La felicidad conyugal de León Tolstói. Novela completa. Audiolibro con voz humana real.



Las vicisitudes sentimentales de una pareja quedan d¡reflejadas en este breve novela de León Tolstói (1828-1910) La felicidad …

La felicidad conyugal es una novela escrita por el famoso autor ruso León Tolstói. La historia gira en torno a la relación matrimonial de Masha y Sergey, una pareja de la alta sociedad rusa. La novela examina la complejidad del amor, la infidelidad y la felicidad en el contexto del matrimonio.

La trama se desarrolla a través de los ojos de Masha, quien lucha por encontrar la felicidad en su matrimonio a pesar de las dificultades y desafíos que enfrenta. A lo largo de la historia, Tolstói explora las complejidades emocionales y las luchas internas de los personajes, ofreciendo una visión cruda y realista de las relaciones conyugales.

El audiolibro de La felicidad conyugal de León Tolstói está narrado por una voz humana real, lo que permite al oyente sumergirse completamente en la historia y en los personajes. La narración cuidadosa y emotiva ofrece una experiencia enriquecedora que permite al público conectarse con la profundidad de los temas tratados en la novela.

En resumen, La felicidad conyugal es una novela que ofrece una mirada profunda y reflexiva sobre el matrimonio, el amor y la felicidad, y el audiolibro con voz humana real brinda una forma única y cautivadora de experimentar esta historia atemporal. LA FELICIDAD CONYUGAL. Una novela de León Tolstói. Yo soy “La voz que te cuenta” PARTE PRIMERA Capítulo uno Katia, Sonia y yo llevábamos luto por nuestra madre, que había fallecido aquel otoño y por esto pasamos aquel invierno en nuestra finca, casi solas.

Katia era nuestra institutriz que nos había educado, a quien se consideraba como de la familia y a la que yo quería particularmente desde mi niñez; Sonia era mi hermana menor. Aquel sombrío invierno lo pasamos tristemente en la vieja casa de campo que teníamos en

La aldea de Pokrovskaya. Hacía frío, soplaba el viento y la nieve llegaba hasta las ventanas que se cubrieron con una espesa capa de escarcha. Dejamos de salir de casa. Apenas recibíamos visitas y hasta las pocas que llegaban no lograban distraemos, ni alegraban el triste

Caserón. Nos sentíamos deprimidas, hablábamos a media voz como si temiéramos despertar a alguien. Nunca reíamos, pero en cambio llorábamos con frecuencia. Y todo eran suspiros… Especialmente triste era mi aspecto, como el de la pequeña Sonia, con su trajecito

Negro. La presencia de la muerte se dejaba sentir en toda la casa; hasta el aire que se respiraba parecía impregnado de desconsuelo y desesperación. El cuarto de mamá se había cerrado con llave; esto me daba escalofríos, mas a pesar de ello, cada vez que pasaba ante

Aquella puerta cuando iba a acostarme, sentía deseos de penetrar en la estancia fría abandonada. Yo tenía entonces diecisiete años. La intención de mamá era que nos trasladáramos aquel año a la capital para hacerme entrar en sociedad. Su muerte fué para mí un golpe terrible

Y, sin embargo, he de confesar que tras esta pérdida misma se vislumbraba que yo era joven y, según decía la gente, muy agraciada: por esto me deprimía especialmente la idea de que iba a pasar otro invierno interminable en la soledad fría y hostil del caserón.

A fines de invierno este sentimiento de agobio o puede que simplemente de aburrimiento, llegó hasta tal extremo que ya no abandonaba mi cuarto, ni me sentaba al piano, ni abría un libro. Cuando Katia trataba de convencerme de que me ocupara en algo le contestaba que

Me era imposible, que me faltaban las fuerzas, cuando en realidad pensaba: «¿Para qué? ¿Qué importa lo que haga o deje de hacer, si ha de perderse así lo mejor de mi juventud?». Y, sin hallar respuesta a mi pregunta, echaba a llorar amargamente.

Todos me decían que estaba muy desmejorada y que había adelgazado, pero esto tampoco me preocupaba. «¿Qué importa?» me repetía. «¿Para quién he de ocuparme de mi persona?». Me parecía que toda mi vida habría de transcurrir en aquel lugar abandonado, en un hastío perpetuo

Del que no lograría nunca evadirme yo sola, sin ayuda de nadie, porque me faltaban energías, porque ya no tenía ni deseos de vivir… Katia, muy preocupada por mi salud, repetía que era necesario que fuéramos al extranjero, pero esto requería mucho dinero y nosotros

Aún no sabíamos lo que nos quedaba a la muerte de mamá y esperábamos la llegada de nuestro tutor que debía informarnos sobre nuestra situación económica. Sergio Mijailovich llegó en marzo. —¡Gracias a Dios que por fin ha llegado! —⁠exclamó aquel día Katia, alegremente. Yo, como siempre, vagaba de un lado a otro,

Como una sombra indiferente a todo. —Sí, sí… —me dijo—. Ha llegado al pueblo Sergio Mijailovich y acaba de mandar a un hombre para informarse de nuestra salud; y pregunta si puede venir a comer con nosotras. ¡Ay, querida Macha! ¡Anímate! ¿Qué pensará

De ti si te ve en este estado? Ya sabes que es un buen amigo que nos quiere mucho… Sergio Mijailovich era un hacendado vecino nuestro y había sido amigo íntimo de nuestro difunto padre, aunque era mucho más joven que él. Su llegada, además de alegrarnos,

Significaba para mí la posibilidad de cambiar de vida, de abandonar por fin aquella casa tétrica y trasladarme a la capital. Desde mi infancia me había acostumbrado a respetar a Sergio Mijailovich como amigo que fué de nuestro padre, por lo que el consejo

De Katia era muy natural puesto que de todos nuestros conocidos puede que fuese la única persona ante quien no hubiese querido comparecer en el estado lamentable en que me hallaba. He de añadir que todos en nuestra casa le apreciaban y le querían, empezando por Katia

Y Sonia —⁠puesto que era padrino de ambas⁠— y terminando con el último criado y cochero, que le consideraban como miembro de nuestra familia. Pero Sergio Mijailovich era para mí algo más que para ellos, porque yo recordaba una frase que en cierta ocasión dijera mi madre en mi presencia:

—Desearía para Macha un marido como Sergio Mijailovich —⁠había dicho. Estas palabras me habían sorprendido y hasta un tanto disgustado porque no era él el tipo de hombre que hubiese escogido… Mi ideal era un héroe enjuto, pálido, soñador y melancólico…; mientras que Sergio Mijailovich era corpulento, alto, siempre alegre y, sobre

Todo, no muy joven… Sin embargo, las palabras de mi madre no dejaron de impresionarme y quedaron mucho tiempo grabadas en mi imaginación. Tanto es así, que cuando aún no tenía más que once años y él me tuteaba llamándome «la pequeña violeta»

Jugando conmigo, yo me preguntaba con cierta zozobra: «¿Qué será de mí si de pronto se le ocurriese efectivamente casarse conmigo?». Sergio Mijailovich llegó poco antes de la comida, habiendo dispuesto Katia que prepararan un plato suplementario de espinacas y postres más cumplidos. Me acerqué a la ventana para verle llegar

En su pequeño trineo, pero cuando dobló la esquina y se detuvo ante la casa, me precipité en el saloncito, para fingir que no le había visto y que ni siquiera le esperaba. Mas cuando sus pasos resonaron en el recibidor y oí como Katia le daba la bienvenida, no

Me pude contener y salí a mi vez a recibirle. Le encontré estrechando la mano de Katia y hablando animadamente. Al verme se quedó unos instantes parado, mirándome sin saludar. Me sentí algo turbada y creo que hasta me ruboricé. —¡Ah! ¡Es usted! —dijo por fin y con su habitual franqueza se adelantó decidido⁠—.

¡Cómo ha cambiado! —⁠exclamó⁠—. ¡Cómo ha crecido! ¡Ah! ¡La pequeña violeta se ha transformado en una magnífica rosa! Aprisionó mis manos entre las suyas, grandes y fuertes, con un gesto alegre y sin ninguna equívoca intención. Yo pensé que me besaría

La mano, pero él volvió a estrechármela con mayor fuerza al tiempo que me miraba en los ojos, con toda la alegría y la franqueza de su alma. Hacía seis años que no le había visto y le encontré muy cambiado. Había envejecido

Y llevaba unas patillas que no le favorecían. Mas su modo de ser era el mismo de antes, su rostro tenía la misma expresión jovial, conservaba la mirada clara e inteligente y seguía siendo la misma su sonrisa afectuosa y casi infantil.

En cinco minutos dejó de ser un huésped y fué el familiar de la casa, hasta para la servidumbre que se alegraba de su llegada, según se desprendía de la diligencia con que le atendieron. Se condujo de un modo muy distinto al de los

Demás vecinos nuestros que en sus visitas de pésame se creían obligados a guardar silencio y a sollozar discretamente en nuestra presencia. Sergio Mijailovich charlaba alegremente y, de momento, ni mencionó a la difunta, tanto, que su actitud hasta se me antojó improcedente tratándose de un amigo tan íntimo de la

Familia. Pero luego comprendí que ello no era indiferencia, ni mucho menos, sino el recto proceder de un hombre sincero, por lo que le estuve agradecida. Por la tarde nos reunimos en el salón y Katia sirvió el té, ocupando su lugar de siempre,

Como en tiempos de mamá; Sonia y yo nos sentamos a su lado y habiendo traído el viejo Gregorio la gran pipa de papá, Sergio Mijailovich la encendió y empezó a pasearse por la estancia, como solía hacerlo antaño. —¡Qué cambios tan tremendos ha visto esta casa! ¡Cuando yo lo pienso! —⁠exclamó por fin deteniéndose.

—Sí… —suspiró Katia. Tapó el samovar y le miró con los ojos llenos de lágrimas. —¿Supongo que os acordáis bien de vuestro padre? —⁠preguntó él dirigiéndose a mí. —No mucho —le respondí. —Estaríais bien con él, ahora… —⁠pronunció lentamente mirando por encima de mi cabeza⁠—. Yo le quería mucho —⁠añadió en voz

Baja y me pareció que sus ojos se humedecían. —Y, por si fuera poco, a ella también la llamó Nuestro Señor… —⁠dijo Katia en voz queda; dejó la servilleta, sacó su pañuelo y se echó a llorar. —Sí. Ha habido cambios terribles —⁠repitió Sergio Mijailovich volviéndose de espaldas⁠—. Sonia, enséñame tus juguetes —⁠dijo

De pronto abandonando la estancia y dirigiéndose al salón grande. Yo miré a Katia con ojos llenos de lágrimas. —Es un gran amigo… —comentó Katia. Nos reconfortaba la compasión de aquel hombre bueno y sensible que no pertenecía a la familia. Llegaban del salón los chillidos de Sonia y el ruido que hacían al jugar.

Les hice llevar allí el té; se oía que él había sentado a la pequeña ante el piano y que guiaba sus manecitas por las teclas. —¡María Alexandrovna! —me llamó al cabo de un rato⁠—. ¡Venga aquí! ¡Toque usted algo! Me complacía que me tratara con esa familiaridad sencilla y puede que algo autoritaria. Me

Levanté y me aproximé al piano. —Toque esto… —me dijo abriendo una Sonata de Beethoven y señalándome el «adagio» de la «quasi una fantasía»⁠—. Quiero ver cómo toca usted… Y se retiró a un rincón; el suyo favorito. Yo sentí que no podría negarme ni hacerme rogar, alegando que no tocaba bien. Por esto

Me senté ante el instrumento y me puse a tocar lo que me había pedido lo mejor que pude, aunque con cierto temor por su crítica, porque sabía que la música le gustaba y que era un entendido en la materia. El «adagio» resultó en armonía con mi

Estado de ánimo y creo que lo ejecuté bastante bien. Pero él no quiso que continuara el «scherzo». —No… —me interrumpió acercándose⁠—. Déjelo. Esto no lo toca bien. En cambio no le ha salido del todo mal lo primero. Veo que usted siente la música… Aquel discreto elogio me emocionó tanto que

Hasta me sonrojé. Me sentía halagada por su franqueza y por el hecho de que me hablara seriamente, como con una persona mayor y no como a una niña. Katia subió para acostar a Sonia y quedamos solos en el salón.

Me habló de mi padre, me contó cómo se habían hecho amigos y cómo se divertían juntos en sus tiempos, cuando yo aún me entretenía con libros de estudio y juguetes. Por primera vez se me representó mi padre como una persona amable y sencilla como hasta entonces nunca

Me lo había imaginado. Se interesó por mis gustos, por los libros que yo leía; me preguntó acerca de mis planes para el futuro y me dió algunos buenos consejos. Ya no era el bromista, el hombre divertido que ríe y fabrica chistes y juguetes, sino

Una persona seria y atenta; pronto supo granjearse mi respeto y simpatía. Me gustaba estar discurriendo así con él, pero, al mismo tiempo me sentía algo cohibida al hablarle. Involuntariamente medía mis palabras. ¡Deseaba tanto conquistar con mis propios méritos ese afecto que ya tenía conseguido por el mero hecho de ser la hija

Del que fuera su mejor amigo! Katia se reunió con nosotros después de haber acostado a la pequeña y le habló de mi decaimiento, de mi apatía por todo. —¡Veo que no me ha confiado lo principal! —⁠exclamó Sergio Mijailovich sonriendo y moviendo la cabeza con reproche. —Porque no hay nada que confiar… —⁠protesté⁠—.

Me aburro sencillamente. Pero ya me pasará… Y realmente me pareció que mi abatimiento se iba, que ya había pasado, que nunca había existido siquiera… —Hay que saber soportar la soledad —⁠me reconvino él⁠—. ¿Será posible que sea usted una señorita? —¡Claro que me tengo por tal! —⁠respondí riendo. —Una señorita mala, entonces…; una de

Ésas que sólo viven cuando las adulan y admiran. Pero tan pronto se queda sola, decae, desmerece, se marchita y pierde todo estímulo. Todo para presumir, para aparentar y nada en el fondo. —Se ha formado usted de mí una opinión muy buena —⁠dije por decir algo. —No —pronunció él tras un corto silencio⁠—.

Usted es como su padre… En usted hay algo… Y volvió a elogiarme con su mirada franca y serena. Fué entonces cuando descubrí una particularidad de aquella mirada suya que no me había dejado advertir antes su rostro casi siempre alegre.

Era una mirada muy clara al principio, pero que poco a poco se iba velando y se hacía pensativa y hasta algo triste. —Usted no debe aburrirse, debe conservar sus energías —⁠me dijo⁠—. Tiene a su alcance la música que siente y comprende,

Novelas, estudios… toda una vida que le espera y a la que se debe preparar para no arrepentirse luego. Dentro de un año será demasiado tarde. Me hablaba como un padre o como un tío afectuoso, pero yo comprendía que hacía un esfuerzo

Para situarse a mi nivel. Me irritaba ver que se consideraba superior, pero al mismo tiempo me halagaba saber que sólo para mí se esforzaba en ser distinto de lo que era en realidad. El resto de la tarde habló con Katia de nuestros asuntos pecuniarios. —Adiós, amigas —se despidió por fin

Levantándose y estrechándome la mano. —¿Cuándo volveremos a verle? —⁠le preguntó Katia. —En primavera —respondió sin abandonar mi mano⁠—. Pasaré por la Danilovka (era otra aldea nuestra), inspeccionaré por allí y haré cuanto pueda… luego he de ir a Moscú por unos asuntos míos. Les prometo visitarles

Más a menudo en verano… —¿Y no le veremos hasta entonces? —⁠dije yo tristemente. Efectivamente, ya me había hecho a la idea de verle cada día y me sobrecogía el pensar que volvería el terrible hastío. Seguramente lo dejé traslucir en la mirada y con la voz. —Trabaje, ocúpese en algo, sin ñoñería…

—⁠me dijo en un tono que me pareció excesivamente frío e indiferente⁠—. Le haré un examen en primavera —⁠añadió soltando mi mano y sin mirarme. Se detuvo como indeciso en el recibidor y volvió a mirarme. «Pierdes el tiempo» —pensaba yo⁠—. «¿Acaso te imaginas que me gusta tanto que

Me mires? Eres una buena persona… Muy buena… pero nada más». Aquella noche Katia y yo nos acostamos muy tarde. No hablamos de Sergio Mijailovich, sin embargo, sino de cómo pasaríamos el verano y de dónde viviríamos en invierno. Ya no me preguntaba «¿Para qué?»… Me parecía claro y sencillo que se debía vivir

Para conseguir la felicidad y que ésta no dejaría de acudir en un futuro próximo. Y el viejo y hosco caserón me pareció de pronto alegre y lleno de luz y de vida. La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte primera, capítulo dos

Llegó la primavera. Mi pasada tristeza se había esfumado, reemplazada por la vernal melancolía hecha de imprecisas esperanzas y deseos. Ya no me recluía como al principio del invierno; me ocupaba de Sonia, tocaba el piano y leía. Y también me internaba

Muchas veces en el parque y paseaba sola por las alamedas o me sentaba en un banco apartado. Dios sabe en lo que pensaba entonces y lo que esperaba… A veces me pasaba noches enteras, sobre todo cuando había luna, desvelada, sentada ante la ventana de mi cuarto; luego,

Sin abrigarme siquiera y procurando que no lo advirtiese Katia, salía al jardín e iba corriendo por la hierba húmeda de rocío hasta el apartado estanque. Una vez incluso salí al campo y sola, de noche, di la vuelta a nuestro jardín. Ahora difícilmente llego a explicarme las cosas que entonces poblaban mi imaginación.

Cuando lo recuerdo hasta me parece increíble que pudiera soñar en cosas tan irreales, tan extrañas. A últimos de mayo regresó Sergio Mijailovich. Vino a vernos la primera vez ya anochecido y cuando menos le esperábamos. Estábamos sentadas en la terraza y nos disponíamos a tomar el té.

El jardín ya verdeaba y los ruiseñores poblaban los macizos. Las matas de lilas aparecían ya salpicadas de algo blanco y violeta, dispuestas a florecer. El follaje de la alameda parecía transparente a la luz del crepúsculo luminoso. Unas sombras frescas invadían la terraza

Y el rocío de la noche se preparaba a humedecer la hierba. Desde el patio llegaban los últimos rumores del día; regresaba el rebaño y Nikon, el bendito, iba y venía con su carro tonelero regando los arbolillos, las gardenias y la escalinata. En la terraza, sobre el albo mantel, humeaba

Limpio y brillante el samovar y había crema, roscas y pastas. Katia limpiaba y preparaba las tazas. Yo tenía hambre y sin esperar el té comía rebanadas de pan con nata fresca. Llevaba una blusa de percal y con una toquilla me cubría los cabellos húmedos.

Fué Katia la primera en divisarle. —¡Ahí viene Sergio Mijailovich! —⁠exclamó saliéndole al encuentro⁠—. Ahora mismo estábamos hablando de usted… Me levanté para cambiarme de vestido, pero le encontré en la puerta. —No se preocupe. Estamos en el campo… —⁠me detuvo mirando mi tocado y sonriendo⁠—.

Imagínese que soy un Gregorio cualquiera… Pero a mí me pareció que en aquellos momentos precisamente no me miraba como «Gregorio» y me sentí incómoda. —Ahora vengo… —le dije alejándome. —¡Está muy bien así! —me gritó—. ¡Parece una joven campesina! «¡Qué modo más raro de mirarme!… —⁠pensaba

Mientras subía corriendo la escalera⁠—. ¡Me alegro que haya venido… Nos distraerá!». Me miré al espejo, bajé corriendo la escalera, sin importarme que advirtiera mi apresuramiento y salí sofocada a la terraza. Sergio Mijailovich estaba hablando con Katia de sus gestiones. Sonrió al verme y siguió hablando. Según decía, nuestros asuntos

Iban perfectamente. Procedía pasar el verano en el campo e ir luego a Petersburgo o al extranjero donde Sonia podría terminar su educación. —Si usted pudiera acompañarnos… —⁠observó Katia⁠—. Solas andaríamos perdidas. —La vuelta al mundo daría con ustedes —⁠exclamó él entre serio y jocoso. —Emprendamos, pues, un viaje alrededor del mundo —⁠dije yo.

Él sonrió y movió la cabeza. —¿Y los negocios? Pero, bueno… hablando en serio: Cuénteme cómo ha pasado este tiempo. ¿Ha seguido aburriéndose? Cuando le dije que no había dejado de ocuparme de mi hermanita, que mi depresión había desaparecido y cuando Katia le hubo confirmado mis palabras, me sonrió como se sonríe a

Los niños y como si tuviera pleno derecho a ello. Me pareció necesario comunicarle detallada y sinceramente lo que había hecho en su ausencia y confesarle cuanto pudiera merecer su desaprobación. El anochecer era tan quieto que seguimos en

La terraza después de haber sido retirado el té y la charla fué tan amena que ni me di cuenta de la hora. Se habían apagado los ruidos del día, se hizo más penetrante el aroma de las flores; caía denso el rocío de la noche y entre las lilas cantaban los

Ruiseñores. Descendía el cielo estrellado. Advertí la llegada de la noche sólo cuando un murciélago penetró en la terraza y empezó a aletear desesperado alrededor de mi pañuelo blanco. Me arrimé a la pared dispuesta a chillar, pero se escapó, rápido e incierto como había venido.

—Me gusta este lugar —dijo Sergio Mijailovich, interrumpiendo la conversación⁠—. Toda la vida me la pasaría aquí sentado… —Nadie se lo impide —respondió Katia. —Pero la vida camina y no se detiene… —⁠murmuró él. —¿Y por qué no se casa usted? —⁠preguntó Katia⁠—. Usted sería un marido ideal.

—¿Porque me gusta estar sentado? —⁠soltó la carcajada⁠—. No, Catalina Kirilovna, nosotros ya hemos pasado de la edad… Nadie puede considerarme como hombre casadero… Y yo menos que nadie… Y créame, me encuentro mucho mejor así… Me pareció que lo decía con cierta afectación, demasiado marcada para ser sincera.

—¡Muy bonito! ¡Claudicar a los treinta y seis años! —⁠protestó Katia. —Definitivamente —dijo él—. Sólo me quedan ánimos para estarme tranquilamente sentado. Y para casarse se necesita algo más. Pregúnteselo a ella —⁠me señaló con la cabeza⁠—. Estas muchachas sí que deben casarse… y nosotros las contemplaremos felices

En nuestra quietud. Su voz sonaba triste. Quedó unos minutos silencioso. Nosotras tampoco dijimos nada. —Imagínese —continuó de pronto agitándose en la silla⁠—. Imagínese que por desgracia me casara, con una muchacha joven, por ejemplo con Mach… con María Alexandrovna… Sí. Es un ejemplo excelente para demostrarles

Que… Un ejemplo muy acertado… Yo me reí sin comprender exactamente lo que quería decir. —Dígame, con el corazón en la mano —⁠me preguntó⁠—. ¿Acaso no se sentiría desgraciadísima si uniera su vida a la de un hombre viejo, caduco y que sólo desea una existencia sedentaria, mientras que usted sólo siente ansias de

Disfrutar de la vida, de satisfacer sus impulsos?… Yo no supe responderle. —No es una proposición… —observó riendo⁠—. Y por esto puede responderme con toda franqueza. ¿Verdad que usted no piensa en un hombre como yo cuando se pasea sola por el jardín? ¿Verdad que para usted sería una desgracia? —Ninguna desgracia, pero… —⁠empecé

Diciendo. —Pero no estaría nada bien —⁠acabó él. —Quizá… Pero también puede que me equi… Pero él volvió a interrumpirme. —No, usted no se equivoca. Y su sinceridad es de mi agrado. Estoy muy satisfecho de esta conversación. Además, he de decirles que

Para mí hubiera sido una verdadera tragedia… —¡Es usted un hombre extraordinario! ¡Divertido como siempre! —⁠dijo Katia y abandonó la terraza para disponer la cena. Permanecimos callados en el silencio de la noche. Seguía cantando el ruiseñor, pero su canto era más sosegado, llenando el jardín de trinos; otro le respondió, por primera

Vez, desde la próxima hondonada. El primero se detuvo como si escuchara y volvió a cantar más fuerte, con trinos cada vez más agudos. Serena resonaba su voz en el mundo nocturno en que vivían, tan distinto del nuestro. Pasó el jardinero hacia su cabaña en el

Invernadero y sonaron recias sus pisadas que se alejaban por la alameda. Alguien silbó a lo lejos y todo volvió a sumirse en el silencio. Temblaron imperceptiblemente las hojas de los árboles y se agitó el toldo que protegía la terraza. Me turbaba aquel silencio después de la conversación

Que habíamos tenido, pero no sabía qué decir y por esto callaba. Le miré y advertí que sus ojos, brillantes en la obscuridad, también me miraban. —¡Es bueno vivir! —pronunció. Yo suspiré. —¿Qué? —me preguntó. —Que es muy bueno vivir… —y repetí su frase en voz queda. Callamos de nuevo y volví a sentirme cohibida.

Me parecía que le había apenado al convenir que era viejo y por esto hubiese querido consolarle, pero no sabía cómo… —Bueno… Me voy —dijo por fin levantándose⁠—. Me espera mi madre. Apenas la he visto hoy… —Y yo que quería tocarle otra sonata… —⁠le dije irreflexivamente. —Otra vez —respondió en un tono que se

Me antojó algo brusco⁠—. Buenas noches. Pensé que había vuelto a ofenderle y me dió lástima. Katia y yo le acompañamos hasta la salida y permanecimos en la escalinata mirando hacia el camino por el que se iba. Cuando se apagó el ruido de las pisadas de

Su caballo volví a la terraza. Perdida la mirada en la húmeda neblina que descendía poblándose de rumores nocturnos, vi y escuché cuanto quería ver y oír con los sentidos de la imaginación… Sergio Mijailovich volvió a visitarnos en días sucesivos y la impresión penosa producida por aquella conversación se disipó rápidamente.

Durante aquel verano venía a vernos dos o tres veces por semana y me acostumbré tanto a su presencia que cuando dejaba transcurrir algún tiempo sin visitarnos, me parecía mal estar tanto tiempo sola y me enfadaba reprochándole su abandono. Me trataba como

Si fuera un joven compañero; conversaba conmigo induciéndome a la mayor franqueza. Me aconsejaba y me reprendía, según los casos. Más a pesar de todos sus esfuerzos para situarse a mi nivel, yo presentía que quedaba en él todo un mundo aparte, en el que no juzgaba

Oportuno dejarme penetrar. Y esto era lo que más me atraía hacia él y sostenía latente el respeto que había sabido merecerme. Sabía por Katia y por otros vecinos que, además de cuidar a su madre y de preocuparse de su hacienda y de nuestra tutela, tenía

Otros asuntos en la Corte, que le producían no pocos contratiempos. Sin embargo, nunca pude averiguar de qué asuntos se trataba, ni cuáles eran sus convicciones, proyectos y esperanzas. Apenas abordaba este tema, fruncía levemente el entrecejo como queriendo significar: «Por favor… no insista. Son cosas que no le incumben» y desviaba

La conversación. Al principio me sentí algo ofendida, pero luego me acostumbré tanto a su manera de ser que sólo hablábamos de cosas mías encontrándolo yo muy natural. Otra particularidad que me disgustó al principio, pero que luego encontré casi agradable, era

Su perfecta indiferencia hacia mi aspecto exterior. Nunca aludía a mi belleza y hasta hacía muecas y se burlaba cuándo alguien en su presencia me halagaba. Incluso se complacía en hallar en mí toda suerte de imperfecciones que eran otros tantos motivos de burla. Los

Trajes de moda y los complicados tocados con que me engalanaba Katia en días señalados, para él sólo eran objeto de chanzas que apenaban a la buena de Katia y me desorientaban al principio. Katia había decidido que yo le gustaba y no llegaba a comprender su actitud.

Pero yo comprendí pronto lo que él quería. Deseaba convencerse de que yo no era una coqueta. Y cuando lo alcanzó realmente no quedaron en mí ni rastros de fatuidad, ni deseos de presumir; adquirí en cambio una cándida coquetería, una dulce sencillez, precisamente

En una época en que no podía ser sencilla. Yo sabía que él me amaba, pero aún me preguntaba si era como a una mujer o como a una niña. Me hubiese dolido perder su afecto; sentía que para él era la muchacha más perfecta y naturalmente deseaba que conservara esta

Ilusión. Por esto le engañaba a pesar mío. Pero precisamente engañándole me hacía más buena. Yo sentía cuánto más digno era poner de manifiesto mis cualidades espirituales y no las perfecciones del cuerpo. Comprendía que él sabía mejor que yo cómo eran mis

Cabellos, mis manos y mi rostro, que lo había valorado todo definitivamente y que cuanto yo hiciese por embellecerme no sería más que un inútil y lamentable engaño. En cambio desconocía mi alma porque la quería, porque era algo que crecía y se desarrollaba. Y

Por esto era un terreno propicio para fingir y engañarle. ¡Qué alivio tuve cuando llegué a comprenderlo! Toda mi turbación cesó en el acto. Sentía que me quería tal como era, sin importarle si me veía de perfil, o de frente, bien peinada o con los cabellos sueltos…

Creo que si entonces me hubiese dicho que me encontraba hermosa, me habría disgustado su halago. ¡Qué alegría me inundaba, en cambio, cuando en respuesta a alguna observación mía, me miraba fijamente y decía visiblemente conmovido: «Sí… Usted tiene “algo”… Es usted una muchacha excelente y me veo obligado a

Decírselo…!». ¡Cuando pienso cómo merecía estos elogios! Por el simple hecho de decirle que encontraba muy bien el cariño que el viejo Gregorio profesaba a su nieta, o porque se me humedecían los ojos leyendo una poesía o una novela, o porque prefería Mozart a Schulhoft… ¡Con qué singular acierto adivinaba lo que

Estaba bien, lo que se debía desear y querer, a pesar de no tener noción alguna de muchas cosas! Muchos de mis gustos y costumbres no le satisfacían y bastaba un ligero movimiento de sus cejas para que dejara de gustarme lo que minutos antes me deleitaba. Sucedía que a veces, aún antes de hablar,

Ya sabía yo qué consejo iba a darme. Sus palabras tenían el don de extraer de mí todos los pensamientos que quería. En aquel tiempo todos mis sentimientos, todas mis emociones, no eran propiamente mías, sino suyas, que habían penetrado en mi ser iluminando mi

Vida. Paulatina e imperceptiblemente llegué a mirar de un modo distinto cuanto me rodeaba: Katia, la servidumbre, Sonia, yo misma y mis ocupaciones, todo se me presentaba bajo una nueva luz. Los libros que antes leyera sólo para huir del tedio, de pronto resultaron

Mis mejores amigos, sólo porque hablábamos de libros y porque era él quien me los conseguía y aconsejaba. Recuerdo que antes las lecciones que daba a Sonia eran para mí una obligación penosa que yo cumplía sólo como un deber; pero desde que él asistiera a una de mis

Clases y se interesara por los progresos que hacía mi hermanita, aquello fué para mí una distracción, una nueva fuente de alegrías. Consideraba antes enojoso estudiar las piezas musicales, pero el saber que él las escucharía, que las criticaría y puede que merecerían

Su elogio, bastaba para que me aplicara, tocando cuarenta veces seguidas el mismo pasaje. Katia escapaba tapándose los oídos, pero yo no me daba por vencida e insistía con ahínco. Las viejas sonatas sonaban a mis oídos de un modo distinto, encontraba nuevos matices

En las resabidas frases musicales que ejecutaba con mayor sentimiento y mucho mejor. Hasta mi buena Katia a la que tanto apreciaba, cambió a mis ojos. Llegué por fin a comprender que ella no estaba obligada a ser para nosotras madre y esclava a la vez, lo que en realidad

Era. Comprendí la abnegación de aquel ser amante y generoso y cuanto le debía por todo. Y me puse a quererla y respetarla aún más que antes. Fué él quien me enseñó a considerar a la servidumbre y a nuestros aldeanos de un modo distinto. Me sorprendía pensar que había podido vivir

Diez y siete años entre aquella gente siendo para ellos una extraña, más extraña que para muchas personas a quienes ni había llegado a conocer personalmente. Nunca se me había ocurrido que ellos también amaban, sentían y vivían como yo. Nuestro jardín, nuestros bosques, nuestros campos que conocía tan bien, parecieron transfigurarse, adquiriendo

Nuevos encantos insospechados. Por algo me decía que en la vida existe una sola satisfacción auténtica: la de vivir para los demás. Al principio esto me pareció extraño y no lo comprendía; pero fué una convicción que llegó a instalarse profundamente

En mi conciencia. Me abrió todo un mundo de nuevas alegrías sin haber cambiado en nada mi vida, sin haberle agregado otra cosa que un poco de su persona. Todo cuanto hasta entonces parecía inexpresivo y falto de vida, se animó maravillosamente. Bastaba su presencia

Para que todo empezara a hablar al alma con un mudo lenguaje que me llevaba hacia una nueva felicidad. Cuántas veces al retirarme a mi habitación, me echaba sobre la cama y en lugar de invadirme como antes la melancolía y la desesperación,

Me dejaba mecer por nuevos deseos, por nuevas esperanzas, puestas en un porvenir luminoso. No podía dormir, me levantaba e iba a sentarme en la cama de Katia a quien decía que me sentía completamente feliz. Sólo ahora comprendo que no era necesario que se lo dijera, puesto

Que ella lo sabía tan bien como yo. Pero ella me respondía que tampoco deseaba nada, que también era muy feliz y me besaba con ternura. Yo la creía cuando me afirmaba que nada deseaba y que se sentía plenamente dichosa. Me parecía justo y necesario que todos fueran

Felices. Pero Katia no era como yo y quería dormir; por esto simulaba un enfado que no sentía y me echaba con cajas destempladas. Ella lograba conciliar el sueño, en cambio yo seguía desvelada, pensando y repensando sobre las causas de tan inmensa felicidad.

Unas veces me levantaba y rezaba; o con palabras mías daba gracias al Señor por la dicha que me deparaba. Todo estaba quieto en la estancia; sólo se oía la respiración regular de Katia y el tictac del reloj en su mesita.

Me volvía de espaldas y murmuraba mis plegarias y besaba la cruz que llevaba al cuello. La puerta estaba cerrada. Había postigos protegiendo las ventanas. Un mosquito zumbaba invisible. Y yo sentía deseos de no abandonar nunca aquel cuarto acogedor; no quería que llegara la mañana, para que no se quebrara el suave

Encanto del aura espiritual que me rodeaba. Mis pensamientos, mis plegarias e ilusiones, me parecían seres dotados de vida, que aleteaban en mi derredor y velaban mi sueño. Pero cada pensamiento mío, en realidad era un pensamiento suyo, cada sentimiento era un sentimiento

Que le pertenecía a él. Entonces yo no sabía aún que esto era amor; creía que podría durar indefinidamente y que era un sentimiento que nos invade llana y sencillamente, sin tener que pagar por él ningún tributo. gún tributo. La felicidad conyugal. Una novela de León

Tolstói. Parte primera, capítulo tres Un día, mientras los campesinos procedían a la siega, Katia, Sonia y yo, fuimos a sentarnos, después de comer, en nuestro banco favorito bajo la fronda de los tilos, desde donde se abría una vista espléndida sobre los campos

Y los bosques. Hacía tres días que no habíamos visto a Sergio Mijailovich y estábamos esperándole, tanto más cuanto que nuestro encargado nos había dicho que no dejaría de inspeccionar nuestros campos. Hacia la una y media le vimos recorrer a caballo los trigales. Katia ordenó

Que llevaran pavías y guindas, sus frutos predilectos y con una sonrisa a mi intención se tendió en el banco y cerró los ojos. Yo arranqué una rama de tilo, tan llena de savia que me dejó húmedas las manos y abanicando a Katia continué la interrumpida lectura,

Mirando de tanto en tanto hacia el sendero por donde debía llegar. Sonia construía con ramitas un pabellón para sus muñecas al pie del tilo. El día se había presentado en extremo caluroso; en su bochorno comenzaban a condensarse negros nubarrones que presagiaban

Tormenta. Como siempre, presintiendo la borrasca, me sentí muy nerviosa. Pero hacia mediodía fué despejándose el cielo, lució el sol y, sólo en un extremo, al borde de una plomiza nube que en la lejanía se fundía con el horizonte incierto, relampagueaban y retumbaban lejanos truenos. La tormenta se alejaba. Por el camino que

Conducía desde los prados a la aldea avanzaban cansinas las carretas cargadas de doradas gavillas, yéndoles al encuentro, más rápidos, los carros vacíos, dando su nota de color las camisas bermejas de los gañanes. Entre los árboles del jardín permanecía en suspenso

Una densa polvareda. Más lejos, cerca de los hórreos, se alzaban voces y rechinaban los mismos carros; se divisaban las mismas gavillas, crecían los almiares y agitábanse las siluetas de los campesinos. En el campo polvoriento también había carretas, gavillas

Y sonaban las voces y los cantos de los labriegos. Distintamente se veía cómo avanzaba la siega. Hacia la derecha, en el campo tiñoso, se veían policromas y abigarradas, las campesinas que ataban las gavillas, agachándose y agitando los brazos. El campo se convertía en yermo

Como si hubiese llegado un prematuro otoño. Por doquier imperaba el bochorno y se alzaba el polvo, menos en nuestro tranquilo rincón protegido por los corpulentos tilos. Y, por todas partes, bajo un sol inclemente, se movían rumorosas las gentes. Katia dormitaba dulcemente bajo el fino pañuelo de batista; apetitosas eran las guindas que

Esperaban en el plato y el agua límpida del jarro se irisaba al sol. Me embargaba el bienestar. «¿Qué culpa tengo si soy feliz? —⁠pensaba⁠—. ¿Cómo podría compartir mi dicha? ¿A quién podría entregar lo sobrante…?». El sol ya se había escondido tras las cimas

De los álamos. Aclarábase el panorama, más nítida se tornaba la lejanía, más luminosa bajo los rayos oblicuos del sol. El cielo estaba sereno y en el campo se alzaban tres nuevos almiares. Regresaban las últimas carretas. Volvían las mujeres con sus horcas al hombro, cantando alegremente. Pero Sergio Mijailovich no aparecía a pesar

De haber descendido ya del montículo desde donde había presenciado las faenas. De pronto vi que llegaba por la alameda, habiendo cruzado, por lo visto, la hondonada. Se dirigía a mi encuentro alegre, animoso, con el sombrero en la mano.

Al advertir que Katia dormía se mordió los labios, entornó los ojos y se acercó de puntillas. Noté que se hallaba en aquella buena disposición de ánimo que tanto me gustaba y que nosotras llamábamos de «salvaje transporte». Parecía un colegial habiendo hecho novillos. Todo su ser respiraba satisfacción e infantil alegría.

—¡Buenos días, mi joven violeta! ¿Cómo se encuentra? ¿Bien? —⁠dijo en voz baja estrechándome la mano⁠—. ¿Yo? ¡Muy bien! —⁠respondió a mi pregunta⁠—. Me siento como si tuviera treinta años: me dan ganas de jugar a los caballitos y de trepar por los árboles… —¿Salvaje transporte? —inquirí mirándole

En sus rientes ojos y sintiendo que me contagiaba su alegría. —Sí —respondió guiñándome el ojo y conteniendo la sonrisa⁠—. Pero no por esto ha de darle en las narices a Catalina Karlovna. Mirándole a él no había advertido que había bajado la rama con que seguía abanicando

A Katia: le había arrancado el pañuelo y le azotaba con las hojas la cara. Me eché a reír. —Nos asegurará después que no dormía —⁠susurre como si temiera despertarla, pero en realidad porque sentía un extraño placer en hablarle en voz queda. Me imitó moviendo imperceptiblemente los

Labios, dando a entender que apenas me oía. Advirtiendo el plato de guindas, lo cogió con ademán furtivo, se aproximó a Sonia y se sentó encima de sus muñecas. Sonia al principio se enfadó, pero él supo hacer pronto las paces, inventando un juego

Que consistía en saber quién comería más bayas en un tiempo determinado. —Si quiere diré que traigan más —⁠le dije⁠—. O bien, vamos a cogerlas nosotros mismos… Recogió el plato, lo llenó de muñecas y nos dirigimos los tres hacia los cobertizos. Sonia nos seguía riendo, tirándole de los

Faldones para que le devolviera sus juguetes. Él se los dió y se volvió hacia mí. —Después me dirá que no es usted una violeta… —⁠me dijo en voz baja, aunque ya no había peligro de despertar a nadie⁠—. Apenas me acerqué a usted, después de todo ese

Polvo y ese calor, sentí un aroma suave de violetas…; pero no de violetas olorosas de cultivo, sino a violetas tempraneras, obscuras y discretas, de esas que huelen a aguanieve y a hierbas de primavera… —¿Avanzan bien las faenas en el campo? —⁠le pregunté para ocultar mi turbación. —Perfectamente: todos trabajan muy bien.

Son campesinos excelentes; cuanto más les trato, más les admiro. —Sí… Antes de llegar usted estaba mirándoles… y me sentía avergonzada pensando que ellos trabajan, mientras que yo me siento tan feliz sin hacer nada… —No se ufane con este sentimiento, amiga mía —⁠me interrumpió él gravemente

Pero halagándome con la mirada⁠—. Es una cosa sagrada y que no admite coqueteos. —Pero yo sólo lo digo a usted. —Lo sé… lo sé… ¿Y dónde están las guindas? El anejo estaba cerrado con llave y los jardineros aún no habían vuelto del campo donde ayudaban a los campesinos. Sonia salió corriendo a

Buscar la llave, pero él, sin esperar su regreso se encaramó sobre el tejadillo, alzó la rejilla que protegía un lado de la construcción y saltó al interior. —¿Quiere alargarme el plato? —⁠sonó su voz. —No. Yo también quiero coger —⁠le grité⁠—. Iré a buscar la llave… Puede que Sonia

No sepa encontrarla. Pero tuve la curiosidad de saber lo que hacía ahí dentro, cómo se comportaría creyendo que nadie le observaba. Además no le quería perder de vista un solo instante. De puntillas di la vuelta al cobertizo y subí

Encima de un tonel de modo que pude ver el interior, donde crecían los árboles cargados de bayas maduras. Sergio Mijailovich creía que nadie le veía. Se había quitado el sombrero y sentado en un viejo tronco, se entretenía en formar

Una bolita con un poco de resina. Tenía los ojos cerrados. De pronto se encogió de hombros, abrió los ojos y pronunció algo, sonriendo. —¡Macha…! —llegó hasta mis oídos. Tan extraordinaria me pareció aquella palabra en su boca que creí haber oído mal. Al mismo

Tiempo me avergoncé comprendiendo que no estaba bien espiarle de aquel modo. —Querida Macha… —repitió él con acento más tierno aún. Esta vez distinguí claramente sus palabras. Mi corazón empezó a latir con tanta fuerza, fué tal mi turbación, que para no caer tuve que agarrarme con las dos manos al endeble

Tabique. Él notó mi movimiento, se irguió alarmado, alzó la cabeza y me vió. Pero inmediatamente bajó la vista, y advertí que se ruborizaba como un chiquillo. Quiso decirme algo pero estaba tan azorado que no conseguía pronunciar palabra. Sin embargo volvió a alzar los ojos y hasta

Me sonrió. Correspondí a su sonrisa y entonces su semblante se iluminó. Ya no era el «tío viejo» que sermonea, sino un igual que me temía y me amaba y a quien yo también amaba y temía. Permanecimos callados mirándonos. Pero de

Pronto él frunció el ceño, dejó de sonreír y volvió a hablarme con tono protector, dándome a entender que se había recobrado, invitándome a lo propio. —Baje… Puede hacerse daño —⁠me dijo⁠—. Y arréglese esos pelos… ¡Parece Dios sabe qué! «¿Por qué disimula? ¿Por qué me ofende?» —⁠pensé despechada. Quise probar mi imperio sobre él.

—No. Yo también quiero coger guindas —⁠dije agarrándome a una rama y sentándome sobre la arista del tabique. Antes de que tuviera tiempo de acudir para ayudarme ya había saltado al interior del cobertizo. —¡Qué ocurrencia! —murmuró sonrojándose y procurando ocultar su turbación⁠—. Podía haberse lastimado… ¿Y cómo saldrá

De aquí? Estaba cada vez más turbado, pero ahora su turbación en lugar de divertirme casi me espantaba. Me ruboricé y sin saber qué decirle me puse a coger guindas que no sabía dónde poner. Estaba disgustada por lo que había

Hecho y me parecía que había desmerecido mucho a sus ojos con mi atrevimiento. Permanecimos silenciosos y como enfadados. Llegó Sonia con la llave y nos libró de aquella penosa situación. Durante algún tiempo no nos dijimos nada. Me serené hablando a la pequeña.

Cuando estuvimos de nuevo en presencia de Katia, que nos aseguró que no estaba dormida y que lo había oído todo, él también procuró recobrar su actitud protectora anterior. Pero no lo consiguió y no dejé de advertirlo. Recordé una conversación que habíamos tenido días atrás. Katia afirmaba que el hombre podía amar más

Libremente que la mujer, puesto que podía expresar su afecto. —El hombre puede decir que ama, pero no así la mujer —⁠decía. —Pues yo opino que el hombre tampoco debe expresar su amor —⁠replicó Sergio Mijailovich. —¿Por qué? —le pregunté. —Porque siempre será un engaño. ¿Que

El hombre ama? ¡Valiente descubrimiento! ¡Puf! ¡El amor! ¡Como si sólo al pronunciar esta palabra tenga que suceder algo extraordinario y definitivo! ¡Ni que fuera una salva en día de fiesta! Yo opino que los hombres que manifiestan su amor pronunciando el sacramental

«te quiero» sólo se engañan ellos mismos, o, lo que es peor, engañan a los demás… —¿Y cómo podría entonces saber una mujer que la quieren? —No lo sé… —dijo él—. Cada persona tiene su modo de expresarlo. Cuando el sentimiento

Existe, se manifiesta por sí mismo. Cuando leo novelas, siempre me imagino la cara preocupada del «teniente Strelsky» o del «apuesto Alfredo» al exclamar «¡Te quiero, Eleonora!» pensando que ha de suceder algo extraordinario. Y sin embargo nada ocurre… ambos siguen teniendo los mismos ojos, la misma nariz de antes…

Yo ya presentía entonces que su tono jocoso ocultaba algo más serio y que se refería a mí más o menos discretamente; pero Katia no consentía que se hablara tan a la ligera de los héroes de «sus» novelas. —¡Siempre habla usted con paradojas! —⁠exclamó⁠—. ¿Acaso no se ha declarado usted nunca a ninguna mujer?

—No; nunca. Nunca me arrodillé con este fin, ni creo que lo haga jamás… «Sí… no es necesario que me lo digas… —⁠pensaba yo ahora, recordando aquella conversación⁠—. Me quieres y yo no lo ignoro. En vano pretendes ocultármelo…».

Aquella noche apenas me dirigió la palabra, pero en las que dirigía a Katia o a Sonia, en cada gesto suyo, en cada mirada, advertía su cariño. Ya no dudaba de su amor, pero encontraba excesiva su discreción e innecesario aquel fingimiento. Encontraba tan sencillo

Que me lo dijera de una vez, ya que teníamos la felicidad al alcance de la mano. Sólo me atormentaba mi último atrevimiento como si hubiese cometido un crimen. Me parecía que ya no podría respetarme como antes y por esto estaba enojado conmigo.

Después del té me dirigí hacia el piano y él me siguió. —Toque usted algo… Hace tanto tiempo que no la he oído… —⁠me dijo alcanzándome en el salón. —Era mi intención… —murmuré y de pronto mirándole en los ojos le pregunté⁠—: Sergio Mijailovich ¿está usted disgustado conmigo? —¿Por qué?

—Porque no le obedecí esta tarde… —⁠dije sonrojándome. Él me comprendió; negó con la cabeza sonriendo. Su mirada me decía que, aunque yo había merecido un reproche, él no se sentía con suficiente valor para amonestarme. —No ha pasado nada… —dije sentándome en el taburete ante el piano⁠—. ¿Verdad

Que somos tan amigos como antes? —Claro… El espacioso salón, alto de techo, estaba débilmente iluminado por dos bujías que ardían en los candelabros del instrumento. El resto de la estancia estaba sumido en la penumbra. Una noche clara y serena nos miraba por las ventanas abiertas. Todo estaba quieto;

Tan sólo de vez en cuando se oían las pisadas de Katia en el obscuro saloncito contiguo y el piafar del caballo que él había dejado atado bajo la ventana y que se entretenía pisando las grandes hojas de bardana. Se había sentado a mis espaldas de modo que

No le podía ver, pero yo sentía su presencia. Cada mirada, cada gesto suyo, aunque no los veía, repercutían en mi corazón. Ejecuté la sonata-fantasía de Mozart que me había traído algún tiempo atrás y que yo había estudiado bajo su dirección.

No pensaba en la música; sin embargo, creo que toqué bastante bien, me pareció que le gustaba mi ejecución. Yo sentía que se deleitaba oyéndome y, sin mirarle, adivinaba que sus ojos estaban fijos en mí. Acababa la pieza y sin dejar de pulsar maquinalmente

Las teclas, me volví para mirarle. Su silueta se destacaba sobre el fondo de la noche luminosa. Había apoyado la cabeza en las manos y fijaba en mí sus ojos brillantes. Le sonreí y dejé de tocar. Él también me sonrió y movió la cabeza suplicándome con un gesto que continuara.

Cuando dejé el piano la luna ya se había alzado del todo iluminando con su plateada luz el pavimento. Katia me reprochó el haberme detenido en lo mejor de la pieza y manifestó que a su juicio yo tocaba muy mal. Pero él dijo que

Lo había hecho muy bien, que había tocado mejor, que nunca. Se levantó y empezó a pasearse entre las habitaciones y cada vez que penetraba en el salón grande me miraba y me sonreía. Yo también le sonreía y hasta tenía ganas

De reír, sin razón alguna, como si me alegrara enormemente, como si acabara de suceder algo extraordinario… Cuando volvía la espalda yo abrazaba a Katia y la besaba en el rinconcito preferido, en el cuello, debajo de la barbilla. Pero cada vez que él volvía sobre sus pasos me separaba rápidamente, conteniendo la risa.

—¿Qué le sucede a la niña? —⁠le preguntaba Katia. Pero él no respondía limitándose a sonreír. Sabía perfectamente lo que yo tenía. —¡Qué noche! —exclamó por fin deteniéndose ante el balcón que daba al jardín. Nos acercamos. Realmente era una noche maravillosa y nunca más vi otra semejante. La luna llena

Estaba a nuestras espaldas de modo que no la veíamos y parte del tejado, la lona de la terraza y sus pilares se proyectaban en raccourci[1] sobre el arenoso paseo y los óvalos del césped. El florido sendero en el cual se recortaban las oblicuas sombras

De los geranios, bañado a trechos en la fría luz lunar, se perdía en inciertas brumas. Tras los árboles se divisaba el tejado del invernáculo y una densa neblina se alzaba desde la hondonada. Blanqueaban las floridas lilas. Llenas de rocío, se distinguían todas

Las flores. En los paseos la luz y las sombras se fundían de tal manera que el jardín entero parecía una maravillosa ciudad formada de trémulos palacios. A la derecha, donde la casa proyectaba su sombra, todo • era negro, indistinto y pavoroso, emergiendo misteriosamente

De la obscuridad la cima de un copudo álamo vaporosa e irreal como una nube dispuesta a elevarse hacia el cielo transparente e infinito. —Paseemos… —dije. Katia no se opuso, pero insistió en que yo me calzara los chanclos. —No quiero, Katia… —protesté—. Sergio Mijailovich me dará la mano…

Como si esto hubiese preservado mis pies del rocío. Pero en aquellos momentos fué una frase que comprendimos los tres y que no nos pareció extraña. Hasta entonces nunca me había conducido de la mano; fuí yo quien cogí la suya y mi

Gesto le pareció natural. Los tres abandonamos la terraza. Aquel cielo, aquel jardín, aquel aire nocturno, me parecían distintos, irreales, como si me hallara en un mundo nuevo. Cuando miraba el fondo del paseo que seguíamos me parecía que ya no podríamos avanzar más,

Que allí terminaba el mundo de lo posible y que todo aquello debía permanecer para siempre encadenado por el arcano de su belleza sobrenatural. Pero nosotros seguíamos adelante y no nos detenía la encantada muralla que se entreabría para dejarnos pasar. Por todas

Partes nos acogía el encanto de un jardín maravilloso que se parecía tanto al nuestro, siendo sin embargo nuevo y extraño en todo, en sus alamedas, en sus senderos y en sus hojas secas y trémulo follaje. Avanzábamos por aquellos senderos, pisábamos

Los bordados de luz y sombras… Las hojas caídas crujían bajo mis pies y las ramas me acariciaban el rostro. Todo me parecía irreal. Irreal era él aun cuando me conducía de la mano…; irreal era mi buena Katia cuyos zapatos gemían al compás de sus pisadas.

Incluso me parecía extraña aquella luna que nos iluminaba, inmóvil, a través del ramaje. Se entreabría y volvía a cerrarse la pared maravillosa y a cada paso dejaba de creer que aún podríamos avanzar…; dejaba de creer en la realidad de cuanto nos rodeaba. —¡Ay! Una rana… —pronunció Katia.

«¿Para qué lo habrá dicho?» —⁠pensé. Pero inmediatamente me di cuenta que era Katia, que temía a las ranas y bajé la vista. Una pequeña rana saltó y se detuvo a mis pies asustada, proyectando sobre la gravilla una sombra diminuta. —¿No le dan miedo? —me preguntó él. Me volví para mirarle. Donde nos habíamos

Detenido faltaba un árbol y vi claramente su rostro a la luz de la luna; reflejaba su dicha y me pareció maravilloso. Había dicho: «¿No le dan miedo?…» pero yo sabía que en realidad me decía: «Te quiero, querida niña…». «Te quiero, te

Quiero…» decían sus ojos y significaba el contacto de su mano… Las sombras y las luces, el aire, todo en mi derredor me decía lo mismo. Dimos la vuelta al jardín. Katia iba a nuestro lado con sus pasos menudos y respirando fatigosamente,

Pues estaba ya cansada. Observó que ya era hora de regresar y no pude menos de compadecerla. «¿Por qué no sentirá lo mismo que nosotros?» —⁠me preguntaba⁠—: «¿Por qué no todos son jóvenes, no todos son felices, como esta noche, como nosotros…?».

Regresamos a casa pero él se quedó hasta muy tarde, a pesar de que ya habían cantado los gallos y debían estar ya todos dormidos en la casa. Su caballo piafaba impaciente bajo la ventana. Katia no nos recordó la hora y seguimos charlando de cosas triviales

Hasta las tres de la madrugada. Se marchó cuando ya cantaban por tercera vez los gallos y empezaba a clarear. Se despidió como siempre, sin decir nada fuera de lo usual. Pero yo sabía que él me pertenecía y que sería mío para siempre.

Cuando llegué al convencimiento de que también le quería, lo confesé todo a Katia. Estuvo muy conmovida por mi delicadeza de confiarle mi secreto; se alegró mucho, pero la pobre no pudo dormir aquella noche. Yo no me acosté siquiera; largo rato paseé por la terraza;

Luego bajé al jardín y volví a recorrer los senderos que habíamos seguido juntos, tratando de recordar todas sus palabras, cada gesto suyo… Por primera vez en la vida vi despuntar el alba y cómo se alzaba el sol. Nunca más

Tuve ocasión de contemplar una noche como aquélla, ni ver un amanecer como el de aquel día. «¿Por qué no me dirá que me ama, llana y sencillamente? —⁠seguía preguntándome⁠—. ¿Por qué complica tanto lo que es claro y hermoso? ¿Por qué pierde un tiempo que es precioso y que quizás nunca más volverá?

Que me diga “te quiero”… Que me coja de la mano, que la bese y murmure: te quiero… Que baje la vista al confesar su amor y entonces… yo también le diría… No… no se lo diría… sino que le abrazaría, le estrecharía contra mi pecho y lloraría de felicidad. Pero ¿y

Si me equivoco? ¿Si no me quiere?» —⁠cruzó de pronto por mi cabeza. Tuve miedo de este sentimiento que me podía conducir Dios sabe hasta dónde… Recordé nuestra turbación cuando nos encontramos solos en el cobertizo y sentí como una indescriptible angustia, me atenazaba el corazón. Gruesas lágrimas rodaron por mis mejillas y me puse

A rezar y entonces nació en mi pecho una esperanza nueva. Decidí ayunar, confesarme el día de mi cumpleaños y ser desde entonces su prometida. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Cómo iba a realizarse este deseo? Yo misma no lo sabía, pero tenía

El firme convencimiento de que sería así. Regresé a mi habitación cuando ya era de día y en la casa empezaba a despertar la gente. gún tributo. La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte primera, capítulo cuatro Corría el ayuno que precede a la Asunción

Y por esto mi resolución no extrañó a nadie. Durante toda aquella semana no vino a vernos ni una sola vez, pero yo no solamente no me extrañaba, ni me inquietaba por su ausencia, sino que al contrario me alegraba de no verle, esperando que llegara el día de mi santo.

Aquellas dos semanas, me levantaba cada día muy temprano y mientras enganchaban los caballos me paseaba sola por el jardín, tratando de recordar todos mis pecados y pensando en lo que había de hacer aquel día y de cómo lo haría para no volver a pecar…

Entonces me parecía muy fácil vivir sin pecar: estaba convencida que para ello sólo se precisaba un pequeño esfuerzo. Llegaba la calesa y yo iba a la iglesia distante tres verstas, acompañada de Katia o de una sirvienta. Al entrar en el templo siempre

Recordaba que debía rezar y vivir «en el temor de Dios» y procuraba tener este sentimiento precisamente al salvar los dos escalones de la capilla invadidos por las hierbas. Allí no solían congregarse más de diez personas, aldeanas en su mayoría; procuraba que todos mis gestos y genuflexiones fueran modestos y compenetrados; luego colocaba ante

Los iconos los cirios adquiridos a un viejo inválido a la entrada. A través de las «grandes puertas» se veía el altar que había sido adornado por mi madre; encima del iconostasio había los ángeles con unas estrellas que me parecían enormes cuando era pequeña y una paloma nimbada de dorados reflejos.

Más allá del coro se divisaba la pila donde bautizaban a los hijos de nuestra servidumbre y donde yo también había sido bautizada. El viejo párroco decía la misa con una casulla hecha con la cobertura del ataúd de mi padre y su voz era siempre la misma, la que recordaba

Que tenía al bautizar a Sonia, al cantar los responsos de mis padres y al oficiar en nuestra casa. El diácono tenía la misma voz un tanto chillona, y allá al fondo de todo estaba siempre la misma anciana, una pobre mujer que apoyada

Contra la pared miraba con ojos llenos de lágrimas el icono, estrechaba los entrelazados dedos contra su descolorido pañuelo mientras su boca desdentada murmuraba algo ininteligible. Todo aquello ya no despertaba mi interés, ni me conmovía por los recuerdos que entrañaba, sino que era austero y sagrado y me parecía lleno de hondo significado místico.

Escuchaba conmovida cada palabra de las oraciones, tratando de corresponder con todos mis sentidos; cuando no comprendía algo, pedía con redoblado fervor a Dios que me iluminara. Las oraciones que no llegaba a oír bien las suplía con otras mías. Cuando se nos invitaba al arrepentimiento,

A la contrición, procuraba recordar todos mis pecados; mi infancia, tan inocente, tan clara, se me antojaba negra en comparación con el estado actual de mi alma, tanto, que lloraba y me horrorizaba de mi pasado de niña. Pero al mismo tiempo tenía el convencimiento

De que todo aquello me sería perdonado. También me parecía que cuantos más pecados tuviera, más hondo sería mi arrepentimiento, más dulce la expiación. Cuando por fin el sacerdote nos bendecía, me sentía como transfigurada y experimentaba un sentimiento de beatitud

Casi física. Era como si una luz invisible me iluminara y calentara al mismo tiempo el corazón. Terminado el oficio el párroco se me acercaba y me preguntaba si quería que fuera a decir las vísperas en casa; pero, yo le daba las

Gracias por aquella atención que, sin saber por qué, me figuraba que él tenía personalmente conmigo, y le respondía que yo misma iría a verle un día de aquellos… Cuando no me acompañaba Katia, despedía al cochero y regresaba sola, a pie, saludando

A cuantas personas se cruzaban conmigo y procurando encontrar una ocasión para ser útil a alguien como fuera; con un consejo, ayudando a levantar un bulto o a mecer una criatura. Cualquier pretexto era bueno para humillarme. Una tarde oí cómo nuestro encargado decía

A Katia que había venido Semén, uno de los labriegos, a pedir una tabla para el ataúd de su hija y un rublo para el responso, habiéndosele concedido ambas cosas, naturalmente. —¿Acaso son tan pobres? —pregunté. —Mucho, señorita… Apenas tienen para comprar sal —⁠respondió el encargado. Se me encogió el corazón de pena, pero al

Mismo tiempo casi me alegré al oírlo. Dije a Katia que iría a pasear, pero en realidad corrí a mi cuarto, recogí el poco dinero que tenía y después de santiguarme fuí corriendo, a través del jardín, hacia la aldea.

La isba de Semén era la primera del poblado, de modo que llegué allí sin que nadie me viera. Dejé el dinero sobre el alféizar de una ventana, di un golpe en el postigo y salí corriendo. Rechinó la puerta, alguien me gritó algo,

Pero yo procuré ocultarme y regresé a casa sudorosa y temblando de emoción y de miedo como si hubiera cometido un crimen. Katia no dejó de advertir mi turbación y me preguntó qué me sucedía. Pero yo no entendí siquiera su pregunta. Todo aquello me pareció, de pronto, mezquino y estúpido.

Me encerré en mi cuarto y largo rato estuve midiéndolo a grandes pasos incapaz de pensar y aún menos de analizar mis sentimientos. Pensaba en la sorpresa y alegría de aquella pobre gente, en las palabras con que designarían al misterioso donante y sentí no haber entregado

El dinero personalmente. También pensé en lo que me diría Sergio Mijailovich si le contara mi acción, pero en el fondo me alegraba de que nadie nunca lo llegaría a saber. Tanto me embargaba la felicidad, tan imperfectos me parecían todos, yo inclusive y con tanta

Humildad consideraba al mundo, que llegué hasta a pensar en la muerte como dicha suprema. Sonreía, lloraba y rezaba sintiéndome poseída por un inmenso amor por todo y por todos. Entre misa y misa leía el Evangelio que cada vez entendía mejor; cada vez se me representaba

Más clara y conmovedora esta historia de la vida divina y más hondos e impenetrables por lo elevados los sentimientos y enseñanzas de Su doctrina. En cambio ¡cuán sencilla se me antojaba la vida cuando la miraba a la luz de las páginas leídas! Me parecía

Tan arduo el mal vivir y tan fácil el vivir amando a todos y ser de todos amada. ¡Eran todos tan buenos conmigo! Hasta Sonia a quien continuaba dando clases parecía otra, procuraba aprender bien sus lecciones y no causarme disgustos. En una palabra, todos me correspondían

Con sus afectos. Tratando de recordar a mis enemigos a quienes debía pedir perdón antes de confesarme, me acordé de una muchacha, vecina nuestra, de la que me había burlado en cierta ocasión, y que por esto dejó de visitarnos. Le escribí una carta reconociendo

Mi falta y rogándole que me perdonara. Ella me contestó con otra, perdonándome y a su vez considerándose culpable de nuestra pasada desavenencia. Lloré emocionada al leer aquellas sencillas líneas, que me parecieron llenas de sentimiento. Mi aya se echó a llorar cuando fuí a pedirle lo mismo.

«¿Por qué todos son tan buenos conmigo? ¿Cómo habré merecido tanta ternura?» —⁠me preguntaba. Pensaba mucho en Sergio Mijailovich. No podía evitarlo ni lo consideraba como un pecado. Pero ya no pensaba en él como aquella noche cuando por primera vez me di cuenta de que le quería. Pensaba en él como en mí misma,

Relacionándole constantemente con mi porvenir. Su influencia que se manifestaba en mí en su presencia había desaparecido en mi imaginación. Me sentía su igual y desde lo alto de mi espiritualidad le comprendía. Ahora me parecía claro lo que antes no entendía en él. Ahora

Comprendía lo que quería significar al decirme que la felicidad auténtica sólo estriba en vivir para los demás… Le comprendía y compartía su manera de pensar. Estaba convencida que nos esperaba una dicha inmensa y quieta. Y no se me representaban viajes al extranjero

Ni el mundano esparcimiento, sino una vida sencilla y sosegada en la aldea, llena de abnegación, de mutuo cariño, de humildad y con fé inquebrantable en la Divina Providencia. Como lo tenía decidido comulgué el día de mi santo. Me sentía tan feliz al regresar

A casa que tenía miedo de sentir y hasta de vivir por temor de que algo rompiera el encanto. Apenas bajamos del coche llegó el cabriolé de Sergio Mijailovich. Me felicitó por mi onomástica y todos juntos entramos en el salón. Nunca me sentí tan quieta, tan serena como

Entonces. Tenía la impresión de encerrar en mí todo un mundo que él no era capaz de comprender y que le superaba. No me sentía turbada en lo más mínimo. Seguramente adivinaría la causa de mi estado de ánimo porque estuvo más atento que nunca, respetuoso y casi grave.

Me acerqué al piano, pero lo cerró y se puso la llave en el bolsillo. —No… no toque hoy. No hay armonía más deliciosa que la que suena en su alma ahora… Le agradecí la atención, pero en el fondo me sentía un tanto despechada al ver con

Qué facilidad leía en mi alma, cómo desentrañaba todos mis secretos. Durante la comida dijo que había venido para felicitarme a la vez que despedirse, pues había decidido partir mañana para Moscú. Mientras hablaba sólo miraba a Katia; pero después advertí que me miraba a hurtadillas como si temiera mi desaprobación. Pero yo

No me sentí inquieta; ni siquiera me pregunté cuánto tiempo estaría ausente. Presentí que solamente lo decía, pero que no se iría a ninguna parte. ¿Por qué lo sabía? Yo misma no podría explicarlo ahora. Pero aquel día memorable me parecía poseer el don de

La clarividencia. Me hallaba como en un sueño maravilloso, como si todo lo que ocurría hubiese sucedido ya tiempo atrás, siendo por lo tanto una vieja realidad conocida. Él quería marcharse inmediatamente después de la comida, pero Katia, muy cansada, se

Había retirado a descansar y por esto tuvo que quedarse a esperarla. El sol había invadido el salón y pasamos a la terraza. Apenas nos acomodamos empecé a hablar abordando el tema que había de decidir mi porvenir. Comencé a hablar sin preámbulos y ni yo

Misma me explicaba cómo podía hablar tan tranquilamente, con tantos arrestos y precisión en las palabras. Como si no fuera yo quien hablara, sino una fuerza misteriosa que me dirigía y hablaba por mi boca. Él se había sentado enfrente, apoyándose en la baranda y maquinalmente iba deshojando una rama de lila.

Cuando empecé a hablar dejó la rama y apoyó la cabeza en la mano. Podía ser tanto la actitud de una persona perfectamente tranquila como la de un hombre muy agitado. —¿Para qué se marcha? —le pregunté significativamente y mirándole a los ojos. Tardó en contestarme. —Tengo unos asuntos… —pronunció bajando

La vista. Comprendí cuánto le costaba mentirme a una pregunta tan directa. —Escúcheme —le dije—. Usted sabe qué significado tiene para mí el día de hoy. Tiene más importancia de la que usted cree. Si le he hecho esta pregunta no es por mero interés —⁠no creo necesario decirle que

Siempre me he interesado por usted⁠— sino porque necesito saberlo. Repito pues, ¿por qué se marcha usted? —Me es tan difícil decirle la verdad —⁠me respondió⁠—. Durante esta pasada semana he pensado mucho acerca de usted… y de mí. Y por fin he decidido que lo mejor es que me marche. Usted seguramente me comprende.

Si realmente me aprecia no me preguntará nada más —⁠se pasó la mano por la frente y cerró los ojos⁠—. Es un asunto muy penoso para mí… y usted debe comprenderlo. Mi corazón latió apresuradamente. —No puedo comprenderle —dije—. No puedo.

Pero usted sí que me lo dirá, aunque no sea más que en consideración al día de hoy… Le aseguro que estoy en condiciones de escuchar tranquilamente cualquier cosa que me diga. Cambió de postura, me miró y volvió a coger la rama. —Por difícil que sea, sin embargo… —⁠dijo

Tras un breve silencio, con voz que procuraba tener firme⁠— procuraré complacerla… Hizo una mueca como si experimentara un agudo dolor físico. —Diga… —Imagínese que existía cierto señor… llamémosle «A»… Un señor viejo, caduco; y que también había una tal «B», joven,

Feliz y que no conocía aún la vida, ni a los hombres. Por ciertas causas derivadas de las mutuas relaciones entre las familias, el mencionado señor sintió un paternal afecto por ella, sin temor a que este sentimiento se transformara un día en otro…

Se detuvo, pero yo no le interrumpí. —Pero olvidó que «B» era tan joven que la vida aún era para ella sólo un juego —⁠pronunció rápidamente sin mirarme⁠—. Olvidó lo fácil que es enamorarse de ella… y que para ella esto no sería más que una

Agradable diversión. Y el señor «A» cayó en el error y se dió cuenta que otro sentimiento empezaba a invadirle. Se asustó. Le asustó perder la buena amistad y decidió alejarse antes que la situación se atirantara… Se frotó los ojos con la mano.

—¿Y por qué a ese señor le daba tanto miedo amarla? —⁠le pregunté en voz baja. Dominé mi emoción y logré que mi voz no temblara. Pero a él debió parecerle seguramente burlona porque contestó como si se sintiera ofendido. —Usted es joven, mientras que yo, todo lo contrario. Para usted esto es una diversión,

En cambio yo deseo algo muy distinto. Continúe jugando, pero no conmigo. Sería capaz de dejarme engañar y usted tendría después remordimientos. No se trata del señor «A» ni de la señorita «B»… ya me entiende… Como sabe perfectamente por qué me alejo.

Y no hablemos más del asunto. —Pero yo quiero hablar —le dije sintiendo cómo me ahogaban las lágrimas⁠—. ¿La amaba o no ese señor «A»? No me respondió y yo proseguí: —Si no la quería, ¿por qué jugó con ella como si fuera una niña? —Es cierto. Toda la culpa era del señor

«A» —⁠me interrumpió él⁠—. Pero un día todo terminó y se separaron siendo muy buenos amigos… —¡Pero esto es horrible! —exclamé sin poder contenerme⁠—. ¿Y cree que no existe ninguna otra solución? —Sí; existen dos soluciones, mejor dicho, dos términos —⁠me dijo alzando la cabeza⁠—.

Pero le suplico por lo que más quiera que no me interrumpa… Unos afirman que el señor «A» estaba loco de remate —⁠dijo levantándose y sonriendo dolorosamente⁠—. Sí… loco de atar al enamorarse de la joven «B»… Y que ella se echó a reír al saberlo. Para

Ella su amor era una broma, un pasatiempo… En cambio para él se trataba de toda su vida. Me estremecí y quise interrumpirle para observarle que dejara de hablar por mí, pero él me detuvo colocando su mano sobre la mía. —Espere… —dijo con voz temblorosa⁠—.

Otros dicen que ella se compadeció de él. La pobrecilla se imaginó que podría llegar a quererle y le aceptó por marido. Y él, como un insensato, creyó que podría empezar otra vida nueva, creyó que podrían llegar a ser felices. Pero ella comprendió que todo

Era un engaño, una ficción… No… No hablemos más… Se lo suplico —⁠terminó diciendo como si no tuviera más fuerzas para continuar. Se había levantado y medía la terraza a grandes zancadas. Había dicho «no hablemos más», pero yo comprendía que esperaba angustiado mi respuesta. Con un esfuerzo rompí el silencio que iba

Atenazándome y empecé a hablar con voz queda y sentida, temiendo no poder continuar. —La tercera posibilidad —le dije⁠— es que él no la quería… Pero le causó mucho, mucho daño, creyendo que procedía bien. Se marchó satisfecho y orgulloso…

Así es. Para usted sí que es una broma y un pasatiempo. En cambio yo le amé desde el primer día… Involuntariamente al pronunciar la palabra «amé» mi voz se hizo ronca y apasionada. —¡Esto es indigno! —casi le grité sintiendo que me ahogaban los sollozos⁠—. ¿Qué he hecho para que me trate así?

Y me levanté para marcharme. Pero él me retuvo. Su cabeza descansaba sobre mis rodillas, sus labios besaban mis manos y sentía correr sus lágrimas. —¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? —⁠seguía murmurando, pero con el corazón inundado de dicha, por la felicidad que creía para siempre perdida. Cinco minutos después Sonia corría escaleras

Arriba para despertar a Katia y decirle que «Macha quería casarse con Sergio Mijailovich»… gún tributo. La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte primera, capítulo cinco N O había razón alguna para aplazar la boda, ni yo lo quería. Cierto es que Katia se empeñaba

En ir antes a Moscú para ocuparse de la dote y la madre de Sergio Mijailovich quería que antes de casarse comprara un coche nuevo, muebles e hiciera empapelar de nuevo su casa; pero nosotros insistimos tanto y tan bien para que todo esto se aplazara hasta después,

Puesto que lo consideraban imprescindible, que la ceremonia se señaló para dentro de dos semanas. Debíamos celebrarla sencillamente, sin pompa, sin invitados, sin padrinos, convite ni champaña. Me dijo que su madre se había disgustado mucho al saber que nos casaríamos

Sin música, sin montañas de baúles y sin haber arreglado la casa, es decir de un modo muy distinto de cómo se había casado ella costando treinta mil rublos la ceremonia. También supe que se pasaba horas enteras en el desván con su ama de llaves, removiendo

Baúles y buscando no sé qué tapices imprescindibles, según creía, a nuestra felicidad. Por nuestra parte lo mismo sucedía con Katia y la Kuzmunichina, mi aya. Ésta no admitía bromas sobre el particular. Estaba convencida que nosotros al discurrir sobre nuestra futura

Dicha sólo perdíamos el tiempo en inútiles sensiblerías y no nos ocupábamos de lo realmente útil; según ella para personas de nuestra posición la felicidad dependía por entero de lo bien cortado de un traje o de los bordados en manteles y servilletas.

Entre la Pokrovskaya y la Nikolskaya cada día se sucedían secretos noticiones sobre diversos preparativos. Aunque en apariencia todo era concordia, en realidad entre la madre de Sergio Mijailovich y Katia había una encubierta rivalidad velada por una sabia diplomacia. Tatiana Semenovna, su madre, era una señorona chapada a la antigua, grave, austera y perfecta

Ama de casa. Él la quería no solamente como hijo y por obligación, sino también como hombre de nobles sentimientos, considerándola como la mujer más buena del mundo. Tatiana Semenovna siempre se había mostrado muy atenta con nosotras y le satisfacía mucho

Que su hijo se casara conmigo, aunque cuando fuí a verla dejó entrever que su hijo hubiese podido encontrar una novia más linajuda, cosa que debería tener siempre en cuenta. Yo la comprendía y compartía su modo de pensar.

Aquellas dos semanas nos vimos cada día. Llegaba a la hora de comer y se quedaba hasta medianoche. Pero a pesar de saber yo que tenía puestas en mí todas sus ilusiones, nunca pasó un día entero conmigo y procuraba seguir ocupándose como siempre de sus asuntos.

Exteriormente nuestras relaciones seguían amistosas como siempre y continuábamos tratándonos en tercera persona; él no me besaba ni la mano siquiera y no solamente no buscaba encontrarse conmigo a solas sino que hasta evitaba hacerlo. Al parecer temía entregarse a un exceso de

Ternura. No sé quién de los dos había cambiado, pero yo me sentía su igual, y no advertía en él aquella afectada sencillez que antes tanto me disgustaba. Ya no le miraba como a un hombre que inspira respeto y temor, sino que veía en él sólo un niño feliz y cariñoso.

«¡No es más que eso!» —pensaba a veces⁠—. «No es más que una persona, como yo y como las demás…». Me parecía conocerle ya a fondo y las nuevas facetas de su carácter que descubría me parecían sencillas y también en consonancia

Con mi manera de ser. Incluso sus proyectos eran los mismos que los míos, sino que algo más concretos y mejor expresados. El tiempo se mantuvo inseguro y apenas salíamos de casa. Sosteníamos los coloquios más íntimos en un rincón entre el piano y la ventana.

La luz de los candelabros se reflejaba en los cristales obscuros azotados por la lluvia. Se oía el chapoteo del agua en las goteras y en las charcas y la humedad se sentía hasta a través de la ventana. Y tanto más acogedor y cálido nos parecía nuestro rincón.

—Hace tiempo que le quería decir una cosa… —⁠me dijo una vez que nos retardamos más que de costumbre⁠—. Mientras usted estaba tocando, yo pensaba en ello, precisamente… —No prosiga. Yo lo sé todo —⁠le interrumpí. —Tiene usted razón. ¿Para qué hablar? —¡Diga, sin embargo! —Pues hela aquí: ¿Se acuerda cuando le

Conté aquella historieta del señor «A» y de la señorita «B»? —¡Ya lo creo que la recuerdo! Una historieta muy estúpida. ¡Suerte que haya acabado bien! —Es cierto. Poco le faltó para que lo perdiera todo por mi propia culpa. Y usted me salvó.

Pero lo importante es que yo la engañaba… por lo que me siento avergonzado y quiero sincerarme ahora. —Deje esto… ¡por favor! —No tema —me tranquilizó sonriendo⁠—. Sólo me quiero rehabilitar. Cuando empecé a hablar quería discutir… —El discutir siempre es malo —⁠le dije⁠—. No se debe discutir nunca. —¡Exacto! Después de todos mis errores

Y desengaños en la vida, había resuelto que ya no podía haber amor para mí, que todo había terminado y sólo me quedaban las postreras obligaciones… Tanto es así que no me daba exacta cuenta de mis sentimientos hacia usted. Esperaba y desesperaba… Tan

Pronto me parecía que usted sólo coqueteaba conmigo, como creía en su amor. Y no me decidía a nada. Pero después de aquella noche en que salimos a pasear por el jardín —⁠¿la recuerda usted?⁠— tuve miedo… La dicha actual me pareció demasiado completa para

Ser posible. ¿Qué hubiese sucedido si me hubiera decidido a abrigar esperanzas que luego habrían resultado falsas? Pero yo sólo pensaba en mí, lo que demuestra que soy un vil egoísta. Al hablar me miraba. —Y, a pesar de todo, lo que le dije en aquella ocasión no carece de fundamento. Mis reparos

Eran lógicos. ¡Es tanto lo que me da usted y tan poco lo que puedo ofrecerle! Usted es una niña encantadora, ama por primera vez… Es usted como un capullo que aún ha de florecer… —Pero dígame… —le interrumpí. Pero no terminé la pregunta temiendo la respuesta.

—No… nada… —me apresuré a añadir. —¿Quería preguntarme si había amado alguna vez? —⁠me dijo él adivinando mi pensamiento⁠—. Le puedo responder categóricamente. No; nunca. Nunca he experimentado este sentimiento… De pronto se detuvo como si algo penoso cruzara por su mente. —¡Hasta en esto la necesito! No puedo prescindir

De su corazón para tener derecho a amar… —⁠dijo tristemente⁠—. Tuve que reflexionar mucho antes de decidirme a hablarle de amor. ¿Qué es lo que le puedo dar? ¿Amor? Sí… Amor solamente. —¿Acaso es poco? —pregunté mirándole fijamente. —Es poco. Es muy poco para usted. Usted

Es joven y hermosa. Muchas noches no logro conciliar el sueño pensando en nuestra felicidad, pensando cómo viviremos dentro de poco… He vivido mucho y creía haber encontrado por fin lo que precisaba para mi felicidad. Una vida quieta, retirada, en nuestra apartada

Aldea, con la posibilidad de hacer el bien a gente poco acostumbrada a la generosidad; luego el trabajo…, un trabajo útil, seguido del merecido descanso. La naturaleza, los libros, la música… He aquí la dicha perfecta, tal como la imaginaba y nunca había ido más

Allá en mis sueños. Y ahora la encuentro a usted que me brinda por encima de todo esto, amor, cariño, una amistad insubstituible… Hijos, hogar… Todo cuanto puede desear un hombre. —Sí… —dije pensativa. —Pero todo esto está muy bien para mí que he vivido ya mi juventud, pero no para

Usted. Usted aún no ha vivido; puede que quiera buscar la felicidad con otro hombre… Es posible que la encuentre en otro lado. Puede que ahora se sienta feliz únicamente porque me quiere… —No; siempre he deseado llevar una vida tranquila, poseer un hogar quieto —⁠le dije⁠—. Mis sueños han sido parecidos

A los suyos. Él me sonrió. —Es tan sólo una ilusión, amiga mía. Es poco: usted es joven y hermosa… —⁠repitió pensativo. Yo empezaba a enfadarme. Parecía reprocharme mi juventud y mi belleza. —¿Por qué me ama, pues? —le pregunté frunciendo las cejas⁠—. ¿Por mi belleza, por mi juventud, o por mí misma?

—No sabría decirlo, pero la quiero. Esto es todo —⁠dijo él mirándome a los ojos. Yo no le contesté, sintiéndome atraída por su mirada. Y de pronto me sucedió algo extraño. Primeramente dejé de ver los objetos que me rodeaban, luego desapareció su rostro

Y sólo brillaban sus ojos, cada vez más cercanos, hasta llegar a fundirse con los míos. Se me nubló la vista y tuve que cerrar los ojos para arrancarme a esta sensación de bienestar a la par que de temor… En vísperas del día señalado para la boda el tiempo volvió a serenarse. Pasadas las

Lluvias, se presentó el primer atardecer otoñal, fresco y luminoso con un cielo despejado y pálido. Todo era húmedo y frío y en el jardín aparecieron las primeras señales de desnudez. Me fuí a dormir satisfecha pensando que al día siguiente tendríamos un tiempo excelente. Me desperté con el sol. La idea de encontrarme

En aquel día me turbó y me produjo al mismo tiempo una sensación de extrañeza. Salí al jardín. Acababa de alzarse el sol y brillaba a través de la festoneada bóveda de hojas amarillentas. La alameda estaba sembrada de hojas muertas. Tristemente colgaban los racimos

De grosella y negreaban los marchitos geranios. La primera escarcha plateaba las pálidas hierbas y las ortigas quebradas que crecían alrededor de la casa. Ni una sola nube empañaba el cielo luminoso. —¿Será posible que sea hoy? —⁠me preguntaba dudando de mi dicha⁠—. ¿Será posible que mañana ya no me despierte aquí, sino

En la casa de Nikolskaya? —⁠Ya no esperaría su llegada ni hablaría de él con Katia, ni me sentaría a mi piano en nuestro salón… Tampoco iría a despedirle, inquieta cuando la noche era obscura… Y recordé que ayer había dicho que aquélla era su última visita. Luego Katia me había obligado a probarme

El vestido de novia. —Para mañana… —había dicho. Aún estaba entre la duda y la esperanza. Me parecía increíble que aquél fuese el último día en que estaría con Katia; con el viejo Gregorio… Ya no vendría mi buena aya a bendecirme por la noche, ya no oiría más su cariñoso: «Descanse bien, señorita»

Ya no daría más lecciones a Sonia, ni jugaría con ella, ni la despertaría por las mañanas golpeando en el tabique, ni contestaría a mi llamada su risa sonora. Sería una persona nueva, extraña, con una vida diferente, con nuevas esperanzas, con

Nuevos anhelos. Y así iba a ser para siempre… Eran pensamientos penosos y por esto esperaba impaciente su llegada. Él llegó temprano y solamente entonces creí en la realidad; ya no dudé que iba a ser su esposa y esta idea dejó de atemorizarme.

Aquella mañana fuimos a la capilla y hubo una misa a la memoria de mi padre. «¡Si pudiera estar con nosotros!» —⁠pensaba durante el camino de regreso, apoyándome en el brazo del que fuera su mejor amigo. Durante el oficio tuve la clara noción de

Que su espíritu estaba presente, que aprobaba mis deseos y que bendeciría desde lo alto nuestra unión. Los recuerdos, las esperanzas y la dicha presente se fundían en mi alma en un sentimiento único e inefable que armonizaba con el aire inmóvil,

Con el cielo pálido y con los campos desnudos iluminados por un sol que trataba inútilmente de calentarme la mejilla. Me parecía que el hombre que me acompañaba comprendía y compartía mis sentimientos. Iba silencioso y su rostro sereno reflejaba algo que tanto podía ser tristeza como alegría, en consonancia con aquella clara mañana de

Otoño. De pronto se volvió hacia mí y advertí que iba a hablarme. Por unos instantes temí que lo que iba a decirme desentonara con mis pensamientos. Pero me habló de mi padre, sin nombrarle siquiera. —Recuerdo que una vez me dijo bromeando: «¡Cásate con mi Macha!» —⁠pronunció

Con voz queda. —¡Qué contento estaría ahora! —⁠dije apretando el brazo que me sostenía. —Entonces era usted una niña —⁠me respondió mirándome⁠—. Yo la besaba a usted en los ojos, porque se parecían mucho a los suyos, sin pensar que un día significarían tanto para mí por ellos mismos… En aquel

Tiempo la llamaba Macha, como él… —Tráteme de tú… —le advertí. —Precisamente «te» quería decir, que sólo ahora siento que realmente «tú» eres mía —⁠y su clara mirada se detuvo para acariciarme. Avanzábamos despacio por el sendero apenas marcado, entre las hierbas acamadas tristemente.

Sólo oíamos nuestras pisadas y nuestras voces. A lo lejos, al otro lado del barranco, un campesino segaba las últimas mieses abriendo un surco obscuro en el campo gualda. El aire nítido aproximaba los objetos y parecía cercana la yeguada que pacía al pie de la

Lejana colina. Por el otro lado ya se divisaba nuestra casa medio oculta en el jardín y aún verdeaba el prado. Tenues telarañas se tendían entre los arbustos, cual hilos de plata brillantes al sol. Flotaban por todas partes arrancadas por la brisa y sentíamos cómo nos rozaban suavemente el rostro.

Nuestras voces parecían quedar en suspenso en el aire quieto, como si sólo nosotros existiéramos en el mundo, bajo aquella bóveda azul y pálida donde temblaba un sol claro pero frío. Yo también quería tutearle pero no me atrevía. —¿Por qué caminas tan aprisa? —⁠dije atropelladamente en voz baja y sentí que

Me ruborizaba. Acortó el paso y su mirada se hizo aún más cariñosa y alegre. Cuando regresamos a casa ya nos esperaban su madre y algunos invitados de quienes no habíamos podido prescindir. Hasta el momento en que nos sentamos en el coche a la salida de la iglesia, ya no tuve

Ocasión de estar con él a solas. La iglesia estaba casi vacía. Con un ojo veía a su madre, en pie sobre la esterilla del coro. También vi a Katia, peripuesta, con su cofia con cintas moradas y con lágrimas en los ojos. También había acudido parte

De la servidumbre y me miraban curiosamente. Yo procuraba no mirarle, pero sentía su presencia a mi lado. Escuchaba las palabras del párroco, pero éstas ya no repercutían en mi espíritu. No podía rezar y contemplaba, como ausente, los iconos, los cirios, la cruz bordada en

La casulla del sacerdote, el iconostasio y la ventana, sin llegar a coordinar los pensamientos. Se volvió el párroco alzando la cruz y nos bendijo; Katia y Tatiana Semenovna nos besaron emocionadas y oí la voz de Gregorio llamando al cochero.

Con un sentimiento de asombro me di cuenta que todo había terminado, sin que sucediera nada extraordinario, sin que mi ser experimentara cambio radical alguno. Nos besamos; pero fué un beso frío, que no correspondía a nuestro estado de ánimo. «¡Y nada más…!» —pensé entonces. Salimos de la iglesia y se acercó el coche,

Resonando el eco de las ruedas bajo las bóvedas del templo. Él se cubrió y me ayudó a subir alargando la mano. A través de la ventanilla vi un pálido cuarto de luna nimbado en el cielo frío. Se cerró la portezuela y él se sentó a mi lado.

Me dió un vuelco el corazón; como si me ofendiera su aplomo. Katia me gritó que me abrigara bien y retumbaron las ruedas al rodar por el adoquinado; luego se hundieron en la tierra muelle del camino. Desde mi rincón miraba correr la campiña

Ya iluminada por la pálida luna. Sin mirarle, seguía notando su presencia. «Y esto es todo lo que me ha brindado este momento que tanto esperaba…» —⁠pensaba y me parecía violento y humillante estar allí sola con él. Me volví para decirle algo, pero no logré articular palabra, como si toda mi ternura

Se hubiese desvanecido. Sentía temor y estaba realmente humillada. —Hasta este momento me negaba a creer que fuera posible —⁠contestó él a mi mirada. —Pero tengo miedo… y no sé por qué. —¿Me temes acaso? —me dijo cogiéndome la mano y acercándola a sus labios. Pero mi mano quedó sin vida entre las suyas

Y un frío intenso se apoderaba de mi corazón. —Sí —murmuré. Y de repente empezó a palpitar mi corazón, se contrajeron mis dedos apretando los suyos y mis ojos buscaron su mirada. Y sentí que ese temor sólo era pasión, una pasión desmedida, llena de ternura y más fuerte que antes.

Me sentí suya, me sentí feliz de pertenecerle y también feliz de sentirme dominada. gún tributo. La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte segunda, capítulo uno Pasaron días y semanas. Dos meses de vida retraída y aldeana que transcurrieron, casi

Inadvertidos al parecer y, sin embargo, tan llenos de emociones que hubiesen podido colmar toda una existencia. Nuestros sueños de vida rústica se realizaron de un modo muy distinto de como lo esperábamos, sin que esto significara que tuviéramos queja de la realidad. No hubo

Trabajo agobiador, ni obligaciones impuestas, ni deberes que cumplir, ni abnegados sacrificios. Sólo hubo deseos de vivir, de disfrutar de la vida; un mutuo cariño casi rayano al egoísmo y una alegría continua e irreflexiva que no nos dejaba pensar en nada. Cierto es que

A veces se retiraba a su gabinete para despachar no sé qué asuntos y a veces iba a la capital y se ocupaba de la administración de las fincas, pero yo advertía cuánto le costaba separarse de mí. Él mismo me confesó más tarde que cuánto no era yo, le parecía tan

Vano y tan fútil que ni comprendía cómo llegaba a preocuparle. Lo mismo me sucedía a mí. Leía, tocaba el piano, atendía a su madre y me interesaba por los estudios de Sonia; pero lo hacía únicamente para complacerle porque sabía que esto le agradaba.

Pero cuando su personalidad o su juicio no intervenían directa o indirectamente, sentía que me faltaban las fuerzas y me parecía absurdo que pudiera ocuparme de algo que no estuviera relacionado con él. Puede que fuera un sentimiento indigno pero me transportaba,

Me elevaba y me sentía feliz a su amparo. Sólo él existía para mí; para mí era él el hombre más perfecto de la creación y por esto me sentía capaz de vivir solamente para merecer su aprecio y su afecto. Y él me correspondía, puesto que a sus ojos era

La mejor de las mujeres, dotada de todas las virtudes y perfecciones. Por esto yo trataba de serlo efectivamente… Un día entró en mi habitación mientras yo rezaba. Volví la cabeza pero no interrumpí mi oración. Se sentó ante la mesa para no

Estorbarme y abrió un libro. Pero me pareció que me miraba y de nuevo volví la cabeza. Me sonrió y yo no pude contener la risa. —¿Tú ya has rezado? —le pregunté. —Sí. Continúa… Ya me voy. —¿Supongo que tú también rezas? Quiso marcharse sin contestarme, pero le retuve. —Por favor… Recemos juntos —⁠le supliqué.

Y él se puso a mi lado y con los brazos caídos, grave el rostro, empezó titubeando una oración. De vez en cuando se volvía para mirarme, esperando que le alentara. Cuando acabamos le abracé riendo. —¡Siempre tú! ¡Siempre tú! —⁠exclamó él⁠—. Me siento como cuando tenía diez años…

Y me besó las manos. Nuestra casa era una vieja residencia solariega donde habían vivido en paz y concordia muchas generaciones. Por esto allí todo respiraba quietud, todo evocaba honradez y estaba saturado de cálidos recuerdos viejos que, de pronto, se hicieron inexplicablemente míos. Tatiana Semenovna llevaba la casa a la antigua.

El ajuar distaba mucho de ser elegante, pero allí había de todo; era numerosa la servidumbre, muchas las comodidades y abundantes las comidas. Reinaban la limpieza y el orden en todas las habitaciones. En el saloncito los muebles estaban dispuestos simétricamente, colgaban

Numerosos retratos y había profusión de tapices y alfombras. En la sala grande había un piano vetusto, almohadones y costureros, divanes, mesitas y veladores con incrustaciones de bronce. Mi gabinete, dispuesto por los cuidados de Tatiana Semenovna, contenía los mejores muebles de distintas épocas y estilos; en un entrepaño había una luna antigua que

Me cohibió al principio, pero que luego consideré como un viejo amigo. A Tatiana Semenovna no se la veía y, sin embargo, toda aquella casa marchaba como un reloj, a pesar de haber más servidumbre de la necesaria. Toda esa gente llevaba zapatillas silenciosas de fieltro, sin tacones (Tatiana Semenovna

Consideraba el ruido de las pisadas como la cosa más insufrible del mundo), parecían ufanos de sus atribuciones y se desvivían por servir a la anciana señora. A nosotros también nos consideraban con afectuoso respeto y se mostraban atentos en todo. Cada sábado

Se fregaban los suelos y se sacudían las alfombras; cada primero de mes se decía allí mismo la misa y se bendecía la casa. Los onomásticos se celebraban con banquetes, mucha pompa y festejos en el lugar. Y todo aquello se hacía automática y sencillamente,

Habiendo entrado a formar parte de las costumbres de la casa. Mi esposo no intervenía en la administración casera y sólo se ocupaba de los campos y de los campesinos. Madrugaba hasta en invierno, tanto que cuando yo me despertaba él ya estaba

Fuera. Regresaba generalmente a la hora del té mañanero que tomábamos solos y ni las preocupaciones, ni los contratiempos, lograban empañar su buen humor. A veces le exigía que me contara lo que había hecho aquella mañana y él empezaba a decirme

Tales dislates que ambos nos moríamos de risa. Otras veces deseaba que hablara en serio y él me obedecía conteniendo la risa. Yo le miraba en los ojos y observaba cómo se movían sus labios, sin comprender nada de lo que me decía y disfrutaba escuchando su

Voz y contemplando su rostro. —¿Qué he dicho? Repítelo… —⁠me decía al terminar. Pero yo no recordaba nada. ¡Era tan divertido oírle hablar de cosas que nada tenían que ver con «nosotros» directamente! Lo que en la aldea sucedía no podía interesarnos.

Sólo mucho más tarde empecé a enterarme de las cosas. Tatiana Semenovna no comparecía hasta la comida; tomaba el té sola y nos saludaba por la mañana a través de intermediarios. Su voz, que llegaba a nuestro mundillo desde aquel otro mundo suyo, antiguo y honesto,

Sonaba tan extraña que a veces yo no podía contener la risa y contestaba con alegres carcajadas a la doncella que me decía muy compuesta y seria que «la señora pregunta si se ha descansado bien después del paseo de ayer, y manda decir que le duele un poco

El costado y que no ha podido dormir en toda la noche a causa del perrito que ladraba… Y también mandaba preguntar si han gustado las pastas, porque hoy no las había tostado todas, sino Nikolscha por primera vez y como prueba… A la señora no le han desagradado,

Sobre todo las rosquillas; en cambio los bizcochos han salido algo quemados…». Apenas nos veíamos antes de comer. Yo me sentaba al piano o leía. Él escribía cartas y se marchaba de nuevo; pero a las cuatro nos reuníamos todos en el salón; Tatiana

Semenovna emergía de sus aposentos y comparecían las dos o tres señoronas que se acogían en la casa. Mi esposo, siguiendo una vieja tradición, daba el brazo a su madre y ella, regularmente, le exigía que me ofreciera el otro; y no menos regularmente nos apretujábamos por cortesía en la puerta del comedor.

Tatiana Semenovna presidía la mesa y se conversaba seria y hasta solemnemente. Nuestras voces alegres solían romper el hielo de aquella solemnidad; otras veces se elevaban jocosas discusiones entre madre e hijo; y me gustaban estas escaramuzas en las que se manifestaba

El mutuo y profundo afecto que se profesaban. Quitados los manteles maman iba al salón, se sentaba en su gran sillón y se ocupaba en triturar tabaco o cortaba las hojas de los últimos libros recibidos; nosotros le leíamos en voz alta o nos íbamos al salón

Donde estaba el piano. Leíamos mucho, pero la música era nuestra distracción favorita y que cada vez hacía vibrar fibras nuevas en nuestros corazones, como si cada vez nos descubriésemos de nuevo. Cuando yo ejecutaba las composiciones que más le gustaban, él

Se sentaba en el diván más apartado, donde yo no le veía y, por timidez, procuraba que yo no advirtiera la impresión que le producía la música. A veces, cuando menos lo esperaba él, me levantaba para sorprender en su rostro señales de emoción que no conseguía ocultarme.

Su madre hubiese querido estar con nosotros, pero no se atrevía a entrar por temor a molestarnos. A veces atravesaba la estancia para ir a sus aposentos y a poco volvía a pasar indiferente al parecer y como si no nos viera, pero yo sabía que aquello no era más que un pretexto.

El té de la tarde se servía en el salón grande y volvía a reunir a todos los habitantes de la casa alrededor del majestuoso samovar y, en los primeros tiempos, se me imponía la solemne distribución de vasos y tazas. Me consideraba casi indigna de tanto honor,

Me veía demasiado joven para manipular el grifo, llenar las tazas y ofrecerlas con los obligados: «A Pedro Ivánovich… Para María Minichna…» y preguntarles: «¿Tiene bastante azúcar?». —Mucho, mucho… ¡Muy bien! —⁠me decía a veces mi marido y esto me turbaba aún más. Después del té maman hacía solitarios o

Miraba cómo María Minichna tiraba las cartas; luego nos besaba y bendecía y nos retirábamos a nuestros aposentos. Muchas veces seguíamos allí hablando hasta pasada medianoche y éstos solían ser los ratos mejores. Él me relataba su vida, formábamos proyectos, discurríamos de cosas abstractas procurando no elevar la voz para que no nos oyera Tatiana

Semenovna que exigía que nos acostáramos temprano. Cuando teníamos hambre íbamos sigilosamente al comedor y con la complicidad de Nikita sacábamos del armario una cena fría qué comíamos en mi gabinete a la luz de una bujía. Éramos como extraños en aquella casa vieja y grande donde reinaba el espíritu severo

De Tatiana Semenovna. Y no solamente ella, sino la gente acogida, la servidumbre y hasta los muebles me impresionaban y me imponían; nos sentíamos desplazados en aquel ambiente austero y comprendíamos que allí era necesario moverse y hablar con singular circunspección.

El orden y la pulcritud que allí reinaban, la curiosidad nunca satisfecha de la gente inútil que albergaba el caserón, todo ello era agobiador e incómodo. Pero ni él ni yo nos atrevíamos a manifestar que aquello no nos gustaba. Él no quería reconocerlo

Y creo que hacía mal al ocultarme su manera de pensar sobre el particular. Dimitri Sidorov, el sirviente particular de Tatiana Semenovna, era muy aficionado a la pipa y cada día iba regularmente a llenarla en la tabaquera que mi marido tenía en su

Gabinete, ¡y había que ver con qué cara compungida y divertida a la vez Sergio me señalaba los gestos furtivos del fámulo que no sospechaba que nosotros le observábamos! Y cuando Dimitri Sidorov se iba satisfecho de no haber sido sorprendido, mi marido me

Besaba alegre, también contento por no haberse promovido ningún incidente. A veces esta despreocupación hasta me disgustaba; yo no me daba cuenta que adolecía del mismo defecto, pero en él lo consideraba como una debilidad de carácter. —Parece un niño que no se atreve a imponer su voluntad —⁠me decía.

—¡Ay! ¡Amiga mía! —exclamó un día cuando le manifesté la extrañeza que me causaba su proceder⁠—. ¿Acaso estaría bien enojarme cuando me rodea tanta dicha? Es más fácil ceder que doblegar; esto lo he advertido hace tiempo y, en todas las circunstancias

De la vida, existe el modo de llegar a la felicidad. ¡Somos tan felices! Me siento incapaz de enfadarme. Nada me parece ruin; sólo existe lo lamentable o lo divertido. Sobre todo: le mieux est l’ennemi du bien. ¿Quieres creerme? Cuando oigo la campanilla,

O recibo una carta, siento una inexplicable zozobra. Me da miedo tener que vivir, me espanta la idea de que algo pueda cambiar… ¡Porque no puede haber nada mejor que el presente! Yo le creía sin comprenderle: me sentía feliz y estaba convencida de que así tenía

Que ser, que con todos sucede lo mismo y que más allá, en un punto indeterminado, en alguna parte, también existía una felicidad, aunque diferente… Así transcurrieron dos meses. Llegó el invierno con sus fríos y sus borrascas. Empecé a

Sentirme solitaria a pesar de tenerle a mi lado; tenía la sensación de que la vida se repetía, que no se descubría nada nuevo en nosotros y era como si regresáramos al punto de partida. Sus asuntos le alejaban cada vez más de mí

Y de nuevo tuve la impresión de que en su espíritu existía otro mundo aparte en el que no quería dejarme penetrar. Su calma me crispaba los nervios. No le quería menos y su amor seguía haciéndome feliz; pero mi amor se había detenido y no amaba; en

Cambio otro sentimiento extraño de inquietud iba instalándose en mi alma. Ya no me bastaba quererle después de haber experimentado la dicha de amarle. Ansiaba movimiento, acción y no aquel curso apacible de la vida. Quería agitación, peligros, algo que exigiera abnegación.

Había en mí un exceso de energías que no tenían cabida en nuestra vida sosegada. Sentía un tedio que procuraba ocultarle y unos transportes de loca alegría y de ternura que casi le asustaban. Advirtió, puede que antes que yo misma, este cambio y me propuso trasladarnos

A la capital. Pero yo le supliqué no variar en nada en nuestra vida, no introducir en ella nada que pudiera turbar nuestra felicidad. Me sentía feliz… pero me torturaba el haber conseguido esta felicidad sin esfuerzo alguno, sin sacrificio de ninguna clase. Añoraba

El esfuerzo y el sacrificio. Yo le amaba y sabía que lo era todo para él; pero quería que todos lo supieran y que intentaran interponerse entre nosotros para tener obstáculos que vencer. Mis sentidos y mi razón estaban embargados por su cariño, pero existía en mí otro sentimiento: el de la juventud inquieta, afanosa

Y activa que nuestra vida monótona no llegaba a satisfacer. No tenía que haberme dicho que podíamos ir a la ciudad cuando quisiera… Si no me lo hubiese dicho, quizás habría comprendido que aquel tedio era un sentimiento insensato, que toda la culpa era mía y que

El sacrificio que buscaba en vano lo tenía al alcance de la mano, precisamente en la lucha que había de sostener para dominar este sentimiento. Comenzó a perseguirme la idea de que sólo en la capital lograría curarme del penoso hastió. Pero, al mismo

Tiempo, no me decidía, sólo para satisfacer mi egoísmo, a arrancarle a sus ocupaciones, al ambiente que tanto le gustaba. El tiempo corría. Subía y se amontonaba la nieve alrededor de la casa… Y nosotros seguíamos viviendo solos, siempre solos, siempre iguales el uno

Para el otro… Mientras tanto allá, entre luces y ruidos, la gente se agitaba, sufría, se divertía y a nadie le importaban nuestras existencias que se iban… Lo peor en mí era la sensación de que lo consuetudinario iba atenazando nuestra vida,

Que nuestras emociones dejaban de ser libres y se sometían cada vez más al curso del tiempo. Por las mañanas estábamos alegres; respetuosos y solemnes durante las comidas y cariñosos por las noches… «Todo esto está muy bien» —⁠me decía yo⁠—. «Es muy meritorio obrar bien y vivir honestamente… Pero ya tendremos tiempo

De vivir así más adelante. Hay otro modo de vivir, hay otras cosas que sólo son factibles ahora… Después, será demasiado tarde…». Necesitaba luchar. Era preciso que fueran los sentimientos los que gobernaran la vida y no que ésta se impusiera a aquéllos. Hubiese

Querido acercarme con él al borde de un precipicio para decirle: «Un paso más y me precipitaré… un solo movimiento basta para que me pierdas…». Y verle pálido y tembloroso, sujetarme entre sus brazos robustos, sentirme detenida al borde del abismo… Para que luego me llevara

Lejos, lejos… adonde él quisiera… Este estado de ánimo repercutió sobre mi salud y empezaron a flaquearme los nervios. Un día mi mal se agravó; él había regresado del trabajo con marcado mal humor, cosa poco frecuente en él. Lo advertí en seguida y

Le pregunté la causa de su desasosiego. Pero él no quiso responderme y sólo me dijo que no valía la pena hablar de ello. Según supe luego, el «ispravnik»[3] con quien mi marido no estaba en muy buenos términos, se había atrevido a molestar a nuestros campesinos

Exigiéndoles arbitrios ilegales, amenazándoles por añadidura. Mi marido no conseguía tomar el hecho como algo «lamentable o divertido»; estaba nervioso, disgustado y no quería hablar con nadie del asunto. Pero a mí me pareció que no quería explicármelo porque me consideraba

Como a una niña incapaz de comprenderle. Le volví la espalda y rogué que viniera María Minichna a acompañarnos durante el té. Después me fuí al salón con ella y empecé a hablar de no sé cuántas cosas insulsas y desatinadas. Él se paseaba por

La habitación y nos miraba de tanto en tanto de reojo. Esas miradas suyas me impelían a seguir hablando, a elevar la voz y hasta a reírme: ¡me parecía tan divertido lo que decía a María Minichna y cuanto ella me respondía!

Él no nos interrumpió. Se limitó a retirarse a su gabinete y cerró la puerta. Apenas se hubo marchado todo mi alborozo cesó como por encanto y María Minichna preguntó solícita si me sucedía algo. No le contesté. Me senté en el diván con unas ganas locas de llorar.

«¿Qué es lo que le rueda por la cabeza?» —⁠pensaba⁠—. «Una majadería, seguramente. Algo que le parece grave, pero que en realidad resultará fútil, sin importancia. Si me lo explicara, le demostraría que se equivoca. ¡Pero no! Le gusta pensar que soy incapaz de comprenderle; necesita humillarme con su superioridad, con su impavidez solemne. ¡Debe

Tener razón siempre y en todo! ¡Pero es que yo también tengo razón de aburrirme! La razón me asiste al querer vivir, moverme, no estar aquí parada y sentir cómo el tiempo va pasando… Yo quiero ir adelante, quiero algo nuevo cada día, cada hora, a cada instante…

En cambio él quiere detenerse y detenerme al mismo tiempo. ¡Como si le costara tanto satisfacer mi anhelo! Para esto no necesita llevarme a la capital… Bastaría que fuese como yo… Le bastaría dejar de representar esa comedia y vivir sencillamente, sin inventar

Complicaciones. Me aconseja la naturalidad, pero no predica con el ejemplo. ¡Esto es!». Mis ojos se llenaron de lágrimas y sentí que estaba disgustada con él. No quise sucumbir a este sentimiento y fuí a verle. Estaba escribiendo. Volvió la cabeza, me miró tranquilamente

Y continuó trabajando. Su mirada no me gustó. En lugar de acercarme en busca de sus mimos, me detuve ante la mesa, abrí maquinalmente un libro y le miré sin decirle nada. Él volvió a alzar la cabeza. —¡Macha! ¿Estás de mal humor? —⁠me preguntó. Le respondí con una mirada fría, casi despectiva

Que significaba: «No lo preguntes. No te importa». Movió la cabeza y sonrió afablemente. Por primera vez no correspondí a su sonrisa. —¿Qué te ha sucedido hoy? —⁠dije⁠—. ¿Por qué no querías decírmelo? —¡No ha sido nada! Un pequeño disgusto… —⁠me contestó⁠—. Ahora puedo explicártelo.

Dos de nuestros campesinos fueron a la aldea… Pero yo le interrumpí. —¿Por qué no querías decírmelo cuando yo te lo preguntaba? —Porque te hubiese contestado alguna tontería. Estaba de mal talante. —Precisamente por eso debías acudir a mí. —¿Para qué? —¿Por qué te empeñas en creer que no soy capaz de ayudarte en nada?

—¿Que me empeño? ¡Qué dices! —⁠exclamó dejando la pluma⁠—. ¿No sabes que no puedo vivir sin ti? En todo, ¿me oyes bien?, en todo, no solamente me ayudas, sino que eres tú quien todo lo haces… ¡Ésta sí que es buena! —⁠dijo riendo⁠—. Sólo

Por tus ojos veo… Todo cuanto hago sólo me parece bien porque estás tú presente, porque te necesito… —Sí, lo sé. Soy una niña que se tiene que calmar —⁠volví a interrumpirle⁠—. ¡Pues ya estoy harta de calma! Bastante calma tienes tú… Y la que tienes me basta y me sobra…

Me miró extrañado, como si me viera por primera vez. —Pues mira… Ahora te voy a explicar… ¿Cómo arreglarías este asunto? —⁠empezó hablando atropelladamente, para no darme tiempo a continuar, para no dejarme decir algo que presentía. —Ahora no quiero ocuparme de esto —⁠le atajé. Mucho deseaba escucharle, pero más fuerte

Era el deseo de sacarle de su imperturbabilidad. —No quiero que mi vida sea un juego. Lo que quiero es vivir, vivir como tú vives. Su rostro adquirió una expresión dolorosa y noté el esfuerzo que hacía para comprenderme. —Quiero vivir contigo, vivir como tú, como

Tu igual… Le vi tan apenado que no pude continuar. —¿Y en qué no eres mi igual? ¿Cómo podríamos vivir más juntos? —⁠me preguntó tras un breve silencio⁠—. ¿Te quejas porque soy yo y no tú quien discute con el «ispravnik», con los campesinos borrachos? —No es esto solamente…

—¡Por Dios, querida! ¡Entiéndeme! Las inquietudes, las preocupaciones, son cosas que nos pesan y nos duelen… Lo sé porque las he vivido. Te quiero y por esto no puedo consentir que las compartas conmigo. Mi vida tiene un solo fin: quererte. Deja que viva, pues… —Tienes razón, como siempre —⁠pronuncié

Sin mirarle. Me sentía despechada porque volvía a verle sereno y dueño de sí mismo, en tanto que en mí se agitaba el despecho y al mismo tiempo algo parecido al arrepentimiento. —¡Macha! ¿Qué te sucede? —me preguntó⁠—. Aquí no se trata de que yo tenga razón o deje de tenerla. ¿Quiero saber que tienes

Contra mí? No me contestes sin pensar. Serénate y dime cuanto piensas. Estás enfadada conmigo y seguramente con razón. Pero explícame en qué he podido faltarte… Pero yo no podía descubrirle mi alma. Me exasperó el hecho de que me había comprendido tan pronto y que volvía a ser una niña incapaz de ocultarle nada.

—Yo no estoy enfadada contigo —⁠le dije⁠—. Lo que pasa es que me aburro. Sencillamente. Y no quiero aburrirme. ¡Pero tú dices que así ha de ser y vuelves a tener la razón! Le miré y vi que había conseguido mi propósito. Su rostro reflejaba dolor, inquietud y zozobra.

—Macha… —me habló en voz baja y conmovida⁠—. Lo que estamos haciendo no es una broma. Puede que en estos momentos se decida nuestro porvenir. Te suplico escucharme tranquilamente y sin interrumpirme. ¿Por qué insistes en atormentarme? —Sé que volverás a tener razón. No hables.

Te creo —⁠le atajé como si un espíritu maligno me espoleara. —¡Si supieras el mal que me haces! —⁠murmuró con voz temblorosa. Me eché a llorar y esto me alivió. Él se había sentado a mi lado y callaba. Me sentía avergonzada y humillada. No me atrevía a mirarle. Me pareció que él debía mirarme

Extrañado o severamente. Por fin volví la cabeza y encontré una mirada tierna, cariñosa y que me imploraba perdón. Le cogí la mano. —Perdóname. He hablado como una loca, sin saber lo que decía… —⁠murmuré. —Pero yo sí que lo sé. Y sé que has dicho una gran verdad. —¿Cuál?

—Que hemos de ir a Petersburgo. Aquí no nos queda nada por hacer. —Como quieras. Me abrazó y me besó. —Perdóname —dijo—. El culpable soy yo. Aquella tarde toqué largo rato el piano. Él se paseaba por el salón murmurando algo.

Era una costumbre suya; muchas veces le preguntaba qué era lo que murmuraba y él me lo decía sin vacilar. Generalmente se trataba de alguna poesía o de palabras sin sentido aparente, pero que en realidad reflejaban perfectamente su estado de ánimo. —¿Qué es lo que murmuras hoy? —⁠le pregunté.

Se detuvo, sonrió y recitó el verso de Lermontov: Pero él, inquieto, busca tormentas Como si en las tormentas hubiera paz… «No es un hombre como los demás» —⁠pensé⁠—. «¡Todo lo sabe, todo lo adivina! ¿Cómo puedo no quererle?». Me levanté, le cogí de la mano y empezamos a pasearnos juntos, procurando seguirle yo

El paso. —¿Sí? —me preguntó sonriendo, mirándome a los ojos. —Sí —murmuré. Y nos sentimos de pronto inexplicablemente alegres; nuestros ojos reían, nuestros pasos se alargaban… En cierto momento casi corríamos de puntillas. Cruzamos así el otro salón, ante el escandalizado Gregorio y la asombrada maman que se entretenía con un solitario.

Atravesamos todas las habitaciones y nos detuvimos en el comedor donde prorrumpimos en sonoras carcajadas. Dos semanas después, poco antes de las Navidades, estábamos en Petersburgo. La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte segunda, capítulo dos Nuestro viaje a Petersburgo, una semana en Moscú, las visitas a nuestros parientes,

El alojamiento, las ciudades que cruzábamos, y tantas caras nuevas… Parecía un sueño. Todo era tan nuevo, tan alegre, tan iluminado por su presencia y ternura que la tranquila vida en la aldea me parecía algo muy lejano y mezquino. Para mi mayor asombro, en lugar

De arrogancia y fría altanería hallé, en la gente que me trataban, amable naturalidad y sincera alegría y no solamente entre los familiares sino también por parte de los extraños. Parecía como si todos estuvieran esperándome para atenderme y distraerse ellos. Descubrí con cierta extrañeza que en los círculos

Que me parecían los más selectos, mi marido tenía no pocos conocidos de los que nunca me había hablado. Me disgustaba a veces oírle juzgar severamente algunas de estas personas que me parecían buenas y honradas. No comprendía por qué los trataba con tanta brusquedad y evitaba intimar con personajes cuya amistad me hubiese halagado.

Creía conveniente conocer el mayor número posible de personas buenas… y buenos me parecían todos sin excepción. —Ya verás cómo nos arreglaremos —⁠me había dicho antes de partir⁠—. Aquí somos unos ricachos, en cambio en la capital más bien nos considerarán como pobres. Por esto sólo estaremos allí hasta la Semana

Santa y no frecuentaremos mucho la sociedad, para no enredarnos. Además, no quisiera que tú… —¿Para qué necesitamos la sociedad? —⁠le dije⁠—. Iremos unas cuantas veces al teatro, visitaremos a los familiares, oiremos ópera y conciertos… y antes de Semana Santa ya estaremos de vuelta.

Pero apenas llegamos a la capital estos buenos propósitos fueron olvidados. Me encontré de pronto sumida en un mundo nuevo y feliz; se abrieron ante mí tantos nuevos horizontes, entreví tantas nuevas posibilidades que inmediata, aunque inconscientemente, abjuré de mi vida pasada y de los proyectos entonces formados.

«Aquello no era vivir» —pensaba⁠—. «¡En cambio esto sí que es vida! ¡Y lo que aún ha de venir!…». El tedio que me agobiara en la aldea se había desvanecido sin dejar rastro. Mi amor se hizo más sereno y nunca se me ocurría preguntarme

Si él me quería más o menos que antes. No podía dudar de su cariño: me comprendía sin que tuviera necesidad de hablar, adivinaba todos mis pensamientos, preveía todos mis caprichos, compartía todos mis gustos. Su impasibilidad había desaparecido o, por lo

Menos, ya no me enervaba. Además sentía que ahora, no solamente me amaba, sino que también empezaba a admirarme. A veces, después de haber hecho yo los honores de nuestra casa ante nuevos conocidos, me decía satisfecho: —¡Maravilloso, chiquilla! ¡Ánimo! ¡Estupendo! Y yo estaba muy contenta. Poco después de nuestra llegada escribió

Una carta a su madre; cuando me llamó para que agregara cuatro palabras, no quiso que leyera lo que él había escrito doblando las hojas. Naturalmente insistí y pude leer entre otras cosas lo que sigue: «Macha está desconocida; yo mismo apenas la reconozco…

¿De dónde habrá sacado tanto gracioso aplomo y hasta afabilidad mundana? Y todo esto con una naturalidad, con una sencillez, que encanta. Todos la admiran y me pasaría lo propio si pudiera quererla aún más…». «¡Así soy yo!…» —pensé alegremente y a mí también me pareció que le quería ahora más que antes.

Me asombraba mi inesperado triunfo. De todas partes llovían alabanzas: aquí me decían que había agradado mucho al tío, allí que había encantado a la tía; unos me aseguraban que no había ninguna mujer como yo en todo Petersburgo, otros afirmaban que me bastaba desearlo para ser la dama más elegante de la ciudad.

La princesa «D», prima de mi marido, una señora de cierta edad y perteneciente a la más alta aristocracia, se había enamorado de mí especialmente y me colmaba de halagos que me hacían rodar la cabeza. La primera vez que recibí una invitación suya para

Asistir a un baile con el beneplácito de mi marido, éste me llamó y me preguntó con cierta sonrisa un tanto maliciosa: —¿Quieres ir, naturalmente? Le respondí inclinando afirmativamente la cabeza, pero sentí que me sonrojaba. —Como una criminal que manifiesta lo que precisa —⁠observó él riendo.

—Tú decías que no podíamos gastar mucho… Además, a ti estas reuniones de gran mundo, no te gustan… —⁠murmuré, suplicante sin embargo… —Si tanto lo deseas, iremos. —No, no… dejémoslo. —Pero tú quisieras ir. ¿Es cierto? No le contesté. —El gran mundo no es un mal muy terrible —⁠me dijo él⁠—. En cambio no está

Bien que te prives de estos placeres. Es necesario ir, e iremos —⁠añadió decidido. —Si quieres que sea franca, te diré que deseo locamente ir a ese baile… Fuimos. Me divertí más de lo que había imaginado. Como nunca tuve la impresión de

Ser el centro alrededor del cual gravitaba todo. Me parecía que habían iluminado aquel salón para mí exclusivamente, que sólo para mí tocaba la orquesta, que sólo para admirarme se había congregado allí aquel gentío. Todos, empezando por el peluquero y la doncella que cruzaron el salón y terminando por los

Bailarines y las personas ancianas, me cumplimentaban y adulaban. La opinión general que merecía y que me fué transmitida por la prima, era que me encontraban distinta de las demás mujeres, que tenía algo aldeano, una naturalidad muy mía y encantadora. Este éxito me halagó

Tanto que no oculté a mi marido el deseo de volver a brillar dos o tres veces más aquella temporada… «para hartarme de una vez para siempre» según le dije, fingiendo, naturalmente… Él no se opuso y al principio me acompañó a todas partes con visible satisfacción, alegrándole mis triunfos y habiendo olvidado

Completamente, al parecer su primera renuncia. Pero, poco a poco, aquella vida empezó a hartarle, a pesarle. Mas yo no estaba para advertirlo. Hasta cuando notaba su mirada posarse en mí, fría e interrogante, no llegaba a comprenderla. Estaba tan embriagada por

Aquella ola de afectos de gentes extrañas, me embargaba tan por entero aquel mundo de elegancia y frivolidad en que me sumía por primera vez, que dejé de sentir su influencia moral. Me gustaba tanto sentirme en aquel ambiente no solamente su igual, sino hasta

Superior a él y, por lo mismo, quererle con mayor fuerza, que no comprendía que pudiera ver en aquella vida algo inadecuado para mí. ¡Me sentía tan orgullosa de acaparar todas las miradas! En cambio él, como si se avergonzara de ser mi dueño y señor, se apresuraba a

Perderse entre los negros fracs que nos rodeaban. «Espera…» —pensaba yo, descubriendo entre la muchedumbre su cara triste y aburrida⁠—. «Espera a que lleguemos a casa y comprenderás entonces para quién quería brillar, a quién procuraba gustar esta noche…». Y yo misma me convencía de que sólo quería triunfar para ofrendarle mis triunfos. Un

Solo peligro podía acecharme, me decía: la posibilidad de dejarme seducir por alguno de mis admiradores o merecer sus celos. Pero él tenía tanta fé en mí, me parecía tan indiferente y tranquilo y se me antojaban tan insignificantes, comparados con él, cuantos jóvenes me rodeaban, que consideré inexistente el peligro.

Sin embargo, la admiración que despertaba halagaba mi vanidad y llegué a la conclusión de que el afecto que profesaba a mi marido no dejaba de tener su mérito, por lo que empecé a tratarle con mayor familiaridad y puede que con cierta displicencia.

—Te he visto charlar muy animadamente con N. N. —⁠le dije una vez al regresar de un baile, nombrando así a una dama muy en boga en aquel tiempo en Petersburgo y con quien efectivamente le había visto discurrir aquella noche. Se lo dije para animarle, pues

Le veía más triste y abatido que de costumbre. —¿Por qué hablas así, Macha? ¡Y tú precisamente! —⁠me respondió entre dientes, con una mueca de dolor⁠—. ¡Qué mal suenan estas palabras! Son tan impropias entre nosotros… Deja este lenguaje para otros… Sus convencionalismos pueden perjudicar nuestras relaciones y aún espero que se restablezca la armonía.

Me sentí avergonzada y callé. —¿Verdad que volverán los buenos tiempos, Macha? ¿Qué te parece? —⁠me preguntó. —Nunca han dejado de ser buenos, ni se estropearán jamás —⁠le contesté porque lo pensaba efectivamente. —Dios lo quiera… —murmuró él—. Ya es tiempo que regresemos a la aldea.

Pero lo dijo sólo aquella vez y en aquella ocasión precisamente. El resto del tiempo me parecía que se distraía tanto como yo. ¡Y yo me divertía mucho! «Y si se aburre ahora —me decía⁠— también me he aburrido por él en el pueblo…

Si algo cojea… ¡ya se arreglará cuando estemos de nuevo con Tatiana Semenovna en nuestra casa de Nikolskaya!». Así transcurrió el invierno y toda la Semana Santa la pasamos en Petersburgo. Por la fiesta de Santo Tomás y cuando ya teníamos arregladas las maletas, estando él de excelente humor, habiendo corrido durante

Todo el día haciendo compras y ultimando los preparativos, recibimos la visita de su prima que venía a rogarnos que nos quedáramos hasta el sábado, para poder asistir al sarao de la condesa R. Nos dijo que la condesa tenía mucho interés en conocerme y que el príncipe

M., de paso por Petersburgo, sólo por mí asistiría a la fiesta, porque aseguraba que yo era la mujer más linda de Rusia. Manifestó que todo Petersburgo debía concurrir al sarao y que yo no debía faltar a fiesta tan lucida. Mi marido hablaba con alguien en el otro extremo

Del salón. —¿Vendrá, pues, Mary? —me preguntó su prima. —Lo tenemos todo dispuesto para regresar a la aldea pasado mañana —⁠le respondí mirando de reojo a mi marido. Nuestras miradas se encontraron, pero él se apresuró a desviar la vista. —Yo trataré de convencerle —⁠me dijo la princesa⁠—. ¡Ya verá cómo nos divertiremos

El sábado! ¡Diga que sí! —Pero esto desorganizará todos nuestros planes. Lo tenemos todo empaquetado… —Lo mejor que podría hacer ella es correr a saludar al príncipe esta misma noche —⁠pronunció mi marido desde el otro extremo de la habitación en un tono que le desconocía. Se advertía que estaba irritado pero aún

Procuraba dominarse. —¡Está celoso, y por primera vez, según creo! —⁠exclamó riendo su prima⁠—. ¡Pero si no lo digo por el príncipe, Sergio Mijailovich! ¡Somos nosotras las que le suplicamos que no falte! ¡La condesa R. ha insistido tanto! —Ella decidirá —pronunció él y abandonó

El salón sin mirarme. Yo noté que estaba muy agitado, más que de costumbre. Esto me apenó y no prometí nada a la princesa. Fuí a hablar con él apenas ella se hubo marchado. Paseaba cabizbajo por la habitación y ni se dió cuenta cuando

Me acerqué de puntillas. «Ya estará soñando con su casa» —⁠pensé mirándole⁠—. «Echa de menos el café de la mañana en su claro salón, sus campos, a sus campesinos, las veladas entre divanes y las cenas apacibles… ¡No! —⁠me dije⁠—.

Las más floridas zalemas de todos los príncipes del mundo, no las cambio por una sonrisa suya…». Le hubiese querido decir que había decidido no ir a la recepción, pero en esto se volvió y me miró ceñudo. Nuevamente su rostro aparecía sereno y penetrantes sus ojos. No quería

Que le viera como un simple mortal; deseaba aparecer siempre ante mí como un semidiós. —¿Qué deseas, querida? —me preguntó tranquilamente. No le contesté. Me disgustaba verle desempeñar estos papeles en lugar de tratarme con naturalidad. —¿Quieres ir al baile? —me preguntó. —Tal era mi deseo. Pero tú no quieres…

Además ya tenemos hechos los equipajes. Nunca me había mirado con tanta frialdad, como tampoco nunca me había hablado como entonces. —No me marcharé hasta el martes y mandaré que lo vuelvan a sacar todo —⁠pronunció⁠—. Puedes ir adonde quieras. Hazme este favor. Yo no me iré.

Como siempre que estaba agitado sus pasos se hicieron desiguales; caminaba sin mirarme. —No te comprendo —le dije siguiéndole con la mirada⁠—. Dices que siempre estás tan tranquilo… —⁠he de advertir que nunca me había dicho nada semejante⁠—. ¿Por qué me hablas de este modo tan extraño? Por ti estoy dispuesta a sacrificarme y no

Ir al baile, en cambio tú, con esta ironía, me dices que no vaya… —¿Qué más quieres? Te «sacrificas» tú y me sacrifico yo… De modo que todo resulta perfecto. ¡Un lance de abnegación! ¡La cumbre de la felicidad conyugal!

Era la primera vez que me dirigía palabras tan duras. Pero su sarcasmo en lugar de avergonzarme sólo me irritó y me sentí ofendida. Parecía que me hablaba un extraño. ¿Por qué? ¿Qué culpa tenía yo? ¿Acaso era un pecado sacrificarle una distracción que juzgaba del todo inocente?

Se habían trocado los papeles: él evitaba hablarme sinceramente y era yo la que exigía franqueza. —Has cambiado mucho —le dije suspirando⁠—. ¿Qué mal he hecho para merecer tu enojo? No se trata de ese festival… Siento que hay algo más. ¿Por qué no hablas claramente? ¿Por qué no eres sincero? ¡Dime ya lo que

Me reprochas! «¿Qué me dirá?» —pensaba, muy satisfecha y convencida de que no podía reprocharme nada. Me había adelantado al centro de la estancia, de tal modo que inevitablemente había de pasar casi rozándome. Esperaba que se detendría, que me abrazaría y todo habría terminado.

Hasta me supo mal perder la ocasión de demostrarle su error. Pero él se detuvo en un extremo de la habitación y me miró. —¿No lo comprendes? —me preguntó. —No. —En este caso te lo voy a decir yo. Me repugna, ¿oyes bien?, me repugna sentir y saber que

No puedo dejar de sentirlo… Se detuvo, asustado, al parecer, por el tono acerbo de su propia voz. —¿El qué? —exclamé y lágrimas de indignación asomaron a mis ojos. —Me repugna el hecho de que el príncipe haya llegado a encontrarte bonita y que por esto corras a su encuentro, olvidando a tu

Marido y tu dignidad de mujer… Y no quieres comprender que lo ha de sentir tu marido, puesto que no eres capaz de sentirlo tú; es más, vienes a decirle que te «sacrificas», es decir, que haces el sacrificio de no comparecer ante «su alteza»… ¡Un sacrificio inmenso!…

Él mismo se animaba al hablar y su voz sonaba cruel y grosera. Nunca le había visto ni pensaba verle así. Se me agolpó la sangre en las sienes. Tenía miedo de algo, pero, al mismo tiempo, me sentía ofendida en mi dignidad y deseaba desquitarme.

—Hace tiempo esperaba que ocurriera esto —⁠le dije⁠—. Sigue hablando, sigue… —No sé lo que esperabas, ni qué dejabas de esperar… Yo sí que podía esperar lo peor, viéndote cada día en este fango, en esta sociedad corrompida y estúpida… Y, finalmente, ha llegado lo que tanto temía. ¡Sí! He llegado a sentirme avergonzado…

¡y me duele como nunca! Me duele sentir cómo tu amiga hurga con sus manazas sucias en mi corazón y aun me habla de celos. ¿Celos de quién, Dios mío? De un individuo que no conocemos, ni tú, ni yo… Y tú te niegas a comprenderme… Aún insistes en «sacrificarte»,

Como dices… Siento vergüenza por ti, por tu humillación. ¡Valiente sacrificio! «A esto le llaman el derecho del marido» —⁠pensé⁠—. «Ofender y humillar a una mujer inocente… Que sea éste su derecho, pero yo no me dejo dominar…». —No, yo no te sacrifico nada —⁠le dije palideciendo y sintiendo cómo se me dilataban

Las aletas de la nariz⁠—. El sábado iré al baile. Sin falta. —¡Que te diviertas mucho! Pero he de advertirte que todo ha terminado entre nosotros —⁠gritó en un arranque de rabia⁠—. Ya no podrás seguir atormentándome… Fuí un necio por haber… Se detuvo. Le temblaban los labios e hizo

Un violento esfuerzo para no soltar lo que estaba a punto de gritarme. Le temía y le aborrecía en aquellos instantes. Hubiese querido decirle muchas cosas y vengarme de sus insultos. Pero si hubiese abierto la boca no habría podido contener las lágrimas…

Por esto me marché sin decirle nada. Mas, apenas dejé de oír sus pasos, me horrorizó lo que habíamos hecho. Me espanté al pensar que se había roto para siempre lo que constituía toda mi felicidad y quise volver. «¿Se habrá calmado lo suficiente para poder

Escuchar mis razones?» —⁠reflexioné⁠—. «Puede que no comprenda mi magnanimidad… ¿Y si le diera por llamar disimulo a mi pena? ¿Y si, imbuído de su derecho, acepta mi arrepentimiento y me perdona? ¿Perdonarme? ¿Qué tiene que perdonarme él? ¿Por qué me habrá ofendido tan cruelmente?». Y me fuí a mi cuarto, donde estuve largo

Tiempo llorando, recordando cada palabra de nuestra disputa… Y a estas palabras añadía otras que me parecían peores y volvía a recordar, horrorizada e indignada a la vez, la violenta escena. Cuando entré en el salón para el té de

La tarde y vi a mi marido que estaba en compañía de S., un conocido nuestro, comprendí que entre nosotros acababa de abrirse un abismo. S. me preguntó cuándo pensábamos marcharnos. No tuve tiempo de contestarle. —El martes —respondió mi marido⁠—.

Aún hemos de asistir al baile de la condesa R. ¿Piensas ir, no es cierto? —⁠me preguntó. Me dió miedo el tono demasiado natural de su voz y le miré tímidamente. Sus ojos me miraban crueles y burlones y su voz sonaba fría y distante.

—Sí —le respondí. Por la noche, cuando nos quedamos solos, se me acercó y me tendió la mano. —Olvida, por favor, las necedades que he dicho esta tarde —⁠me dijo. Le estreché la mano intentando sonreír y se me humedecieron los ojos. Pero él retiró la mano y como si temiera una escena demasiado

Tierna se sentó en un sillón apartado… «¿Será posible que aún siga convencido de tener él la razón?» —⁠pensé. Y las palabras que estaba a punto de pronunciar no salieron de mis labios. —Hemos de escribir a mi madre que aplazamos el regreso —⁠observó⁠—. Estaría inquieta. —¿Y cuándo regresaremos? —El martes, después del baile.

—Supongo que no lo haces por mí —⁠le dije mirándole fijamente. Pero sus ojos ya nada me decían; se limitaban a mirarme, indiferentes e inexpresivos. Y de pronto su rostro se me antojó viejo, ajado, desagradable. Fuimos a la fiesta y nuestras relaciones se hicieron, al parecer, menos tensas aunque

Ya no eran las mismas de antes. En la recepción, cuando se acercó el príncipe, yo estaba sentada entre otras damas, de modo que tuve que imitarlas y levantarme también para hablarle. Involuntariamente busqué con la vista a mi marido; nuestras miradas se

Encontraron y él desvió la suya. De pronto sentí tanta vergüenza y me turbé tanto que, bajo la mirada del príncipe, se me encendieron las mejillas y creo que hasta el cuello. Pero hube de permanecer allí a escucharle y soportar su examen. Nuestra conversación

Fué breve. Donde yo estaba no había asiento libre y él debió comprender que algo me turbaba. Hablamos del pasado baile, me preguntó dónde pasábamos el verano, etc. Al separarse manifestó el deseo de conocer a mi marido y efectivamente, poco después les vi hablando

En el otro extremo del salón. El príncipe seguramente me mencionaba porque advertí cómo sonreía y se volvía para mirarme. De repente noté que mi marido se sonrojaba, y se apartaba del príncipe tras un frío saludo. Me sentía abochornada, pensando en el concepto

En que nos tendría el príncipe y especialmente a mi marido. Me parecía que todos habían advertido mi turbación mientras hablaba con el príncipe y que también la actitud de mi marido les había parecido extraña; Dios sabe cómo lo comentarían…

Su prima me acompañó hasta mi casa y por el camino hablamos de mi marido. No resistí a la tentación de relatarle la diferencia surgida entre nosotros con motivo del malhadado baile. Ella intentó tranquilizarme diciéndome que era un incidente sin importancia y que

Se olvidaría pronto; me explicó el carácter de mi marido desde su punto de vista, y dijo que, a su parecer, era un hombre muy retraído y orgulloso. Yo asentí y me pareció que iba a poder entenderle mejor que antes… Pero después, cuando estuve con él a solas,

Este juicio me remordió la conciencia y comprendí que el abismo que nos separaba se había hecho aún más profundo. La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte segunda, capítulo tres A partir de aquel día nuestras relaciones cambiaron radicalmente. Ya no estábamos a gusto solos. Había temas que evitábamos

Abordar y hablábamos mejor mediando otras personas. Cuando la conversación giraba sobre la vida en la aldea o acerca de algún baile, nuestros ojos se movían inquietos y procurábamos no mirarnos. Comprendíamos que ahí estaba el abismo y evitábamos acercarnos demasiado al borde…. Yo había llegado al convencimiento de que

Él era un hombre altanero e irritable y que se le tenía que tratar con cuidado para no herirle en estos puntos débiles. Él a su vez creía que yo no podía vivir sin diversiones mundanas, que la vida en la aldea no estaba hecha para mí y que él no tenía más remedio

Que amoldarse a mi mal gusto. Tácitamente evitábamos hablar de este asunto y seguíamos aferrados a nuestros juicios torcidos. Me sentí indispuesta poco antes de nuestra partida y en lugar de regresar a la aldea fuimos a nuestra casa de verano, donde me

Dejó, para ir a ver a su madre. Cuando se iba, yo ya estaba suficientemente restablecida para poder acompañarle, pero él insistió en que me quedara, alegando que debía prolongar mi convalecencia. Yo comprendí que no era mi salud lo que le inquietaba, sino el convencimiento de que ya no podríamos vivir felices como antes

En la aldea y por esto no insistí mucho. Sin él me sentí muy sola, pero cuando regresó vi que ya no ocupaba en mi vida el lugar de antaño. Aquella armonía que nos vinculara tanto, cuando el solo hecho de no manifestar un pensamiento nos parecía un crimen abominable,

Cuando sentíamos deseos de reír y nos embargaba la alegría con sólo mirarnos, todo aquello se había esfumado, diluido y desaparecido paulatinamente, casi sin advertirlo nosotros. Cada uno tenía ahora sus propios intereses, sus preocupaciones personales y no nos esforzábamos

En que fuesen comunes. Ni siquiera nos turbaba la idea de vivir en dos mundos distintos. Nos acostumbramos tanto a ello que pudimos de nuevo miramos sin desviar la vista y sin turbarnos. Él ya no tenía transportes de loca alegría, ya no era el hombre tolerante

Y bondadoso y su mirada dejó de ser profunda y cariñosa como antes. A veces estábamos mucho tiempo sin vernos siquiera: viajaba mucho y no le preocupaba dejarme sola. Yo, por mi parte, frecuentaba la sociedad y no le echaba de menos.

Ya no mediaban discusiones ni disputas, y yo procuraba serle agradable en todo; él también satisfacía todos mis deseos y vivíamos como si nos quisiéramos como antes. Cuando estábamos solos, cosa que sucedía pocas veces, no experimentaba alegría ni sentía turbación; era como si estuviese sola… Sabía que él era mi marido y no

Un extraño, que era un hombre bueno y al que conocía como a mí misma. Estaba convencida de saber de antemano cuánto haría, lo qué diría y cómo me miraría: y cuando no acertaba en mis previsiones me parecía que era él quien se equivocaba. No esperaba nada de él.

En una palabra era mi marido y nada más. Me parecía que así había de ser, que todos habían de vivir y sentir así y hasta llegué a olvidar que existieran entre nosotros relaciones distintas de aquéllas. Durante sus primeras ausencias me sentí muy sola; faltándome él comprendía cuánto necesitaba su apoyo. Cuando regresaba corría

A abrazarle alegremente, pero dos horas después ya ni me acordaba de mi arranque y no sabía qué decirle. Tan sólo en los momentos de quieta y moderada ternura, que a veces se presentaban, me parecía que faltaba algo, que algo no iba bien; se

Me oprimía el corazón y en sus ojos leía la misma inquietud. Sentía aquel límite del cariño que él no quería y yo no podía traspasar. A veces esto me entristecía, pero no tenía tiempo para detenerme y reflexionar; procuraba olvidar esta sensación desagradable

Entregándome a las diversiones que no me faltaban. La vida mundana que me había embriagado desde un principio, halagando mi vanidad, me dominaba por entero y entró a formar parte de mis costumbres, me subyugó de tal modo que llegó a ocupar en mi alma el puesto destinado

A los sentimientos. Ya nunca me quedaba a solas con mi pensamiento y temía pensar y enfrentarme con la situación así creada. Mi tiempo, hasta altas horas de la noche y a veces hasta la madrugada ya no me pertenecía y no podía disponer de él hasta cuando no

Salía de casa. Esto no me distraía, pero tampoco me aburría. Lo encontraba sencillamente natural y no imaginaba que pudiera ser de otra manera. Así pasaron tres años. Nuestras relaciones seguían siendo siempre las mismas; quedaron petrificadas, inmutables, incapaces de mejorar ni de empeorar tampoco. Durante estos tres

Años tuvieron lugar dos acontecimientos muy importantes, pero que no lograron cambiar mi vida: fueron el nacimiento de mi primer hijo y la muerte de Tatiana Semenovna. En un principio el amor maternal me dominó hasta tal punto, fué tanta mi alegría, que

Creí que se abriría ante mí una nueva existencia. Pero dos meses después, cuando volví a frecuentar la sociedad, este sentimiento se fué desvaneciendo, se transformó también en una costumbre, en el frío cumplimiento de un deber. Él, al contrario, volvió a ser el hombre sereno

Y quieto de antes, amante de su hogar y transportó toda su ternura, toda su alegría, sobre su hijo. Cuando me ocurría penetrar en el cuarto del niño ataviada con mi traje de noche y encontraba a mi marido al lado de la cuna, él me miraba

Con mudo reproche y me sentía avergonzada bajo aquella mirada severa y tranquila. Me horrorizaba mi propia indiferencia hacia el niño y entonces me preguntaba si era peor que las otras mujeres… «¿Qué debo hacer?» —me decía—. «Yo

Quiero a mi hijo, pero no por esto he de pasarme con él días y noches enteras… No lo podría soportar, me aburriría… Y no quiero fingir». La muerte de Tatiana Semenovna fué para él un dolor inmenso. Me dijo que ya no podría continuar viviendo en Nikolskaya. Pero yo,

Aunque compartía su pena y había llegado a querer a su madre, he de confesar que sin ella viví allí más tranquila. Aquellos tres años, sin embargo, casi siempre vivimos en la ciudad, pasando sólo un par de meses en la aldea. Al tercer año nos fuimos

Al extranjero. El verano lo pasamos en un balneario de aguas termales. Tenía entonces veintiún años; consideraba floreciente nuestra situación económica y no exigía de la vida familiar más de lo que me daba. Me parecía que todo el mundo me quería mucho; tenía muy buena salud,

Mis vestidos eran los mejores del balneario, me sabía agraciada, el tiempo se mantenía espléndido; en todas partes había mucha alegría y me divertía mucho. No estaba tan alegre como en la aldea, cuando rebosaba de sentimientos, cuando comprendía que merecía la felicidad, cuando sabía haberla conseguido y sin embargo la deseaba aún más

Completa. Ahora era una satisfacción distinta. El verano lo pasé muy bien: no deseaba nada, nada esperaba, nada me preocupaba. Me parecía disfrutar plenamente de la vida y tener tranquila la conciencia. De cuantos jóvenes me rodeaban ni uno mereció

Que le distinguiera; para mí todos eran iguales y les hacía tanto caso como al viejo príncipe K., un ex embajador ruso que también figuraba entre mis admiradores. Uno era joven, viejo el otro, éste era un rubio inglés y aquél un francés con perilla, pero para mí todos

Eran iguales e igualmente imprescindibles. Eran simples figurantes que formaban parte de mi ambiente y contribuían a la vida alegre y despreocupada que me había esclavizado. Sólo uno de ellos, el marqués italiano de M. logró que le distinguiera con su atrevida

Asiduidad. No dejaba escapar una sola ocasión para verme, para acompañarme al casino o en los paseos a caballo. Me seguía por todas partes, bailaba únicamente conmigo y no cesaba de repetirme que me encontraba muy hermosa. Muchas veces, desde la ventana, le veía rondando

Nuestra casa, distinguía el brillo de sus ojos y me escondía turbada. Era joven, apuesto, elegante y, sobre todo, su frente y su sonrisa se parecían extrañamente a las de mi marido, y puede que fuese más atractivo. Me llamaba la atención este parecido, aunque en el pliegue

De sus labios, en sus miradas y en el mentón prominente en lugar de serena bondad descubría algo violento y casi animal. Creía entonces que me amaba locamente y le compadecía. A veces procuraba calmarle y encauzarle hacia una simple y buena amistad, pero él rechazaba

Bruscamente estos intentos y seguía turbándome con su pasión no revelada abiertamente pero dispuesta a manifestarse brutal a cada instante. Yo le temía por más que no quería reconocerlo y a pesar mío seguía pensando en él. Mi marido le conocía y se mostraba con él

Aun más frío y altivo que con otros, para quienes no era más que «el marido de su mujer». Al finalizar la temporada caí enferma y estuve dos semanas sin salir. Cuando por fin abandoné mi habitación y fuí al paseo al que solían

Concurrir todos para escuchar la charanga, supe que había llegado lady S., célebre por su belleza y a quien todos esperaban con impaciencia. Me rodearon y agasajaron naturalmente pero mucho más nutrido resultó el corro que se formó alrededor de la recién llegada.

Todos, sin excepción, sólo hablaban de ella y de su excepcional hermosura. Me la señalaron y la encontré realmente soberbia; sin embargo, me desagradó su aire de suficiencia y así lo manifesté a mis amigos. Aquel día, me pareció aburrido lo que antes encontrara

Divertido. Al día siguiente lady S. organizó una excursión al viejo castillo, que dominaba al balneario, pero yo decliné su invitación. Quedé casi sola y todo se transformó a mis ojos. Todo me pareció insípido, aburrido; tenía ganas de llorar y volver cuanto antes

A Rusia. Experimentaba una sensación desagradable pero aún no lo quería reconocer. Dije a todos que me sentía muy débil, dejé de frecuentar la sociedad, salía únicamente por las mañanas, en compañía de L. M., una compatriota, y juntas recorríamos los alrededores. Mi marido estaba ausente: había ido por unos

Días a Heidelberg y sólo tenía que pasar a recogerme para regresar juntos a Rusia. Un día lady S. se llevó a todos a una cacería y aquella tarde fuimos con L. M. al castillo. Mientras el coche subía lentamente por la sinuosa carretera que serpentea entre seculares

Castaños que dejaban entrever la riente campiña iluminada por el crepúsculo, hablamos seriamente como nunca lo habíamos hecho hasta entonces. La señora L. M., a quien conocía ya desde tiempo, se me reveló como una mujer inteligente con la que una puede conversar agradablemente.

Hablamos de la familia, de los hijos, de lo vacía que resultaba la vida en aquel lugar. Ambas deseábamos regresar cuanto antes a Rusia; sentimos añoranza y nos pusimos tristes, pero experimentamos un bienestar singular al desahogarnos. En este estado de ánimo

Llegamos al castillo. Sus viejos muros proyectaban grandes sombras, era un lugar fresco, agradable y eran hermosos los contrastes de luz y sombras que dominaban las viejas ruinas. En alguna parte sonaban voces y se oía caminar otras personas. Los grandes ventanales enmarcaban

Un paisaje delicioso pero que no llegaba a satisfacer nuestras almas rusas. Nos sentamos para descansar y contemplamos la puesta del sol. Las voces que habíamos oído al entrar sonaron más cercanas y me pareció que alguien pronunciaba mi nombre. Presté atención y

Así pude sorprender toda la conversación. Eran las voces de dos personas conocidas: la del marqués D. y la de un francés amigo suyo a quien yo conocía igualmente. Hablaban de mí y de lady S., comparando nuestras perfecciones. El francés no decía nada que hubiese podido

Ofenderme directamente; sin embargo me dió un vuelco el corazón al escuchar sus palabras. Explicó minuciosamente lo que yo tenía de bueno y de malo y se extendió asimismo acerca de los encantos de lady S. Luego estableció comparaciones. Dijo que yo era madre, y que

Lady S., en cambio, sólo tenía diez y nueve años; mi trenza era mejor que la suya pero ella tenía el talle más esbelto… —Es una de esas princesitas rusas que ahora comienzan a aparecer por aquí; y nada más… —⁠dijo, refiriéndose a mí.

Y terminó manifestando que a su parecer yo procedía muy bien en no querer competir con lady S. y que en este concepto ya no me quedaba nada por hacer en Baden… —Me da lástima… Si al menos quisiera consolarse con usted —⁠añadió riendo, cínica y fríamente. —Si se marcha, yo la seguiré —⁠pronunció

La voz dura del marqués, con marcado acento italiano. —¡Feliz mortal que aún puede amar! —⁠bromeó el otro. —¡Amar! ¡Yo no puedo no amar! ¡Sin amor no hay vida posible! Hay que transformar la vida en una novela… Y mi novela no quedará nunca en suspenso… Y haré que la de ahora

También tenga su desenlace, tal como lo deseo. —Bonne chance, mon ami[1] —⁠dijo el francés. No pudimos oírles más porque habían dado la vuelta para bajar por la escalera y sus pasos resonaron por el otro lado. A los pocos minutos aparecieron en la puerta lateral y se detuvieron, sorprendidos, al vernos.

Yo me sonrojé cuando el marqués me tendió la mano y experimenté una sensación extraña cuando me ofreció el brazo a la salida del castillo. Yo no podía negarme a aceptarlo y así nos dirigimos hacia el coche precedidos de L. M., que iba con su amigo. Las palabras

De éste me habían ofendido, aunque reconocía que no había hecho más que expresar lo que yo misma sentía. Pero los propósitos del marqués me habían asombrado e indignado a la vez, por lo groseros. Sufría al pensar que yo había oído sus palabras y que, sin

Embargo, él seguía tan tranquilo a mi lado. Su presencia me repugnaba y procuraba no escuchar lo que me decía, apresurando un poco el paso. Me murmuraba algo acerca del «espléndido paisaje» y de la inesperada dicha de verme, pero yo apenas le entendía pues pensaba en

Mi marido, en mi hijo y en Rusia… Encontrados sentimientos batallaban en mi pecho: sentía vergüenza, tristeza y añoranza. Tenía ganas de estar en mi solitaria habitación del hotel de Baden para reconcentrarme y reflexionar. Pero L. M. iba despacio, aún faltaba un buen

Trecho hasta el coche, y, según me pareció, mi acompañante acortaba deliberadamente el paso, como si pretendiera detenerme. «No puede ser…», pensé e intenté caminar más aprisa. Pero él, decididamente me retenía y hasta se atrevía a estrecharme el brazo. L. M. torció en un recodo del camino y nos

Hallamos solos. Tuve miedo. —Perdone… —murmuré e intenté liberar el brazo; pero el encaje de mi manga se enredó en uno de sus botones. Él se puso a desenredarlo apoyando su cuerpo en el mío y sus dedos sin guantes rozaron

Mi brazo. Sentí en la espalda una sensación extraña, horrible y deliciosa a la vez. Levanté la vista con el firme propósito de manifestarle mi desprecio, pero mis ojos sólo reflejaron miedo y turbación. Sus encendidos y húmedos ojos me miraban apasionados, escrutaban mi rostro, devoraban mi cuello, mi pecho… Sus dedos aprisionaban

Mi muñeca y sus labios entreabiertos me murmuraban algo… Me decía que me amaba, que yo debía ser suya. Y a medida que su boca se iba acercando, sus manos me sujetaban con mayor fuerza. Un fuego abrasador corría por mis venas, se me nublaba la vista y todo mi cuerpo temblaba.

Las palabras que quería gritarle para que se detuviera se me ahogaron en la garganta. Y de pronto sentí su beso en la mejilla. Le miré fría y temblorosa. Sin fuerzas para oponerme, permanecí quieta, horrorizada, como si temiera y deseara algo a la vez. Y

Esto duró unos instantes. ¡Pero fueron instantes terribles! ¡Aquel hombre se me reveló por entero! ¡Y qué bien comprendía lo que leía en su rostro! Sus rasgos ya no tenían misterios para mí: esa frente estrecha, que en algo se parecía a la de mi marido, y que veía

Coronada por el sombrero de paja: su nariz recta y hermosa con las ventanas dilatadas; los largos bigotes engominados, la barbita bien cuidada, las mejillas pulcramente afeitadas y el cuello tostado por el sol… Temía y aborrecía aquel ser que me era extraño.

Pero en aquellos momentos, ¡con qué fuerza repercutía en mí su pasión! ¡Cómo ansiaba entregarme a los besos de su boca brutal y hermosa, a las caricias de sus manos finas de ensortijados dedos! ¡Cómo me atraía la vorágine de las cosas prohibidas!

«Soy tan desgraciada… —cruzó por mi mente⁠—. Que vengan, pues, más y más desgracias…». Me rodeó el talle con su brazo y vi su rostro junto al mío. —Je vous aime… —me murmuró su voz, tan parecida a la de mi marido. Mi marido y mi hijo se me representaron como

Seres queridos pero lejanos, tan distantes como si nada me uniera a ellos. En esto oímos la voz de L. M. que me llamaba. Me repuse, liberé mi brazo y eché a correr sin volverme. Nos sentamos en la calesa y solamente entonces

Le miré. Se descubrió y me preguntó algo sonriendo. ¡Y no comprendía cuánto me repugnaba en aquellos momentos! ¡Mi vida me pareció tan desgraciada… sin esperanzas en lo por venir y tenebrosa en su pasado! L. M. me decía algo que yo no

Llegaba a comprender. Me parecía que me dirigía la palabra únicamente por compasión, para ocultar el desprecio que le merecía. Me parecía descubrir asco y compasión en cada palabra, en cada mirada suya. Aquel beso me quemaba la mejilla y se me hacía insoportable el

Pensar en mi marido y en mi hijo. Me encerré en mi habitación para reflexionar; pero tuve miedo de estar sola. No terminé el té que me sirvieron y casi sin saber lo que hacía empecé a arreglar febrilmente las maletas, para alcanzar el tren de la noche

Y poder reunirme cuanto antes con mi marido en Heidelberg. Nos acomodamos con mi doncella en un compartimiento vacío y cuando arrancó el tren y el aire fresco de la noche me azotó la cara, fuí coordinando poco a poco mis pensamientos y

Se me representó con más claridad mi pasado y también lo que habría de ser mi porvenir. Se me representó toda mi vida de casada, desde nuestra llegada a Petersburgo y me agobió como un tremendo reproche. Por primera vez recordé bien los primeros

Tiempos, cuando vivíamos felices en la aldea; recordé los proyectos que entonces forjábamos y fué cuando me pregunté: «¿Qué alegrías fueron las suyas durante todo este último tiempo?». Y me sentí culpable. «¿Por qué nunca se le ocurrió detenerme? ¿Por qué fingía en lugar de abordar el

Asunto de frente? ¿Por qué no me exigió una explicación? ¿Por qué no habría empleado el poder que le otorgaba su cariño? ¿Puede que no me quiera?». Pero por muchas y muy grandes que fueran sus culpas, ahí estaba presente el beso de un extraño que me abrasaba aún la mejilla… Lo sentía.

A medida que nos acercábamos a Heidelberg, evocaba con mayor fuerza a mi marido y tanto más me espantaba la explicación que tendría que darle. «Se lo diré todo… Todo lo expiaré con mis lágrimas…» —⁠pensaba yo⁠—. «Y él me perdonará». Pero ni yo misma sabía lo que podía significar

Este «todo» como tampoco creía en su perdón. Mas cuando entré en la habitación de mi marido y vi su rostro tranquilo aunque extrañado, comprendí que no había nada que decirle, que nada debía confesar y que él nada tenía que perdonarme. Debía guardar para mí todo el dolor, todo el arrepentimiento.

—¿Cómo es que se te ha ocurrido? —⁠me dijo él⁠—. Pensaba ir a verte mañana. Pero al mirarme mejor tuvo un sobresalto. —¿Qué te pasa? ¿Ha sucedido algo? —⁠murmuró. —Nada absolutamente —le contesté esforzándome para no prorrumpir en sollozos⁠—. He venido con todas las maletas. Regresemos mañana a Rusia…

Me miró atentamente. —Cuenta lo que te ha pasado —⁠insistió. Me sonrojé y bajé la cabeza. En sus ojos brilló un destello de cólera e indignación. Tuve miedo de lo que pudiera pensar y con un disimulo del que ni yo misma me creía capaz le expliqué: —Nada me ha ocurrido. Me aburría, sencillamente;

Me sentía sola… me faltabas… ¡He sido tan mala contigo! Siempre te he obligado a seguirme y a llevar una vida que aborreces. Sí… He sido muy mala contigo —⁠repetí con lágrimas en los ojos⁠—. Regresemos a nuestra aldea… para siempre. —¡Ay, querida! Líbrame, por favor, de escenas sentimentales —⁠me dijo fríamente⁠—.

Encuentro muy bien que desees regresar. Además, no andamos muy bien de dinero… En cuanto a eso de que sea para siempre… no es más que un sueño. Sé perfectamente que no aguantarás mucho tiempo. Toma una buena taza de té… Esto te reconfortará después del viaje —⁠añadió

Levantándose y tocando el timbre. Pensé en todas las sospechas que él podía abrigar y me sentí ofendida al notar fija en mí su mirada desconfiada y tímida a la vez. «No. ¡Nunca me comprendería!» —⁠pensé. Le dije que iba a ver al niño y abandoné la habitación.

Quería estar sola y llorar. Llorar mucho, mucho… La felicidad conyugal. Una novela de León Tolstói. Parte segunda, capítulo cuatro El viejo caserón, casi abandonado volvió a revivir, pero no revivieron los que allí vivían. Su madre ya no estaba y nos encontramos solos, frente a frente. Pero no sólo no necesitábamos

Soledad: ésta nos pesaba ahora. El invierno lo pasé tanto peor cuanto que durante casi todo el tiempo estuve enferma y sólo me repuse después de haber dado a luz a mi segundo hijo. Entre mi marido y yo seguían mediando las mismas relaciones amistosas pero frías, como cuando vivíamos en la capital. Pero aquí

Todos los objetos, todas las cosas me recordaban lo que él había sido para mí y cuanto había perdido… Nos separaba algo así como una ofensa no perdonada, como si él siguiera castigándome por algo; dándome a entender al mismo tiempo que no lo sabía.

Yo no tenía que pedirle perdón por nada y él por su parte, no tenía modo de perdonar. La única pena que me había impuesto consistía en que no se me entregaba por entero como antes. Pero tampoco entregaba por completo su alma a nadie ni a nada y simplemente vivía

Como si no la tuviese. A veces yo pensaba que lo simulaba, que en realidad era distinto y que si lo hacía era sólo para atormentarme. Yo me decía que todo no había muerto en él y procuraba despertar sus antiguos sentimientos. Pero él evitaba

Sistemáticamente las expansiones, como si sospechara de mí, como si temiera caer en el ridículo al dejarse llevar por los sentimientos. Sus ojos y el tono de su voz me decían: «Lo sé todo… No me expliques nada. Sé cuanto puedas decirme. Sé perfectamente que

Me dirás una cosa, pero harás otra». Al principio me ofendía este temor a la franqueza, pero después me acostumbré a considerar que no carecía de ella, sino que simplemente no la necesitaba. Tal como estaban las cosas, nunca hubiese tenido el valor de decirle «te quiero», pedirle que rezara conmigo, ni invitarle a

Escuchar como tocaba el piano… Entre nosotros ya se interponía el decoro convencional y vivíamos separados. Él con sus ocupaciones que no me interesaban y en las que ya no quería intervenir; yo con mi ocio que no le molestaba, ni le acongojaba como antes. Los niños eran aún demasiado pequeños para servirnos de unión.

Pero llegó el verano. Vinieron Katia y Sonia. Nuestra casa de Nikolskaya necesitaba reformas y nos trasladamos todos a Pokrosvkoe. Encontramos la casa tal como la dejamos: con su terraza, con su mesa plegable, con su piano en el claro salón; volví a ver mi habitación con sus

Visillos blancos, con mis ensueños juveniles allí olvidados… En aquella estancia había dos camitas más: la mía de cuando yo era pequeña y en la que puse a mi gordito Kokocha y otra que sirvió de cuna a Vana. Después de haberles acostado y santiguado me ocurría quedarme largo rato en pie en

El centro de la habitación y entonces veía de pronto surgir de todas partes claras visiones del pasado. Y oía voces que cantaban a mis oídos viejas canciones de otros tiempos. ¿Dónde estaban esas pasadas alegrías? ¿Dónde estaban los cantos juveniles? Y sucedía lo que esperaba: aquellos ensueños inciertos adquirían realidad, mientras que la realidad

No era más que una vida llena de agobio y tristeza. Todo continuaba igual: divisaba el mismo jardín enmarcado por la ventana, los mismos árboles, los mismos caminitos y paseos, el mismo banco bajo los tilos dominando la hondonada; cantaban

Como antes los ruiseñores… idénticas las matas de lila y la misma luna en el cielo… Y, sin embargo, ¡cuán distinto era todo aquello! ¡Qué frío y extraño encontraba lo que hubiese podido serme tan querido! Como antaño hablamos de él con Katia, sentadas

En el viejo salón. Pero Katia ha cambiado mucho, tiene más arrugado el rostro, más amarilla la piel y sus ojos en lugar de alegría y esperanza sólo reflejan tristeza y conmiseración. Ya no sentimos admiración sino que le criticamos. Ya no sentimos la necesidad imperiosa de confiar

A todos lo que sentimos; hablamos en voz queda como conspiradores y por centésima vez nos preguntamos con tristeza por qué habrá cambiado tanto la vida. Él no ha cambiado. Sólo la arruga entre las cejas es más profunda, tiene más canosas las sienes y sus ojos, cuando

Me miran, parecen velados por una nube… Yo también soy la misma, pero ya no tengo amor, ni lo deseo. No siento la necesidad de una ocupación, ni estoy satisfecha de mí misma. Tan lejanos e imposibles me parecen los transportes religiosos de antaño como

Aquel amor primero, como la alegría del vivir que entonces me embargaba. Ya no podría comprender ahora lo que antes me parecía tan natural: el vivir para otro. ¿Para qué vivir para otro si no se tienen ganas de vivir para sí? Había abandonado la música cuando nos instalamos

En Petersburgo. Pero ahora he vuelto a encariñarme con mi viejo piano y con mis piezas favoritas. Un día en que me encontraba indispuesta quedé sola en casa. Katia y Sonia habían ido a Nikolskaya para ver cómo progresaban las obras de la casa nueva. El té estaba servido

Y me senté al piano para esperarles. Abrí la «sonata quasi una fantasía» y me puse a tocarla. No había nadie y todo estaba silencioso. Las ventanas que daban al jardín estaban abiertas de par en par y los conocidos acordes sonaban tristes y majestuosos. Terminé la

Primera página y maquinalmente me volví a mirar hacia el rincón donde él solía sentarse para escucharme. Pero él no estaba. Allí estaba la silla vacía, por la ventana asomaba una rama de lilas destacándose sobre el fondo luminoso y penetraba, fragante, el frescor del crepúsculo. Me apoyé en el piano y quedé pensativa.

Recordaba con dolor los tiempos pasados y, tímidamente, soñaba con lo venidero. Y me parecía que ya nada tenía que esperar, que el porvenir ya nada podría brindarme. «¿Habré vivido mi vida?» —me preguntaba angustiada. Levanté la cabeza y para no pensar volví a tocar el mismo «andante».

«¡Dios mío!» —murmuré—. «¡Perdóname si soy culpable! ¡Devuélveme aquello bueno que tenía en mi alma! ¡Enséñame lo que he de hacer! ¡Cómo he de vivir!». Oí el rodar de un coche que se acercaba y luego resonaron unos pasos suaves y conocidos

Que de pronto se detuvieron. Pero ya no despertaban en mí los sentimientos de antes. Cuando terminé de tocar sentí que una mano se posaba en mi hombro. —Encuentro muy bien que hayas tocado esta sonata —⁠me dijo. Yo no le contesté. —¿No has tomado el té?

Negué con la cabeza, procurando no mirarle para que no descubriera mi agitación. —Ahora llegarán todos; el caballo quiso hacer de las suyas y tuvieron que apearse y continuar el camino a pie. —Esperémosles —le dije y salí a la terraza

Creyendo que él me seguiría. Pero él sólo se informó de los niños y subió a verlos. Otra vez su presencia y su voz quieta y sencilla me hicieron dudar, dejándome cavilosa. ¿Era cierto que había perdido algo? ¿Qué más podía desear? Era bueno, afable, perfecto como esposo y como padre… ¿Me faltaba algo, acaso?

Salí a la terraza y me senté bajo el toldo en aquel mismo banco en que nos habíamos sentado el día en que nos declaramos. Ya se había puesto el sol. Anochecía. Una nubecilla cruzaba encima de la casa y del jardín y solamente entre los árboles se

Entreveía un cielo despejado, crepuscular, con la primera estrella solitaria del ocaso. La nubecilla proyectaba su sombra y todo parecía esperar la llovizna vivificadora inminente. Había cesado el viento y ni una sola hoja se movía en el jardín. El aroma de las flores

Era tan fuerte que se hubiese dicho que era el aire mismo el que florecía. El perfume irrumpía en la terraza en ráfagas intermitentes, ora suave, ora violento y daba deseos de cerrar los ojos y concentrar todos los sentidos para aspirarlo.

Los geranios y los rosales aún florecían subiendo y estirándose como afanosos de elevarse sobre sus tallos: en la hondonada cantaban las ranas con inusitado brío, como si presintieran el aguacero que iba a obligarles a buscar el refugio de las charcas. Un incierto rumor

Acuático presidía sus gritos. Trinaban los ruiseñores y a intervalos se les oía volar de un árbol a otro. Como el año pasado un ruiseñor se había posesionado de un arbusto bajo la ventana del salón y cuando yo salí a la terraza atravesó volando el paseo, chilló dos veces y enmudeció expectante.

En vano intentaba calmarme; esperaba algo indefinido con un sentimiento inquieto de congoja y arrepentimiento. Por fin vino él y se sentó a mi lado. —Me parece que los nuestros se van a mojar —⁠observó. La nube iba bajando; todo se iba haciendo cada vez más quieto, silencioso e inmóvil

Y más penetrante llegaba el aroma de las flores. De pronto cayó la primera gota sobre el toldo; la segunda se rompió en un escalón. Las hojas de bardana resonaron bajo la lluvia que iba en aumento. Callaron las ranas y los ruiseñores. Sólo

Persistía aquel rumor acuático e incierto que llegaba de la hondonada y que aún lograba vencer a la cortina de agua. Un pájaro se escondió presuroso entre las matas y desde allí repitió su monótono reclamo. Mi marido se levantó. —¿A dónde vas? —le retuve—. Se está tan bien aquí…

—Mandaré a alguien para que les lleve paraguas y chanclos. —Pasará pronto… —insistí. Se detuvo y nos quedamos sentados en la terraza. Yo me apoyé en la baranda húmeda y me asomé al jardín. La lluvia fresca me mojó la cabeza

Y el cuello. La pequeña nube de verano se vertía sobre nosotros. El rumor uniforme de la lluvia se transformó pronto en un goteo más espaciado sobre las hojas. Volvieron a croar las ranas y de nuevo se animaron los ruiseñores, cantando entre la mojada espesura.

Se despejó el cielo y hubo más luz. —¡Qué bueno! —murmuró él sentándose en la baranda y, acariciándome los húmedos cabellos. Esta inocente caricia me hizo el efecto de un reproche y tuve ganas de llorar. —¿Qué más puede desear un hombre? —⁠pronunció él⁠—. Estoy tan satisfecho que nada deseo…

¡Soy tan feliz! «No me hablabas así algún tiempo atrás» —⁠pensé yo⁠—. «Por grande que fuese tu felicidad, siempre ansiabas más… Ahora en cambio estás satisfecho, tranquilo… mientras que mi alma se agita en el arrepentimiento y tengo ganas de llorar…». —Yo también estoy bien —le dije⁠—.

Pero me siento triste precisamente porque todo está tan bien… En mí todo está como deshilvanado, incompleto… Quisiera algo… ¡Y aquí todo está tan quieto, tan quieto! ¿Será posible que no sientas la añoranza de disfrutar de la naturaleza?… Es como si se echara de menos lo pasado… Dejó de acariciarme los cabellos y quedó

Pensativo. —Sí. Antes esto me sucedía… Sobre todo en primavera —⁠dijo como si recordara⁠—. Yo también me pasaba noches deseando algo, esperando… ¡Felices noches aquéllas! Pero entonces todo estaba por delante aún… En cambio ahora todo ha quedado atrás. Ahora me basta con lo que tengo y por esto me encuentro

Bien… —⁠acabó con cierto desenfado. Su tono me hirió dolorosamente, pero me gustó porque al menos sentí que decía la verdad. —¿Y ahora ya no deseas nada? —⁠le pregunté. —No deseo nada imposible —me contestó adivinando mi pensamiento⁠—. Tú te mojas la cabeza —⁠añadió volviendo a pasar la mano por mis cabellos⁠—. Y envidias

A esas hojas, envidias a esa hierba que humedece la lluvia… Y tú quisieras ser hoja, ser hierba, y lluvia a la vez. En cambio yo únicamente disfruto contemplándoles, disfruto viendo como todo es lozano, bueno y feliz… —¿Y no añoras nuestro pasado? —⁠pregunté

Con el corazón encogido. Él quedó unos minutos callado y yo vi que hacía un esfuerzo para contestarme con entera franqueza. —No —dijo por fin brevemente. —¡No es cierto, no es cierto! —⁠le increpé, volviéndome y mirándole a los ojos⁠—. ¿Dices que no echas de menos

El pasado? —No. Le estoy reconocido, pero no lo echo de menos. —¿Acaso no quisieras que volviera? Desvió la vista y se puso a contemplar el jardín. —No le añoro, como no añoro el tener alas. Es un imposible. —¿Y no quisieras que fuera distinto? ¿Acaso nada me reprochas ni te reprochas tú algo?

—Nunca. Nuestro pasado ha sido inmejorable. —Escucha —le dije tocándole la mano para que me mirara⁠—. ¿Por qué no me dijiste nunca que hubieras querido que yo viviese a tu gusto? ¿Por qué me diste una libertad de la que no sabía disponer? ¿Por qué dejaste

De enseñarme, de guiarme en la vida? Si lo hubieses querido, si me hubieras conducido mejor, no habría sucedido nada, nada absolutamente… —⁠le dije con creciente despecho. Mis palabras sonaban a frío reproche, desprovisto de amor. —¿Acaso ha sucedido algo? —⁠se extrañó⁠—. Nada ha sucedido, como tampoco nada sucede.

Todo está muy bien. Maravillosamente bien —⁠añadió sonriendo. «¿Será posible que no me comprenda? O puede que peor: que no quiera comprenderme…» —⁠pensé tristemente y mis ojos se llenaron de lágrimas. —¡No habría sucedido que yo, sin tener culpa alguna, me vea ahora como castigada

Con tu indiferencia, con tu desprecio incluso! —⁠le dije por fin⁠—. No habría sucedido que siendo yo inocente, me vea privada de lo que más quería… —¡Por Dios, querida! —me interrumpió, como si aún no comprendiera de qué le estaba hablando. —No… Déjame terminar. Me quitaste tu

Confianza, tu cariño y hasta tu respeto. Porque nunca podré creer que aún me quieras, después de haber conocido tu amor de antaño. No… No me interrumpas. Necesito decírtelo todo de una vez, todo lo que me atormenta. ¿Acaso he sido culpable de no conocer la

Vida? Me dejaste sola, me abandonaste… Permitiste que andara desorientada buscando el camino. ¿Qué culpa tengo de haber comprendido solamente ahora cómo se debe vivir? Hace un año que me desvivo para acercarme a ti y tú siempre me rechazas, fingiendo no comprender lo que

Deseo. Y te arreglas de tal modo que nada puedo reprocharte… Y, sin embargo, resulta que soy una infeliz, una culpable… ¡Me empujas hacia esa vida que estuvo a punto de labrar nuestra desgracia! —Yo nunca te empujé hacia lo que me disgustaba —⁠exclamó él espantado. —¿Quién sino tú, me decías y repetías

Que yo nunca me acostumbraría a vivir aquí y que este invierno volveríamos a Petersburgo, a ese Petersburgo que aborrezco? ¿Acaso me ayudaste? Y ahora, en lugar de sostenerme, evitas toda expansión, todo sentimiento sincero, temes la franqueza… Desde tanto tiempo no

He oído una sola palabra cariñosa… Y cuando yo caiga del todo, vendrás a reprocharme mi caída y a reírte de mi desgracia, de mi envilecimiento… —Espera, espera… —me interrumpió él secamente⁠—. Suena muy mal lo que estás ahí diciendo. Sólo me demuestras que estás predispuesta contra mí, que no…

—¿Que no te quiero? ¡Habla! ¡Habla! —⁠le grité y prorrumpí en sollozos. Me senté en el banco y me cubrí el rostro con las manos. «Sí que me has comprendido» —⁠pensaba tratando de dominar el llanto que me ahogaba⁠—. «Todo, todo ha terminado» —⁠me decía una voz.

No se acercó ni intentó consolarme. Mis palabras le habían ofendido. Su voz estaba tranquila y fría. —No sé que puedes reprocharme —⁠decía⁠—. Si me echas en cara que no te quiero como antes… —¡Querías! ¡Querías! —repetí desesperada y un nuevo torrente de lágrimas fluyó de

Mis ojos. —La culpa de todo la tiene el tiempo y nosotros mismos. A cada época de la vida le corresponde un amor distinto… ¿Quieres que te sea franco? Puesto que deseas que hable con sinceridad… Del mismo modo como al principio me pasaba

Noches enteras en vela, creando mi amor hacia ti, viendo cómo este cariño iba creciendo, de igual manera en Petersburgo y luego en el extranjero, me pasé noches y noches en claro procurando destruir, desmembrar esta pasión que me atormentaba. Pero no he logrado

Destruirla; únicamente he alejado la causa de mi tormento. He logrado serenarme. Ahora estoy más tranquilo… Sigo queriéndote, pero con un amor distinto. —¡Y a esto le llamas amor! ¡Pero si esto es un suplicio! —⁠murmuré⁠—. ¿Por qué me permitiste llevar aquella vida de sociedad, si la consideras tan dañina que

Por ella dejaste de quererme? —No se trata de la sociedad, amiga mía… —¿Por qué no empleaste todo tu poder? ¿Por qué no me ataste? ¿Por qué no me mataste entonces? Ahora me encontraría mejor… No sentiría esa vergüenza, no sufriría tanto… Y volví a sollozar cubriéndome la cara.

En aquel momento subieron a la terraza Katia y Sonia, mojadas y alegres. Pero, al vernos, se retiraron silenciosamente. Nosotros permanecimos largo rato callados. Después de haber llorado me sentí más tranquila: le miré. Estaba sentado, cabizbajo y quiso decirme algo en

Respuesta a mi mirada; pero desistió y volvió a apoyar la cabeza en la mano. Me acerqué y le separé el brazo. Fijó en mí una mirada triste y pensativa. —Así es… —me dijo como si continuara pensando en voz alta⁠—. Todos nosotros

Y especialmente vosotras, las mujeres, habernos de pasar por todas las incongruencias de la vida para retornar al seno de la vida auténtica: a nadie más se debe creer. Tú, aún no habías vivido esa deliciosa necedad que tanto te satisfaciera. Te la dejaba apurar y comprendía

Que no tenía derecho a sujetarte, a pesar de haber yo pasado por aquella prueba… —¿Y por qué me permitiste vivir neciamente si dices que me quieres? —Porque si te hubiese retenido no me habrías creído. Lo conociste por experiencia propia y por esto has llegado a convencerte. —Has discurrido mucho, pero has amado muy

Poco… Hubo otro silencio. —Es muy cruel lo que acabas de decirme, pero es cierto —⁠dijo levantándose de pronto y empezando a pasear por la terraza⁠—. Es muy cierto. La culpa fué mía —⁠añadió deteniéndose y mirándome⁠—. No hubiese debido amarte o bien amarte con más sencillez.

—Olvidémoslo —murmuré tímidamente. —No… El pasado no vuelve… Nunca vuelve… Y su voz se suavizó al decirlo. —Todo ha vuelto ya —le dije poniéndole una mano en el hombro. Él la cogió y la estrechó con fuerza. —Mentía al decirte que no añoro el pasado. Yo lloro por aquel pasado tan feliz, por aquel

Otro amor perdido y que no volverá nunca. ¿Quién tiene la culpa? No lo sé. El amor queda, pero ya no es el mismo. En su lugar hay otro, dolorido, sin savia… Han quedado gratos recuerdos, el agradecimiento, pero… —No hables así —le interrumpí—. Todo ha de ser como antes… ¿Verdad que puede ser?

Le miré en los ojos y los encontré serenos, tranquilos y no encontré en ellos ningún sentimiento profundo. Entonces comprendí que pretendía un imposible. Me sonrió con una sonrisa suave, triste y que me pareció como de anciano. —¡Qué joven eres tú y qué viejo soy yo! En mí ya no podrás encontrar lo que

Buscas… ¿Para qué engañarse? Y continuó sonriendo. Yo estaba en pie a su lado y me iba serenando. —No nos empeñemos en repetir la vida —⁠continuó él⁠—. No nos engañemos. ¿Que se fueron las pasadas inquietudes? ¡Mejor! No hemos de buscar nada, nada nos debe inquietar… Ya hemos encontrado y el destino nos ha deparado

Felicidad más que suficiente. Ahora hemos de apartarnos, ceder el paso a éstos… Y me señaló a la nodriza que había aparecido con el pequeño Vaña en brazos. —Así es, amiga mía —terminó besándome en la frente. Y sentí que no era el beso de un hombre amante sino el de un buen amigo.

Iba rodeándonos la perfumada noche. Su silencio y sus rumores eran por momentos más solemnes, mientras en el cielo se encendían las estrellas. Le miré y sentí cómo me invadía un quieto bienestar, como si de pronto me hubiesen extirpado el nervio emocional que tanto me había hecho sufrir. Comprendí claramente que aquel sentimiento

Que perseguía ya no volvería nunca más. Y comprendí también que si, milagrosamente, hubiese vuelto, tan sólo nos agobiaría, que sería un yugo insoportable. Mirándolo bien, puede que aquellos tiempos no fueran tan felices como me los imaginaba… Además, había transcurrido tanto, tanto tiempo, desde entonces… Aquello era tan lejano…

—Ya es hora de tomar el té, sin embargo… —⁠dijo él y nos dirigimos hacia el salón. En el umbral volvimos a encontrar a la nodriza con el pequeño. Cogí en brazos a la criatura procurando taparle los sonrosados piececitos, le estreché contra mi pecho y le besé con

Cuidado. Vaña agitó como en sueños sus manitas y abrió los turbios ojuelos como si buscara o recordara algo. De pronto se fijaron en mí y advertí en ellos un destello de inteligencia. Sus labios se movieron esbozando una sonrisa. «¡Es mío! ¡Mío!» —pensé, con todo el espíritu tenso, estrechándole cariñosamente

Y procurando dominarme para no lastimarle. Y le besé los pies diminutos, el vientre, las manitas y la cabeza con los incipientes cabellos. Se acercó mi marido; cubrí y descubrí la carita del pequeño. —¡Ivan Sergeevich! —dijo mi marido tocando la barbilla de su hijo con un dedo.

Pero yo volví a taparle la cara. No quería que nadie le mirase mucho rato. Levanté la cabeza. Mi marido me miraba y sus ojos reían. Por primera vez desde tanto tiempo, le miré gozosa y serena. En este punto terminó mi novela con él.

El sentimiento de antaño se transformó en el buen recuerdo de algo que no ha de volver. El amor hacia los hijos y hacia el padre de mis hijos puso los cimientos de una felicidad distinta de la otra, de una nueva vida… que aún dura en el presente…

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