo, aunque nuestro espíritu sea  

Incapaz de representarse las cosas de otro modo.  No, el Buda futuro existe ya en el pecador actual,   todo su futuro ya está ahí; y en él, en ti, en  cada uno hemos de venerar al Buda potencial,   al Buda en devenir, al Buda escondido. El mundo,  amigo Govinda, no es imperfecto ni se encuentra  

En vías de un lento perfeccionamiento. No, es ya  perfecto en cada instante: cada pecado lleva en sí   la gracia, en cada niño alienta ya el anciano,  todo recién nacido contiene en sí la muerte,   todo moribundo, la vida eterna. Ningún hombre  es capaz de ver hasta qué punto del camino ha  

Avanzado su prójimo; en el ladrón y en el jugador  de dados aguarda Buda, en el brahmán puede   ocultarse un bandido. La meditación profunda  ofrece la posibilidad de abolir el tiempo,   de ver simultáneamente toda la vida pasada,  presente y venidera, y entonces todo es bueno,  

Todo es perfecto, todo es Brahma. Por ello me  parece bueno todo lo que existe: la vida no menos   que la muerte, el pecado tanto como la santidad,  la inteligencia no menos que la estupidez. Todo   ha de ser así, todo no pide sino mi aprobación, mi  buena voluntad, mi comprensión amorosa; y en ese  

Caso es bueno para mí, solo podrá estimularme,  nunca podrá hacerme daño. He experimentado en   cuerpo y alma que me hacían falta el pecado, la  concupiscencia, el afán de lucro, la vanidad y la   más ignominiosa de las vanidades para aprender  a vencer mi resistencia, para aprender a amar  

Al mundo y a no compararlo más con algún mundo  deseado e imaginado por mí, con algún arquetipo de   perfección inventado por mi cerebro, sino dejarlo  tal como es, y amarlo e integrarme en él con   gusto. Estas, oh Govinda, son algunas de  las ideas que han acudido a mi espíritu. 

Siddhartha se inclinó, levantó una  piedra del suelo y la sopesó en su mano.  —Esto —dijo jugueteando— es una piedra, y dentro  de un tiempo determinado quizá sea tierra,   y esa tierra se convierta en planta, animal o ser  humano. Pues bien, en otro tiempo habría dicho:  

«Esta piedra es tan solo una piedra, carece  de valor y pertenece al mundo de Maya;   pero como en el ciclo de las transformaciones tal  vez llegue a convertirse en hombre o en espíritu,   también he de otorgarle un valor». Así habría  pensado yo antes. Ahora, en cambio, pienso:  

Esta piedra es una piedra, pero es también animal,  también es Dios, también es Buda; la amo y la   respeto no porque algún día pueda llegar a ser  esto o lo otro, sino porque es y ha sido siempre  

Todo. Y la amo precisamente por esto, porque es  piedra y en este momento se me presenta como tal;   y descubro un valor y un sentido en cada una  de sus venas y concavidades, en el amarillo,  

En el gris, en la dureza, en el sonido que  emite cuando la golpeo, en la sequedad o la   humedad de su superficie. Hay piedras que ofrecen  al tacto una consistencia oleaginosa o jabonosa,   y otras que parecen hojas, o arena, y cada una  tiene sus atributos distintivos y reza el Om  

A su manera, cada una es Brahma, pero al mismo  tiempo es una piedra, es oleaginosa o jabonosa,   y justamente esto es lo que me gusta y me parece  extraordinario y digno de veneración. Pero no me   hagas seguir hablando de esto. Las palabras son  nocivas para el sentido secreto de las cosas;  

Todo cambia ligeramente cuando lo expresamos,  nos parece un poco deformado, un poco necio…;   sí, y esto también es muy bueno y me agrada mucho:  también estoy de acuerdo en que lo que constituye   el tesoro y la sabiduría de un ser humano ha de  sonar siempre un poco necio al oído de los otros. 

Govinda escuchaba en silencio. —¿Por qué me has contado aquello de la piedra?   —preguntó en tono vacilante, tras una pausa. —Fue sin intención. O tal vez para darte a   entender que justamente amo esta piedra, y el  río, y todas estas cosas que estamos viviendo  

Y de las cuales podemos aprender. Sí, puedo  amar una piedra, Govinda, así como un árbol   y hasta un pedazo de corteza. Son cosas, y las  cosas pueden ser amadas. En cambio soy incapaz   de amar a las palabras. Por eso las doctrinas  nada significan para mí; no tienen dureza,  

Ni blandura, ni colores, ni cantos, ni  aroma, ni sabor: no tienen más que palabras.   Tal vez sea esto mismo lo que te impide encontrar  la paz; tal vez sea todo este exceso de palabras.   Pues también liberación y virtud, también  samsara y nirvana son simples palabras,  

Govinda. No hay objeto alguno que sea el  nirvana; solo existe la palabra nirvana.  Dijo entonces Govinda: —Amigo mío, nirvana no es   solo una palabra. Es una idea. Y Siddhartha prosiguió:  —Una idea, puede que sí. Mas debo confesarte,  querido amigo, que no hallo mucha diferencia entre  

Las ideas y las palabras. Y hablando francamente:  las ideas tampoco me importan demasiado. Más me   interesan las cosas. Aquí en esta barca, por  ejemplo, mi predecesor y maestro fue un hombre,   un santo que durante muchos años creyó simplemente  en el río, y en nada más. Había observado que la  

Voz del río le hablaba; de ella aprendió, la voz  lo fue educando e instruyendo, el río era su Dios.   Durante muchos años ignoró que cada viento, cada  nube, cada pájaro y cada insecto son igualmente   divinos y saben y pueden enseñar lo mismo que el  venerado río. Pero cuando este santo se marchó a  

Los bosques ya sabía todo, sabía más que tú y  que yo, y sin haber tenido maestros ni libros:   solo porque tuvo fe en el río. Govinda dijo entonces:  —Pero esto que tú llamas «cosas» ¿es acaso algo  real, algo esencial? ¿No será solo una ilusión de  

Maya, simples imágenes y apariencias? Tu piedra,  tu árbol, tu río ¿son en verdad realidades?  —Eso tampoco me preocupa mucho —repuso  Siddhartha—. Poco importa que las cosas   sean o no apariencias; el hecho es que yo  también soy apariencia y, por lo tanto,  

Ellas son mis semejantes. Esto es lo que me  las hace tan entrañables y dignas de respeto:   son mis semejantes. Por eso puedo amarlas. Y  he aquí una doctrina de la que vas a reírte:   el amor, Govinda, me parece la cosa más  importante que existe. Analizar el mundo,  

Explicarlo o despreciarlo acaso sea la tarea  principal de los grandes filósofos. Yo, en cambio,   lo único que persigo es poder amar al mundo, no  despreciarlo, no odiarlo a él ni odiarme a mí   mismo, poder contemplarlo (y con él a mí mismo y  a todos los seres) con amor, admiración y respeto. 

—Esto lo entiendo —dijo Govinda—. Pero  es justamente lo que él, el Sublime,   denominaba ilusión. Prescribió la benevolencia,  la generosidad, la compasión, la tolerancia,   pero no el amor; nos prohibió atar nuestro  corazón con el amor hacia las cosas terrenales. 

—Lo sé —respondió Siddhartha, y su sonrisa  refulgió como el oro—. Lo sé, Govinda. Y mira,   ya estamos otra vez perdidos en la selva  de las opiniones, en discusiones sobre las   palabras. Pues no puedo negar que mis palabras  sobre el amor se hallan en contradicción,  

En una contradicción aparente, con las palabras de  Gotama. Por eso desconfío tanto de las palabras,   porque sé que esta contradicción es ilusoria.  En el fondo sé que estoy de acuerdo con Gotama.   ¿Cómo podría Él ignorar el amor? Él, que supo  reconocer la nulidad y caducidad de todo cuando  

Atañe al ser humano y, sin embargo, amó  tanto a los hombres que dedicó toda una   vida larga y fatigosa a la tarea exclusiva  de ayudarlos e instruirlos. También en Él,   en tu gran Maestro, prefiero las cosas a las  palabras; su vida y sus hechos me parecen más  

Importantes que sus discursos; los gestos de  su mano, más importantes que sus opiniones.   No en su palabra ni en su pensamiento veo  su grandeza, sino en sus obras, en su vida.  Largo rato permanecieron en silencio  ambos ancianos. Finalmente habló Govinda,   al tiempo que se inclinaba para despedirse: —Gracias, Siddhartha, por haberme revelado  

Algunos de tus pensamientos. En parte son  pensamientos extraños, no todos me resultaron   asequibles de inmediato. Mas sea como fuere, te  agradezco y te deseo días de paz y de sosiego.  Pero en su interior pensaba: «Este Siddhartha  es un hombre extraño; extrañas son las ideas  

Que predica y hay algo de locura en su doctrina.  Muy distinta suena la doctrina pura del Sublime:   más clara, transparente y comprensible; en ella  no hay nada raro, extravagante o ridículo. Pero   distintos de sus pensamientos me parecen las  manos y los pies de Siddhartha, sus ojos,  

Su frente, su respiración, su sonrisa, su manera  de saludar y caminar. Nunca, desde que nuestro   sublime Gotama entró en el nirvana, nunca he  vuelto a encontrar a un hombre que me impulsara a   decir: ¡este es un santo! Solo él, Siddhartha, me  ha dejado esta impresión. Aunque su doctrina sea  

Extraña y en sus palabras haya un eco de locura,  su mirada y su mano, su piel y sus cabellos,   todo en él irradia una pureza, una paz, una  serenidad, una dulzura y una santidad que   nunca he vuelto a ver en ningún hombre tras  la última muerte de nuestro sublime maestro». 

Mientras Govinda discurría de este modo,  agitando en su corazón los pensamientos   más contradictorios, volvió a inclinarse  hacia Siddhartha, impulsado por el afecto.   Le hizo una profunda venia a su amigo,  que permaneció sentado y en silencio.  —Siddhartha —le dijo—, nos hemos hecho viejos.  Difícilmente volveremos a vernos bajo esta forma  

Humana. Veo, amigo querido, que has encontrado  la paz. Yo confieso no haberla hallado. Dime   una palabra más, oh venerable; dame algo que  pueda tocar, algo que pueda comprender. Dame   algo que me acompañe en mi camino. Arduo y  sombrío es mi camino a veces, oh Siddhartha. 

Siddhartha callaba y lo miraba con su sonrisa  tranquila, inmutable. Govinda clavó en él una   mirada angustiosa, anhelante. El sufrimiento  y la eterna búsqueda se leían en su mirada,   el sufrimiento del que nunca encuentra. Siddhartha lo advirtió y sonrió.  —Inclínate hacia mí —le susurró al oído—.  ¡Inclínate hacia mí! ¡Así, más todavía!  

¡Más cerca! ¡Bésame en la frente, Govinda! Pero mientras Govinda obedecía sus palabras,   maravillado y atraído a la vez por su gran  afecto y por una especie de presentimiento,   mientras se acercaba un poco más a Siddhartha y  le rozaba la frente con sus labios, le ocurrió  

Algo extraordinario. Sí, mientras sus pensamientos  seguían ocupándose aún de las extrañas palabras de   su amigo; mientras él mismo hacía esfuerzos  vanos y algo violentos por imaginarse la   abolición del tiempo, por representarse nirvana  y samsara como una sola cosa; y mientras una  

Especie de desdén por las palabras de Siddhartha  combatía en su interior con un cariño inmenso   y un respeto no menor, le sucedió lo siguiente: Dejó de ver el rostro de su amigo Siddhartha y vio   en vez de este otros rostros, muchos, una hilera  enorme, un río de rostros, cientos, miles de caras  

Que llegaban y pasaban, aunque parecieran estar  todas allí al mismo tiempo; miles de caras que se   transformaban y se renovaban incesantemente y que,  sin embargo, eran todas Siddhartha. Vio el rostro   de un pez, de una carpa con la boca desencajada  por un dolor infinito: un pez moribundo con  

Los ojos saltones; vio el rostro de un recién  nacido, rojo y surcado de arrugas, contraerse por   el llanto; vio el rostro de un asesino, y lo vio  hundir un cuchillo en el cuerpo de un hombre; vio,  

En el mismo instante, al asesino encadenado y de  rodillas ante su verdugo, que le cortó la cabeza   de un solo mandoble; vio cuerpos de hombres  y mujeres desnudos en las posiciones y en   las luchas de un amor desenfrenado; vio cadáveres  estirados, tranquilos, fríos, vacíos; vio cabezas  

De animales, de jabalíes, de cocodrilos, de  elefantes, de toros, de aves; vio dioses,   vio a Krishna, a Agni; vio todos estos rostros  y figuras anudados en mil relaciones recíprocas,   ayudándose unos a otros, amándose, odiándose,  destruyéndose, volviendo a procrearse; cada  

Cual empeñado en querer morir, cada cual dando un  testimonio apasionado y doloroso de su caducidad;   pero ninguno moría, todos se transformaban  solamente, renacían sin cesar e iban adquiriendo   siempre un rostro nuevo, sin que entre los  sucesivos rostros viniera a interponerse  

Un resquicio de tiempo; y todos estos rostros y  figuras yacían, fluían, se multiplicaban, flotaban   aisladamente y volvían a confluir; y sobre todos  ellos se cernía algo muy sutil, impalpable y, sin   embargo, existente, algo así como una tenue capa  de cristal o de hielo, como una piel transparente,  

Una corteza, un molde o una máscara de agua;  y esta máscara le sonreía y era el rostro   sonriente de Siddhartha que él, Govinda, estaba  rozando con sus labios en aquel mismo momento.   Y esta sonrisa de la máscara, según le pareció a  Govinda, esta sonrisa de la unidad sobre el fluir  

De las formas, esta sonrisa de la simultaneidad  sobre los millares de nacimientos y de muertes,   esta sonrisa de Siddhartha era exactamente  la misma sonrisa de Gotama Buda: perenne,   tranquila, fina, impenetrable, quizá  bondadosa, burlona acaso, sabia, múltiple;   la misma sonrisa que él había contemplado  centenares de veces con profundo respeto.  

Así —y esto Govinda lo sabía—,  así sonríen los seres perfectos.  No sabiendo ya si había tiempo, si aquella  visión había durado un segundo o cien años,   no sabiendo ya si existía un Siddhartha, o  un Gotama, o un Yo y un Tú, herido en lo más  

Profundo de su ser como por una flecha divina que  lo vulnerase dulcemente, hechizado y disuelto en   su interior, Govinda aún permaneció un instante  inclinado sobre el impasible rostro de Siddhartha,   ese rostro al que acababa de besar, que acababa  de ser escenario de todas esas metamorfosis,  

De todo el Devenir, de todo el Ser. El  rostro permaneció inmutable una vez que,   bajo su superficie, volvieron a cerrarse los  abismos de la multiplicidad; sonreía tranquilo,   sonreía dulce y tiernamente, tal vez con  demasiada bondad, tal vez con demasiada ironía,  

Exactamente como Él había sonreído, el Sublime. Profundamente se inclinó Govinda; por su viejo   rostro rodaron lágrimas de las que él nada supo;  como un fuego ardió en su corazón el sentimiento   del amor más íntimo, de la veneración más humilde.  Profundamente se inclinó, hasta tocar el suelo,  

Ante aquel hombre que permanecía allí sentado,  inmóvil, y cuya sonrisa le recordaba todo cuanto   había amado en su vida, todo cuanto en su  vida había él considerado valioso y sagrado. Gracias por haber compartido este momento  de lectura en «La Voz que te Cuenta». Si  

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